Reynoso, el escritor más joven
Sin duda alguna, la muerte de Oswaldo
Reynoso (1931 – 2016) deja un profundo vacío en la literatura peruana.
No solo parte un escritor sin el que sería
muy complicado explicar el proceso de la historia de la narrativa peruana
contemporánea, sino que también desaparece una actitud de vida cada día más
escasa entre los escritores peruanos de hoy: la de acercar la obra a los lectores,
sea buscándolos o encontrándolos por azar. No importa si en esta empresa haya
que recorrer todo el Perú. Reynoso iba tras ellos. Reynoso, hasta en sus
últimas semanas de vida, se mostró como un trabajador de las letras. No se
hacía problemas, los achaques de la edad los superaba con ánimo. Es por ello
que no nos debe extrañar que con frecuencia asistiera a universidades, colegios
e institutos en los que brindaba conferencias y presentaba sus libros.
Por otro lado, la consagración nunca lo
alejó de los jóvenes escritores. A la fecha es imposible saber con exactitud el
grado de influencia que tuvo entre las nuevas voces de la narrativa peruana
contemporánea. “Nuevas voces” que tranquilamente podríamos rastrear desde la
década del setenta. ¿De dónde sacaba fuerzas? La respuesta es muy sencilla:
como escritor su tópico literario era precisamente el mundo de los jóvenes,
además, Reynoso fue profesor. Es decir, tanto el tópico de su mundo literario
como su vocación por la enseñanza lo convirtieron en un hombre idóneo para todo
aquel con intención de formarse como escritor.
Se suele decir que la obra de los escritores
es la imagen de ellos como personas. En el caso de Reynoso, esta suerte de ley
no era la excepción. Si algo podemos decir de su poética, y más allá del tópico
indicado, y del reconocido logro de su lenguaje literario (sin exagerar,
después de Martín Adán, el de La casa de
cartón, se ubica como el mayor estilista peruano), su obra exhibía,
hacía patente, una rebeldía, una inconformidad con el mundo, una disidencia en
contra de la solemnidad del conservadurismo ultramontano.
Marxista sin reparo. Orgulloso hombre de
ideología. “El hombre, sin una ideología, sería una bestia”, le dijo a quien esto
escribe en un perdido día del mes de agosto del 2001. Esa ideología, unida a la
rebeldía de su poética, significa un coctel Molotov para todo joven con ganas
de comerse el mundo, con la firme intención de alzar una voz de protesta ante
contextos opresivos. Reynoso se convertía en el ídolo humano, en el maldito
capaz de cimentar una vocación literaria. Y esto hay que subrayarlo: podemos
encontrar muchos escritores atendibles y muy buenos, pero solo pocos, contados
con los dedos de la mano, son capaces de reforzar y concretar una vocación.
Reynoso fue la epifanía que necesitaban los indecisos, es decir, la mayoría de
los escritores peruanos que he leído, cada uno, en distinto nivel de
asimilación, tiene algo de Reynoso, algo de esa rabia, de esa poesía, de ese
trabajo formal que desplegaba, de ese irrespeto por la ley estructural que
vimos en sus últimas publicaciones. Sin exagerar, y ahora que Reynoso no está,
apena constatar lo siguiente: Reynoso era una erupción volcánica de referencias
vitales y literarias.
Esta historia comienza en 1961 con Los inocentes. Años atrás había
publicado un poemario, Luzbel, pero
fue con este libro de relatos con el que entró a la literatura peruana con una
patada violenta, y lo hizo por la puerta trasera. Este libro no pasó
desapercibido, pese a que más de un señorón de la crítica intentó blanquearlo
del firmamento. En este sentido, no debemos pasar por alto el apoyo que le
brindó José María Arguedas, quien fue capaz de detectar las frescura y
proyección que encerraba ese libro escanciado de poesía y sexualidad. Fue capaz
de ver más allá de la lectura común. Arguedas vio en los personajes de Los inocentes el sufrimiento y el trauma
de sus personajes de ficción. No fue gratuito ese espaldarazo. Era no solo un
inicial reconocimiento a su valía literaria, sino un aviso de rescate del mundo
adolescente como crisol temático a explotar.
Bien pudo quedarse en estos iniciales laurales.
Pero no lo hizo. Y no lo hizo porque era un escritor con hambre de denuncia.
Era un ferviente convencido de que en la literatura podía poner en el tapete
las desigualdades y la doble moral de la sociedad encorsetada y racista de la
época. Por eso, si los cuchillos de la crítica quedaron afilados luego de Los inocentes, con la novela En octubre no hay milagros (1965) estos cuchillos
funcionaron bajo una estrategia, porque el
objetivo de esta crítica era opacarlo de una vez por todas. Basta una
visita a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional para verificar que se armó una
cadena estratégica de críticas que no solo se ceñían a lo literario. Encontramos
en esos diarios un andamiaje discursivo para desaparecerlo, este andamiaje no
solo tenía sentencias literarias, sino que apelaba también a los discursos
morales por cuenta de intelectuales líderes de opinión. Esta estrategia por
desaparecerlo vio sus frutos cuando en 1970 publica su segunda novela, El escarabajo y el hombre, a la fecha,
una de las novelas breves más perfectas de la narrativa latinoamericana del
Siglo XX. El escarabajo… es un canto
poético y formal, su perfección no desentona con los tres hilos argumentativos
(ajá, sumemos la voz del narrador) encadenados, en las que vamos constatando un
detalle que veíamos rastreando en sus títulos anteriores: la crítica al mismo
discursivo ideológico que venía alimentando su poética. Reynoso se manifestaba
totalmente renuente a la incoherencia ideológica de quienes se llenaban la boca
criticando el maléfico discurso de la derecha. Si la crítica oficial ya le
había puesto la cruz, ahora esta cruz era cargada por ciertos escritores que
años antes lo habían apoyado.
A inicios de la década del setenta,
Reynoso se fue a vivir a China. Estuvo más de diez años, en el mismo corazón del
mundo que consideraba el ideal socialista. No se supo mucho de él, y esta etapa
es más bien un hiato vital que los estudiosos de la obra de Reynoso tienen
ahora como tarea a cumplir. A su regreso, nos entrega en 1993 el relato breve En busca de Aladino, delicioso texto en
el que Reynoso se afianza como un fino estilista, o sea, un Reynoso recargado
en la belleza del lenguaje. Sin embargo, fruto de su experiencia en el gigante
país asiático, publica en 1995 la que es su obra maestra, una obra que a la
fecha deber ser más leída y rescatada de la justa luminosidad de Los inocentes. Nos referimos a Los eunucos inmortales. Al respecto, no
puede haber existir hincha de Reynoso que no haya leído esta novela en el que
participamos del mejor Reynoso: del Reynoso ambicioso, del Reynoso estilista y
del Reynoso formal. Una novela con ecos y epifanías que nos presenta a un
escritor que es testigo del desastre ocurrido en la Plaza de Tiananmén en 1989.
Nuestro escritor, bajo la mirada de su narrador protagonista, no solo nos
brinda un fastidiado recuento de los sucesos ocurridos, días previos y durante,
a la masacre de estudiantes en la plaza, sino que también por medio de él
accedemos a una postura del autor con respecto al socialismo, a una convicción
en el socialismo como ideal a alcanzar por el hombre, sin importar las
barbaridades que hagan los hombres con este ideal. Por testimonio del propio
autor, cuando se le preguntaba por esta novela, él declaraba con orgullo que
había sido la que más tiempo le demandó escribir. Por cierto, en una ocasión le
escuché decir que de Los eunucos…
tenía más de veinte versiones.
Las relecturas de esta novela nos
revelan lo que Reynoso terminó haciendo en los últimos años. A nuestro autor, de
a pocos, le interesaban cada vez menos los cotos impuestos por los géneros
literarios. Una lectura atenta de El goce
de la piel (2005), En busca de la
sonrisa encontrada (2012) y Arequipa,
lámpara incandescente (2014), son una proyección de esa actitud de Reynoso
hacia los géneros. Tengamos en cuenta que desde hace ya varios años se
perfilaba como un escritor ajeno a las reglas narrativas. Lo que le interesaba
ante todo era escribir, y en ese proceso de escritura patentizar todavía más el
placer erótico que le generaba precisamente la escritura. Ese aparente desorden
que a más de un entendido en narratología le generaría patatús, resultaba en
Reynoso una virtud, una suerte de profecía de lo que años después se haría pasar
como nuevo en la narrativa peruana última, puesto que en estos libros breves
asistíamos a una poética más descansada, pero no menos letal en trasmisión. Por
esta razón, ahora podemos entender su sonrisa e ironía, viendo sentado, con una
vaso de cerveza en la mano, lo que otros realizan denodadamente con esfuerzo lo
que él ya había hecho años atrás.
No lo pensemos mucho. Reynoso era una
escuela viviente. Se había convertido en la Historia de la Literatura Peruana
desde 1950 en adelante. Y pese a que él siempre renegó de un aislamiento
literario, este aislamiento no fue del todo cierto, al menos no en la última
década, en la que hubo tiempo para rescatar títulos como Las tres estaciones y El
gallo gallina, en la que más de un interesado decidió trabajar su obra
desde la academia, pero ante todo, fue una década en la que los lectores se
conectaron mucho más con Reynoso, incluso estos lectores no necesariamente eran
peruanos. Pensemos en las ediciones extranjeras de sus títulos más emblemáticos.
Es decir, nuestro escritor sí llegó a sentir el reconocimiento, ya sea por los
diletantes y los entendidos. Razones sobran para explicar esta situación, había
en su obra calidad, furia, demonios, discurso político polémico, o sea, toda
una mezcla que le permitía sintonizar con quien sea, los lectores encontraban
en su escritura frescura, una parcela vital.
No te engañes, querido lector: Oswaldo
Reynoso era nuestro escritor peruano más joven. Sus libros son la mejor prueba
de ello.
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