biblioteca e inéditos
Días atrás decidí comprar un par de
estantes más. Razón no faltaba, los libros ya me estaban botando de mi cuarto y
los que meses atrás había colocado en la que fue la habitación de mi abuela
tampoco daban para almacenar más títulos. Todos mis estantes tienen una base
generosa por anaquel, que llegado el caso cobijan dos filas de libros.
Compré los dos estantes y los coloqué en
el recibidor de la casa. Así que, cuando mi madre recibas sus inevitables visitas,
lo primero que verán será libros, algo que no me gusta, porque eso no es lo que
pretendo mostrar, pero el recibidor es el único espacio en donde podía colocar
ambos estantes, anchos y altos.
Los estantes estuvieron en el recibidor
toda la semana, sin ser llenados ni ubicados en su posición final.
Pues bien, ayer viernes me dediqué a
acomodarlos y a seleccionar los libros que los ocuparían. Quienes han arreglado
bibliotecas personales saben bien que hablo de un asunto serio y en cierto
sentido frustrante. Para empezar, tenía nociones de cierto criterio para
disponerlos en su nueva guarida, pero estas nociones eran nada ante lo que
imponía la realidad. Los libros salían de la nada. Y seguían saliendo y mis
temores se concretaron cuando supe que los dos anaqueles resultarían
insuficientes y que tendría que comprar dos más. Son miles de libros, y a
medida que revisaba los ejemplares, los recuerdos me llegaban tales luces
canábicas, porque cada ejemplar tenía su historia, y lo que más llamaba mi
atención, recordaba la procedencia de cada uno, del año y mes en que lo compré,
en dónde, e incluso de la persona que me lo mostró o sugirió.
Dado el momento, tomé un descanso.
Prendí un pucho y me puse a pensar en qué
podía hacer con tantos ejemplares, al final opté por usar el mismo criterio,
aprovechar las bases de los anaqueles, formar dos filas por cada uno y colocar
los libros que pudiera encima de estas dos filas por anaquel. Era la única
manera. Y eso, ajá, eso, que no digo aún nada de los muchos libros que he
separado para regalar, casi 300. Sé que estos libros le servirán a otro lector,
mucho más que a mí. Estoy pensando en regalárselos a mi pata “Don Ramón”, y esta
idea me convence cada vez más. Por su parte, Onur me miraba, sorprendido de los
muchos libros que salían de no se sabe dónde. Y hablaba con el perrito, o el
perrito me hablaba, como sea, porque lo que interesa es que el perrito y yo nos
hablamos sin hablarnos. De alguna manera, estábamos aprendiendo, y esto es lo
que trae la experiencia de ordenar una biblioteca, aprendes de ti mismo, de lo
desordenado que uno puede ser, y de lo feliz que uno se siente en ese desorden.
La disposición adquirió un orden
saludable. Pero la sorpresa vino cuando me topé con una caja grande para
galletas, es decir, de cartón fuerte y pesado. Esta caja era el pedestal de mi
carro de carreras a control remoto, pero lo que había dentro me generó una
ligera conmoción. Lo que encontré me hizo
pensar y también me llenó de sensaciones encontradas, ya que en esa caja
estaban los inéditos de novelas y cuentarios de no pocos escritores peruanos,
inéditos que en su momento me confiaban para su lectura apreciativa y su
respectiva sugerencia de cambio. Me encontraba ante una historia de la
narrativa peruana de los últimos ocho años, a ojo de buen cubero. Pensé en mi
responsabilidad y sentí satisfacción porque muchos de esos textos cuando se
convirtieron en libros editados tuvieron una buena recepción en crítica. No
puedo decir lo mismo sobre su destino en ventas, pero eso es lo que menos me
importa. Me sentí partícipe del buen destino literario de estos títulos, pero
también me pregunté qué tenían que hacer sus autores para no ser opacados por
la fuerza del relacionismo que ostentan los figurones (bueno, entre los
inéditos había más de un figurón con talento, valgan verdades), pero bueno,
hablamos de una habilidad de la que no quiero reflexionar más allá del tiempo
que merece.
Puse todos esos inéditos en una bolsa de
color negro. Ya no tenían que estar cerca de mí.
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