murdoch
En esta mañana de sábado, o para ser más
preciso: desde la madrugada me acompañan un par de novelas de Murdoch. Una de ellas
la releeré íntegramente. Imposiblemente destinarla a la relectura a medias, con
Murdoch no vale ese criterio, aplicable a muchas novedades que uno tiene hasta
por gusto.
Es momento de regresar a Henry y Cato (Impedimenta), que reseñé
con desbordado y justificado entusiasmo para un número de la desaparecida revista
Buensalvaje. No solo me seduce la contemplación de una prosa nerviosa e
insegura, marca de agua idónea para configurar personajes de aparentes
seguridades pero destruidos por dentro, protegiendo el horror de la duda
existencial, amenazada por la más mínima intervención de elementos externos. La
obra de Murdoch viene signada por una especie de alerta emocional, que bien nos
haría pensar en la paranoia, en todo caso en un viaje a la locura contenida por
lo ya señalada apuesta de la apariencia. Eso es lo que define a los personajes
homónimos del título de esta novela.
En este proyecto, Murdoch llevó esa
estrategia narrativa hacia niveles de inolvidable conmoción. En distintos
grados, todos los hombres y mujeres tenemos cosas de Henry y Cato, y es gracias
a la genialidad de la autora que la representación de estas sensibilidades no
solo queda en la exposición, sino que se alimenta en la cirugía del gesto y en
los diálogos que firman la condena de la crisis personal.
Cuando tengas un libro de Murdoch en las
manos (si no la has leído), hazte el favor de fijarte en la geografía del
diálogo. En el “pensar expuesto” de los personajes, mediante el cual nuestra
escritora transmitió otra de sus grandes pasiones (aunque no mayor a la
literaria): la filosofía.
No solo hay que releerla, también
conocerla porque vale la pena la inversión que demandan sus páginas. Uno sale
distinto de sus novelas, no mejor, ni tonterías afines. Eres otro, simplemente.
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