actitud, pues
En estos días me han preguntado por los
poemarios de 2018 que me han gustado o parecido valiosos. Queda claro que no he
sido un rendido entusiasta de la producción poética peruana del año pasado. Son
varios los factores que han contribuido a ello. A la ya dicha falta de interés
de nuestros vates por volver a la esencia del ejercicio poético, hay que sumar
también la pobreza editorial (hasta las huevas: al editor de poesía se le pide
que sea un tigre en la diagramación y este se conforma siendo un holograma en
la intervención del texto), la folklórica distribución y, muy en especial, la
carencia de espacios serios que den cabida a lo que vienen haciendo las nuevas
y recorridas voces, ya sean de Lima y del interior. Obviamente, hay plataformas
físicas y virtuales, pero estas no me brindan la más mínima garantía de intento
de objetividad. Huelo a trampa y percibo harto vientre de alquiler (método que
consiste en la formación de grupo/colectivo que bajo el ropaje de la “gestión
cultural” canaliza el contrabando lírico del repentino y buenagentista gestor)
que propicia la formación de involuntarias argollas.
Claro, no es nuevo lo que digo, pero en
2018 se juntaron todas las taras para hacer fuerza común, que ha sido tan contundente
que a duras penas hemos llegado a cuatro poemarios que calificaríamos de
valiosos pese a la irregularidad que delatan sus agujeros textuales. Como
rendido lector de la tradición de la poética peruana, la situación me apena y
me es imposible no parafrasear lo de Santiago Zavala en Conversación en La Catedral: ¿en qué momento se jodió nuestra poesía?
Esta inquietud se refuerza con el fenómeno que al menos vemos dos veces por
semana: el reseñismo delivery entre
poetas.
*
Quiso el destino que vuelva a leer El libro de los fuegos infinitos del
trujillano James Quiroz. Se trata de la última entrega de la editorial
Celacanto, que nos presentó a un autor que ha mostrado saludables avances en
comparación a su primer poemario: Rock
and Roll (2015). Lo que me gusta de la presente propuesta de Quiroz es que
la misma es dueña de una actitud, de una especie de achoramiento que lo lleva
no solo a cuestionar su circunstancia de poeta sino también a reflexionar en
ella. Hay pues una violencia interna, un contenido grito de expresión, que
beneficia a la palabra poética en densidad y a la vez en claridad, librándola
del efectismo rancio y olvidable.
Obvio, no es un poemario perfecto, el
error de Quiroz ha sido abarcar muchos tópicos cuando lo ideal era cortar más
de un poema, pero justo es señalar que se trata de una serie de caídas por
ambición y no por defecto. En su imperfección el poemario exhibe una riqueza
(el poeta transmite) y lo que importa: la certeza de que estamos ante una voz
que sí está creciendo. Ya depende del autor no perderse en la frivolidad limeña,
que alberga a un circuito poético en donde la celebración imbécil de la
mediocridad es el peaje a pagar para ser admitido en el fiestón del parecer.
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