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Ante la cadena de agresiones a mujeres
que vemos a diario, con mayor razón cuando hace pocos días nos enteramos de la
muerte de Eyvi Ágreda, cuyo fallecimiento obedeció a la contaminación de su
cuerpo tras ser rociada con el polvo del extintor minutos después de haber sido
quemada por un miserable que buscó vengarse de ella por no hacerle caso, no
queda ninguna acción racional: la demora de la justicia, el desdén de los organismos
llamados a cuidarlas y la inacción ciudadana agotaron el poco crédito moral que
les quedaba. Ante ello, las mujeres tienen que defenderse de la misma manera en
que son atacadas.
Mucho discurso, demasiada superioridad
moral y excesiva intelectualización de la barbarie que leemos en las columnas
de opinión de los diarios, ni hablar de las redes sociales, en donde somos
testigos de la pontificación e indignación de los acosadores, de las sentencias
apofánticas de pequeños terroristas que no van más allá del conchasumadreo a
mujeres y otras maravillas. La posería e imbecilidad hicieron sinapsis.
Mientras se piensa en esta calamidad,
una mujer está siendo masacrada. No se pudo tener peor metáfora de la
situación: el mismo día que enterraban a Ágreda, en Chorrillos una mujer estuvo
a punto de ser asesinada por su conviviente, quien la había amenazado con
quemarla “igual que a Eyvi”.
La respuesta a esta violencia contra la
mujer parte del detalle, de la batalla diaria y de un cambio de actitud en el
trato mismo con Ella. Es decir, dejarnos de huevadas y actuar ante la más
mínima muestra de agresión, sea esta física o verbal. Lo demás es silencio,
verso barato y cojudo pensamiento correcto.
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