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Ayer en la tarde anduve por Barranco.
Bueno, se ha vuelto una costumbre no planificada caminar por allí, pero lo que
diferenció lo de ayer a las ocasiones anteriores, es que pude conocer la casa
en la que vivió Abraham Valdelomar, ubicada a menos de cincuenta metros del
Puente de los Suspiros. No dudé en tomar algunas fotos de esa casa en la que
estuvo durante un tiempo Valdelomar, quien para muy pocos entendidos es quizá
el mayor estilista narrativo de la literatura peruana escrita en el Siglo XX.
El aire corría y no sabía cómo
abrigarme. Desde mediados de octubre, costumbre que tengo desde los 16 años, la
sensación térmica, el anuncio de la humedad y calentura veraniega, me llevan a
dejar las casacas, chompas y polares en los cajones hasta que acabe el otoño.
En otras palabras, salgo sin abrigarme, pero una cosa es salir hacia los
lugares acostumbrados y cosa distinta hacia los lugares cercanos al mar, en los
que corre un viento que bien puede desahuevar al más recio. Por ello, para no
acabar congelado, busqué un café, para dar cuenta de un café con leche y un
keke de piña, como quien acaba la relectura de La filial del infierno en la Tierra de Joseph Roth, autor del que
vengo notando que cada día no solo tiene más lectores, porque lectores es una
condición injusta cuando tendríamos que hablar de hinchas dispuestos a leer
absolutamente todo lo que haya escrito este autor. Claro, no me refiero a que
Roth haya llegado a una “multitud”, pero sí veo con beneplácito que no todos se
desvivan por la novedad editorial, aunque para eso hay que ser verdaderos
lectores, que en medio de la mediocridad cultural sí es posible detectarlos.
A la hora, y después de cuatro tazas de
café, decido regresar a casa. Sin embargo era hora punta. Entonces, la
disyuntiva se me presentó: o hago hora hasta que baje la marea de gente o me
arriesgo a regresar a casa en medio de esa marea. Ir en el Metropolitano o en
taxi es prácticamente lo mismo. Y como aprecio mucho mi tiempo, se impuso el
Metropolitano, con toda la prueba a mi paciencia que ello significaría.
Felizmente, tomé un bus no muy lleno, y pude acomodarme contra una ventana en
dirección a la puerta de entrada delantera. Y me puse a leer algunos artículos
desde mi cel.
Cuando terminé la lectura del tercer
artículo, reparé en que el bus era un hervidero. En la estación Domingo Orué,
el asunto se puso de pesadilla, puesto que las personas que anhelaban subir a
los buses habían formado interminables filas de acceso; por un momento tuve la
impresión de que no estaba en el mundo real, sino en una especie de Reality, o en el ensayo de una escena de
una potencial versión peruana de The
Walking Dead. Desde esa estación comencé a pensar en cómo me bajaría cuatro
estaciones más adelante.
No fue para nada traumático mi
desembarco. Con las mismas detuve un taxi. En el trayecto a casa, me llegaron
ocho correos electrónicos, los revisé con atención antes de contestarlos. No lo
niego, sentí extrañeza, porque todos los correos exhibían un factor común: en
distintos niveles, todos los correos traían buenas noticias para mí.
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