lunes, enero 21, 2019

actitud, pues


En estos días me han preguntado por los poemarios de 2018 que me han gustado o parecido valiosos. Queda claro que no he sido un rendido entusiasta de la producción poética peruana del año pasado. Son varios los factores que han contribuido a ello. A la ya dicha falta de interés de nuestros vates por volver a la esencia del ejercicio poético, hay que sumar también la pobreza editorial (hasta las huevas: al editor de poesía se le pide que sea un tigre en la diagramación y este se conforma siendo un holograma en la intervención del texto), la folklórica distribución y, muy en especial, la carencia de espacios serios que den cabida a lo que vienen haciendo las nuevas y recorridas voces, ya sean de Lima y del interior. Obviamente, hay plataformas físicas y virtuales, pero estas no me brindan la más mínima garantía de intento de objetividad. Huelo a trampa y percibo harto vientre de alquiler (método que consiste en la formación de grupo/colectivo que bajo el ropaje de la “gestión cultural” canaliza el contrabando lírico del repentino y buenagentista gestor) que propicia la formación de involuntarias argollas.
Claro, no es nuevo lo que digo, pero en 2018 se juntaron todas las taras para hacer fuerza común, que ha sido tan contundente que a duras penas hemos llegado a cuatro poemarios que calificaríamos de valiosos pese a la irregularidad que delatan sus agujeros textuales. Como rendido lector de la tradición de la poética peruana, la situación me apena y me es imposible no parafrasear lo de Santiago Zavala en Conversación en La Catedral: ¿en qué momento se jodió nuestra poesía? Esta inquietud se refuerza con el fenómeno que al menos vemos dos veces por semana: el reseñismo delivery entre poetas.
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Quiso el destino que vuelva a leer El libro de los fuegos infinitos del trujillano James Quiroz. Se trata de la última entrega de la editorial Celacanto, que nos presentó a un autor que ha mostrado saludables avances en comparación a su primer poemario: Rock and Roll (2015). Lo que me gusta de la presente propuesta de Quiroz es que la misma es dueña de una actitud, de una especie de achoramiento que lo lleva no solo a cuestionar su circunstancia de poeta sino también a reflexionar en ella. Hay pues una violencia interna, un contenido grito de expresión, que beneficia a la palabra poética en densidad y a la vez en claridad, librándola del efectismo rancio y olvidable. 
Obvio, no es un poemario perfecto, el error de Quiroz ha sido abarcar muchos tópicos cuando lo ideal era cortar más de un poema, pero justo es señalar que se trata de una serie de caídas por ambición y no por defecto. En su imperfección el poemario exhibe una riqueza (el poeta transmite) y lo que importa: la certeza de que estamos ante una voz que sí está creciendo. Ya depende del autor no perderse en la frivolidad limeña, que alberga a un circuito poético en donde la celebración imbécil de la mediocridad es el peaje a pagar para ser admitido en el fiestón del parecer.




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