acoso
La congresista Marisa Glave denuncia por
acoso al periodista César Rojas del portal Manifiesto. Glave presenta las
pruebas pertinentes. Pero ni siquiera estas resultan suficientes para que el
testimonio no sea puesto en cuestionamiento, primero por el portal al que
pertenece el acusado y segundo por algunos representantes del gremio
periodístico, que sostienen esta barbaridad: la denuncia obedece a una venganza
por la actitud crítica del portal en contra de los políticos de izquierda del
país.
Leo el descargo de Rojas y este no es
más que la repetición de un abominable patrón. O bien toman como chongo el
descargo o, en todo caso, apelan a la práctica criolla de hacerse el huevón, es
decir, arroparse en el silencio hasta que la “tormenta” se calme y regresar de
la acequia como si absolutamente nada hubiese pasado.
*
Semanas atrás el escritor Salvador Luis
Raggio denunció a un escritor, que tiene una columna en un diario local, por acosar a una
escritora (de la que no dio su nombre a pedido de la agraviada) y no vimos
ninguna postura al respecto, ni del diario, menos del acusado. Esta es una
prueba más de que el silencio cómplice es el principal aliado de autores que
hacen un mal uso de sus espacios de opinión. Ni hablar de esos columnistas
virtuales que se la pegan de críticos, que bajo el cuentazo de la reseña
pretenden acercarse a la autora que ni en sus sueños más alucinados les
dirigiría la palabra.
*
Pero claro, esta fiesta de la atrocidad
no termina. Tenemos también la presencia del acusado conchudo, que reclama
integridad para su imagen cuando él mismo se ha encargado de dinamitarla a lo
largo de los años, siendo el acoso el guindón que faltaba al pastel de sus
inconductas. El acusado conchudo no está solo, tiene un grupo de amigos que lo
defienden, que abogan por él en la valentía del Inbox, pero ni hablar de hacerlo
públicamente porque su galopante izquierdismo se los impide (claro, construyen
referencia hablando de los demonios de Arguedas (de vivir, Arguedas les daría
una lección de vida: los llevaría al espacio al que pertenecen: el inodoro, y
en una jala la palanca para que se pierdan en el remolino del que jamás
debieron salir), reclaman por las mujeres violadas en los años del terror, viven
de la leyenda de la juventud revolucionaria (y disidente) y otras maravillas de
la estrategia discursiva). El acusado conchudo apela a la victimización y, en
el colmo de la inverosimilitud, construye la narrativa de que todo fue
consensuado con la agraviada y que esta te acusa por despecho (claro, en medio
de tanta cojudez, no respondes ninguna de las pruebas que te delatan).
*
Y en las últimas horas, una joven
escritora acusa a un editor (conocido por su enemistad con el jabón) por acoso.
Este editor aplica la misma táctica que el acusado conchudo y el comentarista
virtual que oferta reseñas: contacta a la potencial escritora, la llena de
halagos sobre su poética y, sin más preámbulos, le propone un encuentro sexual.
La joven escritora cuenta su caso en la redes, refuerza su testimonio con capturas
de pantalla, recibe el apoyo de muchas mujeres. Entonces, qué hace el editor
acosador, pues lo mismo que el acusado conchudo: hacerse el pendejo, disminuir
la versión de la agraviada. Carece de testículos para aceptar su responsabilidad,
pedir disculpas y asumir la condena social por sus actos.
*
Lo bueno entre tanta inmoralidad: las
mujeres agraviadas están exponiendo sus casos. La literatura, quizá lo mejor
que en materia cultural tenga este país, ni el periodismo, pueden ser
utilizados para maltratar psicológicamente a las mujeres que escriben y
publican, ni a las que desempeñan cargos políticos. Esto no es feminismo, es
sentido común.
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