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Tenía una reunión en la mañana, en una
universidad local. El director del fondo editorial de la casa de estudios
quería hablar conmigo.
No tenía problemas al respecto. Escuchar
propuestas es también parte de la vida. Pero lo malo era que la reunión era en
la mañana, lo cual sí resultaba un problema para mí ya que suelo acostarme
tarde y por consiguiente levantarme tarde.
Horas antes, en la noche, hice los
arreglos para levantarme a las seis de la mañana. Compré algunas pastillas para
dormir, pero estas se perdieron, algo de lo que me di cuenta muy tarde, justo
cuando estaba listo para meterme al sobre. Entonces me puse a leer, con la
esperanza de que me llegue el sueño a eso de las dos de la madrugada, pero no,
el sueño se resistía y cuando este recién hizo su aparición, faltaba media hora
para la seis.
Entonces, hice fuerzas y me propuse ir a
la reunión, estar allí a la hora indicada. Dormiría en el curso del día.
Salí con apuro y llegué a la universidad
mucho antes de lo que había pensado.
Hablé lo que tenía que hablar.
Reforcé las ideas centrales de lo que se
pensaba hacer.
Para mi buena suerte, se trataba de un tema
que dominaba y sé que no solo presentaré algo importante, sino también algo que
quede en la mente y alma del lector, en ese estado reflexivo que vamos
perdiendo a razón de este mundo cada vez más veloz y predecible.
La conversa fluyó y todo salió bien. En
ello jugó el aire acondicionado.
Lo jodido vino al salir.
El calor.
Los rayos solares rebotando aún más
calientes desde el asfalto.
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