tlm, de culto
Ahora que las cosas parecen estar
volviendo a la normalidad tras la participación de la selección en el Mundial
de Rusia, me gustaría compartir a partir de ahora algunas impresiones sobre
lecturas (y relecturas) que he estado realizando en estas últimas semanas, del
mismo modo pasar revista a los redescubrimientos de películas a las que vuelves
por gracia del azar, ya sea por una señal vista en algún texto o por fogonazos
de la memoria.
Si en caso no lo haya dicho antes:
aparte de mi apego por las cábalas, siento mucho interés por toda clase de
manifestación artística, musical cultural, social, política e histórica que
haya sucedido en el mundo en las décadas del sesenta y setenta del siglo
pasado. En ese orden de cosas, me considero un fetichista temático. Gracias a
esta pulsión, volví a ver horas atrás una película que ya no es tan difícil de
hallar en estos lares, cosa que me alegra porque recuerdo que tuve que esperar
en su momento no pocos meses para tenerla gracias a los proveedores del Pasaje
18 de Polvos Azules.
Durante décadas fue calificada de
rareza. No era para menos, teniendo en cuenta que su director fue uno de los
actores más frikeados del cine gringo: así es, Dennis Hopper, quien en 1971
presentó The Last Movie, rodada en el
distrito cusqueño de Chincheros, con Peter Fonda, Kris Kristofferson, Sylvia
Miles, Tomas Milian y Dean Stockwell, nombres que a excepción del músico Kristofferson,
son ubicados en el imaginario del fagocitador de películas para cine y
televisión.
Si habría que subrayar una trama, esta
brilla por ausente. Por el contrario, nos hallamos ante un proyecto que carga
con siete subtramas que obedecen a un común denominador: el estado de la mente
alterada de sus protagonistas, mediante el cual son impelidos a una libertad de
acción en pos del obvio homenaje: hacer cine pese a las circunstancias (he ahí
el guiño con el título).
Es precisamente ese estado de locura lo
que sustenta la estructura fallida de TLM,
también sus pocos pero refulgentes taras de guion. Si algo claro tenía Hopper
al dirigirla y protagonizarla, era la de proyectar la misma sensación alienante
de su trabajo anterior, Easy Rider
(1961), cosa que cumplió en cierta medida, pero lo que jamás pensó fue en la
dificultad que le supondría filmar bajo un montañoso paisaje que por hermoso no
lo hacía menos peligroso en cuanto a su fuerza telúrica: esas mismas escenas
las hemos visto cientos de veces en westerns, pero en esta ocasión existe un
hechizo degradante del escenario capaz de trastocar todos los protocolos
narrativos, dorando la epifanía de los
roles protagónicos y secundarios: la revelación más allá de su imperfección.
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