miércoles, septiembre 14, 2016

pensar y polemizar

¿Cómo definir la trayectoria y el trabajo del filósofo alemán Boris Groys? Antes de ello, habría que ir a la fuente en la que se formó, a las bases que configuraron.
No podemos hacernos una idea de su trabajo sin tomar en cuenta un factor biográfico esencial, que nos ayudará a entender por qué sus libros no pasan inadvertidos y por qué estos generan más de una discusión, muchas veces pautadas por el ánimo exacerbado. Groys nació en Berlín en 1947, y vivió hasta los 34 años en Rusia. Es decir, fue un testigo de primera fila del proceso de la construcción de la identidad comunista de posguerra. Estudió y se formó en la antigua Unión Soviética, bebió de la novela rusa decimonónica y se apasionó por las manifestaciones artísticas de la vanguardia rusa. Se interesó, además, por la historia política local y mundial. A la par de estos intereses de juventud, estudió Filosofía y Matemáticas en la Universidad de Leningrado. Por ello, sus escritos juveniles exhibían una mirada multidisciplinaria, la misma que no dependía del código académico, sino desbrozada, acorde en el registro de la divulgación. Esta intención divulgativa le permitió someter a escrutinio y, por extensión, a discusión, lo que tiempo después desarrollaría en calidad de pensador en sus ensayos y libros.
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 Cuando en 1981 abandonó la academia soviética --según él invitado por la KGB--, se estableció en Berlín Occidental. No se trató de un acto gratuito, ni apegado a una filiación ideológica. Groys se instaló en Berlín con el fin de constatar en la experiencia, en un contexto amplio y limítrofe con los discursos multidisciplinarios que provenían de los países occidentales, su creciente preferencia por los discursos de arte de vanguardia de la URSS. Para ese entonces ya no era un joven inquieto y curioso, sino un intelectual con mucho por decir. Esta etapa en la Alemania Federal resultó esencial para lo que comenzaría a publicar después, puesto que solo en la confrontación de ideas podría plasmar la marca que signaría su pensamiento y escritura.
Sin embargo, las vanguardias rusas no fueron su único interés. Gracias a su formación multitemática, Groys forjó un discurso personal en el que se permitía escribir de todo: arte, historia, política, religión, actualidad. Y en ese trayecto no estuvo libre de polémicas. Pensemos Obra de arte total Stalin (1988), el título que mejor nos ayuda a ingresar a la maquinaría Groys. Solo un autor consciente de lo que proponía pudo publicar un libro como este un año antes de la demolición del muro de Berlín. Hablamos de una época en la que los cuestionamientos al sistema comunista venían en tropel, al ritmo de una opinión uniforme que destruía lo poco que, en apariencia, quedaba del legado soviético. En ese contexto, Groys puso contra la pared todo el aparato crítico que abordaba la relación entre las vanguardias y los regímenes opresores. El filósofo ofreció un punto de vista distinto y, por ello, revelador y polémico: la vanguardia rusa no fue eliminada por Stalin, sino que este se apropió de su práctica para llevar a cabo esa gran escenificación social que el dictador mostraba al mundo como el gran paraíso comunista. Pero Groys fue más allá, no solo brindó una nueva visión de lo que fue la vanguardia rusa, sino también dejó huellas de su inquietud sobre los procesos artísticos que venían sucediendo en el mundo. Es decir, comenzó a mirar Occidente con los recursos de la filosofía y la historia del arte.
Con esta gran entrada al circuito cultural occidental, ha escrito decenas de artículos y ensayos en los que se aleja veladamente de la filosofía para centrarse en los lazos entre el arte y el individuo de entre siglos. Por ello, mientras muchos celebran el auge de Google y las redes sociales como el Groys se mantiene. Volverse público sería una llamada de atención sobre las posturas de hombres y mujeres por querer parecer lo que no son, incidiendo en la representación de su histrionismo cotidiano para ser aceptados en sociedades en las que importa demasiado cómo los demás te ven. Y como todo intelectual honesto con su tradición, percibimos en estos ensayos una ligadura hacia el tema que justifica y estimula su pensamiento: la vanguardia rusa.
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Los museos y, en especial, las galerías de arte, son las máximas pasiones de Groys. A lo que conocía de Alemania y la antigua URSS, Groys sumó el contacto directo con las manifestaciones plásticas, las performances, la poética visual minimalista, etc., mediante las cuales arremete contra el demonio actual del consumismo. Para nuestro él es imposible explicarse el comportamiento actual del hombre sin estas manifestaciones que también vendrían a ser una suerte de metáfora de sí mismas.
Una constante suya es volver atrás para explicar lo que ocurre. En La posdata comunista vuelve a la tradición en la que se formó para explicarnos la dependencia entre el dinero y la lengua, y así acceder a una visión más justa, y ajena de clichés, del comunismo soviético. Groys plantea que en la lengua yace el poder en que puede organizarse e identificarse una sociedad. Se porta como un arqueólogo de la historia rusa y nos dice que sus filósofos se alimentaron del poder discursivo y argumentativo de los griegos; por ello, Stalin hizo suyo el poder de la palabra para amalgamar y configurar todo el sistema comunista, al que no debe asociársele solo su fracaso económico, sino su legado que se proyecta en el verdadero poder del hombre: en el uso de la palabra.
Groys es un convencido del poder de la palabra. Poco o nada le interesa congraciarse con la opinión común o el pensamiento dominante. La discusión y la polémica definen su trayectoria. Sus textos y libros son la mejor muestra de sus cualidades emocionales e intelectivas, que brillan con la más exigente argumentación. No nos debe sorprender sea considerado como uno los filósofos más importantes de la actualidad.

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Publicado en El Dominical.

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