miércoles, noviembre 01, 2017

jouhandeau

Hay dos clases de narradores: los que apuestan por la brevedad y los que solo se justifican en la abundancia de títulos (los prolíficos). Por lo general, y aunque no se haya escrito como se debiera sobre ello, el primer bloque de narradores está conformado por esas voces que privilegian ante todo la belleza verbal, entendida esta en su concepto más amplio, y cuidándonos de no ser presas de demagogias, ya que se supone que todo narrador debe apostar por la buena escritura, pero la buena escritura no necesariamente es experiencia literaria, sino mandato mínimo/esencial de todo aquel que se considere escritor como tal.
Cuando nos referimos al concepto más amplio de la escritura, nos enfocamos en la palabra como la verdadera protagonista del proyecto narrativo, al punto que el tópico que lo conduce no es más que un mero pretexto, al menos un sendero, por el que transita la fuerza y magia verbal. A la fecha, no hay mucho que discutir sobre el exponente mayor de esta vertiente: Flaubert. En la otra orilla tenemos a los narradores de asunto, a los bien llamados Hijos de Dumas, para quienes el lenguaje es solo un eje funcional. En este segundo grupo se ubican los narradores que exhiben una producción por demás rica en número de títulos, además, y es justo sentenciar: esta vertiente ha permitido el desarrollo de géneros, a saber, como el policial y la ciencia ficción; por otra parte, su influencia ha resultado capital en la potencialidad de un registro como el periodístico, elevándolo a la categoría de género literario.
Se deduce pues que en ambos bandos encontramos no menos que grandes aportes, o mejor dicho, obras maestras que pertenecen al Siglo de la Novela, el XIX, que ha cimentado la narrativa en el XX y que ingresa a este nuevo siglo con aparentes aires de renovación, aires que son toda una mentira de la empresa editorial y asumida como tal por los escritores a quienes benefician los supuestos nuevos registros, manifestando la actitud en una conmovedora postura nutrida de ignorancia. De este fenómeno, nos ocuparemos en otra ocasión.
Podríamos pensar que entre ambas orillas no existiera una confluencia. Si bien es cierto que la tradición nos indica que no siempre se puede ser un virtuoso del verbo y a la vez un hacedor de títulos a granel, es bueno y gratificante señalar las diferencias, que por contadas que sean, no son menos que atendibles; esa búsqueda en las diferencia nos ofrece la posibilidad de conocer y acercarnos a autores que han llevado a buen puerto la confluencia entre los rizos del verbo y la explotación/exploración temática. En otras palabras, un digno hijo de Flaubert y Dumas en el ejercicio de la escritura.
Como lectores, habría que sentirnos satisfechos con obras como las del francés Marcel Jouhandeau (1888 – 1979).
Verbo y tema. Oído y mirada. Demonios y actitud narrativa. Eso es lo que podemos pensar de este autor que en vida publicó ciento treinta libros. Así, no hay que quemar mucho cerebro: estamos ante una de las poéticas más productivas del siglo pasado. En su propuesta cabían, en dosis plasmadas en justa balanza, el protagonismo del verbo y el tópico que yacía en un ineludible espíritu crítico. Verbo y actitud narrativa que descansaban en una patente declaración de principios que exhibía por la digresión, la cual le permitía poner en el tapete lo que sobrevivirá de la casa Jouhandeau: la reflexión discursiva. Reflexión discursiva admirada por plumas de la talla de Gide y Sartre.
No es para menos, este sello de la casa se hace presente en novelas, cuentarios, artículos, crónicas y estampas. No había género que no le llamara la atención. El autor se inmiscuía en ellos con la curiosidad que le despertaba su alma partida. Ocurre que Jouhandeau era eso: una sensibilidad partida, reprimida, que abrazó el catolicismo desde muy joven para luchar contra sus pulsiones carnales, que lo llevaron a tener una vida errante en lo emocional. Hablamos, pues, de un autor con la suficiente oscuridad en el alma, que escribió de todo lo que le vino en gana.
La crónica y el articulismo llamaron su atención. No era un cazador de sucesos. Más bien, era un observador de la realidad, los detalles de los sucesos avivaban su curiosidad, el comportamiento humano, las incoherencias que este encerraba y su diabólica puesta en escena. Por este motivo, no dudó en escribir de los tres de los crímenes más horrendos que acaecieron en Francia, en 1954, 1956 y 1957. Crímenes que ya habían sido abordados por reconocidas voces, como Marguerite Duras.
Bajo los títulos de “Los amantes de Vendome”, “El proceso Évenou- Deschamps” y “El crimen del cura de Uruffe”, reunidos en Tres crímenes rituales (Impedimenta, 2014), accedemos a la esencia de la poética de este tremendo narrador francés.
La presente publicación es toda una puerta de entrada a su poética, una garantía a lo mejor de su fuego narrativo. Jouhandeau coge al toro por las astas. Se sumerge en las razones, en la pasión retorcida de sus protagonistas y nos brinda su versión de lo que motivó a Denise Labbé a matar a su hija por hacerle caso a su novio, un sujeto llamado Jacques Algarron, quizá uno de los más grandes manipuladores de los que tengamos idea; nos brinda un repaso sobre el crimen del doctor Yves Évenou, personaje siniestro dado a las orgias, que con tal de saciar su placer, usa a la hija de un paciente suyo, Simone Deschamps, para asesinar a su esposa Marie-Claire; y el texto más extenso, en el que Jouhandeau prácticamente se luce, en donde nos topamos con un cura del pueblo Uruffe. Guy Desnoyers es un cura que se ha dedicado a embarazar a muchachas adolescentes. Una de sus víctimas, Michelle Léonard, de quince años, no solo queda embarazada, sino que la instiga a dar en adopción a su bebé que tendrá en la clandestinidad. Lo mismo con Régine Fays. El autor centra su atención en la figura de Desnoyers, barajando más de una hipótesis que iluminen los móviles que no solo lo llevaron a matar a Fays, sino también al niño que terminó sacándolo del vientre gestante de ocho meses, acuchillándolo y desfigurándolo. Desnoyers es todo un personaje retorcido que al igual que los demás personajes de estas tres historias, no conciben sus hechos sin el amparo de un ritual que los aleje del mero acto homicida. En cada uno de ellos es patente un tácito acto malévolo que los trasciende, que los justifica ante los demás y de ello se encarga el oscuro cirujano del alma Jouhandeau.

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En SB

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