fujimorismo
En un país normal, un personaje
cuestionado como Pedro Chávarry no existiría, y si en caso sí, este no dudaría
en renunciar. En un país normal, un personaje procaz como Héctor Becerril
tendría acto de presencia solo en las más tétricas pesadillas. Pero bueno, nos
encontramos en Perú, espacio-tiempo histórico en el que todo puede suceder.
El partido de mayoría congresal, Fuerza
Popular, acaba de blindar al fiscal de la Nación y al congresista. Las pruebas
sobraban, la inhabilitación era una cuestión cantada no por ordenanza legal,
sino por sentido común. Es una prueba más del matrimonio de la esencia fujimorista
con la corrupción, hecho que tira por los suelos el rollo indignado que vimos
ayer tras la detención de Keiko Fujimori. Es decir, el ladrón condenando el
hurto para luego proteger a delincuentes allegados, cómplices. Ese es pues el
fujimorismo: achorado y provocador.
Lo penoso es que las evidencias y las pruebas
de este comportamiento político gustan a cierta facción de la población. La
filiación y simpatía hacia el fujimorismo tiene raíces fuertes, nada
intelectivas, solo emocionales. Sus simpatizantes no buscan el convencimiento
mediante la razón, su fe se asienta en la memoria de lo que vieron (tránsito
oral de padres a hijos) durante el primer gobierno de Alberto Fujimori. A esta
gente no le importa si el plan económico perteneció al Fredemo de Mario Vargas
Llosa, mucho menos que el plan antiterrorista haya sido desarrollado por un pujante
y entonces olvidado grupo de inteligencia. Nada, para ellos es así: Fujimori
rescató al país del desastre económico y acabó con el terrorismo.
Es cierto que el fujimorismo está
atravesando su peor crisis desde la salida de los vladivideos en 2000. En lo
personal, ruego para que desaparezca, pero estos deseos no son nada si el
Estado y los políticos de buena voluntad no empiezan a trabajar en lo que
importa: en los menos favorecidos.
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