testimonio de una adicción
El sábado pasado me reuní con un amigo.
Estábamos a la espera de lo que se suponía la Superfinal del mundo, tal y como
fue bautizado el encuentro definitorio de La Libertadores entre River y Boca.
Más allá de ser toda una vergüenza el desenlace que conocemos, me resulta
evidente que así como el argentino es un gran anfitrión, este no es ajeno a su
innata capacidad para destrozar lo que ha organizado.
Cuando nos enteramos que el partido se
jugaría al día siguiente, no nos quedó otra que pedir la cuenta y salir a
caminar. En ese trayecto hacia el destino indefinido mi pata me preguntó por lo
que estaba leyendo, “¿qué título me recomiendas?” En verdad, no supe qué
contestar, mi racha de buenas lecturas no es tan buena, tampoco es algo de lo
que deba traumarme, pero ese es uno de los peligros cuando abandonas el placer
de las relecturas en pos de novedades a sugerir.
En principio no supe bien de qué título
hablarle, pero recordé que días atrás había presentado en Escena Libre la
reedición de la novela El copista de
Teresa Ruiz Rosas, que no se la recomendé porque él la leyó a los dieciocho
años. Pues bien, en la noche de la presentación recibí un pequeño paquete del
editor de Surnumérica. Entre los títulos, cada cual con su singular atractivo,
hallé el testimonio sobre su paso por las drogas del narrador mexicano Carlos
Velázquez, El pericazo sarniento (selfie
con cocaína).
Si mal no recuerdo, Velázquez participó
a razón de esta publicación en la última edición de La Independiente. Tuvo un
fugaz rebote en medios peruanos y no volví a saber de él hasta que leí este
título en donde nos cuenta su experiencia con la cocaína. El lector no tarda en
ser partícipe de sus peripecias, pero no por lo que Velázquez cuenta (obviedad
temática), sino por la manera risueña en que lo hace. He ahí su mérito, narrar
con desparpajo sin descuidar la carga reflexiva que algunos confunden por estos
lares con aburrimiento y mariconada soporífera. El peligro de este tipo de proyectos
es el riesgo de ser episódico (de lo ya contado) y el autor cae en ello. Para
contrarrestar recurre al atavío anecdótico, estrategia que ayuda pero que no
garantiza la llegada a buen puerto. En su caso lo consigue mediante oficio y
maña narrativa (llámalo experiencia). Así es: estamos ante un libro irregular
pero que transmite, y mucho, que deja cosas para reflexionar y cagarse de risa.
Ojalá el diez por ciento de lo que se produce en materia narrativa local
tuviera dosis de este fuego festivo-trágico.
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