lunes, junio 30, 2014

90


Hace ya varios años leí un artículo de Alonso Cueto, en el que decía que el contexto peruano ofrecía todos los insumos creativos para un escritor, sea este consagrado o en ciernes. Pensé en lo leído y no tardé en darle a Cueto toda la razón. Bastaba prender la radio, leer los diarios, mirar los noticieros para constatar que había un universo rico en situaciones, situaciones que también se nutrían de humor y sarcasmo. ¿Se decía algo nuevo al respecto? No. Pero llamó mi atención ese artículo.
Por alguna extraña razón, en los últimos años este universo ha dejado de ser explorado. O no se le exploró como tenía que ser. Solo hay que pautar la línea de las novelas y cuentarios que leíamos para ver que se le dio una espalda al realismo, en un franco retroceso de ese crisol que, así nos guste o no, ha motivado la hechura de más de un libro medular de nuestra tradición narrativa. Lo aberrante fue que esta negación del realismo vino acompañada de una disidencia signada por el desconocimiento, la ignorancia y la pose.
Obviamente, alguno traerá a colación la narrativa sobre la violencia política, como para refutarme. Pues bien, en este caso me refiero al realismo cotidiano, enfocado en esa nueva violencia callejera producto del auge económico, que nace y se desarrolla en espacios urbanos en los que cunde una versión local del Far West, en donde las balas son los argumentos. No estamos pues ante un fenómeno para verlo de lejos, sino de cerca, ahora con mayor razón, puesto que se ha convertido en un serio y delicado problema social.
Pero no es el momento de hablar de problemas sociales, sino de lo que estos pueden suscitar en los terrenos de la ficción. Los escritores tienen que saber mirar, deben ser esponjas y de esta manera procesar la impresión de la realidad inmediata, tal y como lo ha hecho Fernando Ampuero en Loreto (Planeta, 2014).
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Por sobre todas las cosas, Ampuero es un narrador con la vista puesta en la calle. Gracias a esa mirada tenemos títulos ineludibles como la novela Caramelo verde, tampoco pasemos por alto su importancia en el cuento, quizá el género que lo ubica como uno de los narradores más relevantes de la narrativa peruana contemporánea. Al respecto, me pregunto si habrá lector/escritor peruano que no tenga en su biblioteca sus cuentarios y compilaciones de cuentos. La razón es simple: en la cuentística de Ampuero es posible constatar una escuela.
Ahora, en lo personal, si tuviera que brindar un ejemplo cuasi irrefutable de su mirada, ese ejemplo sería su obra de No Ficción, conformada por artículos, crónicas y ensayos. Pienso en Gato encerrado y en Viaje de ida, títulos que tranquilamente desprejuiciarían a cualquier dogmático de la crítica literaria en cuanto a la No Ficción.
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En Loreto se acrisola la experiencia narrativa del autor, sea por medio de la relojería del cuento, la estructuración de la novela corta y por ese toque de sal que siempre ha condimentado su prosa. Además, en Loreto somos testigos de la atomización de los tópicos presentes a lo largo de su poética. En lugar de ofrecernos un gran fresco del sicariato, lo que tenemos en manos es una maceta de plantitas letales, un microespacio que bien representa a todos los microespacios detrás de la eclosión de la construcción, cuyos sujetos son jóvenes que van tras el dinero fácil y que ven amenazado el orgullo a razón de una mirada directa a los ojos.
No es gratuito que la novela se ambiente en el jirón Loreto del Callao. Si había un universo en donde se pudiera apreciar la trastienda de este supuesto progreso, había que mirar allí. Podríamos pensar en una novela policial, pero esta calificación sería insuficiente y limitante; lo mismo si hablamos de novela negra. Lo que podríamos decir es que Loreto se beneficia de los respiros y criterios de las novelas policiales y negras. Pensemos entonces en una novela gris y húmeda, que nos pone en bandeja una historia signada por la enajenación, el orgullo y la ambición, que podríamos representar en sus protagonistas Chito, Laura y Silverio.
Veamos.
Chito es el Man del jirón Loreto. Es respetado por los vecinos, es la autoridad que camina, todos le temen. En teoría hablamos de un tipo invulnerable, pero en la práctica tiene un punto débil, su hermana Laura, una adolescente generosa en carnes y andar diabólico que suscita más de una obsesión entre los jóvenes y no tan jóvenes del barrio. Uno de los obsesos es precisamente el adolescente Silverio, que queda enamorado de ella y es por ella que conduce todas sus acciones con tal de llamar su atención. Para probar su valentía, Silverio participa de una reyerta barrial, con balacera incluida, de la que sale airoso, pero ese triunfo hace que abandone el barrio por un tiempo, como para protegerse y de esta manera los otros olviden. Mientras tanto, Chito continua en sus negocios, sigue siendo el Man. Pero hay Manes de otros jirones, como Castilla, de donde amenazan con quitarle hegemonía. Entonces Chito se ve en la necesidad de contar con nuevos hombres y entre ellos convoca a Silverio, que regresa al barrio convertido en un asesino de sangre fría, y, obviamente, con la obsesión recargada por Laura, convertida en toda una mujer, que vive un romance con un empresario corrupto coludido con el Gobierno Regional del Callao. Silverio se propone dos objetivos: reforzar su leyenda de héroe callejero y conquistar a Laura. Silverio y Laura se desean y consuman no su amor, sino su salvaje necesidad hormonal que tenían en retraso durante años. La relación es aprobada por Chito, quien no es nada tonto. Qué mejor manera que mantener el desempeño de su mejor hombre que en el calor de su hermana. Pero Silverio peca de autosuficiente.
Loreto es una novela de acciones. Aquí hay calle, violencia, jerga y sexo. En ella nos adentramos en más de un universo personal, pero es precisamente en esa exploración en la que el autor descuida la configuración de sus personajes. ¿Por qué ese desmedido cuidado de Chito por su hermana? ¿Qué pasó con Silverio en el tiempo que se alejó del barrio? Sin duda, se sacrificó parte del desarrollo de los mismos en pos de la historia, que como tal, mantiene un ritmo no menos que trepidante y esto es algo que siempre vamos a agradecer a Ampuero, que en esta oportunidad le ofrece al lector entrenado y no entrenado un libro que no se suelta, divertido, pero que como tal no deja de sacudir y fastidiar.
Por lo dicho, colegimos que esta novela escapa de la línea intimista y metaliteraria que ha rubricado no solo a la narrativa peruana última, sino también a la escrita en los últimos veinte años. Está bien, qué pajita, escribamos novelas y cuentarios intimistas y de corte metaliterario, pero hagámoslo dejando la piel en el asador, abandonemos la distancia, el sentido del alegato, las etiquetas editoriales. Una novela como Loreto, pequeña pero poderosa, es una patada en la entrepierna a todos esos títulos escritos con un forzado afán de originalidad, que como son forzados, resultan falsos. Lo mejor de la narrativa peruana descansa en el realismo y la realidad peruana ofrece más de un estímulo para cualquier escritor atento y de mirada acuciosa.
 
 
Publicado en Lee por gusto


domingo, junio 29, 2014

89


Me la pasé durmiendo, casi todo el día, y a las justas llegué para los penales entre Costa Rica y Grecia. Los ticos tuvieron más sangre fría, y eso que son nuevos en esta clase definiciones, en las que no necesariamente gana el mejor. Bien por los ticos, bien por su entrenador Jorge Luis Pinto, que tuvo el detalle de besar la camiseta blanquiazul que le lanzó un fanático peruano.
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Días atrás leí varias notas que llamaron mi atención, me hubiese gustado comentarlas, pero no pude, ya sea por el mundial, las lecturas o la música.
En realidad, no debe sorprender lo que viene ocurriendo con el presidente regional de Cajamarca Gregorio Santos, que en estos momentos ya debe ser compañero de celda del mafioso Álvarez. Lo que se decía del artífice de “Conga no va” tenía su tiempito y la fiscalía no cayó en el juego de la respuesta fácil, sino que reunió pruebas contundentes sobre este sujeto que se pintaba como una de las esperanzas de la izquierda peruana para el Siglo XXI.
Me es difícil no pensar en la actualidad de la izquierda peruana, en su desesperación que la lleva a seleccionar líderes sin antes hacerles un rastreo previo, sin ningún tipo de inspección moral y ética de sus acciones. Ya sabemos que la emoción es la marca de agua de la izquierda peruana, como también el silencio ante los actos de corrupción de sus líderes. Silencio con Santos. Silencio con los anticuchos de Susana Villarán en la Caja Municipal de Lima.
Por eso se burlan de ellos como se burlan.
Si tuvieran autocrítica, las cosas empezarían a ser algo distintas.
Medio vaso de desahuevina no les vendría nada mal.


sábado, junio 28, 2014

88


Han sido días relativamente agitados. Se me vienen varios textos a preparar. Pero uno de ellos me significará un reto mayor, porque será la primera vez que escriba de Roa Bastos. Me pregunto por qué nunca antes he escrito de este gran escritor. A lo mejor, el motivo obedezca a la admiración temerosa que aún siento por su obra. Como si me hubiese estado cuidando de no caer en el lugar común de la admiración. Hay que ir con cuidado con Yo el supremo, esa catedral de palabras, quizá una de las mayores cimas de la alquimia verbal en castellano del siglo pasado.
Entonces voy a releer este novelón del paraguayo.
Ya empecé con los apuntes de rigor y más o menos proyecto cómo será el texto que voy a leer en julio.
Julio. Mes movido. Mi idea es participar lo menos posible en las actividades que a granel se dan durante ese mes. Antes solía participar mucho, le encontraba un gusto a la exhibición de conocimiento, ya sea este poco o mucho. Pero llega un punto en que te cansas, cuando detectas que escribes un texto que leerás bajo ciertas leyes, leyes que sin darte cuenta terminan mecanizándote. Por esta razón, para no convertirme en una máquina del figuretismo, he optado por lo más sano, o sea, solo participar en lo que me gusta y motiva, decisión que vengo cumpliendo desde hace ya buen tiempo.
Mientras espero la llegada del agitado mes de julio, me pongo al día con algunas publicaciones, como El lugar del cuerpo del boliviano Rodrigo Hasbún y El hombre de Pompeya de Carlos García Miranda, que me acompañan ahora que escribo el post. Por el momento, sus primeras páginas me anuncian un derrotero prometedor. Ojalá, es mi deseo, porque se tratan de publicaciones llamadas a ser reseñadas.
Por otra parte, me pongo a pensar en Cortázar. Me pregunto por qué está pasando desapercibido en Lima, como si sus 100 años fueran insuficientes. Ni un homenaje. Ni una mesa redonda… Felizmente, nunca faltan los atentos que ven el vacío, como este, imperdonable para cualquiera que se precie de lector, que contra viento y marea arman un Homenaje-Conversatorio que intente estar a la altura del gigante escritor argentino. En este sentido, mis felicitaciones para la gente de la revista Lima Gris. Bien ahí.

viernes, junio 27, 2014



miércoles, junio 25, 2014

87


Como en la literatura, en el cine nada está dicho hasta que te mueres.
Este principio también lo podemos aplicar al oficio actoral, en el que lamentablemente hemos visto a más de un actor o actriz que admiramos en roles que poco favor le hacían a esas interpretaciones que los colocaron en un lugar de privilegio en nuestro imaginario.
He llegado al punto en que no me preocupa saber cuáles fueron los motivos que los llevaron a elegir papeles en películas que –desde la primera escena- evidencian una floja elaboración argumental y técnica. Si como humanos demostramos más de una incoherencia en nuestras decisiones, con mayor razón los artistas de raza y estirpe.
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No tengo problema alguno en aceptar que mi admiración por Nicolas Cage empezó con una película de mero divertimento, en este caso, una que casualmente contaba también con otros muy buenos actores, como John Malkovich, John Cusack, Steve Buscemi y Ving Rhames.
Así es, ¿te acuerdas, no? Imposible olvidar Con Air (1997) de Simon West.
Ha pasado mucho tiempo desde la primera vez que la vi y en más de una ocasión he barajado la idea de que estos actores decidieron, en un domingo de parrillada, trabajar juntos en una película sin ningún afán de trascendencia, en la que pudieran brindar sus indudables dotes histriónicas a ritmo de entrenamiento.
No sé cuántas he visto esta película. Solo sé dos cosas. La primera: doy gracias al cielo cada vez que la encuentro en cable. Y la segunda: gracias a Con Air empecé a seguirle la ruta a cada uno de sus protagonistas. Este seguimiento no solo hizo que me sintiera conectado con sus trabajos artísticos, sino también me permitió descubrir a directores que admiro hasta el día de hoy.
Siguiéndole la ruta a Cage, conocí a Francis Ford Coppola, David Lynch, Ridley Scott, Martin Scorsese y a los hermanos Coen. Nombres capitales para cualquiera que se precie de cinéfilo.
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En Leaving Las Vegas (1995), de Mike Figgis, más de un mortal se conectó con Cage. Quien esto escribe nunca más lo ha visto en un papel en el que se acrisole toda su fuerza histriónica, haciendo de él el actor idóneo para personajes destruidos que solo viven/sobreviven con la mitad de sus fuerzas físicas y emocionales. Personajes que transmiten una desolada depresión y un infinito hartazgo por la vida. Como bien sabemos, a Cage le dieron el Oscar a Mejor Actor por su interpretación de Ben Sanderson, un guionista ido a menos, abandonado por su esposa, que viaja a Las Vegas a cumplir una suerte de ritual autodestructivo a punta de alcohol. Le acompaña Sera, una prostituta generosa y partida interiormente, prostituta interpretada por la que pudo ser la mayor Sex Symbol de la historia del cine: Elisabeth Shue.
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Y como todo gran actor, hubo un tiempo en que Cage se prestó para las gratificaciones del cine comercial, en trabajos que más temprano que tarde pasaron al olvido, pero en los que podíamos percibir, a pesar de lo inane que podían ser sus personajes, a un Cage que se daba maña para dejar constancia de su carácter actoral.
Pero abusó más de la cuenta de los dividendos. Y ello trajo consecuencias, puesto que el gran público lo asoció como un actor de cine de acción que uno dramático. Y sabiendo eso, no se quedó de brazos cruzados. Hizo los intentos necesarios para probar –a él mismo y a los demás- que su fama de gran actor no solo se suscribía a su incursión en el cine de entretenimiento. Empero, esos intentos lo único que hacían era devolvernos por instantes a este gran actor dramático.
No es exagerado sospechar que estuvo a nada de perderse en ese agujero negro en el que han caído otros grandes actores: saberse muy talentosos pero no tener la película idónea para demostrarlo.
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A pesar de haber realizado algunos trabajos para el olvido, el joven director estadounidense David Gordon Green es uno de los pocos que ostentan una mirada personal. El mundo se enteró de ello con George Washington (2000), película que lo posicionó como un director al que no habíamos que dejar de rastrear… pese a que después hizo algo tan lamentable como Pinneapple Express.
Pues bien, gracias a David Gordon Green tenemos no solo el rescate de Cage, sino también la mejor actuación de su carrera, superior varios puntos a lo que nos ofreció en Leaving Las Vegas.
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Si la memoria no me traiciona, es la primera vez que estamos ante la madurez y el oficio de Cage en sublime estado de gracia.
Tengamos las cosas en orden: Cage sostiene Joe. Pero Joe bien puede sostenerse sin Cage. De ser este el caso, a lo mejor tengamos una película que bien puede saciar los parámetros de los espectadores más exigentes, pero lo más probable es que carezca de ese toque mágico a lo Marlon Brando que esta vez nos regala el actor.
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Joe es un tipo que intenta rehacer su vida.
Aunque la película es cicatera en información, colegimos que él ha pasado más de un tercio de su vida entrando y saliendo de las prisiones. Las cicatrices de su cuerpo son las marcas de un pasado que se justifica entre riñas y reyertas. Sin embargo, su actitud actual es forzada, pero forzada para bien porque lo único que anhela es vivir en paz en un pueblo de Mississippi y acallar los recuerdos que lo atormentan. Estos recuerdos no son más que taras emocionales que le impiden rearmar su vida, por ejemplo, negándole una oportunidad a Connie (Adriene Mishler), una joven prostituta que lo quiere. Ocurre que Joe no quiere alterar la paz que ha encontrado, y rescatar a Connie le significaría un inminente regreso al mundo violento del que no quiere saber más. Estaría provocando a esa violencia interna que supuestamente tiene bajo control. Mientras tanto, dirige un grupo de hombres que cumplen la función de quitarle la vida a los viejos árboles de los bosques, viejos árboles que luego serán derribados. Joe se muestra afable con todos sus empleados, hasta que conoce al adolescente Gary (Tye Sheridan), que le pide trabajo.
Desde el primer intercambio de palabras, Joe es más que condescendiente y no poco protector con Gary. Joe se ve como Gary cuando tenía su edad y por esa sencilla razón hará lo posible para que no se extravíe como él. Además, Gary carga con la maldición de tener un padre alcohólico llamado Wade -interpretado por un actor no profesional llamado Gary Poulter-, un mendigo, y enfermo terminal. Pues bien, las apariciones de Wade son contadas e inquietantes. Estamos pues ante una persona a la que le han extirpado el discernimiento del bien y del mal. Wade no duda en maltratar a su mujer e hijos, no duda en alquilar sexualmente a su hija con tal de tener dinero para comprar alcohol. Sin duda, nos enfrentamos a un personaje que bien podría ser la metáfora de la amoralidad y al que Joe tendrá que enfrentar con el fin de liberar a Gary.
(Ahora, y como bien se ha confirmado, la película ya tiene su toque de leyenda, de leyenda negra dicho sea, puesto que Poulter falleció semanas después de terminado el rodaje, muy cerca de donde este se realizó. No pasará mucho tiempo para catalogar la actuación de Poulter como una de las más oscuras y viscerales en la historia del cine, ni para que algún entusiasta le haga un perfil.)
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He visto la película no menos de tres veces. En cada nuevo acercamiento tenía el convencimiento de presenciar una que ostentaba la mirada de su director, mirada repotenciada con la participación de un actor como Cage. Su actuación es comparable con un poema lacónico e incisivo, que admite licencias gratuitas, que consigue en su aparente sencillez el mágico toque de la epifanía.
 
 
Publicado en Cinépata.


martes, junio 24, 2014

86


 Ayer lunes mandé a que revisen la Laptop de la que salen todas las maldades que se publican en este blog. La había descuidado, no tanto como la otra, que tengo siempre en casa. Pensé que el asunto sería de mero trámite porque que no guardo nada en ninguna de ellas, puesto que uso un disco duro externo y un USB. Sin embargo, grande fue la sorpresa cuando el técnico me dice que había un archivo en Word en Downloads. “A ver”, le digo.
Se trataba de un texto sobre un disco de Voz Propia. E hic memoria y recordé que ese texto me lo había pedido el poeta y estupendo lector César Ávalos, de quien puedo corroborar su fama de gran hacedor de arroz con pato. Era junio del 2011 y César me comentó que iba a editar una revista y por esa razón me preguntó si podía escribir un texto sobre la última producción del grupo peruano.
Grabé el texto en el USB y me gustaría compartirlo.
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Con más de 20 años de trayectoria, Voz Propia es a la fecha una de las bandas más importantes en el imaginario rockero latinoamericano. Es cierto que un análisis minucioso catalogaría su producción de irregular, pero no habría que dejarnos guiar por esta característica que muy bien podría aplicarse a no pocas bandas del mundo, en especial a las que sin tener un reconocimiento descomunal más allá de sus fronteras, gozan de una buena y fiel hinchada, una pequeña gran minoría que contribuye a un natural alejamiento de la tentación de la prostitución creativa, al respecto nos sobran ejemplos de bodrios que apostaron por el contentamiento general.
La poética del grupo peruano debe analizarse tal cual se hace en los acercamientos al cuento. Los cuentarios se justifican por unidad, jamás por su fuerza en conjunto. Un relato bien logrado justifica una publicación, ni qué hablar con 2 ó 3 más de buena factura.  El poder de la individualidad, como dicen los entendidos. Si seguimos este criterio, que más de un problema nos ahorraría, podríamos esbozar una sonrisa con lo realizado por VP.
Su última producción, The game is over (2011), no es ajena a la irregularidad señalada, y seamos justos, debido a la exploración formal, algo no muy frecuente en bandas que han bebido del punk. Pero a diferencia de sus últimas producciones, ahora los buenos muchachos limeños logran un alto grado lírico en sus canciones. Las letras de cada de uno de los temas podrían pasar como poemas. Obviamente, no todos estos poemas musicalizados son una maravilla, pero no son ajenos a su esencia nutricia, temática, presente en sus discos precedentes: la depresión y la rebeldía contenida.
Toda empresa musical lleva sus riesgos. Si bien es cierto que en contados temas (‘Peter Pan’, ‘Prima mía’, ‘Tres veces’, ‘Vida veloz’ y ‘El gran simulador’) el ensamble de Miguel Ángel Vidal, Carlos Tabja, Ramón Escalante y Raúl Loza, parece estar signado por el tocamiento de los dioses en sus hombros, en otros es patente el descuido durante su ejecución, quizá debido al apuro, algo que podría significar más de un cruce de opinión si tenemos en cuenta el regular periodo de tiempo que se toman por cada disco.
Sin embargo, VP nos entrega un trío de canciones llamadas a perdurar. Las recordaremos y viviremos en las noches azules, bebiendo alcohol, fumando marihuana, al amparo de una calle del centro, en busca del momento que plenitud que solo nos puede deparar ‘Es injusto pero está bien’, ‘En el tren’ y, en especial, ‘Prima mía’.


domingo, junio 22, 2014

85


Domingo de sol y descanso.
Me dicen que hubo temblor pero no lo sentí. Estaba durmiendo porque me acosté tarde. Imagino que el temblor habrá sido rápido, porque mis padres no creyeron necesario despertarme, ¿o es que ellos solo pensaron en ellos? Como fuere. Me desperezo y estiro el brazo para coger el control remoto, mi idea es sintonizar el canal del Mundial, pero me sorprende que el televisor esté prendido y que del DVD Player se emita Agente Internacional. Hago memoria y me pregunto en que instante de la madrugada puse el dvd de la película. No recordaba y a veces es bueno no recordar, porque contra lo que muchos pudieran pensar, a mí sí me gusta esta película, protagonizada por un par de actores de carácter, como Clive Owen y Naomi Watts.
Claro, también veo películas partiendo de los directores, pero Tom Tykwer no está en el club de directores a seguir, debido a la irregularidad de su trabajo, pero esto no quiere decir que no sea uno competente, es solo una cuestión de gusto. De toda su filmografía, AI es la que me gusta más, pero no es momento, no hay motivo, para hablar de la película, sino por qué la puse en la madrugada. Sea cual haya sido la hora, es evidente que la película se repitió hasta en cuatro ocasiones.
Me puse de pie y me serví café y jugo de naranja.
No me dieron ganas de fumar. Y cogí los diarios dispuestos sobre la mesa.
Últimamente, leo muy poco las secciones culturales. Flojísimas, por decir algo de ellas. Me fastidian las excusas sobre el poco espacio que disponen los periodistas, pero en dónde queda el ingenio, la creatividad que quiebre la mediocridad. Está bien, se tiene poco espacio pero de allí a realizar un cantado Copy/Paste, como que tiene un solo nombre: flojera.
No permito que las secciones culturales arruinen mi mañana, por eso, me voy a las secciones internacionales y locales, en donde te topas con personajes no menos que ruines. En una de las notas internacionales se daba cuenta de un mafioso ruso radicado en Londres.
Y entonces recordé.
Recordé una buena película de Cronenberg, Promesas del Este, en la que Naomi Watts la rompe. Y recordé también que ayer sábado, minutos antes de presentar el cuentario Umbrales de Jesús Jara, estuve hablando con un pata sobre Mulholland Drive de Lynch, en especial sobre el rol de Watts.
A lo mejor, en la noche me dieron ganas de ver una película en la que actuara Watts y cogí sin pensar mucho AI, que a pesar de la opinión contraria, me sigue pareciendo no solo una buena película, sino también inteligente.


viernes, junio 20, 2014

84


Confieso que segundos antes de leer Una locura razonable (Aguilar, 2014), tenía no pocos conceptos encontrados sobre su autor el crítico literario peruano José Miguel Oviedo.
No estaba ante un trabajo ensayístico. No. Me enfrentaba a las memorias de un crítico por demás polémico, que se ha encargado de investigar y escribir del devenir literario no solo peruano, sino también latinoamericano. Seguramente, estos conceptos encontrados sobre sus criterios y métodos obedecían a sus últimos trabajos, algunos de los cuales motivaron a que los cuestione en mi blog.
Pero bueno, ya con la cabeza fría me animé a leerlo, porque no hay cosa más malsana que explorar un libro, como este, que de todas maneras tienes que comentar, con prejuicios sobre su hacedor. Y para reforzar esta intención, me llevé las memorias a Arequipa, en donde las leí con calma, bajo el amparo del esplendoroso sol de esta ciudad del sur.
Mientras leía, mantenía una lectura paralela. Me preguntaba lo mucho que le debemos los lectores. Recordé el artículo escribió sobre Bolaño, en donde daba cuenta de Los detectives salvajes y Llamadas telefónicas. Este artículo significó un punto de despegue para no pocos, porque fue la primera vez que se escribía del escritor chileno en un medio peruano. Aún tengo conmigo ese artículo publicado en el suplemento El Dominical, artículo hoy convertido en una especie de papiro, que en esos años, a fines de los noventa, llevaba en la billetera. Cuento esta anécdota porque muchas reseñas de Oviedo me ayudaron a descubrir autores que no demoraban en gozar de mi rendida admiración. Es que esa es una de las funciones del crítico: conectar autores con los potenciales lectores.
Y claro, también he leído reseñas suyas en extremo negativas, en algunas de estas podía notar un sentimiento de animadversión hacia el autor, y de haber sido este el caso, hablaríamos pues de una animadversión con conocimiento de causa, porque si algo se puede decir de Oviedo, es que siempre ha sido un crítico que leía íntegramente el libro a desmenuzar, algo que últimamente otros críticos no tienen la costumbre de hacer.
En Una locura razonable tenemos a Oviedo en estado de gracia. Pero no se trata de un estado de gracia producto de la paz interior y del descanso, no, se trata de un estado de gracia luego de haber sufrido mucho en los últimos años.
Me explico: nuestro autor empieza sus memorias hablándonos de su entorno familiar, de sus días pautados por la tranquilidad, para luego contarnos sobre su etapa escolar en el colegio La Salle de Breña, en donde conocería a Vargas Llosa, de quien décadas después sería su mayor especialista. Hasta este punto, Oviedo no pretende pintarnos un periodo de su vida que no fue, solo se limita a detallar lo que considera determinante, y es por esa razón que hasta aquí las memorias resultan no menos que aburridas, predecibles.
Pero la narración cambia cuando nos cuenta de sus años universitarios, de la infinidad de trabajos que realizaba a la par que estudiaba en la Universidad Católica. De esta manera, somos testigos del Oviedo hombre, en pleno dominio de su despliegue mental y hormonal. Su vida ya estaba encausada hacia la pasión literaria y en relación a esa pasión conoce a los escritores más representativos de la Generación del 50. Digamos que desde muy joven fue una persona muy relacionada, pero más allá de este guiño del destino, se deduce que también era muy capaz. Y es gracias a esa capacidad para desmembrar textos que empieza a hacerse conocido no solo en el circuito literario, también en el cultural. Esta doble recepción hace de él un testigo de excepción de más de un connotado artista peruano de la época y que hoy en día resultan medulares cuando tenemos que hablar de tradición cultural.
Felizmente, Oviedo no nos quiere hacer creer que ha sido un protagonista estelar en la vida de los demás, al menos no lo hace de sopetón, sino que nos prepara para las primicias, que serían los condimentos que refuerzan las leyendas de más de tótem de la literatura latinoamericana. En este camino, encontramos a Borges, Cortázar, Octavio Paz, Lezama Lima et al. En ello tuvo que ver su designación durante los setentas como director del Instituto Nacional de Cultura de Perú, cargo que le trajo, sin proponérselo y sin abusar de él, un omnímodo poder. Ahora, como hombre inteligente, supo salir de esa carrera burocrática y consagrarse de esta manera a la crítica literaria.
Su paso por la academia gringa, y no así su recorrido de sigiloso Don Juan, son lo mejor de estas memorias. Y lo son por el simple hecho de que, y más allá de sus problemas personales, nunca dejó de ser un intelectual que trabajaba, en donde podemos constatar su genuino amor por la literatura, a la que jamás vio como un medio sino como un fin. Producto de este amor es ese monumento de cuatro tomos, monumento que se lee como una saga de novelas aventuras, Historia de la Literatura Hispanoamericana.
Líneas atrás dije que Oviedo escribió estas memorias en estado de gracia, en un tipo de estado de gracia que proviene del sufrimiento. Me aventuro a decir que ha sido así por lo que se detalla de la pérdida de su visión, hecho que acepta, en buen decir, deportivamente, pero que no le impide seguir trabajando. Por otro lado, se decía que Oviedo venía escribiendo estas memorias desde hace poco más de dos décadas, y no soy quién para poner en duda ello. Sin embargo, de lo que no tengo duda es en el cambio de tono y sentido de la prosa, como también de la intención final de estas memorias, que no pudieron mantener la misma intención desde el momento de su concepción. Percibo una reescritura, pero llevada desde la distancia emocional, asumiendo sus miserias y virtudes, características que elevan estas páginas hacia un estado de epifanía, epifanía que muy pocos consiguen.
 
 
Publicado en Siglo XXI.


jueves, junio 19, 2014



miércoles, junio 18, 2014

82


En los últimos días he estado inmerso en un par de textos que me han dejado al borde de la sequía mental, al menos eso es lo que suponía hasta hoy en la mañana, luego de un sueño profundo, a pesar de la pesadilla críptica que hizo que me despertara de sopetón a las cinco de la madrugada.
Me desperté con un fuerte dolor de cabeza. Eran las nueve de la mañana y debía alistarme para ir a la librería. Pero cometo el error/acierto de revisar mi bandeja de Face, en donde me preguntan si puedo escribir dos textos más, peticiones que acepto y que pienso planificar con el suficiente tiempo, es decir, en teoría, tenerlos listos una semana antes de su fecha de entrega. Me sorprende planificar, porque siempre he sido muy cumplido, pero a veces los viajes te desordenan, hacen que te desconectes, peor aún si tienes la costumbre de no usar agenda, y más allá de los contratiempos, sigo en mi idea de no usarlas, de lo contrario sería mi fin, una especie de muerte en vida.
Ahora, me gustó de lo que escribí en ambos textos. En uno de ellos abordaba la película Joe de David Gordon Green. Película seca, de ritmo lento, pero con hechizo de sobra que nos brinda la que quizá sea la mejor actuación de Nicolas Cage en su carrera, actuación que nos hace olvidar sus vergonzantes deslices comerciales que le hemos visto últimamente.

lunes, junio 16, 2014



domingo, junio 15, 2014

81


El tema de todos: el Mundial.
En cuanto a mí, para disfrutar del mundial de fútbol, me dedico a ver los partidos. No los comento con nadie, sencillamente me dejo llevar.
Para ello, tomo previsiones. La más importante: conectarme al Face solo en las madrugadas, respondo los mensajes que importan, lo mismo hago con el correo electrónico.
Y en la vida diaria, evito hablar del mundial. Me cansa hablar del mundial, me fastidia que se piense el mundial, quemando cerebro, desmenuzando jugadas y tácticas, pronosticando los equipos que llegarán a las semifinales, jugando y apostando a un potencial ganador.
No me hago problemas.
El fútbol es como el sexo. Como el disfrute de una buena lectura.
Como en todo acto de placer, vale pensarlo después de haberlo gozado, con cabeza fría, libre de las amenazas del apasionamiento.
Además, no leo sobre el mundial, solo me basta con apuntar los horarios de los partidos.
No tengo equipo favorito. Tampoco me interesa qué selección es la que ganará.
Lo que sé, o creo saber, es que posiblemente esté viendo el mejor mundial de fútbol de mi vida.


sábado, junio 14, 2014

80


Ante todo, me siento muy honrado de poder presentar esta muy buena novela de Francisco Ángeles.
La lectura de Austin, Texas 1979, no ha hecho otra cosa que no sea llenarme de esperanza.
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Entremos en contexto: a fines del año pasado decidí no hacer el recuento literario de rigor. Se publicaron tantos libros malísimos que ni siquiera el puñado de libros rescatables/destacables podía funcionar como contrapeso. En un post de mi blog dije que peor no podíamos estar, que más bajo no podíamos caer y que guardaba la esperanza de que el 2014 tenía que ser mejor, aunque sea un poco mejor. Felizmente, la realidad me viene demostrando que estamos saliendo de ese marasmo y es mi deseo que continúe así durante los próximos meses.
Pero hago un alto, recomiendo al oyente no malinterpretar lo de la esperanza, porque la presente novela que nos reúne dista mucho de ser una novela feliz. Nada peor para la literatura que la felicidad y el aliento de la autoayuda.
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Me gustaría centrarme en la novela, pero me es imposible hacerlo. Si solo me enfocara en ella, pienso que limitaría su epifanía, su presente legado, pasaría por alto el terremoto interior que ha generado su publicación, terremoto interior por partida doble. Por un lado, tenemos a los lectores, esos seres pasivos que solo buscan el mayor placer literario que pueda existir: la de leer buenos libros. Por otro, el remezón que ha significado para los escritores que ya la leyeron, que más allá de hacerse añicos en la experiencia lectora, seguramente han cuestionado el proceso de sus poéticas durante los últimos años. Aunque claro, esto nunca lo dirán, ni en las más alucinadas de sus borracheras.
En los últimos días he pensado en lo bien que le hace esta novela a la narrativa peruana última. Llevábamos tiempo necesitando una que no solo se solazara en el artificio verbal, en la forma disforzada, que no caiga en esa suerte de salvavidas que es el extrañamiento, que bien puede servir para un primer libro, aunque no para el desarrollo de una propuesta.
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Querido futuro lector de Austin, Texas 1979, presta atención: te enfrentarás con una novela distinta, y me atrevería a decir que también distinta dentro del espectro latinoamericano actual, en el que también podemos ubicar a más de un inflado. Distinta, para bien.
Bien se dice que las novelas y los cuentarios, para que lleguen a buen puerto, tienen que partir de la configuración de un personaje.
Sobre el personaje, podemos decir muchas cosas, interesantes e interminables, los hay para todos los gustos. Al respecto, tengo una teoría personal: puedo valorar el nervio narrativo de un escritor partiendo de la hechura moral y ética de sus personajes. Y en la parcela de la novela, esta tiene que sostenerse sí o sí en sus personajes. Escritor que no respete la fisonomía moral del personaje, no es un escritor, es sencillamente un chancateclas con ritmo.
No hay secreto por descubrir en novela, todo está dicho. El personaje es más importante que la trama, el estilo, la forma. Quien contradiga esto, le sugiero que se desasne leyendo el siglo de la novela, el XIX. Que Balzac, Dumas, Dickens, Dostoievski, Tolstoi, Flaubert sean los maestros que desasnen. Discutan con ellos, si es que se atreven.
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Pablo, nuestro protagonista, es un tipo escindido, roto, quebrado. En este sentido, agradezco a Ángeles por habernos entregado un medio hombre, un medio hombre que bien podría ser todos los hombres. De alguna manera, todos hemos sido Pablo alguna vez, aunque algunos son Pablo toda la vida. Estamos pues ante un personaje en crisis, y esa crisis se proyecta en la peor de las crisis: la emocional. En este sentido, conociendo a Pablo me resultó inevitable no relacionarlo con esa sentencia de Paul Auster en su maravillosa novela El palacio de la Luna: lo peor no es que no te quiera la mujer que quieres, lo peor es ya no sentir ese afecto y cariño que tenías por la mujer que querías, viviendo así un vacío que te hace débil y presa fácil de las circunstancias de la vida.
El autor nos entrega un hombre que trasunta en ese vacío. Ahora, él no intenta superar esa carencia emocional con mujeres al paso, menos en relaciones que se pinten de emocionales, como si buscara desesperadamente más de un salvavidas. Simplemente, este se deja llevar y en ese vaivén es que sin proponérselo se cuestiona, es decir, recuerda, y recuerda desde su vulnerabilidad.
Nos adentramos en una novela de recuerdos, pero de recuerdos selectivos, guiados por un constante y nada piadoso estímulo crítico. Pablo no se guarda nada, deja que el dolor y el resentimiento funjan como finos estiletes que quiebran a las personas que lo rodean. ¿Lo que me pasa es culpa mía? ¿Lo que me pasa es culpa de los demás? Ambas preguntas guían su discurso. En esas preguntas escondidas yace el sentido de su empresa suerte de tierra arrasada sentimental en la que nadie queda en pie.
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Acabo de decir que tenemos una novela con un personaje escindido. Un personaje así nos asegura una novela aceptable. Pero para Ángeles esto es insuficiente.
Si algo puedo decir de Francisco Ángeles, aparte de reconocer su enorme talento literario, es que es un pata sumamente inteligente. Y lo supe desde antes de conocerlo personalmente, por ejemplo: hay que ser un capo neuronal para que durante casi dos años haya sido el escritor inédito más conocido del Perú, fama literaria que se cimentó con la publicación de su primera novela La línea en medio del cielo, que también recibió saludos de la prensa y el favor de los lectores.
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Vuelvo a Austin…
Mientras recorría las páginas, me hacía muchas preguntas. Una de ellas tenía que ver con la distancia. Bien sabemos que Ángeles no vive en Perú, su ámbito es uno académico e imagino que sus lecturas deben estar muy alejadas de las modas y etiquetas literarias. Especulo sobre ello porque percibo en el texto una libertad narrativa que le ha permitido  armar una atmósfera y tensión narrativa libre y alejada de esos respiros narrativos efectistas que tanto daño le hacen a la narrativa peruana última, como también latinoamericana.
Leo los fragmentos de diarios insertados en la novela y me pregunto si al autor le quedó teclado. Seguramente, escribió más de un tramo de la novela con sincopada furia.
No exagero, en cada página hay furia, pero también tensión. Para esto, ya se han dispuesto los tiempos, los personajes, el conflicto.
Es gracias a esa tensión y a la disposición de los recursos narrativos, que tenemos una novela distinta, o mejor dicho, una novela honesta en la que podemos hallar La Verdad. La verdad en la experiencia de la palabra. No es poca cosa lo que digo, hoy en día encontramos pocas veces la verdad en narrativa. Confundimos artificio con verosimilitud, belleza verbal con cima literaria.
No me hago problemas y tú tampoco te hagas problemas. La verdad a la que me refiero es la mágica conexión no debe dejar de existir entre el texto y el lector.
Es que la literatura es conexión.
Es que la literatura es transmisión.
Ángeles la tiene clara: escribir bonito, bien, no es literatura.
Austin, Texas 1979 incomoda, fastidia.
Para que me entiendas: su lectura es como si participaras de una sesión de Ayahuasca.
Esta sesión de Ayahuasca literaria la vemos en toda su plenitud en la segunda parte, que lleva el título de la novela. En lo personal, quedé hecho mierda. Ocurre que algunos somos producto del azar, de un camino distinto. Algunos sabiendo que son hechura de ese camino elegido, se dedican a vivir su vida, en cambio otros, como Pablo, indagan en el por qué de esa elección que otros tomaron.
Líneas atrás dije que Austin, Texas 1979 le hace bien a la narrativa peruana.
Y le hace bien por su contundencia. La novela que nos reúne está muy alejada de ser lo menos malo que se publica entre nosotros.
Sácate esta idea de la cabeza: Austin, Texas 1979 es un antes y un después para la narrativa peruana última.
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¿Te acuerdas de los primeros versos del poema “Aullido” de Ginsberg? Más o menos esta sería la idea: He visto a las mejores plumas de mi generación perderse en la verbosidad, en la preciosidad de la palabra, en el fugaz reconocimiento del Face, en la anuencia general de que estamos en un gran momento narrativo.
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Lógico, la narrativa es costura. Pero la coraza sin nervio es nada.
Sin nervio, sin tensión, si no eres capaz de decir algo, no puedes alcanzar la excelencia literaria, solo te quedarás en el saludo inmediato por lo bonito que escribes, pero carecerás de epifanía, revelación, estarás a años luz de producir esa sensación de los relámpagos sobre el agua, es decir, de esa sensación que hace que los demás vean la vida de forma diferente, de esa experiencia literaria que acompaña, en la que seguirán leyendo un texto tuyo sin necesariamente leerlo.
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No lo niego. Me alegra que un pedazo de mí sea parte de la contratapa de la novela.
Y no me hace bien por afán de figuretismo.
Me hace bien porque cuando hablo de originalidad, hablo de voz.
Ángeles encontró su voz. Y voz literaria es lo que no se ve en la narrativa peruana última. Lo mismo podría decir de la narrativa latinoamericana actual, salvo excepciones.
Esa voz es lo que distingue a su autor, lo que hace de Austin, Texas 1979 la novela que es.
Ya lo dije, Ángeles es un pata inteligente. Y su inteligencia parte de la honestidad creativa. La pudo hacer linda con una novela cumplidora, pero no, se dio el tiempo y repotenció la búsqueda de ese hálito narrativo que notamos en su primera novela. Procesó su voz, y sin apuro, concibió Austin, Texas 1979.
Lo que pasa es que hay que respetar a la voz narrativa, dejarla que se forme y una vez formada sirve de base para grandes novelas como Austin, Texas 1979.
 
 
Texto leído el 12/6/2014, en la Universidad Federico Villarreal.