"los niños muertos"
Cuando se nos habla de la narrativa
peruana última, se suele decir que atravesamos un buen momento. Por lo general,
más de uno, y si es escritor, tanto mejor, opta por callar lo que en verdad
piensa y se suma al coro de los campeones, o reyes, de la diplomacia literaria,
tan concentrados y enfocados en hacernos creer que somos partícipes de ese ya
señalado buen momento. En este juego de máscaras, especie de fiestita de egos
sensibles, fiestita de ánimo tenso siempre y cuando no se cuestione ese buen
momento, no pocos, por no decir todos, cumplen una función, un libreto a
seguir. De no ser así, el escritor, sin importar si eres consagrado o no, se
verá en el ostracismo, asumiendo el involuntario rol de resentido ante el
avasallador éxito de los reyes de la diplomacia literaria.
Esta fugaz reflexión viene a cuenta de
la lectura del último libro del narrador y ensayista peruano Richard Parra, la
novela Los niños muertos (Demipage,
2015). Felizmente, esta novela es muchísimo más que esta fugaz reflexión. En
primer lugar, nos pone en bandeja a un escritor que en obra ha conseguido una
legitimidad literaria que nadie en su sano juicio puede atreverse a cuestionar.
Hagamos memoria: Parra es autor del cuentario Contemplación del abismo, de las novelas cortas La pasión de Enrique Lynch y Necrofucker, y también del ensayo La tiranía del Inca, con el que ganó el
Copé de Ensayo 2014. Una breve mirada a su obra de ficción nos manifiesta a un
escritor que ha sabido ser honesto con su tema y que ha afinado su estilo en el
tránsito de sus publicaciones, que calificaríamos de acero y heredero de una
poesía seca que en su brevedad trasmite al punto de lograr la experiencia
literaria: incomodar y joder al lector. Es decir, estamos ante un escritor que
se ha posicionado como uno de los más atendibles de la narrativa peruana y
latinoamericana de los últimos años, teniendo en cuenta que su mejor propaganda
ha sido la impresión que despierta su poética y que no es producto del lobbismo
literario.
En segundo lugar, lo que importa: la
novela que nos reúne, LNM. Novela
consagratoria para su autor y que se ubica desde ya como la mejor novela
peruana del 2015. Sé que esta impresión puede ser antojadiza, sabiendo que aún
faltan muchos meses por delante para acabar el año, pero la verdad es que la
valla que deja LNM es demasiado alta. Si buscamos una palabra para definirla,
una palabra que nos brinde una idea general, como puerta de acceso, esa palabra
es violencia. Violencia que se respira en cada una de sus páginas, tema en alto
relieve también presente en los demás libros de ficción de Parra, pero que en
esta ocasión se pone a prueba en una historia compleja que dialoga entre un
presente signado por el contexto convulsionado de la década del ochenta y el contexto
de un pueblo de la sierra quince años antes. La barriada de Lima y el pueblo de
adobe de Celendín. Un niño llamado Daniel descubre el mundo de la peor manera,
por medio de heridas emocionales que nunca van a cicatrizar, es parte de la
pobreza, la desconfianza de los seres cercanos a él, su ingenuidad infantil es
trastocada paulatinamente, y no es para menos, él parece ser la única
sensibilidad pura en un ambiente en el que hay espacio para todo, menos para la
inocencia. Parra no solo se vale de un estilo cortante, sino también hace uso
de una técnica deudora del montaje cinematográfico. Mediante este montaje narrativo
somos receptores de inagotables chorros de violencia, que nos muestran el
hastío y violencia ochentera como la violencia y miseria de tres lustros atrás,
en un diálogo permanente en el que no hay espacio para la búsqueda de justicia,
sino para la supervivencia. Esta es la única manera en que pudo contarse LNM. Mostrando, describiendo, ajeno a
toda sentencia y afán de denuncia discursivo, porque la sentencia y la denuncia
están presentes en precisamente lo que nos ofrece la pesada atmósfera de estas
páginas.
Hablamos pues de una novela política. De
una novela que denuncia. De una novela violenta en todo el sentido de la
palabra. De una novela de genuina calidad literaria que habría que celebrar y
que merece todas las reseñas positivas que viene recibiendo. Hay pues una
ideología, la del autor, con la que no sintonizo, pero que reconozco para bien
debido a su silencio, o sea, lejana del panfleto, y que como tal, presente en
ausencia, nutre la atmósfera narrativa. Para lograrlo, para llevarla a buen puerto,
es menester exhibir oficio. Por otro lado, LNM
abre el panorama de lo que viene escribiéndose últimamente en nuestro país,
pone un orden, jerarquiza la fuerza de la tradición realista peruana, últimamente
tan atacada y ninguneada, o vista por encima del hombro, por cultores de otros
registros a los que conviene blanquearla con la ayuda de reseñistas que cumplen
la noble función del guaripolerismo. Pero este panorama no solo se limita a los
nuevos registros (que de nuevos no tienen nada, la verdad), también es un llamado
de atención al abuso temático que se ha estado ejerciendo sobre la violencia
política, tópico por demás delicado, del que se ha “lucrado” como moda y del
que se han beneficiado incluso los menos talentosos. LNM nos brinda la oportunidad de observar en serio la realidad
inmediata, como también la realidad histórica, en su violencia emocional y
cotidiana, rescatando ese verbo oral que hiere, verbo protagónico en esta
novela, verbo de la rutina que viene siendo descuidado en nuestra narrativa
actual, pasando por alto su enorme riqueza.
LNM es también una
radiografía de la poética de Parra. Una poética que supo ser honesta y coherente
consigo misma, que resistió desde su inicio y que ahora brinda frutos que
agradecemos los lectores de buenas ficciones. Necesitamos más narradores como Parra, no
necesariamente para que se escriba de violencia, sino para que se escriba del
tema que sea, en el registro que se ajuste a la voz del autor, pero eso sí, con
sangre, venas y nervio.
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal