no ocurre nada, pero sucede todo
Resulta por demás curiosa la existencia
de un cineasta como el norteamericano Jim Jarmusch, que a la fecha goza de un
justo prestigio, aunque este no provenga de la masa cinemera, sino de una
parcela, a lo mejor pequeña, conformada por los cinéfilos y los autodenominados
como tales. Por ello, no se trata de una referencia fácil de lograr. El camino
de este director se ha presentado aún más complicado que la media de colegas de
oficio.
Cuando hablamos de cinéfilos queremos
señalar su sentido de clase privilegiada, haciendo hincapié en su naturaleza
devoradora de películas, para quienes es lo mismo asistir a un estreno que ver
una película de culto de Singapur. El verdadero cinéfilo ve de todo, sin
prejuicio. Solo sobre la base de esa amplitud oceánica puede estar en condiciones
de apreciar las poéticas de determinados géneros y tendencias. Por eso, si hablamos
del prestigio de Jarmusch, este se debe a su apuesta por una de las poéticas
más férreas y honestas de las que tengamos conocimiento. Lo suyo es el circuito
independiente, pero solo en lo nominal, porque sus películas, con voluntad,
pueden verse en cineclubes y en otras plataformas a disposición de los
interesados.
Habría que señalar que Jarmusch funge de
artista y maestro para cinéfilos. En este sendero, somos testigos de una
coherencia discursiva que nunca se ha visto traicionada por la demanda de la
industria. Jarmusch se ha convertido en una marca, en un sello de garantía de
buenas historias, contadas bajo un ritmo pausado y preparando al espectador
para más de una revelación, porque si algo signa su propuesta, son las revelaciones exentas de efectismo.
En su último trabajo, Paterson (2016), nos encontramos con la
vida en una semana de un hombre común y corriente, un conductor de bus de
transporte público, llamado Paterson (Adam Driver), que en sus ratos libres,
como antes de recibir la orden para realizar su recorrido y muy avanzada la
noche, escribe poemas en una libreta de páginas blancas. Paterson está casado
con Laura (Golshifteh Farahani), con quien lleva un matrimonio ajeno a todo
conflicto. Más bien resalta la coinonía en la pareja, a saber, Laura anima a su
esposo a que dé a conocer sus poemas, que los considera buenos. No estamos ante
una esposa que lo estimula porque quiere a su pareja, sino porque ella también
tiene inquietudes artísticas, como la pintura y la música. A este dúo se suma
Marvin, el Bulldog de Laura, que para más señas, y a manera de trivia, hizo que
la película ganara el Premio Palm Dog de Cannes el año pasado. Paterson saca a
pasear a Marvin todas las noches, paseos que le significan al poeta una
extensión de la experiencia diurna, ya que al recorrer las calles de Paterson
encuentra situaciones y personajes, como los maleantes que le advierten que
cuide a su perro, porque en cualquier momento podría ser raptado.
En apariencia, no ocurre nada en Paterson, pero a la vez sucede todo y
eso es el cine de Jarmusch: transmitir en la epifanía de los detalles. Pensemos
en las conversaciones de Paterson en el bar de Doc (Barry Shabaka Henley), pero
en especial en las conversaciones de los pasajeros mientras conduce el bus.
Jarmusch sabe que captar el instante es su divisa y lo demuestra una vez más:
una tarea en la que los gestos y frases cortas de Driver contribuyen en buena
medida.
La crítica ha señalado la fuente de
inspiración de la película: la vida y obra del poeta norteamericano William
Carlos Williams. Entre sus poemarios, destaca el proyecto poético Paterson, en el que estuvo abocado doce
años, con el objetivo de patentizar en la escritura poética los modos y niveles
del habla norteamericana partiendo de Paterson como espacio nutriente. Añadamos
también que el director es un cuajado conocedor de literatura y un amante de la
cultura oriental. Hasta determinado punto, la película es un homenaje a
Williams, pero también un rendido tributo a la cultura oriental y la
experiencia poética. Prestemos atención a la escena en la que Paterson conversa
sobre poesía con un innominado poeta japonés (no es broma: este poeta tiene
todos los visos de Kenzaburo Oé, pero con diez años menos). Más allá de estos
guiños, la película queda libre de deudas referenciales. Como tal, se impone en
una agraciada poética visual y a ritmo de entrenamiento, que la convierte en un
pequeño ejemplo de la mirada privilegiada de Jarmusch.
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