contra ellas
Lo que he podido ver en estos últimos
días es una manifestación atroz de aquello que critica más de un intelectual y
escritor local, revelando, en circunstancias como estas, que el discurso
empleado sobre los abusos que se cometen en este país contra la mujer, no es
más que un estratégico negocio discursivo.
Gustavo Faverón no es tonto, para lo que
le conviene, obviamente. Su táctica, y la de sus defensores, no es otra que
minimizar, banalizar y ridiculizar los testimonios de las mujeres que lo
sindican como un sistemático acosador virtual. En esta empresa, Faverón viene
haciendo uso de un arsenal compuesto de relaciones y apelando a la imagen de
intelectual comprometido con las causas justas. Ejemplo de ello lo vimos en la
última edición de la revista Caretas,
con una nota en la que se intentó lavarle la cara, incidiendo en la falsa
identidad de una de las denunciantes y pasando por alto, y cuestionando, los testimonios
de las mujeres que sufrieron los acosos del escritor y crítico literario. No
hubo imparcialidad, y esto es algo que debería obligar a los periodistas de la
casa a revisar su política informativa, en especial cuando se aborda temas
sensibles (hace no mucho pusieron en portada, y como héroe, a un tipo que
masacró a una mujer). Esa nota tenía un objetivo: desmoralizar a las mujeres
acosadas por Faverón.
Los defensores de Faverón, entre los que
ubico a conocidos y amigos a los que quiero y aprecio (incluso a uno de ellos
lo considero mi maestro), nos vienen ofreciendo un muestrario de debilidad de
principios, porque se han abocado a defender a la persona y al académico, cuando
lo que tendrían que hacer es pedirle al cuestionado que deje de esconderse y
que enfrente estas denuncias como lo haría cualquier persona que está siendo
víctima de un complot, de un ataque en cadena. Claro, más de un defensor dirá
que él no tiene de qué defenderse porque no hay pruebas irrefutables de lo que
se le acusa. Esta suerte de apología de cafetín exhibe todas las máculas del
discurso que denigra a la mujer cada vez que esta pretende quejarse de algo que
la violenta física y emocionalmente. Por eso, desde estas líneas, invoco a esos
conocidos, amigos y a mi maestro, a que abandonen el doble discurso y se porten
como lo que dicen que son en los saraos literarios: intelectuales de buena
voluntad.
Si yo estuviera en la situación de
Faverón, protegería lo que más quiero en el mundo, es decir, llevaría a cabo lo
único que me puede salvar de esta ignominia que me perseguirá toda la vida:
denunciaría por difamación y calumnia a cada una de las mujeres, hombres y
medios virtuales que me están señalando como un acosador, como un enfermito
sexual del Skype y demás hierbas. Tendría todas las de ganar… si es que en
verdad es mentira todo lo que se dice de mí.
Pero ese no es el caso.
Estas denuncias contra Faverón son
ciertas, pero la manera en que se presentaron al público no fueron las
correctas. Hubo pues una confluencia de factores que enturbian la manera en que
estas se dieron a conocer y más de uno ha hecho eco de esa turbiedad. No
negaremos que Faverón ha venido fortaleciendo muchos anticuerpos a lo largo de
los años y no me sorprendería que más de un enemigo suyo haya aprovechado este
contexto para sumarse con una cuota de bajeza (por ejemplo, la cuenta falsa de
la tal Julieta Vigueras), desvirtuando así una atendible cadena de denuncias. Esto
fue aprovechado por Faverón para pintarse como el “pobrecito”, “el perseguido”,
“la víctima de un linchamiento”… Por eso, Faverón viene manejando sus hilos de
poder, gracias a la contactología en su máxima expresión. En tal motivo, no
esperemos que un medio de prensa serio se digne a investigar este caso (a esta
prensa (Caretas, y La República, en donde tenía una columna semanal) no le interesa
la verdad, esta prensa se la jugará por el espíritu de cuerpo, porque Faverón,
para los que no lo saben, también fue periodista), tampoco esperemos que haya
una denuncia legal contra él.
Tengámoslo claro: no habrá denuncia
legal por parte de las mujeres acosadas.
Primero, porque se sienten solas y
desprotegidas.
Segundo, por vergüenza. Y no me
sorprende que sientan vergüenza. Y quien dude de la vergüenza que estas mujeres
puedan sentir es porque no vive en el Perú, es porque no tiene ni la más mínima
idea de cómo se trata a una mujer cuando esta presenta una denuncia por acoso.
Tercero, por miedo. Y es entendible que
tengan miedo. Pues veamos cómo los defensores de Faverón se vienen portando con
los testimonios de las acosadas, así estos testimonios hayan sido camuflados
para protegerlas. Este comportamiento, en tono de burla, de los adláteres del
“Mounstro de Maine”, ha reflejado una tamaña insensibilidad hacia la condición
de la mujer, contradiciendo, a saber, el discurso que más de uno empleó en los
días de la marcha Ni una menos.
Muchos de ellos apoyaron esa marcha histórica, pero sus últimas actitudes nos
hacen pensar que solo la apoyaron con el fin labrarse una imagen social e
intelectual de avanzada, lejana, a años luz del noble principio que decían
apoyar. O sea, está bien, defiendo a mi amigo, ¿pero es lógico defender al
amigo burlándome de las acosadas? ¿No me estoy portando acaso como el machista
que tanto critico?
Desde el último jueves he recibido mails
y llamadas de cinco mujeres acosadas por Faverón. No las conocía y no me
interesa conocerlas, pero con lo que me decían corroboraba, una vez más, lo que
venía escuchando de él desde hace varios años. Al respecto, en mi post Alma Chiquita dije que no me basaba en los pantallazos para aseverar que Faverón es
un acosador de mujeres. No es de ahora esta situación, tiene su tiempo. Corría
pues en nuestro circuito literario un rumor que exhibía una característica: el
temor de las mujeres acosadas para exponer su incomodidad, puesto que podría pasar
lo que, oh novedad, está sucediendo ahora, que en lugar de brindarles seguridad,
se sienten más bien expuestas a vejaciones y burlas de toda índole, del mismo
calibre con las que Faverón doraba sus insistencias virtuales una y otra vez,
sin darse cuenta de que esa actitud sería el fin de la imagen de hombre impoluto
que construía a ritmo de una falsedad que hoy en día le pasa una factura
impagable.
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