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En la madrugada leía un libro de ensayo
de reciente aparición. Me gustaba lo que leía y hacía también algunas
anotaciones, no tanto como las que pensé que haría en principio.
Cerca de las tres, cierro el libro.
Prendo el televisor y me pongo a recorrer canales de cine. Un par de películas
llamaron mi atención, ambas obras maestras. En otra ocasión, hubiera dejado lo
que hacía para verlas, no importa si ya estaban avanzadas o comenzadas.
Mientras buscaba, también me topé con el
comienzo de una película que no es una obra maestra, a la que, en un aliento
buenagentista, valdría decir que exhibe méritos. La primera vez que la vi, hace
ya muchos años, me pareció una película cumplidora. No me sentí ni estafado ni
sorprendido, tampoco sentí que perdí el tiempo mientras la veía.
Sin embargo, desde hace año y medio me
vengo topando con ella. Ya sea doblada o subtitulada, se me antoja como un
trabajo que siento muy personal. El paso de los años ha hecho que Jarhead de Mendes se ubique entre mis
películas personales. No sé cuánto tiempo me tome esta fijación, quizá obedezca
al apego que tengo por algunas sensaciones, como el calor y color naranja seco
que despide la tierra tostada por el sol, o quizá por ese detalle, no menos
sensorial, que es la ansiedad que reflejan los soldados en el desierto de Arabia
Saudita, a la esperar de entrar a Kuwait y liberar ese país de la invasión
iraquí. Si un espíritu la recorre, ese es precisamente el de la ansiedad, por
demás jodida e hiriente.
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