influencias / conceptos
Lamentamos la muerte de David Bowie el
pasado 10 de enero. Sin duda, el inglés fue uno de los artistas más
polifacéticos de nuestro tiempo, a las pruebas nos remitimos, y basta una
mirada somera a su obra para darnos cuenta de que nos podríamos quedar muy cortos
al tratar de calificarlo. Es que eso era Bowie, un camaleón del arte, una
serpiente que mudaba de piel cuando asimilaba un nuevo discurso creativo, sin
importarle el “divorcio” que pudiera existir en las parcelas artísticas que
incursionaba. Ese era su detalle, pasar por alto el “divorcio” para enfocarse
en la integración de los canales expresivos que le interesaban. Obviamente, la
mayoría nos quedaremos por siempre con el Bowie músico, ese Bowie que fue
cambiando de estilos e imagen a lo largo de poco más de cuatro décadas, ese
Bowie que se convirtió en la luz y sombra de generaciones de jóvenes que no
encontraban su lugar en el mundo y que gracias a su música pudo encontrarse, o
por lo menos saber cuál era su lugar en el mundo, sabiendo que (tan) solos no
estaban, pues había alguien que les cantaba y no necesariamente en canales
encriptados, sino que lo hacía abiertamente, muy ajeno a la pertenencia de
gueto alguno de conocedores.
Tampoco pasemos por alto su grado de
influencia.
En este punto hay que ser justos. Y por
más exagerada que parezca la exageración, una verdad se impone a cuenta de los
hechos: no podríamos entender la música rock/pop de hoy y sus inevitables
variantes sino observamos con detenimiento su magisterio.
Así es, el magisterio Bowie.
A saber, uno de tantos: sin esta escuela
ni el punk rock, ni el post-punk, no tendrían uno de sus álbumes emblemas,
hasta carecerían de semilla. El álbum, de esos capaces de cimentar
convicciones, sin cuya existencia otra sería la historia del pr y el pp, sin
duda. Nos referimos a The Idiot de
Iggy Pop. Maravilla de álbum en la que Bowie sí tuvo injerencia capital. No
especularemos en los grados de hechura, en si es más Bowie o más Pop, pero
basta apreciar el álbum no solo en sus nuevos aires no escuchados antes en Iggy,
como en las letras de los temas que nos transmiten otra sensación no ubicada
antes en la poética del frenético cantante.
Bowie generó muchos hijos musicales.
Pero Bowie no solo era música.
Bowie era un crisol de creación en sí
mismo. Más una actitud. Es decir, una consecuencia.
De sus hijos musicales, quizá el más
parricida: Prince, que acaba de fallecer hace algunas horas.
No deja de llamar nuestra atención que
dos de los músicos en los que no solo veíamos/admirábamos un tácito talento,
sino una actitud coherente, nos hayan dejado en tan pocos meses, en el mismo
2016, que para no pocos ya se nos antoja de fatídico.
Prince fue un parricida musical. Bowie
no solo fue el único en su parcela de influencias. El norteamericano se nutrió de
todos los géneros musicales con los que creció, pensemos en el rock, el jazz,
el blues, el folk y la música de cámara. Si tuviéramos que calificar la poética
de Prince, esta sería la misma del inglés: la integración.
El autor de “Purple Rain” agotaba hasta
secar cada uno de estos géneros musicales asimilados en la infancia y
adolescencia, los agotaba para luego crear una música que hacía gala de su
sello en alto relieve. Prince sonaba a todo, pero especialmente sonaba a Prince.
A esto sumemos su destreza natural para ejecutar los instrumentos musicales. No
por nada, era considerado como uno de los mayores instrumentistas de todos los
tiempos. Hasta su fisonomía era la adecuada, entre plástica y tiesa, por ello,
los instrumentos no eran más que una extensión de su cuerpo.
Pudo hacer una carrera mucho más
comercial de la que fue. Pudo ser el músico-icono con lo que más de uno sueña
ser, pero no. Prince hizo llorar y bailar a muchísimos de sus seguidores, mas
nunca por los senderos del facilismo. Sus temas eran Hits sin ser Hits, se
convertían en algo más, ligados a una transmisión/sensación que recorría por la
sangre hasta arribar a la mente, o sea, una mágica trascendencia que solo
percibimos en los que nacieron para quedar, y vaya que Prince quedó,
convirtiéndose en una leyenda viva.
Si un lazo comparten Bowie y Prince,
aparte de la actitud, aparte de no haber hipotecado su arte y música en la
industria, hipoteca de la que no se ha salvado ni el más purista, esa ligadura
es una sola: el concepto de sus influencias.
Bowie y Prince. Ajá: esponjas que lo
absorbieron absolutamente todo. Carnívoros y salvajes de la estética musical
que supieron forjar conceptos que los podemos hallar en cada una de sus
producciones. No solo encontrábamos en ellas fuerza y nervio, sino ante todo un
canal que las justificaba y sobrevivía. Por eso, sus flujos creativos eran
espaciados, se tomaban su tiempo, tanto para encontrar la tonalidad y armonía,
la fuerza cuasi ventral de sus letras, pero sobre todo ese tiempo era invertido
en forjar y reforzar un concepto, sea musical, o en todo caso, un concepto a
manera de manifiesto, es decir, una declaración de principios que solo los
genuinos creadores se pueden permitir para diferenciarse con la coherencia que
requiere una postura política, por ello moral.
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