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En la madrugada volví a una obra
maestra, Novecento de Bertolucci. El
lector entenderá, entonces, que me acosté muy tarde, fácil a las 8 de la
mañana, pero me desperté pocas horas después, porque fui partícipe de un acontecimiento
histórico en la vida de mi falso pekinés llamado Onur.
Pues bien, resulta que un vecino tocó la
puerta de mi casa, cerca del mediodía, y me preguntó si Onur brindaba el
servicio. ¿Cuál?, pues la de calmar la invasión hormonal de su perrita, un poco
más pequeña que Onur pero con varios años de recorrido que este. Le dije que ya
y le indiqué que el encuentro canino se llevaría a cabo en mi jardín del parque
ubicado a la espalda de mi casa. Le indiqué que nos esperara diez minutos.
Cerré la puerta, me preparé café, prendí
un cigarro y desperté al chato. Pensé en si era conveniente colocarle o no la
correa. Lo lógico, y lo justo para él, era que debute de la manera más libre
que pueda, pero por algo Onur es Onur, fácil, luego de estar con la perrita,
correría tras los pasos de otras, y no hay nada que me preocupe más que el
atarantamiento de mi perrito cada vez que cruza la pista.
Saqué de la refrigeradora un par de
Cusqueñas en lata y me completé con la cajetilla de cigarros. Onur sospechaba
algo, su mirada sorprendida era la prueba de que algo muy buen le iba a pasar,
y lo bueno, esta vez, no tenía que ver con nuestras caminatas de media hora,
que se repiten hasta 5 veces al día. Entonces lo encerré por unos minutos en el
baño, solo así podía tener la suficiente libertad para acomodar las sillas en
el parque, porque si lo vería en acción, lo tenía que hacer en comodidad, y con
una correa lo suficientemente larga para que este no me asuma como una
presencia incómoda en su primer momento importante en la vida.
Manuel, un chibolo de 18 años, el dueño
de la perrita, era el hijo de mi pata Jorge, a quien la vida lo ha llevado por
rutas distintas a la mía y que por eso ahora se encuentra guardado. Manuel no
se hacía paltas con lo que le preguntaba de su padre, más bien, tengo la
impresión de que no seguirá los pasos de su padre, algo que me alivia, porque su
padre sí tuvo todas las oportunidades para no terminar donde terminó. Le
pregunté también cómo hacía para que su perrita le obedezca, algo en lo que he
fracasado con Onur.
Conversamos y bebimos las Cusqueñas
mientras éramos testigos del acontecimiento histórico de Onur. No era la
primera vez que algunos vecinos me tocaban la puerta preguntándome si mi
perrito brinda servicios, pero no me decidía, pensando que aún era muy
cachorrito para estas faenas hormonales, sin embargo, en las últimas semanas me
informé al respecto y la ciencia se imponía en su verdad: la etapa de madurez
de Onur ya había acabado, información que hizo que me sintiera mal. Por ello, en
estos días pensaba en cómo hacerle justicia a este perrito que se ha convertido
en el engreído de la casa, en “el hijito peludo”, “en el hermanito chato”. Para
mi bien, ese momento de justicia se presentó sin avisar y Onur lo disfrutó por
más de media hora.
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