miércoles, mayo 11, 2016

"new order, joy division y yo"

Hagámonos esta pregunta: ¿tenemos idea alguna de un grupo/banda con proyección que haya sobrevivido a la muerte de su cantante principal? Lo más probable es que la repuesta sea negativa y en ello tendrá mucho que ver la inmediatez por brindar una fugaz respuesta, con mayor razón cuando no se quiere quedar como un mero ignorante, o en el último de los casos, como todo un desinformado. Lo cierto es que la historia del rock se ramifica cada día más, al punto que a más se ha formulado una pregunta aplastante: ¿habrá un suicida que se considere especialista en la historia del rock como tal?
De los libros leídos sobre la historia del rock, y por muy bien que hayan sido escritos, siempre quedamos con la sensación de que la lectura no logró colmar las expectativas. Cosa distinta ocurre con los libros sobre rock que abordan periodos específicos, del mismo modo con los que repasan la historia de grupos y de cantantes, sumemos las biografías y, tal y como viene ocurriendo desde hace ya un tiempo, las memorias. En estas pequeñas parcelas sí podemos ingresar a un concepto más abierto y sustentado. Al menos este método es el que más se adecua a la realización y éxito de proyectos narrativos que brinden más luces, aunque sea en teleobjetivo, de determinados sucesos y protagonistas esenciales en la historia del rock.
Abundan las biografías, ensayos y estudios sobre cantantes y bandas, varios de ellos genuinas biblias. En estos momentos, escogiendo ejemplos al azar, pensamos en la más completa biografía de Elvis Presley Último tren a Memphis / Amores que matan de Peter Guralnick; en los ensayos de Simon Reynolds, quizá el pensador que no solo mejor analiza el rock, sino quien mejor escribe de él; en las memorias de Bob Dylan; y cómo pasar por alto la labor monumental de Mariano Muniesa, cuyos ensayos y artículos vienen signados por el sello de agua de la erudición y la pasión que le despierta precisamente el rock; y en el ámbito local, a manera de salto de garrocha, destacan la difusión de Pedro Cornejo y su inhallable Alta tensión y, por supuesto, la biblia del rock peruano, Demoler, de Carlos Torres Rotondo. Es decir, el enfoque en los cotos, y en sus respectivas variables temáticas, ha permitido la aparición de discursos que han funcionado mejor que cuando se ha visto al rock en conjunto. Tampoco pasemos por alto el aporte del cine, rico en biopics e híbridos como 24 Hour Party People de Michael Winterbottom, si es que nos ceñimos a una indiscutible muestra de los últimos años.
Sin duda, de la variedad de registros, las memorias han sido las preferidas para sus protagonistas. Al parecer, este es el formato que a no pocos les permite asegurarse en las parcelas de la perdurabilidad, como una extensión de la legitimidad lograda en la trayectoria musical.
Pues bien, se colige que cualquiera no puede lanzarse a la escritura de memorias, es decir, una memoria que ponga en orden lo vivido y lo que se pudo vivir. Hay memorias, y son muchas, que obedecen a la orden del mito desgastado, que abusa y eleva exponencialmente lo ya documentado, ejemplo: Vida  de Keith Richards, que solo nos introduce en el túnel por el que fluyen litros de alcohol y cocaína, sin ofrecernos mayores aportes de lo que significó ser parte de la legendaria banda a la que pertenece.
La escritura de memorias es el medio soñado, a lo mejor el fin, de todo músico de relevancia. Pero por ser soñado, no quiere decir que su desarrollo sea fácil. Las memorias requieren de una gran dosis de honestidad, pero ante todo de ambición, de creérsela para sustentar la leyenda, en pos de la justificación de los mitos los orales que se ciernen sobre bandas o cantantes que han marcado una era y cuyos ecos aún pueden sentirse en los registros musicales que se practican a la fecha. En este sentido, las memorias de Bernard Sumner no solo están a la altura no solo de sus seguidores, sino también de todo aquel interesado en un periodo clave en la historia del rock.
New Order, Joy Division  y yo (Sexto Piso, 2015) vendría a ser la trastienda de los grandes sucesos que signaron el devenir del punk y el wave, o la sal que nos permite disfrutar del sabor de una época dorada en talento, tragedia y exceso, inscrita, en principio, en un contexto político y económico, y que rescata para su reflexión la sensibilidad de una generación que ha gozado de la mala prensa que la calificó como la generación del nihilismo-drogo. Pero ante todo, la presente publicación es el testimonio visceral de Bernard Sumner, que nos ofrece su legado sin guardarse nada, característica que la podemos ver desde sus primeras páginas cuando nos habla de la relación con su madre paralítica, hecho que no solo marcaría su niñez y adolescencia, sino también la música que emprendería con Peter Hook y, posteriormente, con Ian Curtis, de quien nos dice, y haciendo hincapié en más de un tramo, que no era en absoluto el hombre deprimido y atribulado que la leyenda nos quiere seguir vendiendo para reforzar aún más el aura de oscuridad presente en los dos primeros álbumes de Joy Division. Curtis era un joven alegre, leía mucho y no hacía gala de su cultura libresca, además, su sueño era tener una librería de viejo en Manchester, pero a Curtis se le descubre la epilepsia, que a la postre fue su fin a causa de los medicamentos que debía tomar para controlarla. Al respecto, resulta reveladora la transcripción de la grabación de la sesión de hipnosis a la que somete Sumner a Curtis dos semanas antes de su suicidio.
Sumner no se refocila en la dependencia creativa de la banda con Curtis, por el contrario, destruye ese mito para enfocarse en la poética de la banda como conjunto, en la cada integrante era una sensibilidad creadora que sumaba. El guitarrista no rehúye de los problemas personales que cargaría desde entonces con el bajista Peter Hook, a quien califica de “Mr. Ego”. Empero, estos problemas no impidieron que la banda siga produciendo, incluso en el proceso de cambio obligado, en el cual la banda optó por llamarse New Order. En todo momento, Sumner huye de la indulgencia. La autocrítica reina en cada una de estas páginas, pero el autor es muy cuidadoso en no caer en la exposición gratuita de atrocidades.
Sumner no quiere cometer los errores de otros, por ello, cada anécdota o perfil al paso, como los de Tony Wilson, Martin Hannet, Rob Gretton, Johnny Marr y demás, viene precedido por un respeto a la trayectoria, un mirada seria a la tradición musical que representan. Y lo hace muy bien, sin caer en la solemnidad, siendo irónico en más de un trecho. No es poca cosa, en todo momento Sumner cruza por el borde invisible de la barrera que divide la trascendencia del chisme de pasquín. Nuestro autor no solo se asume como uno de los artífices de un proyecto musical que resistió y triunfó, sino que se asume como un privilegiado protagonista de un periodo de la historia de la música del siglo pasado. 
En ese maravilloso juego de novela y biografía, inclasificable en verdad, de Max Aub, Jusep Torres Campalans, somos partícipes de una sentencia que nos ayudaría a entender un poco más estas imprescindibles memorias: “vender es venderse”. Si algo más, algo importante y excluyente, podemos decir de Sumner, un detalle que sobrevivirá en estas memorias que han asegurado su espacio en el gran futuro, es que ha sido un artista íntegro, leal a sí mismo como creador. Ya sea en su etapa gris y reflexiva en Joy Division, como en la era más “alegre” en New Order, nunca se dejó vencer ni tentar por el poderío de la industria discográfica que en más de una ocasión le sugirió flexibilizar la propuesta de la banda para captar y aprovechar la sensibilidad de las nuevas generaciones. Sus seguidores ahora lo saben: Joy Division y New Order no son un producto. Son un sentimiento. He allí la epifánica respuesta a la pregunta con la que empezamos este texto.

1 Comentarios:

Anonymous Anónimo dijo...

Recomiendo la autobiografía de Eric Clapton, brutalmente honesta

9:22 p.m.  

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