miércoles, octubre 16, 2019

h. bloom


Mientras disfruto del Centro en la madrugada, en pleno día de semana, ajeno a la algarabía de los viernes y sábados, leo sobre la muerte de Harold Bloom, que ya venía padeciendo de serios problemas de salud. Su deceso no deja de causar extrañeza, porque lo asumíamos como una especie de maestro incombustible más allá de la dependencia bibliográfica.
Bloom fue un gran difusor y enemigo declarado del oscurantismo teórico, a cuyos representantes llamó integrantes de la Escuela del Resentimiento, gracia que le valió cantados odios infinitos. No vamos a negar su desdén por determinadas tradiciones literarias, pero tampoco tenía que saberlo todo. En este sentido, Bloom guio su trabajo en una determinada galaxia de autores y en base a estos forjó una bibliografía monumental, de la que algunos títulos ya son de consulta obligada, pienso en Anatomía de la influencia, mi favorito.
Mi acercamiento a su obra vino a cuenta de la entrevista que le hacen en The Paris Review. Sus respuestas revelaban adicción por la lectura. Había en su discurso una violencia festiva nutrida de impresión pero sin bracear en el lugar común. Después de ese acercamiento, lo leí fuera de la sombra que algunos alocados maestros locales hacían de él.
Leer a Bloom dejaba una marca que no pocos teóricos quisieran transmitir: el lector anhelaba leer absolutamente todo lo que había leído.
Esa es la magia de los maestros: incentivar curiosidad y contagiar pasión.
Bloom sabía que el conocimiento no podía quedarse en los claustros de la academia y que de nada servía dominar las últimas tendencias teóricas si se tenía lagunas formativas. Muchos de sus críticos eran eminencias de la teoría, a los que Bloom enrostraba su desconocimiento de los clásicos. “No puedes hablar de teoría si has pasado por alto las obras completas de Shakespeare y Chaucer”. 
Caprichoso, sí, pero genial.

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