legado
Después de varias semanas vuelvo al
último álbum de David Bowie, Blackstar.
Sentía una suerte de llamado, quizá debido
a que mi despedida de Ziggy no había sido del todo justa, puesto que el apuro y
mezquindad me impidieron agradecerle lo mucho que en lo personal su música hizo
por uno, a saber, salvarnos de uno mismo, detalle con lo que nos sobraría y
bastaría si es que nos conformamos con las cosas sencillas de la vida.
No importa, sean cuales sean los
motivos, lo que sé, es que volver a este álbum, escucharlo sin la bulla,
sentida o posera de su partida, es lo mejor que a uno le puede pasar en esta
día de luminoso y tibio sol. Varios temas se convierten en mantras y la sensación
de peligro se pone al acecho, ya que se es testigo de un DB atomizado, en un
furioso estado de gracia, cuyos temas son un viaje lisérgico por toda su
producción. Claro, el hombre sabía que se iba y no podía sucumbir a los
malestares de la enfermedad, había que dejar algo, él era Bowie, una generación,
una postura ante la vida, no era uno más en ese río que arrastra a los
hacedores de hits.
Eso es Blackstar, el testimonio/legado de un artista que se supo grande
pero que jamás pecó de idiota, ni de frívolo. DB era un hombre entregado a los
multiconceptos, de allí el universo rico y de raíces fuertes que sostenían sus
álbumes (del mismo modo sus incursiones en otras parcelas de la creación), que
nos podían gustar o no, esa no es la discusión, lo que nadie puede negar y no
dejar de reconocer, es el mundo abierto y a la vez cerrado de la postura de DB
como creador, una postura no solo ligada a la experiencia estética, sino que se
justificaba en una coherencia en la vida como tal. Este álbum no solo nos
entrega a un artista que se despide por la puerta grande, sino es también un
testimonio político de vida asumida y llevada a su justificación en sí misma.
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