h. bloom
Mientras disfruto del Centro en la
madrugada, en pleno día de semana, ajeno a la algarabía de los viernes y
sábados, leo sobre la muerte de Harold Bloom, que ya venía padeciendo de serios
problemas de salud. Su deceso no deja de causar extrañeza, porque lo asumíamos
como una especie de maestro incombustible más allá de la dependencia bibliográfica.
Bloom fue un gran difusor y enemigo
declarado del oscurantismo teórico, a cuyos representantes llamó integrantes de
la Escuela del Resentimiento, gracia que le valió cantados odios infinitos. No
vamos a negar su desdén por determinadas tradiciones literarias, pero tampoco tenía
que saberlo todo. En este sentido, Bloom guio su trabajo en una determinada
galaxia de autores y en base a estos forjó una bibliografía monumental, de la
que algunos títulos ya son de consulta obligada, pienso en Anatomía de la influencia, mi favorito.
Mi acercamiento a su obra vino a cuenta
de la entrevista que le hacen en The Paris Review. Sus respuestas revelaban adicción
por la lectura. Había en su discurso una violencia festiva nutrida de impresión
pero sin bracear en el lugar común. Después de ese acercamiento, lo leí fuera
de la sombra que algunos alocados maestros locales hacían de él.
Leer a Bloom dejaba una marca que no
pocos teóricos quisieran transmitir: el lector
anhelaba leer absolutamente todo lo
que había leído.
Esa es la magia de los maestros:
incentivar curiosidad y contagiar pasión.
Bloom sabía que el conocimiento no podía
quedarse en los claustros de la academia y que de nada servía dominar las
últimas tendencias teóricas si se tenía lagunas formativas. Muchos de sus
críticos eran eminencias de la teoría, a los que Bloom enrostraba su
desconocimiento de los clásicos. “No puedes hablar de teoría si has pasado por
alto las obras completas de Shakespeare y Chaucer”.
Caprichoso, sí, pero genial.
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