repaso
Desperté temprano, pero me levanté hora
y media más tarde. En ese lapso leí artículos de diarios locales y extranjeros,
también avancé la lectura de una maravilla, una historia real que podría ser la
biblia –si le damos una intención antojadiza— de cualquier movimiento
feminista. Esta es: Tú no eres como todas
las madres de Angelika Schrobsdorff.
Luego fortalecí un rato los brazos, del
mismo modo la muñeca izquierda que amenaza con paralizar mi mano. Una vez dentro
de la ducha vi mi futuro de las próximas horas, es decir, las actividades antes
del recibimiento del nuevo año, recibimiento que siempre he asumido como una
soberana cojudez.
Lo que me llama la atención de estos
días son las cábalas. Cada quien tiene las suyas, algunas racionales aunque la
mayoría ridículas. En ambas dimensiones percibo un valor, en el que se funden
todas las posibilidades del capricho, como corresponde a los deseos.
No me gustan las cábalas consensuadas,
de las que inevitablemente venimos siendo testigos. A saber, las prendas y
objetos de color amarillo, indudable muestra de mal gusto, su imposición
convertida en idiosincrasia. Ni hablar de las promesas a cumplir por mujeres y
hombres, que según ellos llevarán a cabo el próximo martes, ya recuperados de
la resaca.
Si algo bueno percibo es precisamente
nuestra extraña virtud nacional de temporada: la aparición de la autocrítica, el
repaso de atrocidades y bajezas que no dudamos condenar a medida que se avecina
la medianoche. Lo ideal sería que la autocrítica pase a la acción. Obviamente,
no siempre ocurre lo que debería, pero la sola revisión de los excesos es un
gran paso hacia la identificación del miserabilismo de cada uno, que se
presenta como un pasadizo oscuro en dirección a la luz, algo parecido a una remota sesión de ayahuasca.
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