jueves, diciembre 06, 2018

dos novelas y un cuentario


Dos novelas y un cuentario peruanos. Sus autores: Gustavo Faverón, Luis Hernán Castañeda y Juan Manuel Robles.
Comencemos por Robles, que tras el éxito crítico de Nuevos juguetes de la Guerra Fría tuvo la valla muy alta en relación a lo próximo a presentar. Ahora dejó las distancias largas para enfocarse en las medianas (el relato largo), que como tales demandan exigencia formal, es decir, dominio de los mecanismos internos de la relojería narrativa, que cumple con creces en No somos cazafantasmas (Seix Barral, 2018), en el que recurre a la piedra angular de su proyecto creativo: la memoria. Lo que no veremos del autor es un mal texto, los siete que componen la presente publicación son testimonios de su pericia narrativa (a saber, “Memorias de la China”, el homónimo del libro y “Constelación nostalgia”), pero también un reflejo de sus límites. Los cuentos satisfacen a medias, puesto que el lector queda con una sensación semivacía, como si hubiese preferido un mayor desarrollo, impresión que nos lleva a aseverar que el autor transita a placer en maratones, certeza a la que arribamos al desmenuzar sus estructuras para saber que estamos ante novelas encapsuladas.
Con Gustavo Faverón esperábamos un salto de garrocha en cuanto a su primera novela El anticuario, que fue un muy buen debut para un autor no tan joven. Sin embargo, las expectativas para Vivir abajo (Peisa, 2018) no superan el entusiasmo de los excesos que condimentan a las innumerables reseñas delivery que acompañan a la publicación. Cualquiera que las lea creerá que está ante una obra significativa. Faverón nos entrega una novela con pretensiones sobre el tema y el discurso de la violencia. Para tal fin se vale de todos los recursos discursivos que nos permitan entender al protagonista George Bennett, un cineasta norteamericano que carga un desarraigo existencial. No vamos a desconocer la inteligencia con la que se realizó el andamiaje estructural. Faverón, al igual que en su libro de ficción precedente, demuestra inteligencia narrativa, pero lamentablemente esta no asegura experiencia literaria. Hace falto algo y ese “algo” no es otra cosa que nervio narrativo, no solo en los hechos de las tramas y subtramas, sino también en la misma narración. Bien lo decía Cortázar: el estilo debe captar la esencia lo real. Demasiadas páginas sin luz, puro cartón adornado. Hay que escribir desde la sencillez anímica, esa es la única manera en la que cualquier escritor siempre tendrá algo que decir. 
No tengo la más mínima duda de que Castañeda es uno de los autores más relevantes de la camada de narradores peruanos del nuevo siglo. A estas alturas, no cometeremos el error de mezquinar su oficio, menos la construcción de su prestigio. Su última novela, Mi madre soñaba en francés (Alfaguara, 2018), está catalogada como la mejor de su producción, que en lo personal veo como un craso error porque su mejor novela aún no la escribe (publica). En esta entrega Castañeda nos ofrece un viaje interior a la memoria y los vericuetos emocionales de Juan, un peruano que ve en el aprendizaje de idiomas el medio para hallarse en su mundo, la geografía emocional que lo ha posicionado como un no contactado de sí mismo. Este tránsito por la geografía lleva a nuestro narrador a una ambición que como tal solo genera revelación por momentos. De esta empresa, aplaudimos las páginas (felizmente no pocas) dedicadas a la configuración de Stephanie, prima de Juan. El problema con la novela yace en su innecesaria extensión, que resiente algunas dimensiones que nos presenta (lo metaliterario, lo político y la identidad), dejándolas en un injusto vacío, en una falta de cierre que no solo afecta las situaciones, también las parcelas éticas y morales de sus personajes. Tampoco pensamos que la solución haya sido la brevedad, solo hizo falta una condensación y crecer en ella.


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