viernes, agosto 30, 2013
jueves, agosto 29, 2013
La ruta salvaje
Texto que debí leer en el Homenaje a
Roberto Bolaño, en Petroperú.
…
Supe de Roberto Bolaño a razón de un
artículo de José Miguel Oviedo en El Dominical. Si no equivoco, aquel texto en
el que se daba cuenta de Los detectives
salvaje y Llamadas telefónicas,
salió a fines del siglo pasado o a inicios del presente. En realidad, este dato
es lo de menos. Lo que importa es que en ese artículo Oviedo dio muestras de
ser un gran crítico, pero no por lo que detallaba de los libros en cuestión,
sino por la pasión exacerbada que exhibía cada frase suya, una pasión de lector
que muy contadas veces he podido leer y que me remitió a ese estado cuasi celestial
de la verdad emocional, verdad emocional de quien escribe sobre un libro que lo
ha sacudido, que lo ha zarandeado hasta dejarlo en el piso.
Recorté el referido texto y lo tuve
durante mucho tiempo en uno de los bolsillos de mi mochila. ¿Es verdad todo lo
que dice el tío Oviedo?, me preguntaba. No era para menos, todo hacía prometer
que ese libro de título cinematográfico encerraba una fuerza radiactiva. Iba a
las librerías y preguntaba por Los detectives
salvajes y el precio que marcaba me llevaba a barajar dos posibilidades
inmediatas: o ponerme a trabajar para comprarlo o robármelo. Bolaño era de esos
autores a los que quieres leer cuanto antes, de esos en los que tienes un
espejo personal, más aún cuando has dedicado buena parte de tu vida a recorrer
las calles, a escuchar rock, a ver todo el cine que pudieras, a leer como un
soberano vesánico en todas las bibliotecas a las que te afiliabas.
Finalmente pude leer Los detectives gracias a un préstamo que
me hizo una amiga. Lo leí con suma lentitud en cuatro días, apuntando y
disfrutando e intentando descubrir el secreto de esa poesía narrativa plasmada
en un desorden estructural que elevaba la novela a una voz coral que te metía
en el mundo de la literatura y sus actores inmediatos. Aquí hablaban todos y
decían lo que les venía en gana. En estas páginas yacen esos dos componentes
que todos los lectores que escribimos buscamos: literatura y vida. Pero vida
entendida desde los extremos del desamor, la desgracia, el sexo cínico, pero
ante todo del amor, mucho amor en pos de un ideal. O sea, hay que ser genial
para hacer de un argumento en teoría trivial toda una explosión abrigadora.
Solo a un tocado, a un elegido, se le ocurrió hacer de algo tan sencillo, como
lo es la búsqueda de una poeta de la que poco se sabe y de la que casi nada se ha
leído, un viaje hacia el centro mismo de la tradición literaria. Por esta
razón, siempre he sido de la idea de que la mejor manera de acercarse a la obra
de Bolaño es con Los detectives salvajes.
Luego de este primer acercamiento, me
puse a buscar más cosas del chileno. Pero no lo hacía con el apuro del nuevo fanático,
sino con la paciencia del diletante. Algo en mí me decía que no debía leerlo de
inmediato, sus libros tenían que llegar a mis manos en su momento, no apurados
por mi deseo. Y efectivamente, sus libros llegaban a mis manos, ya sea porque
me los regalaban o me los robaba, o porque me los prestaban, tal y como ocurrió
con Llamadas telefónicas, gracias a
una amiga mía que trabajaba en La casa
verde. No digo que todos los títulos que leí después de Los detectives fueran una maravilla,
imprescindibles de la narrativa contemporánea. Para admirar hay que saber pisar
pelota. Bolaño tiene cosas que no me gustan para nada, por ejemplo: no me
entusiasma su poesía, tampoco La pista de
hielo, Amberes, Amuleto y Una novelita lumpen. Pero qué importa, si el chileno es también
dueño de imperecederos viajes canábicos como La literatura nazi en América (no puedo entender que aún haya gente
que se haga llamar escritor/escritora y no haya leído aún este semejante canto
a la mentira), Estrella distante, Putas asesinas, Monsieur Pain, Llamadas
telefónicas, 2666 y Nocturno de Chile.
Hace un tiempo una joven lectora me
preguntó cómo definiría a Bolaño. Ella aún no había leído nada de él, así
que le di una definición que pudiera acentuar su interés. No recuerdo las
palabras exactas, pero fue más o menos así: Mira, niña, me dices que has leído
a Borges, ¿no? Pues bien, Bolaño es parte de la cofradía del argentino, pero es
un cófrade malcriado, no del todo fiel, que ha enriquecido las enseñanzas del
maestro. Por ejemplo, en Bolaño está repotenciado el humor de Borges, humor del
que pocos parecen darse cuenta. Bolaño es como Borges, pero con más humor. Pero
no solo eso, Bolaño ha hecho lo que nunca Borges: ha tenido sexo.
Este tipo de explicaciones al vuelo solo
contribuían y contribuyen a reforzar más la imagen del escritor. Y espero que
las mismas desaparezcan más temprano que tarde. Me explico: desde su muerte no
se ha hecho otra cosa que no sea la de hablar hasta por los codos del Bolaño mito.
Bolaño, como bien sabemos, es hoy por hoy una leyenda institucionalizada. Tiene
ese inevitable destino de los ídolos: ser mencionados sin que se les lea. Se
habla más de la vida de Bolaño y no de los libros de Bolaño. Por eso lamento su
muerte, porque lo que vino después de esta fue la canonización de la imagen, la
del escritor lengua suelta, la del escritor que tiraba su mecha, la del patán,
en otras palabras, la del maldito entre malditos. Si moría, que muriera, por
ejemplo, como Carver. ¿Acaso hay alguien que quiera ser como Carver persona? No
conozco a nadie que quiera imitarlo, por el contrario, Carver es un referente
porque se le sigue leyendo y se habla de él partiendo de lo que se le lee. Pero
con Bolaño nos distraemos en cojudeces, en aspectos que no tienen la más mínima
importancia. Es que ser como Bolaño persona es sumamente fácil. Pero como
Bolaño escritor/actor de sí mismo es otra cosa. Son pocos los que pueden
sobrevivir a la marginalidad de toda casi toda una vida, no todos están
dispuestos a soportar el continuo ninguneo en el mundillo literario como lo
vivió él. No todos pueden decir las cosas como son y escuchar lo que no se
quiere escuchar. Por ello nos abocamos a lo más fácil de asimilar de Bolaño, a
la posería y el figuretismo que se delatan a la primera incoherencia. Así pues entendemos la
proliferación de Bolañitos y de tipejos/tipejas que hacen trayectoria con el
cuento Bolaño. Si Bolaño los viera, estoy seguro de que los sodomizaría en el
acto. No solo eso, sino que a patada limpia los mandaría a leer.
Leer.
Leer.
Leer.
Si hay algo que Bolaño nos transmite en
su literatura, ese algo es precisamente leer, leer con voracidad. No es
gratuito que en su poética encontremos innumerables referencias librescas,
demasiados lazos literarios en pos de una tradición personal. Leemos a Bolaño y
leemos lo que Bolaño leía. El pata escuelea, pues. Es un maestro generoso. Y
desde el punto de vista personal, fue muy generoso conmigo. Bolaño me enseñó a
leer.
martes, agosto 27, 2013
lunes, agosto 26, 2013
"Llámame Brooklyn"
Publicado en Lecturas de madrugada 11 –Lee por gusto
…
Corría el año 2006. Había estrenado mi
blog La fortaleza de la soledad. Estaba peleado con no pocos especímenes de la
literatura peruana. Involuntariamente ella y yo habíamos puesto fin, de la peor
de las maneras, a una intensa relación. Mi gato Nesho desapareció luego de casi
diez años en los que no hizo otra cosa que ganarse el cariño de toda mi familia.
Me encontraba pendiente y preocupado a razón de una antología –digamos el
primer anuncio de Disidentes—
programado a salir y que no salía por no sé qué razones. Vivía, y sin saber por
qué, una absoluta paranoia, que me obligaba a ver a cada persona sobre la faz
de la tierra como un potencial enemigo a destruir.
En el segundo semestre de aquel año, en
el marco de Semana de Autor que organizaba el Centro Cultural de España, se
presentó el escritor español Eduardo Lago, quien sostuvo un diálogo público con
Guillermo Niño de Guzmán. Días previos a la presentación, más de uno me animaba
a ir. Sin embargo, no fui, no porque tuviera otros compromisos, una agenda a
cumplir o algo parecido. No fui porque nunca me han gustado las presentaciones,
muy en especial cuando se trata de un autor al que literariamente no conocía.
Lo único que sabía de él era lo que todos: Eduardo Lago era el hombre fuerte
del Instituto Cervantes de Nueva York.
Como era de esperarse, el público llenó
el auditorio del centro español, un público compuesto principalmente por
escritores, críticos y demás espécimen habitual a este tipo de actividades
culturales. Además, seamos francos, casi todos fueron a ver al “Cervantes Man”,
no al escritor. No supe más de él hasta cierta noche del verano del 2007,
mientras revisaba libros en la librería El Virrey de la calle Dasso, cuando esa
librería era verdaderamente una librería, donde encontré un ejemplar, el único
que había, de Llámame Brooklyn,
novela con la que Lago ganó el Premio Nadal 2006.
Antes de leer una novela, sigo los
siguientes pasos: reviso las primeras veinte páginas y luego empiezo a picar en
desorden. Si lo que leo me entusiasma, compro o me robo el libro, dependiendo
el caso. Esa noche no sé si compré o me robé el libro. Lo que sí sé es que
llegué a casa temprano, en realidad lo que hacía desde el año anterior era
llegar a casa temprano, de a pocos me recuperaba del destrozo emocional, y no
suficiente con eso, no había día en que no me sintiera una persona alerta, era
tal la paranoia que hasta creía que los integrantes del lado oscuro de la
blogosfera literaria peruana me perseguían.
Al igual que ayer, más aún hoy, debemos tener
cuidado, estar alerta en los predios literarios se ha vuelto una necesidad
moral cuando de premios se habla. Los premios como tales no deben significar
garantía de nada, hoy más que nunca se nos vende harta basura disfrazada de
literatura. Contadas veces encontramos lo que llamamos calidad literaria en un
libro premiado y esa idea/convencimiento fue lo que determinó que no leyera la
presente novela con la celeridad por conocer una novedad.
Cuando comencé Llámame Brooklyn noté el toque distinto en la voz narrativa, que
fluía en estado de gracia en un argumento aparentemente sencillo: Néstor Oliver
Chapman tiene que dar orden a los cuadernos que en vida escribiera su amigo Gal
Ackerman, cuadernos que guardaban desordenados borradores de una novela que
tenía a Nadia Orlov como única destinataria. Nos topamos entonces con dos
narradores, uno que ordena y reflexiona y el otro que cuenta desde la
inseguridad de quien ha amado demasiado. Pero Ackerman ha dejado muchos datos
sueltos, entonces Néstor se ve obligado a completar esos sucesos apelando a su
imaginación y a personajes reales. Esto eleva la novela a una polifonía brutal,
convirtiéndola en un caleidoscopio de una presencia permanente: Brooklyn y las
sensibilidades que recorren sus calles. Leerla fue recibir un martillazo en la
cabeza, demoré en acabarla, en realidad nunca quise terminarla. No se podía
transmitir tanto y tan bien entre tanto desorden, entre tanta sensibilidad
representada, con personajes que perseguían ideales u objetivos sabiendo de
antemano que la empresa sería un soberano fracaso, siendo el ahínco y la
persistencia lo que los motivaba a seguir entre tragedia y tragedia. No podía
haber tanta desazón, pensaba, pero a medida que avanzaba sentía una suerte de
cura emocional, en realidad me identificaba con muchos de sus personajes, en
especial con Gal y Ben Ackerman, con los que experimenté un irrefrenable
descenso a mi infierno personal para luego salir airoso, limpio, pero no
curado.
Desde mi punto de vista, Llámame Brooklyn es una novela de amor
que no solo habla de amor. Uno de los puntos que podría llamar la atención del
potencial lector yace en que es un vivo retrato de lo que es el mundo literario.
No es gratuito que en esta novela haya homenajes abiertos a una serie de
escritores que decidieron decirle no a la fama y quedar aislados, concentrados
en la realización de una poética honesta, sin sentirse atrapados por el efecto
del reconocimiento tardío o inmediato, escritores que en cierta medida resultan
medulares, dueños del aliento de la influencia, como si fuera una marca de agua
que se resiste a desaparecer, una marca de agua cada vez más férrea y proyectiva.
Hoy por hoy no hay narrador trajinado o en ciernes que no escape a las sombras
de Onetti, Pynchon y Salinger, y sin necesidad de haberlos leídos, porque los
podemos leer sin leerlos, los leemos en esos hechizantes mensajes subliminales
que encontramos entre las líneas de aquellos escritores que frecuentamos.
Llámame
Brooklyn podría ser también un espejo de cómo Lago asume su
escritura. Basta una breve mirada a su biografía para llegar a la conclusión de
que muy bien pudo aprovechar su llegada a los grupos de poder editorial para hacerse
de un nombre reconocido desde mucho antes de la publicación de esta novela, que
vio la luz cuando el autor ya sobrepasó la barrera de los cuarenta. Lo que se
lee aquí nos ayuda a conocerlo; esta novela nos pone en el tapete una ética de
la que muy pocas veces podemos ser testigos: no asumir la literatura como si
fuera una carrera de caballos, cuando lo que debería primar es la madurez de
una propuesta. La madurez de una voz nos entrega libros sólidos que salen
cuando ellos piden salir, no cuando se le ocurre al autor.
jueves, agosto 22, 2013
Lo que no se dice en público
Después de casi dos días sin conectarme
a Internet, reviso mi cuenta de correo electrónico y mi bandeja de mensajes de
Facebook. A primera vista, parece que tengo mucho por responder. La gran mayoría de los correos y mensajes lo
firman escritores peruanos de todas las edades y de todos los rincones. ¿A qué
se debe el súbito interés en mi persona? ¿Desde cuándo soy una fugaz celebridad
virtual?
Abro el primer correo. Abro el primer
mensaje de Inbox. Abro el segundo, el tercero, el cuarto y así hasta perder
diez minutos de mi tiempo. Definitivamente, no los leo todos (los reviso en
diagonal), pero si me dedico a responder cada uno de ellos, podría quedarme en
este plan prácticamente todo el día. Pero algo tengo que decirles, no es mi
costumbre desairar a las personas, así me caigan bien o mal, cada vez que me
escriben.
Apago la Laptop, me desconecto de
Internet, cierro la librería y, aprovechando que ha salido el sol, me voy al
Don Lucho. Se me ha antojado una Cusqueña helada. En el trayecto al bar me
encuentro con Bobby Brown. Bobby Brown me pregunta qué estoy leyendo y le
respondo Pasión crítica de Octavio
Paz. Le digo a Bobby Brown que me acompañe al Don Lucho y me responde que ha
dejado de tomar, que ahora se ha vuelto abstemio. A pesar de ello, me acompaña
al bar. Nos ubicamos en una mesa, llamo a Ciro. Pido una Cusqueña y mi pata
lector una Coca Cola. Como hay poca gente en el bar, prendo un Pall Mall rojo.
En mi cerebro hay lugar para muchos
senderos temáticos, pero ahora solo le doy importancia a dos de ellos. Hablo
con Bobby Brown de Canned Heat, esa mítica banda que hoy nadie escucha. Vengo
escuchándola desde hace más de diez días. Bobby Brown asiente, bebiendo su
Coca Cola como si fuera café. Es cierto
lo que me dijo hace un rato, ya no toma, ni siquiera fija sus ojos en la espuma
de mi chela. Es un hombre curado, creo. Por otra parte, pienso sin pensar en
cómo respondería a los escritores y escritoras que me han escrito en el curso
de la mañana. Por un momento, opto por hacer un texto en Word, que pegaría en
cada correo/mensaje de Inbox de respuesta, solo variaría en el destinatario.
Estoy a un vaso y medio de terminar mi
Cusqueña. Bobby Brown me da algunos datos que no conocía de Canned Head, el
muchacho se desvive por el blues. Pero cambia de tema y ahora me pregunta qué
otras cosas estoy leyendo. Le respondo que en unos días empezaré a leer algunas
novelas peruanas de reciente publicación, pero antes quiero terminar/demorar El traductor de Salvador Benesdra. Tener
esta novela por fin en manos no hace sino llevarme a los meses que estuve en
compás de espera, casi al borde del delirio contenido, en una ansiedad dañina.
Esa novela sí ha llegado a corporeizar mi ansiedad, comiendo/morfando todo lo
que estuviera a mi alcance. Bobby Brown me pide, ahora exaltado, que le pase la
novela ni bien la termine, pero le digo que se lo pasaré no en el tiempo que él
espera, porque pienso releerla, volver a recorrer escenas y tratar de hurgar en
la costura narrativa. Aunque existen muchos tipos de ansiedades, las que se dan
en el lector suelen ser las más letales, más arrolladoras, es por eso que
entiendo la exaltación de Bobby Brown, quien ahora bebe su Coca Cola como lo
que es: una gaseosa y no una taza de
café.
Me despido de Bobby Brown.
En lugar de regresar a la librería,
quiero seguir disfrutando del sol. Sin duda, uno cambia. Antes renegaba del sol
y amaba el invierno, pero hoy me siento a gusto con la repentina claridad del
día. Camino pues a la Plaza San Martín y sigo fumando. Veo a la gente y me
siento un toque en las gradas de la plaza en dirección a Carabaya.
¿Cómo contestarles a todos sin
ofenderlos? Más de un escritor es conocido mío, pero lo que me ha sorprendido,
lo que no esperaba, eran los mails y mensajes de los escribas con los que trato
de evitar encontrarme, con esos que sin saber por qué llevo una relación por demás
distante, y me gusta que sea así, llevo mucho tiempo sin contaminarme el alma.
Entonces, enfoco la mirada en un grupo
de turistas que se toman fotos al pie del monumento del libertador… ¿Qué les
podría decir a los plumíferos peruanos que me han escrito expresando su
conformidad con la reseña sobre El Cuento
Peruano de hace unos días? Lamento no traer conmigo mi cuaderno Loro. Pero
imagino que tengo en manos un lapicero azul de tinta líquida y el bendito cuaderno
Loro. En realidad, no es nada complicado elaborar las líneas centrales de la
respuesta. Pero me cuesta entender a los chancateclas de Facebook, que solo
expresan una pública conformidad cuando la causa no afecta sus intereses
inmediatos. Son campeones y valientes para denunciar, por ejemplo, violaciones
de derechos humanos, allí no tienen reparo alguno en levantar el dedo y acusar,
se les sale el barrio que nunca tuvieron, insultando como barristas en patente
muestra de la valentía que solo puede ser avalada por la distancia virtual; son
campeones como vigilantes de la democracia, denunciando y promoviendo marchas de
protestas. Es por eso que no entiendo lo que me dicen en privado, que están de
acuerdo con la reseña que hace unos días hiciera de El cuento peruano, pero a la vez se excusan del respectivo “Like”
del enlace a la reseña que pongo en mi muro. “No es nada en contra de lo que
dices, G, pero aquí en FB hay muchos ojos y oídos. Yo tengo una obra en pleno
proceso de construcción”. Obviamente, es un dato menor, nadie se muere por un “Like”,
se trata de algo sin importancia, pero que a la vez te revela un síntoma: el
miedo a decir las cosas, a ser consecuentes con una manera de pensar, a no
decir en público lo que en privado sustentamos: que la literatura peruana, en
narrativa y poesía, atraviesa un pésimo momento, que hemos hecho nuestro el
temita “Nunca quedas mal con nadie” el himno de nuestras relaciones públicas.
Al menos, sí, al menos, me reconforta
que haya mucha gente que ya es capaz de quebrar ciertas diferencias en pos de
una evidencia en común. Solo hay que darle tiempo al tiempo, solo el tiempo
podrá quebrar los temores de no aparecer en alguna reseña, nota, entrevista,
recuento en El Comercio. El afán y el
anhelo de reconocimiento son cuestiones lícitas a las que debe aspirar todo
creador, siempre y cuando se tenga una propuesta coherente, es por ello que no
entiendo el temor, como si todo estuviera calculado al milímetro y un paso en falso
derrumbaría toda la logística de la catedral promocional.
En fin. No quiero teñir el motivo del
mensaje/mail que redactaré en los próximos minutos. Por el momento quiero
disfrutar del sol, a lo mejor me beberé otra Cusqueña helada y así dejar de pensar
en la solapada cobardía de muchos chancateclas que se pintan de indignados. A
pesar de esto, abrigo la esperanza, algo me dice que las cosas van a cambiar,
sí, de eso estoy seguro, quizá más pronto de lo que pensemos, a lo mejor en el
2057.
miércoles, agosto 21, 2013
martes, agosto 20, 2013
Páginas sagradas
Publicado en El último lector - Lee por Gusto.
…
Si tuviéramos que calificar el trabajo del
crítico literario Ricardo González Vigil, este sería no menos que monumental.
No hay ser humano sobre la tierra que sepa tanto de la historia de la
literatura peruana como él. En cierta ocasión, Miguel Gutiérrez me dijo que
González Vigil lee por lo menos mil libros por año. Y es cierto, porque
siguiendo esa idea entendemos el aliento oceánico de sus estudios críticos, sus
prólogos y en especial esos catastros disfrazados de recuentos anuales, en el
que más de un autor peruano sueña con aparecer. “Si no salgo en el recuento del
tío Vigil, no soy nada, pasé desapercibido”, dicen. Ni hablar cuando aparecen
en los recuentos, se desatan fiestas orgiásticas.
Por sus recuentos he llegado a respetar su
trabajo. A lo largo de los años me he topado con muchos escritores y profesores
de literatura que abiertamente han hablado pestes de su calidad de crítico. En
su momento, cuando las revistas eran el centro de polémica, uno de ellos
calificó de “Guías telefónicas” sus dos tomos de Poesía Peruana del Siglo XX, de paso lo
llamó ignorante por no conocer, según él, la jerigonza de la teoría literaria.
González Vigil pudo contestar no solo ese, sino muchos reparos y burlas contra
su manera de elaborar sus antologías y sus reseñas, sí, las reseñas que cada
semana, hace ya mucho tiempo, nos descubrían a la “voz más original de su
generación”. En lugar de contestar, nuestro crítico guardaba silencio y no
buscaba venganza, porque él, mejor que nadie, era sabedor de la referencialidad
que a futuro tendrían sus reseñas y antologías. En ninguna de ellas yacía el
espíritu de la mezquindad ni el sentimiento menor del ajuste de cuentas. Por
ello, haríamos bien en llevar a cabo un saludable ejercicio de búsqueda y
constatar que en más de una ocasión González Vigil ha sido generoso y no
excluyente contra todos aquellos que han hecho carrera criticándolo y
petardeándolo.
Una de sus mayores contribuciones a la
historia de la literatura peruana, sin duda, es la publicación de la serie de
antologías El Cuento Peruano, todas gracias a Petroperú. No es poca
cosa. Una poderosa institución del estado y uno de nuestros literatos más
autorizados en pos de lo que es el documento oficial, porque El Cuento
Peruano, si aún alguien no lo sabe, es la Antología de nuestro país, las
demás antologías de narrativa peruana son chauchilla al lado de ella. Las
entregas de El Cuento Peruano
tienen un destino común: son/serán los materiales de trabajo de los actores de nuestra
República Letrada, son los documentos en los que se forjaran los nuevos
discursos, los que reforzarán o replicarán los ya conocidos. Gracias a estas
ediciones podemos hurgar con seguridad en nuestra tradición narrativa y se
podrá andar con paso firme porque en su hechura no ha habido trampa, menos
zancadilla, aunque sí una que otra omisión. Como bien sabemos, ninguna
antología es libre de imperfecciones.
Pero ¿qué pasa cuando las imperfecciones
vienen teñidas del tufillo del sentimiento menor? ¿Cómo es posible que se
malogre un documento oficial por el mero hecho de cimentar una posición
(extremadamente) personal? Estas son dos de las muchas preguntas que me formulé
luego de una revisión exhaustiva de El Cuento Peruano 2001 – 2010, que
fue presentado con mucho éxito en la última edición de la Feria Internacional
de Libro. Digo revisión porque solo me faltó conocer diez cuentos de los
sesenta y nueve incluidos, y, claro que sí, el bendito prólogo.
Desde antes de su publicación se decía que
estos dos volúmenes de la antología venían con el aura de la polémica. Se
hablaba de los grandes excluidos, la mayoría narradores centrales como Fernando
Ampuero, Carlos Calderón Fajardo, Guillermo Niño de Guzmán, Alonso Cueto, Óscar
Colchado, Augusto Higa, Rodolfo Hinostroza, Fernando Iwasaki y Edgardo Rivera
Martínez. Con suma facilidad se afirmaba que González Vigil había cometido un
abuso de autoridad al excluirlos, cuando lo que realmente hizo fue morir en su
ley: el criterio de selección es el mismo de las dos últimas ediciones de El
Cuento Peruano, es decir, no convocar autores que hayan sido parte de la
antología oficialista, a menos que el autor haya publicado un cuento que sea
una obra maestra o ganado un Copé. Así de exigente era el asunto.
El prólogo, en estructura, es igual,
aunque con ciertos matices, al del periodo anterior. Pero ahora nuestro crítico
en vez de poner en el asador su capacidad, privilegia una rabia que no le
conocíamos, una rabia que no pensé que fuera tan determinante no solo para la
selección, sino para el espíritu de la antología como tal. El prólogo debe iluminar
la selección de voces y el periodo que aborda, pero lo que el crítico hace
ahora es tomar partido por un determinado grupo de narradores, algo que, más
allá de si exhiben o no calidad literaria, deforma el carácter documental de la
publicación.
González Vigil personaliza
innecesariamente su postura (extremadamente personal), tal y como lo podemos
leer en la página 17, en donde es evidente el dardo dirigido, se deduce por
descarte, a Alonso Cueto e Iván Thays. Me explico: Si mencionas a todos los narradores
que desde los noventa vienen gozando de un justo reconocimiento internacional,
a los puritos que lo consiguieron en buena lid, cosa que así refuerzas el
puntillazo a los narradores “claramente inferiores”, pero si en esa lista
incluyes a Santiago Roncagliolo, cometiendo así un soberano acto de
incoherencia ética, porque todo prólogo es también una posición ética, pasando
por alto el escándalo generado a razón de Memorias de una dama (¿o
nuestro crítico no tiene la más mínima idea de lo que pasó?), entonces la queja queda
sin sustento, porque el mentado escándalo grafica en buena medida lo que
supuestamente se pretende poner en evidencia: a los narradores beneficiados por
el mercado y que hacen lo que sea con tal de conseguir el reconocimiento
inmediato, atentando contra lo literariamente valioso. Este es uno de los
puntos que me hacen pensar en que nuestro literato escribió su prólogo no
enfocado en la riqueza literaria de sus más de cincuenta seleccionados, sino en
un innecesario ajuste de cuentas con Cueto y Thays. Por un momento creí que
leía un párrafo, pero bien escrito, de la sección Espectáculos de El Trome. Es
triste pues que las páginas sagradas de la antología de la República Letrada
sean escenario de una guerrita que muy bien debe acaecer en una publicación
fugaz.
Se pasa revista a la polémica más sonada
de los últimos años: la de los escritores andinos y los escritores criollos.
En un punto estoy de acuerdo: esa polémica fue un diálogo de sordos, en donde
la discrepancia involucionó hasta el ataque personal cuando no se podía
sostener una argumentación. Lamentablemente, lo ideal hubiese sido que se nos
presentara un mosaico de lo que fue ese supuesto cruce de opiniones y no solo
el punto de vista de uno de los bandos, tal y como figura en la Bibliografía
Básica. Como ya lo indiqué, el prólogo de ahora y los dos anteriores de El
Cuento Peruano guardan más de un vaso comunicante, pero el que nos compete
hoy es excesivamente parcializado. No quiero que se piense que los prólogos de
las antologías precedentes sean amables, en absoluto. González Vigil es amable
solo en las reseñas, pero en los prólogos que le conozco siempre ha sabido
sustentar como pocos una postura que no necesariamente contente al personal. En
este sentido, barajo la idea de que se tenía otro prólogo y este que se nos
presenta se coló a última hora. Texto agitado, como para la algarabía de la
tribuna y las barras bravas, pero laxo, y si se me permite especular, motivado
por los enconos que se arrastran de la mencionada polémica, enconos que aún no
cicatrizan.
A más de uno le genera desazón la nula
difusión internacional de los mayores narradores andinos y amazónicos, de igual
modo ocurre con los autores descendientes de japoneses y chinos y también con
aquellos que apuestan por poéticas atentas a “todas nuestra sangres”. Es por
ello que resulta inconcebible que en plena era de la globalización las poéticas
de Miguel Gutiérrez, Edgardo Rivera Martínez, Laura Riesco, Luis Nieto
Degregori, Omar Aramayo, Róger Rumrrill, Antonio Gálvez Ronceros, Siu Kam Wen y
Augusto Higa a las justas sean conocidas en los límites del Cercado de Lima.
Pero este tipo de señalamientos, por más justos que sean, hay que hacerlos con
cuidado, más aún cuando se viene con la pierna en alto. Basta la mención de un
nombre que no ha demostrado el nivel literario que se requiere como para dejar
este punto de vista en el aire. Y lo que se teme, ocurre, ocurre cuando nos
topamos con los nombres de Marcos Yauri Montero y Dimas Arrieta, señores honorables pero con obras muy menores. Soy testigo de este
contrabando y no tengo duda alguna en que quieren venderme sebo de culebra. Lamentablemente,
este prólogo está infestado de autocabes y autogoles. Se ataca a las argollas,
a las mafias literarias, a las migajas del mercado editorial para quienes no
pertenezcan a los círculos de poder de los medios, pero se calla ante la otra
argolla, la personal.
En ningún momento se nos explica, como
tiene que ser, las grandes características de la narrativa del periodo que se
abarca. Es insuficiente que nos limitemos a las notas introductorias a los
autores, que dejan por sentada la gran generosidad del crítico, en algunos
casos excesiva, como para tener una idea de qué iba el asunto en esos
años. Me hubiese gustado que se nos explicara en mayor detalle la injerencia de
lo metaliterario y su casi inmediato desencanto entre los nuevos narradores
peruanos, también sobre el repentino interés de las grandes casas editoriales
en el tópico de la violencia política y, muy en especial, sobre la aparición de
una nutrida camada de narradoras.
Recomiendo, de hecho, la lectura de la
“Sección I: Etnoliteratura y Tradición oral”. Sin duda alguna, lo mejor de la publicación,
en el que ha habido un evidente y responsable trabajo de búsqueda y selección y
que solo en publicaciones como esta tenemos la oportunidad de conocer. Aquí se
ha escogido muy bien, más aún, y tal y como se señala, cuando en el decenio
anterior primaron trabajos teóricos “sobre la materia”. Es decir, de lo poco
que hubo, se fue a lo seguro.
En la “Sección II: Narrativa de Ficción”
se encuentra el núcleo del endiosamiento y repudio a González Vigil por parte
de las plumas incluidas y excluidas. Como también ya dije, se nos advierte que
no se iba a contar con autores que hayan integrado ediciones anteriores del Cuento
Peruano, a menos que sus cuentos linden con la maestría, o que, en todo
caso, hayan ganado un Copé. Bajo esta lógica, entonces queda únicamente
justificado José de Piérola con ‘Lápices’, con el que ganó el Copé del 2000. No así los otros tres autores que
repiten la convocatoria: Laura Riesco, Carlos Herrera y José Guich. Sin negar
la destreza narrativa de estas plumas, los cuentos incluidos no alzan vuelo,
más bien, y con todo el respeto que le tengo a la obra de Riesco, estorban, no
marcan ninguna relevancia en la selección. Si alguien pensó que leería una obra
maestra del relato breve, se llevará una no grata sorpresa, en vez de ellos,
tranquilamente se pudo contar con otras voces, no necesariamente provenientes
de las canteras del Cuento Peruano.
A esta sección le faltó una voz mayor en
actividad, un referente inmediato en cuento. Algo así como un capitán. Es por
ello que al equipo lo percibo acéfalo. Hace falta un caudillo. Alguien que
ponga orden a tanto semillero. Obvio, se extraña la presencia de Niño de Guzmán
y Calderón Fajardo, a quienes consideraba bolas fijas para esta edición. Sin
embargo, a pesar de la ausencia de un gran referente, no se puede negar que
están los que definitivamente tienen que estar (algunos ahora no tan jóvenes y
otros que entraron al ruedo no siendo jóvenes): Carlos Yushimito, Jeremías
Gamboa, Claudia Ulloa, Luis Hernán Castañeda, Alexis Iparraguirre, Marco García
Falcón, Daniel Alarcón, Julie de Trazegnies, Karina Pacheco, Alina Gadea, Juan
Manuel Chávez, Patricia Miró Quesada, Jorge Eduardo Benavides, Martín Roldán
Ruiz, Yeniva Fernández, José Donayre, Richard Parra, Edwin Chávez, Leonardo
Aguirre, Susanne Noltenius, Rossana Díaz, Lucho Zúñiga, Miguel Ruiz Effio,
Gabriel Rimachi, Pedro Llosa, Juan Manuel Robles y varios más. De estos nuevos
no tan nuevos, sin duda, quien se despunta es Alarcón con “Ciudad de payasos”.
Sumemos también a Iparraguirre con “El inventario de las naves”, a Gamboa
con “La conquista del mundo” y a Ulloa con “Piscina”. Las antologías me gustan
también por el detalle de mostrarnos tapaditos a tomar en cuenta, es por eso
que aplaudo la inclusión de Gabriela Caballero Delgado y Yuri Vásquez. Pues
bien, a este grupo le faltan algunas plumas que merecieron una mejor
consideración. Se debió contar con un cuento de la narradora peruana que más ha
crecido, Jennifer Thorndike, pero ante todo me parece imperdonable no haber
reparado en la ausencia clamorosa de Juan Carlos Bondy. Por naturaleza, las
antologías son imperfectas, pero en algunos casos ciertas ausencias resultan
imperdonables y Bondy sí representa una ausencia imperdonable. Por él, bien se
pudo mandar a la suplencia, y lo digo con mucho respeto a la persona y guiado solo
por lo que he leído de ella, a José Antonio Galloso, Katya Adaui, Max Palacios,
Gustavo Rodríguez, Arrieta, Paul Alonso, Dany Salvatierra, Christian Reynoso,
Johann Page… Ahora, el caso de Julia Chávez Pinazo me desconcierta, puesto que
es una autora sin libro publicado, su lugar muy bien pudo ser ocupado por otra
pluma. No se puede ser tan temerario. Y González Vigil lo fue porque no se dio
cuenta de que esa inclusión echa por los suelos sus criterios de no incluir a
destacados narradores aparecidos en las otras ediciones de El Cuento Peruano.
Por más que se explique y justifique en la
introducción de César Gutiérrez, y por más vueltas conceptuales que he tenido
al respecto, no entiendo la razón por diferenciar el relato “El Skyline de
Dante” de los demás. Pues bien, en vez de un solo texto en el “Bonus Track”
(debió ser “Bonus Tracks”), me hubiese gustado que se cuente también con un
gran prosista, secreto y talentoso e injustamente ninguneado: Christopher Van
Ginhoven, cuya novela La evasión cumple en buena medida con los
criterios aplicados al autor de Bombardero.
Pese a los reparos señalados, sería
inútil, por no decir mezquino, no calificar El Cuento Peruano 2001 – 2010
como una de las publicaciones más importantes del 2013, a lo mejor sea la más
importante por su aliento y voluntad documental. No hay obviar la realidad:
estamos ante la Historia Oficial, las páginas sagradas de un periodo de nuestra
tradición narrativa, una Historia que definitivamente debemos valorar
conociéndola.
domingo, agosto 18, 2013
sábado, agosto 17, 2013
jueves, agosto 15, 2013
miércoles, agosto 14, 2013
De culto - "Generación Cochebomba"
Minutos antes de la presentación de Generación Cochebomba.
Buco: G, no es la primera vez que
estamos en una mesa de presentación.
G: Así es.
Buco: ¿Entonces cómo es ahora?
G: No hay problema, yo arranco.
Improvisaré, a lo mejor mi texto se parece al tuyo. La lectura sobre el libro
de Guachón y las lisuras son tuyas.
Buco: Me parece bien.
El texto que leerán a continuación, es
el que preparé y no pude leer.
La presentación tuvo lugar en la sala
Blanca Varela de la FIL, el segundo sábado ferial a las 2 de la tarde. Pese a
que el horario no fue para nada el mejor, debo decir que la sala se llenó de
tope a tope.
…
Ante todo, me siento honrado de
presentar la segunda edición de la novela Generación
Cochebomba de Martín Roldán Ruiz.
No podría estar tranquilo si no felicito
públicamente al editor del sello Colmena
Editores, Armando Alzamora, quien con este primer título se ubica como un
hacedor literario en franca proyección. Armando es un voraz lector y ese detalle
para mí es más que suficiente. Necesitamos editores que lean, no impresores
preocupados en los avances de las sumas de la calculadora. Solo te pido,
querido Armando, y más allá de la amistad que nos une, que no te vayas por el
mal camino. Cuida el catálogo de tu sello como si fuera tu propio hijo.
Se supone que el ambiente de esta celebración
tiene que ser total, pero no, no lo es. Más allá de la presente reunión, no
podemos pasar por alto el contexto en el que se realiza, la Feria Internacional
del Libro, en donde se ha homenajeado a un personaje nefasto para la cultura y
la reciente memoria histórica peruana, la señora Martha Meier Miró Quesada.
Espero que no se sigan dando más homenajes como este en el futuro, homenajes en
donde priman las devoluciones de favores y no el reconocimiento a nuestros
verdaderos escritores y gestores culturales.
Esta historia empieza en una noche de
otoño del 2007. Me dirigía al bar De Grot, en el centro de Lima. Horas antes,
el entonces poeta Armando Alzamora me había dicho que en el bar se llevaría a
cabo una charla sobre una novela que daba cuenta de la movida subte de los
ochenta. Me encontré con Armando, quien me presentó a Martín. Por esas cosas
que solo la noche puede deparar, no pude quedarme en la charla, pero me fui con
un ejemplar de Generación Cochebomba.
Recuerdo el libro, su hechura modesta,
su diseño y diagramación a los que faltaba cierto toque de fineza si la
comparamos con los diseños y diagramaciones de otras publicaciones de las
nuevas editoriales de entonces. Mas su modestia exhibía una violencia estética
que denotaba una consecuencia entre la novela como objeto y lo que había en sus
páginas.
La leí en una sola noche, de madrugada.
Una lectura que fue todo un viaje a una década que no viví, una década de la
que solo sabía teñida de horror y bombazos. Lo primero que pensé al terminarla:
estaba totalmente seguro de que al libro le iría bien, que tendría no pocas reseñas.
No era para menos. Si cartografiamos la novela en el contexto en que salió, un
contexto en que imperaba la onda metaliteraria y en el que más de un desubicado
había firmado la muerte del realismo como el tronco mayor de la tradición
narrativa peruana, Generación Cochebomba
era una vuelta a lo mejor de nuestra tradición contemporánea, un tributo
acrisolado a Vargas Llosa, Congrains, Reynoso, Gutiérrez, Jara, es decir, a los
que han escrito desde las aceras, pistas, desde la suciedad de nuestras calles,
sin alejamiento de la visión política de la realidad representada. Es que no
nos hagamos problemas: la novela de Martín exuda política, y de la más temible,
la política del desconcierto de los jóvenes que no sabían qué mierda hacer con
sus vidas, de jóvenes que vagaban por las calles en busca, sin buscar, de algo
que al menos les justifique la razón de tanto mataperreo.
Este libro es el reflejo “stendhaliano”
de un sector de la juventud peruana de los ochentas, juventud que no tuvo otra
opción que buscar un refugio, del que sea, formando involuntarios grupos humanos,
en los que por el afán de pasarla, y sin ningún tipo de conocimiento en música,
decidían formar bandas de rock de garaje, bandas de rock de garaje que
recorrían a pie los más inhóspitos huecos de cemento del centro de Lima y
alrededores, haciéndolo con alegría agresiva, sabiendo que más temprano que
tarde serían protagonistas del pogo, de la pendejada nocturna mientras corrían
de las batidas, cochineando a las mujeres, putas, keteros, maricones y demás
que encontraban en la inesperada pero también esperada retirada a lo bestia.
Hablemos también de la presencia de Sendero Luminoso en estas páginas, una
presencia que se mostraba como solución a un país que se desbarrancaba gracias
a la bestialidad del Apra y la incapacidad e inmoralidad del presidente García.
No había otra opción más viable, más aún para jóvenes que al ver que no tenían
la más mínima oportunidad de “ser” y “hacer algo” en la vida, miraban como una
natural solución integrar un grupo armado, por ejemplo: uno de los tantos
protagonistas de la novela titubea si seguir en su banda o enrolarse en las
huestes terroristas.
Líneas arriba hice alusión a lo que esperaba
de la novela. Y no exagero: cada semana estaba atento a los periódicos y
revistas, creyendo que encontraría alguna reseña o nota sobre la publicación.
Pero nada. Nuestros críticos literarios ya estaban dando muestra de lo que
ahora es una certeza: su injustificable inutilidad, su ociosidad para buscar
libros, limitándose solo a lo que les llega a la oficina o la casa, su carencia
de sensibilidad para detectar la frescura de una propuesta, que en el caso de
Martín no es nueva, sino deudora de una corriente realista, como ya indiqué.
Estamos pues ante un libro que ha sobrevivido a la década anterior, ha
sobrevivido con Nuestros años salvajes,
Punto de fuga, y, alejada de esta
onda realista, Casa de Islandia, y
claro, algunos títulos más que por tiempo no puedo citar.
Escucha, oyente/lector: Generación Cochebomba es una novela de
culto. Su legitimidad vino de la mejor manera: del boca a boca del lector. La
primera edición es hoy por hoy inubicable, una rareza, un objeto de obtención
para fetichistas. Yo he sido testigo de esta fiebre Cochebomba, que no solo se limitaba a lo literario, sino también a
otras disciplinas, como las ciencias sociales. ¿Les hablo de las tesis que se
han hecho y se están escribiendo de la novela? Mejor no, veo a muchos
escritores aquí y no quiero ser responsable de un suicidio colectivo. No hay nada
peor para un escritor que el ego maltratado.
¿En qué radica la referencialidad de
esta publicación?, me pregunto. Y me respondo: su importancia yace en que
Martín la escribió con las únicas armas que debe exhibir y dominar todo
creador: su honestidad y sencillez en la ejecución de sus recursos. Para hacer
Literatura, no necesitas escribir bien. Escribir bien es algo que cualquiera
puede aprender. Literatura es nervio, el nervio que tensa el lenguaje, lenguaje
en tensión que sobrepasa la primera impresión y que se cuela en la sensación del
lector, una sensación permanente que solo contadas plumas pueden lograr.
Terminas de leer la novela y te dan ganas de buscar a Martín con un martillo
para romperle la cabeza y buscar en su cerebro el vericueto que nos lleve al
Backstage de su memoria.
martes, agosto 13, 2013
lunes, agosto 12, 2013
No ilumina, pero transmite
En El último lector - Lee por gusto.
…
A primera vista, Los provincianos (Solar, 2013), de Daniel Alarcón, podría ser el
segundo título menor de su producción. El primer lugar sigue siendo para el
imbatible cuentario El rey siempre está
por encima del pueblo.
De este autor norteamericano se pueden
decir muchas cosas. Hay quienes, guiados por su indiscutible prestigio,
prefieren no hacerse tanto alboroto, lo aceptan como gringo y peruano, al
parecer, el haber sido un “New Yorker Boy” es garantía más que suficiente.
Tampoco faltan los otros, esos recalcitrantes que se niegan a aceptarlo como
escritor latinoamericano por el mero hecho de escribir en inglés, porque lo que
siempre hemos leído de él son, si aún alguien no lo sabe, traducciones.
Entre nosotros hemos hecho nuestro a
Alarcón, quien a la fecha ha aparecido en las principales antologías de
narrativa peruana contemporánea. Sus cualidades literarias son incuestionables,
pero en esa adopción ha sido medular la carencia de escribas locales que
cumplan a la perfección esa extraña dualidad que muy contadas veces
presenciamos: el éxito comercial en proporción a la contundencia literaria. Por
un lado, tenemos plumas talentosas pero sin el apoyo de los medios; por otro,
escribas con todo el apoyo y cuyas líneas comienzan a caer al más mínimo cuestionamiento.
Por eso es que vivimos en una burbuja, creemos lo que no es, pensamos que hay
un nuevo Boom de narradores peruanos cuando lo cierto es que estamos siendo
engañados por el amiguismo y los circuitos de poder.
No quiero detenerme en el carácter genérico
de esta última entrega de Alarcón. Llámalo como gustes. Novelita. Cuento largo.
Híbrido. En fin. Sea como fuere, Los
provincianos no es, bajo ningún punto de vista, un libro que ilumine,
tampoco es uno irregular, pero sí uno en el que se acrisola sus evidentes
cualidades narrativas, un título que no fue escrito con afán de trascendencia,
ni con ánimo de ambición, sino bajo la guía de un incentivo lúdico en cuanto a
lo formal, lo cual le permite a Alarcón presentarnos un muestreo encapsulado de
esa mirada interior sobre la violencia política peruana contemporánea y la bien
trabajada configuración de personajes que le conocemos de Guerra a la luz de las velas y Radio
Ciudad Perdida.
En cierta medida, y para ejemplificar la
cuestión, Los provincianos es para
Alarcón lo que Viajes por el Scriptorium
para Paul Auster. Quienes conozcan su poética, se darán cuenta de que en estas
páginas hay muchos rasgos y señas que nos ponen en bandeja sus tópicos
recurrentes. Y los que todavía no, tienen ante sí una historia que se deja leer
muy bien, porque eso es lo que es Alarcón: un contador de historias, pero no
uno que dependa de la línea argumental, sino de la relación que pueda haber
entre sus personajes, tal y como lo es ahora: Manuel, el padre, y su hijo
Nelson, un actor que espera la visa para poder viajar a Estados Unidos, viajan
a un pueblo costero del sur del país para solucionar un problema de un familiar
fallecido, el del tío Raúl. En el trayecto y en la llegada se topan con
situaciones y personas que le descubren a Nelson un pasado que solo conocía de
oídas. Por ejemplo, más de uno lo confunde con su hermano Francisco, que sí
vive desde hace muchos años en Estados Unidos, y aunque en principio él es
presa del desconcierto, descubre que suplantar a su hermano hará que no se
aburra entre los trámites burocráticos. La felicidad de ser otro es lo que más
le atrae y juega con su asumida nueva identidad.
A ritmo de entrenamiento, Los provincianos demuestra en su
brevedad lo que otras publicaciones peruanas, y muy bien promocionadas, no
pueden en lo que va del año. Es cierto que esta novelita no aspira a más de sus
simples objetivos, no obstante, nuestro autor hace una que otra diablura en un
metro cuadrado, como insertar una obrita de teatro en la narración de Nelson, pero
sin perder ese respiro que hasta en toda obra menor un genuino escritor nunca
debe dejar de exhibir: la capacidad de transmisión.
jueves, agosto 08, 2013
miércoles, agosto 07, 2013
"Pedrito y la feria del libro 2.0"
Había una vez un narrador peruano
llamado Pedrito.
Pedrito quería ser el más grande
narrador latinoamericano de todos los tiempos.
Gracias a una muy buena estrategia de
autopromoción, logró forjarse un nombre entre los nuevos narradores en castellano.
No soportaba que no se hablara de él, si un evento literario de importancia no
contaba con su presencia, no servía para nada, no estaba llamado a quedar.
Nuestro pequeño protagonista no
desaprovechaba la oportunidad de integrar cuanta causa justa surgiera, siempre
y cuando, cómo no, esta causa llamara la atención de la prensa. “Sin prensa en
lo que hago y me meto”, decía, “no vale la pena vivir”.
Es así que Pedrito firmó una carta
colectiva contra el gran Lobo Malo que organizaba la Feria Internacional del Libro.
Los motivos que se exponían se centraban en el homenaje que se pretendía hacer
a un nefasto para la cultura y el pensamiento de Perú. Era una carta saludable,
sí, firmada por más de 200 escribas peruanos.
La carta colectiva apareció en varios
medios de comunicación y Pedrito se hacía pasar como uno de los importantes
gestores de la misma y aprovechaba cada espacio de difusión para granputear al
gran Lobo Malo. “Lobo puto, malo, malo, lobo puto”, decía.
A medida que los días de feria se
acercaban, algunos firmantes, en especial los que más propaganda hicieron de la
referida misiva, decidieron no participar de aquello que consideraban toda una
farsa cultural. Más de uno pensó que Pedrito no participaría, pero Pedrito participó
y juró públicamente en su Facebook que haría sonar su voz de protesta contra la
política ferial del Lobo Malo, protestaría en cada una de sus seis intervenciones,
en especial en la presentación de una canónica antología peruana de ciencia
ficción, uno de los platos fuertes de la feria, presentación a la que no pocos
le vaticinaron un lleno total.
Entre sus participaciones en la feria,
estaba la de la presentación de la edición definitiva de su primer libro de
cuentos. Un día antes a la esperada presentación, Pedrito visitó todas las iglesias
de Lima. Pedrito ayunó y le rezó a todos los santos habidos y por haber. No era
para menos, la vida le estaba ofreciendo una segunda oportunidad ante los lectores
limeños. Él no podía olvidar a las dos decenas de puntas que el año pasado, en
pleno contexto ferial, fueron a la presentación de la reedición de su primera
novela.
“¿Qué hice mal ahora?”, se preguntó
Pedrito horas después de la presentación de la edición definitiva de su primer
libro de cuentos. “¿Qué hice mal, si invoqué a todos los santitos y virgencitas
de Limonta?, ¿Acaso quebré mi promesa de ayuno por ese sanguchón en El Chinito?
¿O fue el tricolor que me empujé en el mercado de Surquillo? ¿O fue el tacu
tacu? Sí, fue el tacu tacu. Maldito tacu tacu”, decía para sí.
Algo no iba bien en nuestro pequeño protagonista.
Las actividades feriales que aún le faltaban las llevó a cabo con el ego dinamitado.
Varios amigos suyos miraban con preocupación su alicaído estado emocional, que
él mismo se encargaba de camuflar. “No, todo va bien. Qué hablas, estoy bien”,
decía.
Los días transcurrieron y llegó el último
día de la feria.
La editorial moqueguana que editó la
edición definitiva de su primer cuentario había programado una firma de libros.
Era pues el día para Pedrito, el del todo o nada.
En su casa, ante la pantalla de la pc,
Pedrito bebía un anís tibio. Respiraba hondo. Debía estar lo más sosegado
posible. Era un frío domingo de agosto y en un papel amarillo a rayas ensayaba
los insultos que daría en los siguientes minutos en su Face. Su objetivo seguía
siendo el Lobo Malo de la feria del libro. Para él no había nada mejor, nada
más saludable, nada más poético, que programar la espontaneidad.
Antes de salir, entró al muro de su Face
e hizo un anuncio festivo de la firma de libros que ofrecería en el stand de la
editorial limeña Todos los fuegos el
fuego. “Sí, ahora sí”, decía mientras chupaba un caramelo de menta. Pedrito
sonrío al ver más de 500 Likes en su
reciente estado virtual. “Si van aunque sea 150, me doy por bien servido”,
pensó.
Pedrito llegó a la feria con el editor y
gestor cultural Kevin A.
Juntos caminan hasta el stand de Todos los fuegos el fuego. Allí, en una
esquina y sentado en un par de cajas de libros, el editor moqueguano Jean
Vallejos resuelve el crucigrama del Trome.
Pedrito: Listo, Jean. Aquí me tienes.
Jean levanta la mirada, achina los ojos.
Jean: Ah, verdad, la firma.
Kevin A: Así es, la firma, la firma.
Pedrito: Jean, no veo mis libros
exhibidos.
En el rostro de Pedrito, una inesperada
alegría.
Pedrito: Lo sabía, lo sabía. Hay que
hacer ya una reimpresión, otra presentación en dos semanas estaría pajita.
En la cabeza de nuestro pequeño personaje
bullían las ideas. “¿Qué pondré en mi estado de Facebook? … Queridos amigos,
quiero pedir disculpas a los que fueron a la firma de mi libro. Mi editor me
confirmó que agotamos existencia. Reimpresión ya”, pensaba.
Jean: No, Pedrito. ¿Qué hablas? ¿Te la
has pegado? Tus libros están aquí.
El editor moqueguano se pone de pie y
con la filuda uña del pulgar de su mano derecha corta uno de los bordes de la
caja en la que había estado sentado.
Jean: Aquí están tus libros. Ahora los
acomodo para la firma.
Pedrito: ¿Qué?
Jean: Así es. Al toque lo hago.
Pedrito: ¿Qué?
Kevin A: Jean, ¿qué ha pasado? ¿Por qué
no has estado exhibiendo los libros de Pedrito?
Jean: Nadie los compra. Además, tenía
que exhibir la colección de poesía de mi editorial.
Pedrito: ¿Qué?
Kevin A: Jean, sé más serio. ¿Por qué no
has estado exhibiendo los libros? ¿Eres suicida acaso?
Pedrito: J… Je… Jea… Jean
Jean:
P… Pe… Ped… Pedr… Pedri… Pedrit… Pedrito… Oe, habla bien
pes. Jajaja.
Kevin A: No es para reírse, Jean. Más
respeto con un autor de la trayectoria de Pedrito.
Jean: Pedrito, tranquilo. No hagas
berrinche que este stand no es mío.
Pedrito: Jean, ¿qué has hecho?
Jean: Estimado, entiende, ¿qué
esperabas? Soy editor, hago libros. No soy mago, no hago milagros. ¿Qué
esperabas que hiciera si en la presentación del libro fueron 14 puntas y se
vendieron a las justas 15 libros? Con toda la prensa que manejas juraba que
llenarías esa pequeñita sala que te asignaron. Esto ha sido peor que el año
pasado.
Pedrito: Noooooo…. Nooooo… No digas eso.
Jean: Mira, Pedrito, toma asiento, aquí,
aquí en la caja que aún no saco los brolis.
Pedrito retira de su hombro el brazo de
Jean.
Kevin A: Pedrito, no te pongas rebelde.
Haz caso.
Pedrito toma asiento. Sus pies bailan de
rabia en el aire.
Jean se arrodilla ante Pedrito. Con
ambas manos le agarra la cabeza.
Jean: Pedrito. Mírame. No te sulfures.
Repite conmigo: encerar, pulir, encerar, pulir…
Pedrito: Enceeeeeeeerar, puuuuulir. Ence…
Kevin A: ¿Y ahora qué haremos?
Jean: Estos limeños son la cagá. Todo
tiene solución.
Kevin A: ¿Hay solución para esto? ¿Crees
que se venderán estos libros si en toda la feria no se ha vendido casi nada?
Jean: Positivo, Brother, positivo.
Jean se acerca al editor Tony S, que
también es gerente del stand Todos los
fuegos el fuego.
Ríen.
Jean regresa donde Pedrito.
Jean: Levántate.
Jean empieza a sacar los libros de las
cajas. Tony S. retira de la mesa de exhibición algunos libros de su editorial.
Jean piensa colocar dos rumas de los libros de la edición definitiva del
cuentario de Pedrito.
Pedrito: ¿Qué?
Kevin A: ¿Jean, qué haces?
Jean: ¿Qué hago? Poniendo los libros
pes.
Pedrito: ¿Qué?
Jean: ¿Qué pasa?
Pedrito: Quiero una mesa. Quiero una
mesa. Quiero una mesa. Quiero una mesa. Quiero una mesa…
Kevin A: Jean, necesitamos una mesa para
la firma.
Tony S. interviene.
Tony S: Jean, Kevin A. tiene razón.
Debes traer una mesa.
Kevin A: Necesitamos una mesa. Faltan
diez minutos para la firma. Y tienes que hacer que porifoneen la firma.
Jean: Estos limeños, carajo. Eticosos de
mierda, carajo… Ya, ya, ya. Voy a traer una mesa. ¿A quién le pido la mesa?
Tony S: Se la tienes que pedir a Lady D.
Kevin A: ¿A Lady D?
Tony S: Así es. Ella es la que manda
aquí.
Jean: Bah. Voy por la mesa. Y también
voy a hacer que porifoneen la firma. Tranquilo, Pedrito, ya verás que la firma
saldrá de la refurifunflais. Ya vuelvo.
Pedrito: Jean, ¿me prometes que todo
saldrá bien? He anunciado la firma en mi Face y nadie viene, nadie me mira.
Responde, por fis, ¿me prometes que todo saldrá bien?
Jean tranquiliza a Pedrito con una leve
cachetada.
Jean: Positivo, Brother, positivo.
Jean cruza el corredor central del
recinto ferial en busca de Lady D. Camina silbando un no tan antiguo reguetón
de moda. “El gato volador”… “El gato volador” … “El gato volador”.
No encuentra a Lady D. ¿En dónde estará
la china?, se pregunta.
Cuando estaba por tirar la toalla, ve a
Lady D dando instructivas a las chicas encargadas de la sala más grande de la
feria. Se le acerca, sus pasos obedecen el ritmo de “El gato volador”.
Jean: Hey, Mushasha. ¿Quihubo?
Lady D mira a Jean. Lo barre con la
mirada.
Lady
D: Oye, tú, engendro. ¿Cómo me has llamado?
Jean se asusta. Los ojos orientales de
la mujer le aplican el juicio universal.
Jean: Qui… Qui… Querida Lady D, ¿cómo
está?, eso es lo que le dije.
Lady D: Oye, insecto. Tú no me has
llamado así. Repite ahora mismo lo que me has dicho. ¡REPÍTELO!
Hasta ese momento lo único que ha hecho
Jean en la feria es caminar y estar sentado, pero el grito de la mujer de ojos
orientales le ha hecho sudar.
Lady D: REPÍTELO.
Jean: Di… Di… Di… Dije, “hey, mushasha,
¿quihubo?”
Lady D: Yo no permito que nadie me falte
el respeto así en MI FERIA. ¿Qué te has creído? Pídeme perdón o llamo a los
Vip´s.
Jean: Noooo… Nooo… No llame a los Vip´s,
por favor, no llame a los Vip´s… Perdón por mi malcriadez, Lady D, perdón.
Entre Lady D y Jean transcurren 30
segundos de silencio.
Lady D: Escucha bien. Ni tú ni ningún
hombre me va a faltar el respeto en MI FERIA. ESTA ES MI FERIA Y AQUÍ YO
HAGO LO QUE QUIERO.
Jean: Sí, Lady D. Perdone mi insolencia.
Lady D: No llores. Te perdono.
Jean: Gracias.
Lady D: ¿Qué se te ofrece?
Jean: Nada. Nada. Nada. Perdone, tengo
que regresar.
Lady D: Te hice una pregunta y me la
respondes ahora mismo.
Jean: Este… este… Le quería preguntar si
nos puede proporcionar una mesa para una firma de libros.
Lady D: ¿Quién es el autor?
Jean: Mario Vargas Llosa.
Lady D: ¿Cómo?
Jean: Paul Auster.
Lady D: ¿Qué cosa?
Jean: Murakami.
Lady D: ¿Perdón?
Jean: Javier Marías.
Lady D extrae del bolsillo de su casaca
un celular. “Por favor, mándenme un agente Vip que aquí hay un payaso”.
Jean: Ya, ya, ya, ya, se lo voy a decir.
Lady D: Ahora estamos bien. ¿Quién es el
autor?
Jean: Es Pedrito. Pedrito es el autor.
La cólera desaparece del rostro de Lady
D. Si alguien la viera en esos instantes, podría pensar que la mujer está
viviendo un inesperado estado de paz.
Lady D sonríe. Mira a Jean.
Lady D: Así que Pedrito va a firmar su
libro en mi feria. Qué interesante.
Jean: Sí, patroncita.
Lady D: Qué curioso. Hago una fiesta, la
anuncio con bombos y platillos y este hombrecito no hace otra cosa que andar
diciendo que mi fiesta es una mierda, una porquería, encima, mira tú, participa
en mi fiesta hasta comerse el ají de gallina.
Jean: ¿Quién entiende a los escritores?
Lady D: Hay que quererse un poco más,
¿no crees? Si le dices a todo el mundo que MI FERIA es una cojudez, para qué
vienes, y si vienes no esperes que te mire bonito.
Jean: Sí, mi señora, muy mal, muy mal
esa conducta. Ahora, ¿nos presta una mesa para la firmita?
Lady D: Jajajajaja. Jajajaja. Jajajaja.
Jajajaja. Lo que debería hacer es censurarlo, vetarlos, censurarlos y vetarlos a
él y a todos sus amigos. Jajajaja. Jajajaja. Jajajaja. Que haga lo quiera.
Jean: Pero, mi señora, ¿y la mesita?
Lady D: Desaparece de mi vista.
Jean regresa corriendo.
Al llegar al stand de Todos los fuegos el fuego, nota que la
actividad es de la más normal. Se ofrecen y venden libros como suele hacerse en
una feria. Kevin A. y Pedrito no están, ni el más mínimo rastro de ellos. “¿Dónde
están Batman y Robin?”, se pregunta Jean. “¿Dónde?”
Jean prende su celular y llama a Tony
S., quien tampoco está en el stand.
Jean: Hey, Tony, ¿has visto a Pedrito y
Kevin A.?
Tony S: No sé. No me hables que estoy
presentando un libro. Llámame luego.
Jean:
Oye, Tony…
Tony S: Búscalos en los baños. Creo que
a Pedrito le dio un ataque de pánico.
Jean: Miedo escénico, dirás.
Tony S: ¿Qué miedo escénico, oe? Ataque
de pánico porque nadie ha preguntado por su libro.
Jean corta la conversación. Camina en
dirección a los pestilentes baños de la feria. Pero en el trayecto se encuentra
con Pedrito y Kevin A.
A diferencia de hace algunos minutos,
Pedrito se muestra seguro de sí mismo.
Jean: Señores, nos han vetado. No nos
quieren dar una mesa. Sin mesa no hay firma.
Pedrito arquea las cejas.
Pedrito: ¿No nos quieren dar una mesa
para la firma de la edición definitiva de mi libro de cuentos?
Jean: Así es, Pedrito. Pero podemos
hacer lo siguiente: te hago una silla de cartón, la relleno con los ejemplares
de tu libro que no he sacado y…
Pedrito: ¿Qué hablas, huevón? Esto es un
ataque a la integridad artística de un creador como yo. Esto es una venganza
por todas mis denuncias que día a día, noche a noche, he estado haciendo desde
mi Face contra esta feria inmoral, contra toda esta farsa.
Kevin A: Pero Pedrito, la idea no es
mala.
Pedrito: Cállate. No me discutas.
Jean: ¿Qué hacemos entonces?
Pedrito: Tú no harás nada. Has
demostrado ser un inútil. Regresa a tus labores feriales.
Kevin A: ¿Qué piensas hacer, Pedrito?
Pedrito: Lo que haremos será largarnos
al toque de este corral. Saca tu BB y reporta lo que ha ocurrido. Este veto lo
debe saber todo el mundo. No quedará impune.
Kevin A: A mí me apagaron el micrófono ayer
en una presentación.
Pedrito: Pero tú eres tú, yo soy yo.
Kevin A: ¿Qué has dicho?
Pedrito: Disculpa, Kevin. ¿No te das
cuenta que estoy pensando? No me interrumpas cuando pienso.
Kevin A: ¿Qué haremos?
Pedrito: Lo que haré… Lo que haremos
será lanzar una bomba. Esto no pasará desapercibido.