¿ya leíste a miluska benavides?
Desde hace un tiempo me vienen
preguntando por una narradora peruana, a la que ubicamos entre las últimas que
han aparecido, una narradora que en su primer cuentario nos revela no solo
solvencia de oficio, sino también una mirada peculiar del mundo, pero ante
todo, y esto es algo que habría que subrayar: ambición narrativa, que en su
caso no se expresa en la extensión, sino en la fuerza de su contención.
Me refiero, pues, a la traductora y
escritora Miluska Benavides y su libro La
caza espiritual (Celacanto, 2015). Hablamos de una publicación que ha
pasado desapercibida gracias a nuestros maravillosos periodistas culturales,
que solo reseñan lo que les llega o lo que el relacionismo estratégico obliga a
que reseñen, sin tener en cuenta que su función es también salir a buscar
publicaciones. Felizmente, en este circuito aún quedan lectores que no se
tragan las mentiras del buffet dietético del periodismo cultural, porque si algo ha
generado LCE es precisamente formar
una pequeña pero respetable comunidad de lectores que, señalando virtudes y
reparos, posicionan a Benavides como lo mejor que le ha podido pasar a la
narrativa peruana en estos tiempos de celebraciones y canonizaciones apuradas.
No es hora de cuestionar estas
celebraciones y canonizaciones, que más de un herido arrojará el análisis, sino
es hora de destacar la legitimidad que consigue Benavides con un cuentario
ajeno a las tendencias literarias y mandatos (modas) editoriales, de los que no
se libran ni los grandes ni pequeños sellos. Lo que consigue Benavides no es
más que el simple triunfo de aquello que debemos conocer como artificio
narrativo, que constatamos en cuentos como “Los cuerpos celestes”, “El panteón
de los próceres”, “El condenado”, “Las cuatro estaciones” y “Las ceremonias”.
En estos cinco cuentos, de los ocho que conforman la publicación, somos
testigos de la formación narrativa de la autora, de su innegable talento, como
también de sus excesos en cuanto a densidad narrativa (que de seguro aliviará
en sus próximas entregas), pero ante todo somos actuantes privilegiados (el
lector debe poner lo suyo, aquí no hay cucharaditas) de una voz quebrada que la
autora cubre con mantos metafóricos, puesto que la sola exposición de miserias
no es lo suyo, y no tiene por qué serlo, porque si algo demuestran estos
cuentos, es una propuesta sólida encausada en la ambición por representar un
mundo, es decir, la verosimilitud literaria divorciada del barato efectismo.
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