viernes, julio 06, 2018

ficción en deuda


En la columna del pasado 14 de junio hablamos del buen momento de la industria editorial a razón de las publicaciones de no ficción. Ahora toca preguntarnos por los libros de ficción. Y no nos equivocamos al dictaminar que atraviesan por una severa crisis. Razones sobran pero una se impone: no llaman la atención de nadie. Esta realidad se contrapone con la imagen de éxito que proyectan sus autores en las redes, terruños que deberían ser usados para la sana difusión y no para ahuevarse en modo consagración. Por eso somos testigos de históricas pataletas protagonizadas por inevitables plumas alucinadas, incapaces de aceptar que 1000 likes nunca será lo mismo a 40 libros vendidos.
Este desinterés por la ficción es consecuencia del conservadurismo con el que muchos conducen sus proyectos. A nuestros creadores les falta empaparse de mugre, dolor, humor, semen, indignación. No tienen conchudez para narrar porque andan desconectados de la vida, por eso los vemos en agendadas improvisaciones para el olvido, la payasada diaria: condenar el cabello de Trump, filosofar sobre los damnificados sirios, celebrar a López Obrador y otras maravillas de lo políticamente correcto.
Con esto no quiero decir que deba cometerse la imbecilidad de hipotecar la propuesta narrativa a las pasajeras modas que impone el mercado. Por el contrario, un escritor serio muere en su registro de coordenadas propias, propiciando con base en ellas el esperado milagro: la aparición de su lector.
Esta fiesta no sería tal sin su anfitrión: los editores, que en estos dos últimos años han venido subestimando a los lectores. Absolutamente todos prestan más atención a los “nombres” recomendados que a la riqueza de los textos a publicarse en las mejores condiciones posibles. Aún pueden esquivar la resaca.

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