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Luego de la caminata de anoche, desde el
Centro Histórico a San Miguel, pensé en que sería ideal seguir caminando. El
cuerpo me pedía más esfuerzo físico, más caminata, entonces, por un momento, en
un instante de arrebato mental, barajé la posibilidad de regresar a casa
caminando, pero esa posibilidad se diluyó cuando apareció un taxi.
En el trayecto, el taxista, un pata de
no más de un cuarto siglo, escuchaba la estación radial de los taxistas limeños,
Radio Mágica. El compadre tarareaba las canciones con una entrega emocional que
me dio pena pedirle que se callara, porque si algo este exhibía, era su
horrible voz, además, quién era yo para privarlo de su estallido emocional.
Aproveché para revisar Cela, el hombre que quiso ganar de Ian
Gibson, publicación que por fin me animé a leerla. Claro, no la pude leer en el
taxi, así que solo la revisé someramente, recorriéndola en diagonal. Más allá
de su prosa, siempre ha llamado mi atención el itinerario vital de este
escritor español, que en vida, y no solo a cuenta del Nobel, siempre hizo lo
que quiso, aunque en esa suerte de capricho, no se libró del señalamiento que
tiñe su persona, e injustamente por extensión a su obra. Muchos no le perdonan
su soplonaje, sus jugadas en pared con la dictadura franquista.
Llegué a casa. Mis padres estaban
durmiendo. Solo Onur me recibió, pero sin saltos, porque solo salta para mi
mamá. Onur me persigue, con su mirada manipuladora, a ver si me convence para
darle más comida de la que se le da. En principio me desentiendo de sus
manipulaciones, pero el falso pekinés me persigue y se posa en mi cama, sin
quitarme la mirada mientras respondo algunos mails desde la portátil.
Entonces, me rindo.
Como dice mi hermano: “este perro los
tiene manipulados”.
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