domingo, enero 31, 2016
Me levanto tarde. Tengo ganas de seguir
durmiendo, pero los llantos de Onur me
preocupan. Ha quedado encerrado en el patio de atrás, entonces me paro y voy a
abrirle la puerta de vidrio.
Abro la puerta y el perro se va
corriendo a la puerta delantera de la casa, que está abierta porque mi padre
está comprando los diarios del domingo. Se me paraliza el corazón, la velocidad
del perro lo puede llevar hasta la pista misma, como es cachorrito, aún no se
ubica bien. Entonces voy tras él.
De vuelta en casa, me sirvo jugo de naranja,
café y me sirvo un tamalito de chancho. Me pongo a revisar los periódicos, me
quedo leyendo durante más de media hora. Mi desayuno es interrumpido por una
llamada de un amigo, que me dice que a algunas autoridades municipales nos les ha
gustado una nota sobre Quilca publicado en un semanario local. Le han dicho que
si no mandamos una carta notarial negando el contenido de la nota, no solo nos
quitarán el apoyo, sino que también me van a denunciar.
No me hago problemas. No haré ni mandaré
ninguna carta notarial, tampoco negaré lo que se dice en la nota de la revista,
una nota equilibrada, que ante todo dice la verdad para ambos lados del
conflicto. Esa es la única nota que ha cubierto el desalojo de los libreros de
Quilca. El único medio que vino y se atrevió a investigar e informar, fue ese.
Los otros medios, en los que tenemos muchos amigos, no se atrevieron a hacer
nada, algunos limitándose a la redacción de notas descriptivas que no se
ajustan a la verdadera causa de los hechos. La razón es muy sencilla y debemos
aceptarla como una verdad contra la que hay que luchar si es que se pretende
informar: mucha publicidad en los medios de comunicación viene con el aval
moral de la iglesia.
Hago algunas llamadas para contar lo
sucedido, pero también para expresar mi postura al respecto, que no voy a
mandar ninguna carta notarial a la revista, negando lo que es verdad, solo porque
un alcalde no quiere verse perjudicado en su propuesta inicial que en sí
equivaldría a una metáfora por demás lacerante: nuestras autoridades políticas
no tienen la más mínima noción de lo que es política cultural.
Termino de hacer la última llamada y me
alisto para el primer duchazo del día. En Spotify busco una seguidilla de
canciones de Yes, me ubico en la etapa más progresiva de la banda. Comienzo a
escuchar. La electricidad circular es lo que uno más necesita en estos
momentos, sea para olvidarse de las cosas o para seguir firme en las decisiones
que se han tomado, no necesariamente en relación a lo de la carta notarial,
sino en que se tiene hacer algo contra lo que uno ve todos los días, la conchudez
de ciertos candidatos como ese pigmeo diabólico, dueño de no sé cuántas
universidades.
miércoles, enero 27, 2016
410
Me quedé hasta tarde leyendo los ensayos
biográficos de Roberto Merino sobre Enrique Lihn. La lectura fue rápida y
provechosa. Cuando acabé el libro salí a fumar al parque. Eran las dos de la
madrugada, la temperatura no era alta ni baja, digamos que tibia, como para
prescindir del uso del polo. Prendí el pucho y pensé en el tronco poético que
une a la tradición poética peruana con la chilena y traté de recordar si se había
escrito sobre esa relación poética invisible y llena de riqueza.
En esas me encontraba, con ganas también
de una chela en lata, cuando Onur abre la puerta con sus patas delanteras y se
va a inspeccionar el parque. Fui detrás del perro, como es cachorrito, lo peor
que le puede pasar es que traspase las rejas del parque. El perro corría por el
parque persiguiendo a los gatos, que lo miraban con odio porque les arruinaba
el encuentro amoroso. Me acerqué con cuidado para cogerlo por el lomo, pero al
momento de hacerlo, se abría la puerta de la casa vecina a la mía, de donde
salió Motta, una perra siberiana gigante que llamó la atención olfativa de
Onur, que sin chistar fue tras ella.
Los problemas serían más jodidos, porque
Motta si podía dañar al perro, aún más que unos gatos en celo. Prendí otro
cigarro. Y me calmé, Motta y Onur se
entendían, cuando mi perro se ponía muy fastidioso, la perra lo situaba lejos
con un ladrido que retumbaba en todo el parque. Tomé asiento en una de las
bancas y miré al cielo, en donde la luna llena hacía que la madrugada tenga un
toque mágico, esa luna que en sus costuras de color plateado era el escenario
de un salvaje movimiento de ballet.
Después de veinte minutos, el perro
entró a la casa. Yo me quedé un rato más, fumando y observando el movimiento
sospechoso de una camioneta, era una camioneta de la comisaría de Apolo, es
decir, muy sospechoso.
martes, enero 26, 2016
"el río"
Como lector tengo una fijación especial
por aquellos escritores que en principio no las tenían todas consigo para
forjar una obra que genere atención, ya sea en la crítica como en los lectores.
Por lo general, estos escritores andan en la ribera del oficialismo cultural,
aunque decir ribera es mucho, lo adecuado sería dejar sentada su implícita
lejanía, ubicándolos en los extramuros de los circuitos culturales de poder,
sin la más mínima chance de poder ser valorados en esos circuitos.
Pero estos escritores, vistos como
damnificados, no se hacían tanto problema. Lo suyo no era encontrar y disfrutar
del reconocimiento literario, sino que asumían la escritura de ficción como una
vía más de supervivencia, o sea, les interesaba vender, ver el dinero cuanto
antes y así paliar necesidades y, en muchos casos, vicios. Por ello, se infiere
que la calidad del material usado en la publicación no era para nada de la
mejor calidad. Por lo general, estas publicaciones se vendían en el comercio
ambulatorio, especialmente en puestos de periódicos, a precios irrisorios. Con
el tiempo, este tipo de literatura forjó una tradición, que en diferentes
partes del mundo adquirió diversos nombres, siendo el más conocido el
calificativo de “Pulp”. Durante mucho tiempo la literatura “Pulp” no fue bien
vista, pero desde mediados de los ochenta se le comenzó a prestar más atención
debido a la riqueza temática y genérica que esta encerraba y al diálogo que
exhibía con otros registros como el cine. A la fecha, la literatura “Pulp” comienza
a ser estudiada por especialistas de la academia y los lectores cultos no
tienen problema alguno en referirse a ella. La razón es sencilla: de esta
tradición tenemos nombres que a la fecha nos resultan no solo medulares, sino
también vigentes. A saber, no podemos entender la ciencia ficción de hoy sin el
legado de Philip K. Dick.
En Latinoamérica también hemos tenido
una tradición similar, una narrativa que veíamos en puestos de periódicos y en
galpones de puestos de libros. De nuestros narradores “Pulp”, uno destacó entre
muchos, uno que es mi preferido, para más señas. Me refiero al chileno Alfredo
Gómez Morel y su novela El Río (Tajamar Editores, 2014),
publicada en 1962.
Gómez Morel fue un escritor por demás
extraño. Es imposible entender esta novela si pasamos por alto su vida. Hijo de
una prostituta que lo abandonó, vivió en muchos orfanatos e hizo de la calle su
hábitat natural, deviniendo en un desalmado delincuente infantil, juvenil,
siendo de adulto un experto ladrón que recorrió muchísimos países de
Latinoamérica, incluyendo Perú. No es exageración si lo catalogamos como el
Jean Genet del sur y tampoco sería una exageración calificar a El Río como una de las novelas más
crudas y, sobretodo, sinceras que se hayan escrito desde la más abyecta esquina
de la crisis existencial.
El escenario de la escritura de la
novela se dio en la cárcel de Valparaíso, en donde Gómez Morel cumplía condena.
A sugerencia del psiquiatra de la cárcel, Gómez Morel quiso dejar testimonio de
su cruda/dura vida, detallando su complicada niñez, describiendo los bajos
fondos que frecuentaba, presentándonos personajes que abusaban de su inocencia,
convirtiéndolo en un adulto preso en el cuerpo de un niño. No estamos ante un
malabarista de la lengua, menos ante un acróbata de la técnica, sino ante una
pluma que dejó la piel en lo que contaba, es decir, proyectando una verdad. Es
gracias a esa proyección de la verdad, a la sinceridad que transmitían las
palabras del autor, que esta novela autobiográfica consiguió una popularidad
entre los lectores chilenos. Esa verdad literaria se imponía y era más ante el
desorden estructural, tan caros en las novelas de aprendizaje, que como tal, y
más allá de la abyección del mundo representado, no dejaba de mostrar una
sensibilidad en la voz del narrador protagonista: una ingenuidad y ternura en
tensión en pos de una apuesta por una actitud salvaje, la única que le
permitiría sobrevivir.
Desde su publicación El Río conoció el favor de los lectores
y pese a que llegó a ser traducida a varios idiomas e incluida, por ejemplo, en
el prestigioso catálogo de Gallimard, con prólogo de Pablo Neruda, su
legitimidad entre los entendidos tardó más de lo debido. Felizmente, a estas
alturas nadie puede poner en tela de juicio su alcance literario, que vemos hoy
en un rescate editorial que los lectores de grandes y ambiciosas novelas
debemos celebrar por todo lo alto. No lo pienses: El Río es una proeza sin límite del arte de narrar, una prueba vigente
de los insondables caminos que ofrece la novela como género literario.
409
En las tardes me doy una vuelta por el
otro local de la librería para ver cómo va “Hombre sabio”. Ayer llegué poco
después de las cuatro de la tarde y me puse a revisar la disposición de la
librería. En la librería tenía acceso a Internet pero me había olvidado de
llevar mi Laptop. “Hombre sabio” me dice que patas y flacas me han estado buscando
en estos días, a quienes les ha dicho que me pueden encontrar en las tardes.
Cerca de las cuatro de la tarde me
dirijo al Don Lucho, en donde me encuentro con Jessica y Pedro. Hablamos del
tema que nos compete, el futuro de la gente que integraba el Boulevard Quilca.
Como en toda reunión, hay puntos de vista distintos, pero un solo fin, el cual
es mantener la tradición que se generó en el Boulevard.
Desde la mesa del Don Lucho puedo ver la
tienda de Selecta y cuando “Hombre sabio” quiere hacerme una consulta, me llama,
y ahora le respondo viéndolo sin que él se dé cuenta que lo estoy viendo,
direcciono a la distancia algunas ventas y hago algunas recomendaciones de
poesía para los lectores que buscan precisamente poesía.
En unas horas tendremos una reunión con
un abogado, porque lo que hay que hacer es registrar y formalizar al grupo. La
reunión con el abogado es en una hora y media. Pero también esperamos a una
joven periodista, que nos ha pedido algunas fotos más para reforzar su nota que
nos hizo días atrás.
La periodista se demoró en llegar a la
hora acordada debido a una entrevista que se alargó, y cuando recibo su llamada
me encontraba en la reunión con los demás expositores. El lugar en el que
estábamos era cerrado y no recibía la señal del cel. A cuenta de uno de los
expositores que llegó tarde a me entero que la periodista había llegado hacía
veinte minutos. Entonces salgo a buscarla. Al llegar al portón del Boulevard,
Jacqueline me dice que la periodista y su fotógrafo aprovecharon un momento de
descuido del guardián interino, que abrió uno de los portones para recibir una
bolsa, seguramente de comida. La periodista y su fotógrafo entraron corriendo,
a la guerra. La llamé y las llamadas solo quedaban en el sonido de la
intención. Me preocupé un poco porque lo más probable era que la gente dentro
del Boulevard la haya estado amenazando.
Después de cinco minutos salieron del
Boulevard. Su fotógrafo hizo las fotos que estaban buscando para su nota. No
necesité preguntarle cómo estaban las tiendas, su rostro de impresión y espanto
manifestaban el saqueo que hicieron de las tiendas. Los que cuidaban el
espacio, al ver que el fotógrafo y ella recorrían los pabellones, llamaron a la
policía para denunciarlos como invasores. No se hicieron problemas, en sus
rostros también se reflejaba la costumbre de este tipo de acciones propias de
la actividad periodística.
La acompañé hasta la otra tienda de
Selecta. Le di un cigarro y barajaba la idea de preguntarle cómo estaba mi
tienda, dudé, a veces es saludable no saber la verdad, pero la curiosidad es
una punzada de mierda mucho más fuerte que la mera especulación. Ella me dijo
que la puerta corrediza de metal de Selecta estaba en diagonal, esta puerta
había sido forzada para sacarla, como no se pudo desprender de uno de sus extremos,
quedó en diagonal. Ni hablar de las otras tiendas, todas destruidas por el
saqueo. Cruce la pista, me compré una chela en lata y prendí un pucho.
domingo, enero 24, 2016
Contra la incultura
En los últimos cuatro años he sido
librero. Antes de abocarme a este oficio era un comprador compulsivo de libros,
un cazador de títulos que devoraba ni bien regresaba a casa. Más allá del
pequeño circuito de librerías limeñas, me sentía más cómodo en el alternativo:
pienso, pues, en los puestos libreros de Amazonas, pero muy en especial en
aquellos de la segunda cuadra del jirón Quilca, en el Centro Histórico. A los 18 años llegué al Boulevard de la
Cultura Quilca y nunca dejé de frecuentarlo (nunca pensé que llegaría a tener
allí una librería). Este boulevard era un espacio donde no solo podías comprar
buenos libros, también eras partícipe de su oferta cultural. A saber. En su
auditorio se llevaban a cabo presentaciones, recitales de poesía, obras
teatrales, conciertos, ciclos de cine y exposiciones de pintura. Consignemos
también que el boulevard revivió una calle histórica que hasta antes de su
instalación era inviable para todo tipo de comercio.
Por esto, la desaparición del Boulevard
Quilca y el desalojo de sus libreros hace unos días es una cruda metáfora de lo
que es el Perú hoy por hoy: no sabemos cuidar, ni promocionar los espacios
dedicados a la difusión cultural. Quilca era un pulmón literario, cultural y
artístico de Lima. La sociedad peruana se jacta de su progreso económico, pero
no dice nada de su nulidad cultural. Lima, con sus más de diez millones de
habitantes, tenía allí una alternativa para lectores de todos los estratos
sociales que acudían a comprar libros, a encontrarse y conocerse. El espacio ya
no existe y nadie en su sano juicio debería estar satisfecho por ello, sino
avergonzado.
Que la desaparición del Boulevard Quilca
sea una oportunidad para que el Estado y sus organismos propicien la aparición
de otro boulevard cultural en pleno centro de la capital. La ignorancia y la
prepotencia ganaron una batalle, mas no la guerra contra la incultura.
…
Publicado en El Dominical.
sábado, enero 23, 2016
408
Por alguna razón, he visto la
transmisión de una película en varios canales de cable. Cuando me topaba con
ella, la película en cuestión ya había empezado y en cada uno de estos
encuentros miraba lo que quedaba. De esta manera, armé un rompecabezas de
secuencias hasta tener un panorama completo de ella. Me gustó este método y
sirve de mucho, en especial cuando sientes flojera de buscar esta película entre
las miles de películas que tengo en mi casa, en especial las que he guardado en
cajas de leche Gloria debajo de mi cama.
No es una obra maestra, pero con los
años se ha convertido en una película de culto. Razones varias, pero una se me
viene a la mente: su epifanía que depende de nuestro recuerdo emocional
asociado a nuestra primera juventud, en ese puente entre la adolescencia y la
vida fuera del colegio, puente signado por un incontenible espíritu de
arrechura y violencia. Hablo de una etapa en la que alguna vez nos hemos
sentido un “guerrero”. Cada quien a su modo libraba una batalla, contra lo que
sea, hasta con uno mismo. O también podrías asumir esa etapa como una metáfora
callejera de la supervivencia.
Es por ello que sin grandes actuaciones
y con modestia en presupuesto, The
Warriors (1979) de Roger Hill aún permanece en el imaginario de dos
generaciones, al menos. El argumento es por demás sencillo. Los pandilleros son
convocados por Cyrus, líder de los Riffs, a una reunión de pandillas para dar a
conocer los planes que realizarían en conjunto. Cyrus es un orador que
hipnotiza, las pandillas congregadas celebran los planes del líder, puesto que
juntas serían un ejército de casi 90 mil soldados contra los 20 mil de la
policía de la ciudad.
Cyrus es un becerro de oro para los
pandilleros reunidos, un becerro que cae al suelo gracias a un disparo que
recibe en medio del pecho. Los Riffs y las demás pandillas buscan un chivo
expiatorio y acusan a los Warriors. Los Riffs ordenan que los traigan vivos o
en pedazos. Entonces comienza una cacería nocturna. Los Warriors solo estarán a
salvo en Coney Island. El trayecto al refugio será no menos que duro y no menos penoso. Hay que correr, caminar y
aprovechar los tramos del subterráneo. Sortear las emboscadas y confiar en la
suerte.
En lo personal, también tengo presente
esta película por su música. Imposible imaginarla/recordarla sin su banda
sonora, que bien podría ser una de las últimas manifestaciones de la era disco
con condimento psicodélico setentero.
viernes, enero 22, 2016
407
Después de algunos días algo agitados a
razón del desalojo que sufrió el Boulevard, vuelvo a las actividades de
siempre, sin dejar de ayudar a los amigos y conocidos que aún no encuentran un
lugar donde instalarse y así comiencen a trabajar.
En la tarde me puse al día y pude ver Spotlight, película de la que venían
hablándome bien y que daba cuenta del trabajo periodístico de The Boston Globe
cuando puso en evidencia los abusos sexuales de los clérigos que durante
décadas habían sido protegidos por la iglesia católica.
No sé si esta película gane el premio de
la Academia y la verdad que poco o nada me interesa si sucede o no. Se trata
pues de una película moral y en su fin logró cumplir su cometido. Y claro, a
más de uno le debió llamar la atención que en la lista de ciudades, que aparece
al final de la película, lugares en donde la iglesia amparó y protegió a los
sacerdotes violadores, figurará Chimbote.
Terminé de ver la película y me serví un
poco de helado. Lo hacía mientras conversaba por cel con una periodista que me
llamó para preguntarme por el desalojo del Boulevard Quilca. La puse en
contacto con las personas indicadas para que realice su nota. Ella quería
hablar conmigo y le dije que no estaría a la hora que ella llegaría a Quilca,
pero que podíamos hablar luego. Felizmente, terminé de hacer en Barranco lo que
tenía que hacer y pude hablar con la periodista a las siete de la noche en la
otra tienda de Selecta. Hablamos durante hora y media. Ella no se sorprendió de
lo que le acababa de contar. Tenía en sus manos y grabadora la verdad, esa
verdad que muchos medios han pasado por alto por la sencilla razón de que no
pueden chocar con su majestad Cipriani. Ese es el poder de la iglesia, cuyos
poderes sirven de avales amorales para muchas empresas privadas que contratan
espacios de propaganda en los medios escritos, radiales, televisivos. Claro,
para solapar el asunto, no pocos periodistas han publicado pequeñas notas en
las que se indica que el desalojo se debió a que no se pagaba el alquiler desde
hace tres años. De esta manera cumplían con informar en favor de Cipriani.
Una vez listo para salir a Barranco, le
echo una última mirada al Face, en especial a la cuenta de Yo soy Quilca. En
esa cuenta estaba subiendo todas las notas de medios independientes que
informaban de lo que realmente pasó el pasado 14 de enero. En poco tiempo, esta
cuenta se disparó en lectoría y puedo dar fe del apoyo y el rebote que
generaban los posts. La razón era sencilla: con pruebas se estaba demostrando
que ese desalojo, aparte de abusivo, fue ilegal. Aunque claro, nunca faltaba un
desinformado que se resistía a aceptar que su iglesia se haya portado como una apurada
traficante de tierras. Los poderes en la iglesia en Perú son insondables.
Cipriani tiene sus trolls que se encargaron de inhabilitar la cuenta Yo soy
Quilca. Pero esto recién comienza, señores.
lunes, enero 18, 2016
martes, enero 12, 2016
406
Después de algunos días me reactivo en
las actividades cotidianas. La escritura del recuento hizo que decidiera a no
volver a publicar algo así en tan poco tiempo. Su escritura me desgastó un
poco, pero bueno, ya descansé y ahora me abocaré de lleno a algunas actividades
que estaba postergando a razón de las fiestas de fin de año.
El viernes tendré como invitado a
Oswaldo Reynoso en el ciclo de charlas que llevo a cabo en la librería El
Virrey del Centro Histórico. Me pongo a releer las notas que en su momento hice
de la obra de Reynoso, acto que significa una vuelta a los años en que
deambulaba por el centro de Lima en busca de libros y música. Hubo un tiempo en
que no me gustaba recordar esas épocas, meses y años cubiertos bajo la sombra
de la dictadura fujimorista. Esa época, para los que la vivimos, significó un
brusco paso de la abulia al estallido emocional, al menos para los que por
posería o convicción habíamos decidido manifestar nuestra furia con la
dictadura, o para quienes simplemente querían hacer desorden en medio del
aburrimiento.
Más de una vez he hablado de esas
protestas y marchas, de esos años con los lectores, específicamente los más
jóvenes que frisan los 25 años, cuyo nivel cultural es superior a los de la
mayoría de su generación, soy testigo del asombro que reflejan sus rostros,
quizá el mismo asombro que uno tenía cuando los mayores me hablaban de las
protestas y marchas de los setenta, tiempo lejano y épico.
impresiones literarias - Perú 2015
Abro la librería.
Me sirvo café y prendo el primer
cigarrito del día. Me pongo a leer los diarios. También coloco algo de Frank
Zappa y me dispongo a entregarme al más absoluto hueveo.
A la media hora, las cosas cambian.
Recibo la visita de uno de los lectores más atentos de la literatura peruana
actual. Por sus ojos rojos y el aroma a chela, Rayita refulge en ebriedad.
No es la primera que los lectores y
lectoras de la librería vienen algo sazonados, la mayoría de las veces con
ánimo festivo. Hablamos de los libros que vamos leyendo, como también de
política, aunque de política trato de hablar lo menos posible, suelo ser muy
ácido con las frágiles posturas de mis patas de izquierda, ahora con mayor razón
luego de la chanchada de la tía Susy.
Rayita lleva una mochila muy bien
nutrida y no me sorprendería que saque de ella una botellita de ron. Pero no.
No saca una botellita de ron, sino quince libros que acaba de comprar, cosa que
los reviso para ponerle nota por su compra. La última vez le puse un justo 05,
ahora las cosas cambian, Rayita sonríe por su merecido 12.
El silencio de segundos se impone.
Rayita no ha venido para que le ponga notas a sus compras. No, su incursión de
esta mañana sabatina obedece a motivos más nobles y trascendentales. Mientras
esperamos que el silencio se quiebre, sigo leyendo el diario. Por su parte,
Rayita tararea extractos de “Bobby Brown” de Zappa. Levanto la mirada y siento
su mirada, roja de cólera, como si quisiera decirme algo y no se atreve. ¿Qué
pasa, hijo?, estoy a punto de preguntarle.
Sigo leyendo el diario y respondiendo algunos
saludos tardíos de año nuevo. Rayita coge una silla y se acomoda, y qué bueno
que lo haya hecho porque en cualquier momento se caía de cara ante la sección
de poesía internacional. Puedo escuchar su respiración, por demás contenida.
Obviamente, me gustaría preguntarle qué le ocurre, pero si Rayita tiene alguna
pena de amor o de otra clase, él tendría que ponerlo en agenda.
A los diez minutos, Rayita se pone de
pie y me pregunta lo siguiente:
“Gabriel, ¿y tu recuento literario?
Todos están haciendo sus recuento y tú naranjas.
Apago el pucho en el cenicero.
Modulo el volumen de la lectora.
Y respondo:
“La verdad, Rayita, no me siento con
ánimo de hacer un recuento. No eres el primero que me pregunta al respecto. No
es que no quiera, solo que se me han presentado otros textos que debo acabar,
es eso.
Rayita se lleva las manos a la cabeza.
Quiere gritar, seguramente insultarme. Trato de entenderlo y por lo que hemos
hablado, sus lecturas de literatura peruana contemporánea vienen guiadas por
mis recuentos.
Rayita se retira de la librería, dejando
olvidada su mochila.
Ya volverá, me digo.
A las dos horas regresa. Ensangrentado y
amoreteado.
“¿Qué te ha pasado?”, le pregunto.
“Me he mechado con unos manes,
necesitaba desatar mi furia”, dice.
“¿Y por qué quieres desatar tu furia?”
“Gabriel, ¿no te has dado cuenta: el
pueblo espera tu recuento? No la cagues, pe, no la cagues”.
“Rayita, tienes a la mano otros
recuentos”.
“No, carajo, no. Haz tu recuento, o te
meto brujería, te meto brujería, en serio, man, te meto brujería”.
Rayita se acomoda la mochila en la
espalda.
Rayita comienza a moverse a un ritmo
endemoniado. Extiende los brazos y los dedos de sus manos se mueven como si
fueran las garras de un gallinazo. Su boca abierta, de la que huye todo el
aroma a trago bebido en la madrugada. Ya me habían hablado de los arranques
demoníacos de Rayita, quien se retira de la librería susurrando en una lengua
incomprensible
¿En dónde vi esos movimientos?, me
pregunto.
*
Vuelvo a lo que estaba haciendo. Prendo
otro cigarrito y me sirvo otra taza de café. No pasan muchos minutos para saber
la razón de mi desánimo por el recuento. Esta razón obedece a que este 2015 no
solo se ha visto privilegiado con muy buenos libros, sino que también hemos
sido testigos de la aparición de varios discursos encontrados entre sí, que
sazonaron un ambiente literario que se la ha creído, que ahora sí se siente
facultado para afirmar que atravesamos un maravilloso momento en narrativa.
Por ello, antes, cuando hacía los
recuentos, me concentraba únicamente en los libros que más me habían gustado.
Pero ahora no, me resulta imposible pasar por alto lo que acontece más allá de
la circulación de un libro, porque lo “externo” al propio tránsito del libro sí
ha influido al momento de valorarlo literariamente.
Saco a Frank Zappa de la lectora y pongo
el infaltable Street Hassle de Lou
Reed, que ayuda para estas cuestiones de ejercicio de memoria, porque eso es un
recuento, un ejercicio de memoria en el que muchas veces se te escapa un título
que te gustó.
Ya me pasó y me seguirá pasando.
*
Hace un toque dije que los discursos
paralelos a las apariciones de los títulos marcaron una pauta en este 2015 que
lo tuvo todo y que posiblemente termine en este 2016 con una demanda al
narrador Leonardo Aguirre a cuenta de un libro que ni siquiera ha salido y por
el que más de uno ha saltado sin tener la más mínima idea de qué va. Quien esto
escribe ya leyó Asociación ilícita y
puedo decir que es el mejor libro del “Plumífero”, el proyecto que tarde o
temprano le asegurará un espacio en la narrativa peruana contemporánea. Si en
caso Aguirre acabe encerrado, él seguirá escribiendo, mismo Chester Himes,
feliz, comiendo mandarinas y panes con camote, que tanto le gustan.
*
Tuvimos más de una intentona de debate
que no llegó a nada, revelando, una vez más, que los escritores peruanos son
campeones para el achoramiento discursivo y virtual en Facebook, pero carentes
de tolerancia cuando se debe intercambiar ideas. Les gana la bacanería a lo
bestia y al momento de debatir se cierran como los que son: palomillas de
ventana. Pienso en el discurso sobre la Antimemoria impulsado por Francisco
Ángeles. Al menos yo sí entendí a qué quería referirse cuando hablaba de la
antimemoria, hecho que reforzaba la atención que despertaba la llamada
narrativa del yo, que dicho sea, ayudaba al autor a seguir promocionando su
novela Austin, Texas 1979.
Si hacemos un breve repaso, y en
especial, si llevamos a cabo un elemental ejercicio de objetividad, habría que
estar cerrado de miras para no reconocer que la tan mentada, y maltratada por
ignorancia, narrativa del yo, es la que ha revitalizado a la narrativa peruana
publicada en los últimos años. Cada escritor está en su derecho de forjar los
discursos que se ajusten en pos de su proyecto, siempre y cuando los sepa
sustentar llegado el momento. Si rastreamos estos aires del yo, aseveraríamos
que de nuevo no tienen nada. Este registro estuvo ausente durante muchos años y
cobró fuerza gracias a Contarlo todo
de Jeremías Gamboa, novela saludada y criticada por igual (solo en la lectura
posterior a la algarabía de su propaganda, esta novela ha comenzado a ser
apreciada como lo que es, una buena novela), cuya recepción dejó el camino
libre a Austin, Texas 1979, cuya
primera edición se hizo de elogios y saludos, mas no así la segunda, que
recibió críticas, pero estas en lugar de abordar sus deslices literarios,
venían con la mira puesta en la persona del autor. No nos hagamos problemas, en
ello contribuyó Ángeles, que no pudo con la sobreexposición, de la que fuimos
testigos en la última FIL, al punto que se le comenzó a llamar “Perejil”
(infaltable en todas las salsas). En paralelo a esta sobreexposición, Ángeles
desarrolló un discurso de que le favorecía y que se enriquecía con otros títulos
que también abordaban el registro del yo, títulos que venían obteniendo no solo
buenas reseñas, sino también el favor de los lectores, como es el caso de Pequeña novela con cenizas de José
Carlos Yrigoyen, que recibió favorables críticas como también negativas,
detalle que siempre voy a destacar en un libro. Como bien decía el tío
“Paciencias”, solo los libros que reciben críticas de ambos lados, son los que
van a quedar, desconfía de los libros que generan solamente críticas positivas.
Sin presentación del libro, sin tanta exposición, Yrigoyen dejó que su libro
siga su curso y al final el lector fue el que decidió agotando su primera
edición.
Ni bien comenzó a hablarse de la
narrativa del yo, ya sea en medios y entre los lectores, entraron a la cancha
las voces que han hecho carrera en base a la violencia política. Y, por
supuesto, las otras voces que no soportaban el figuretismo de su hacedor, ni
sus bigotes se salvaron del señalamiento.
Se tuvo la oportunidad de confrontar algunas
verdades y sacar provecho de ellas, como lo endeble que era la el discurso del
yo, que hacía aguas en marca personal, como también esa gran verdad que
significaba la narrativa de la violencia política, tópico que ha entregado más
de un título importante pero que en los últimos años no ha mostrado un título a
la altura de La violencia del tiempo,
La hora azul, Rosa Cuchillo y Retablo. Para
poner a derecho esta verdad, no hacía falta una marca personal, bastaba un
carajazo.
Se produjo un intento de debate que
alcanzó cúspides en escenarios olvidables como el bar o la conversa al paso en
las previas a una presentación. He sido testigo de la furia que despertó el
discurso de la antimemoria, furia que la puedo entender (total, todos tenemos
nuestras huevadas, no somos inmunes a los mandatos ventrales del ego), pero no
en cuestiones literarias, porque lo cierto, lo que un lector que ame la lectura
por sobre todas las cosas no puede negar, es que la narrativa de la violencia
política sí está pasando por un entendible bajón en títulos de calidad y esto
es algo que no debería atarantar a nadie si es que se tiene elementales
nociones de tradición literaria. Lo que jodió, y bastante, es que se haya
puesto en entredicho a todo el aparato crítico que ha forjado trayectoria con
un tópico por demás sensible para nuestra historia última.
En lugar de que se crucen discursos, o
de propiciar un encuentro que nos den brinden más luces sobre una realidad de
la narrativa peruana de los últimos años, los frentes se atrincheraron en
pequeñas mafias que más parecían departamentos de relaciones públicas,
teatralizando la postura en mesas redondas y charlas en las que los autores se
olvidaban de abordar con responsabilidad el tópico que los congregaba para dar
espacio al intercambio de alabanzas. Fue pues un choque de frivolidades, la
frivolidad que figura contra la frivolidad solemne.
¿Qué quedó de todo esto? Pues nada. Solo
odio gratuito. El debate sobre la narrativa peruana de los últimos años se
perejilizó. Ese sí apuntaba a ser un debate que pudo dejar cosas para pensar y
reflexionar, un debate actual superior a ese debate fugaz entre vitalistas y
metaliterarios que se dio a mediados de la década pasada. ¿Lo recuerdan?
Pero no todo fue fracaso para la
escritura alimentada del tópico de la violencia política. Una novela y un
híbrido fueron luces para un tópico que más de uno ha usado como un trampolín a
la fama. Por ello, sin ser lo mejor en ficción de Alonso Cueto, La pasajera es una novelita que se deja
leer con gusto y placer. Más allá del tema asociado, el apabullante éxito de esta
novelita yace en que cumple con las expectativas de todo lector, pasarla bien.
Uno puede o no estar de acuerdo con su manera de narrar, pero nadie va a negar
que Cueto es un ducho estratega de historias, ello no me libra del señalamiento
que en persona le dije al autor hace unos meses en la PUCP: “tienes un problema
de oído con tus personajes”. El otro libro, exitoso a nivel de ventas y que ha
propiciado más de una discusión, es Los
rendidos de José Carlos Agüero. Este, sin duda, es un libro demasiado
incómodo, que cuestiona, en el que prevalece honestidad de Agüero. Puedo estar
de acuerdo o no en muchos puntos, empero, ello no impide que recomiende su
lectura y que su campo de discusión también llegue a los colegios. La lectura
de Los rendidos también me ha llevado
a reflexionar sobre la necesidad de textos que nos brinden miradas distintas,
desde el registro de la no ficción, sobre las secuelas que dejó el conflicto
armado interno. La pluralidad de miradas hará que sepamos entender en toda
magnitud lo que dejó esa etapa oscura e hiriente. Ahora, quienes me conocen
saben que no soy partidario de ningún discurso ideológico, aunque algo de
izquierda hay en mí y lo manifestaría si es que la izquierda en Perú fuera normal
y coherente. Por ello, deseo que en los próximos años también se editen y
publiquen textos similares a los de Agüero, pero desde el punto de vista de los
hijos y nietos de los militares (no pienso en los mandamases), aquellos jóvenes
que por causa del servicio militar obligatorio fueron mandados a una guerra que
no entendían, adoctrinados en base a consignas castrenses, que terminaron asesinados,
mutilados y locos, y lamentablemente olvidados por el estado y la sociedad.
Solo así completaríamos el círculo temático para entender esos años. Solo así tendríamos
un discurso abierto, sin las máculas de los intereses de la izquierda, tal y
como lo estamos viendo hoy. Claro, para que eso se dé y no quede en un mero
deseo, el discurso antagónico, el de la derecha, tendría que empezar a
ilustrarse.
*
En una entrevista que me hicieron
algunos meses en Lima Gris, Gabriel Rimachi me preguntó qué opinaba de lo que
venía publicándose en los últimos meses. Mi respuesta fue muy clara. Pues bien,
ahora sí podemos hablar de un posible buen momento, o en todo caso, en que
vamos camino hacia esa realidad. Lo he pensado más de una vez, pero si me dejo
guiar por ligerezas conceptuales, no me sorprendería que Nuevos juguetes de la Guerra Fría de Juan Manuel Robles y La distancia que nos separa de Renato
Cisneros sean vistos en el gran futuro como goles de otro partido. Ambos títulos
animaron la algarabía discursiva de este supuesto gran momento.
Sobre estos dos libros percibo un
silente y saludable debate sobre cuál fue el mejor del año. En cuanto a mí, no
me hago problemas. No elijo ninguno y me quedo con los dos, por tratarse de
proyectos escritos desde el forro y en respeto a una historia que contar. Su
éxito (ambos en crítica, pero en lo comercial no puedo decir lo mismo del título
de Robles, detalle que ojalá desarrolle en otra oportunidad) no solo se debe a
los temas abordados, sino a la compleja sencillez de su escritura. Ambas
publicaciones son una patada en los huevos a esa mentira extendida: escribir
bien es hacer literatura. Se supone que todo escritor, así sea el más mediocre
de todos, está llamado a escribir bien, pero escribir bien no es experiencia
literaria, la experiencia literaria es el asombro/conmoción que alimenta un
texto en el lector.
La historia hubiera sido muy distinta si
no se publicaban este 2015. Muy distinta, la verdad. Estaríamos hablando de una
crisis narrativa, que lo leído el año pasado no fue más que una esperanza y que
el nuevo narrador peruano promedio aún está lejos de proyectos ambiciosos.
Debemos estar agradecidos por su publicación, ambos libros sustentan todo lo
que se publicó en narrativa peruana este año, incluyendo el cuento. Por eso
dije que son goles de otro partido. Más o menos teníamos una vaga idea de lo
que podía leerse, pero nadie esperaba que sean tan buenas y puedo entender el
entusiasmo de más de un comentarista, y claro, el apego estratégico de más de
un escritor que pretendía sumarse a cualquiera de estas novelas, buscando una
forzada sociedad que al final sí le trajo aunque sea un mínimo rédito, que no
debe sorprender, porque sumarse a cualquiera de estos libros era apostar a ganador.
Lo afirmo, me la juego: Nuevos juguetes
de la Guerra Fría y La distancia que
nos separa ya son clásicos contemporáneos.
Lo que sí no puedo dejar de consignar,
es el temor que siento a lo que después publiquen Robles y Cisneros. Lo que
cada uno ha construido es un gran árbol, frondoso y fibroso, o sea, lo que
hagan en adelante va a estar a la sombra e inevitable comparación con lo que
lograron este 2015. O bien serán escritores que sobrevivan con un título
recurrente, algo que no tiene nada de malo, más de uno lo hace, o serán de los
que lo superan, que de ser así, estaríamos hablando de auténticos grandes. Solo
uno lo logrará.
*
Algunas novelas van a sobrevivir a los
caprichos del 2015. Pienso en la furia poética de Victoria Guerrero con Un golpe de dados, en Sucedió entre dos párpados de Fernando
Ampuero y las novelas cortas en un solo volumen La pasión de Enrique Lynch y Necrofucker de Richard Parra. El paso
de Guerrero a la narración lo hizo respetando los tópicos que han caracterizado
su poesía, fue honesta y en esa honestidad fue visceral. Ampuero nos entregó
una novela distinta a lo que ha venido haciendo en su narrativa. Lo he señalado
más de una vez, lo suyo siempre será contar una historia y le haría bien a los
nuevos narradores peruanos, como a los aspirantes, a comenzar a seguir el
magisterio Ampuero. Sé que esto no gustará a muchos, pero me importa muy poco, porque
a la tradición me remito y también a nuestro contexto, que desde hace rato
vienen reclamando contadores de historias en lugar de malabaristas verbales. Con
una prosa lacónica, Parra se yergue como una de las principales voces de la
narrativa latinoamericana actual. En sus dos novelas el tópico de la violencia
adquiere un protagonismo que define a sus personajes, la primera canalizada en
un plano histórico y la segunda como un testimonio de época, los ochenta.
No negaré que esperaba más de KimoKawaii de Enrique Planas. La novela
tenía para muchísimas páginas más. Por cierto, es lo más logrado que ha escrito
desde su novela debut Orquídeas del paraíso,
que aprovecho en recomendar. Me gustó también CÍA Perú: 1985 de Alejandro Neyra, a quien sugiero una edición
aumentada de su librazo Peruanos de
ficción. El circuito Under también tuvo lo suyo con el salvaje Miguel
Fegale y Los corazones anestesiados.
Un par de novelas que han pasado desapercibidas,
imagino porque a sus autores les hace falta un seminario maratónico de
autobombismo y relacionismo, porque en realidad, lo que escribieron mereció
mayor suerte, una atención más responsable, no solo de la prensa de estafeta,
sino también de la crítica. Me refiero a Ríos
de ceniza de Félix Terrones y Fraga
de Augusto Rubio Acosta. Terrones, nos entrega una novela de aliento que hay
que celebrar, aunque esta celebración viene con innecesarias dosis de chancaca.
Si algo más puedo decir de Ríos de ceniza,
es que su verdadera lectura se dará en los próximos años, puesto que esta
novela es para lectores cuajados, los primerizos no la van a entender, menos
valorar. Además, la hermano con Casa de
Islandia de Luis Hernán Castañeda. Pues bien, si Rubio se moviera en el
circuito limeño, su novela no hubiera sido desdeñada. Fraga no es un canto a la excelencia narrativa, pero sí exhibe
puntos altos que remecen en su brevedad. El autor acierta al hacer uso del
registro del diario y en esa libertad del registro encontró la libertad para
contar.
Percibo desde hace algunos años una
queja de algunos cultores de la narrativa fantástica y de ciencia ficción. Es
cierto que no estamos ante un género nuevo y que viene de a pocos construyendo
una tradición. Lo malo es que sus promotores han confundido el discurso de
divulgación con uno de enfrentamiento contra la narrativa realista. A estos
cultores les sugeriría, en buena onda, que ese no es el camino. La narrativa
fantástica viene construyendo su tradición, por medio de grandes rescates como
la novela El hijo del doctor Wolffan (un
hombre artificial) de Manuel A. Bedoya y la paulatina consolidación de
Carlos de la Torre, que este año nos entregó la novela Cuando la sangre importa. Sin duda, no son pocos los títulos ubicados
en los cauces de lo fantástico y la ciencia ficción. Pero habría que tener
presente que el tema no puede justificar el alcance literario. A este paso, la
valoración será la misma que se hace con los libros de ficción insertados en la
violencia política: el tema sobre la validez literaria. Por ello, sus
promotores críticos deben respirar un poco, autocachetearse a modo de
relajación, optar por un clavado en la piscina para refrescar la cabecita,
antes de caer en la demagogia valorativa.
*
No ha sido un año generoso en cuentarios. Hemos tenido
publicaciones que bien podemos calificar
de interesantes y contadas que podemos tildar de (muy) buenas. No hemos sido
testigos del Libro de cuentos, como sí el año pasado con Las siete bestias del Christ Gutiérrez-Rodríguez.
Evolución.
Eso es lo que he visto en Johann Page
con Todo termina esta noche y Yeniva
Fernández con Siete paseos por la niebla.
Si tuviéramos que hablar de voces narrativa con proyección, tranquilamente
tendríamos que mencionar a Page y Fernández. Tal y como lo he dicho más de una
vez, la literatura es como el fútbol, nada está dicho hasta que te mueras.
No puedo negar que Tres mujeres de Susanne Noltenius me gustó por su primer cuento,
“Divorciada”, una novela corta rotulada de cuento. “Divorciada” es un cuentazo,
que ratifica a los lectores la excelente contadora de historias que es
Noltenius. Nuestra crítica se ha preocupado muy poco en comentar la obra de
Noltenius, mas no así los lectores. Tres
mujeres está a nada de igualar el éxito de su primer libro, el también
cuentario Crisis respiratoria.
Estamos pues ante una narradora madura, que bien harían en seguir sus colegas
de oficio, tanto hombres y mujeres. Para narrar, hay que hacerlo desde el vientre,
con nervio. Sobre El palacio de la
felicidad de Dante Trujillo diré mismo que le dije al autor en persona en
la última FIL: tanto el primer relato, “Club de invierno” y el último, homónimo
que titula la publicación, me gustaron mucho y sostienen todo el libro. Los
demás, “creo que los escribiste al vuelo, ya que percibí un apuro por cerrarlos”.
Trujillo sabe lo que narra y el mundo que quiere representar, uno que conoce y
en base a ese conocimiento encontramos una verdad discursiva. Ahora, lo que sí
he notado es que ha habido cierto temor al comentar este libro, he visto
reseñas que hacen gala de un sobadismo indignante y otras que solo se han
limitado a la descripción. Claro, en ello tiene que ver que Trujillo sea el
editor de El Dominical, semanario cultural que ha sido rescatado. Gracias a él,
El Dominical ya no parece un boletín de ONG que resguarda el medioambiente.
Pero a lo que voy, la crítica debe tratar al Trujillo escritor como lo que es,
un escritor. También llamó mi atención Las
visitaciones de Pedro Llosa, escritor que sabe de lo que escribe y cuya
obra ya está comenzando a ser considerada por los lectores y la crítica. Sin
embargo, los que conocemos y gustamos de su poética aún estamos esperando su
Cuento, aquel llamado a quedar como la insignia de su sólida obra cuentística.
Una nueva voz: Joe Iljimae con Los Buguis. Sé que esta publicación va a
generar anticuerpos, más de un descriptivo ya está sacando la guadaña, afilando
el cuchillo. Y me alegra que sea así puesto que promuevo que le saquen la
mierda al libro como tal, mas no a la persona. Quien esto escribe es un forzado
padre literario de Iljimae, y lo que puedo decir de Los Buguis es que sus cuentos nos regresan a la sustancia de la
calle, a la picardía y dolor del sujeto adolescente, a una mirada del mundo que
por posería, arribismo o cobardía no es abordado por muchísimos narradores
locales. Ñaña, como espacio literario, ingresa en una llanta por el río para
tomar posición en el circuito literario limeño. Como toda publicación inicial,
Iljimae no es libre de una mirada inocente, inevitable en la concepción de
varios de estos cuentos. Y no tan joven como Iljimae, y menos jodido, encuentro
la madurez en un narrador al que deberíamos comenzar a seguir la ruta. Más de
una vez he pensado escribir un artículo sobre los mecanismos ocultos, el ánimo
discreto, de ciertas voces que prefieren no exponerse demasiado o que en todo
caso no generan la atención de la lectoría, menos de la crítica. Me refiero a
Christian Solano, seguramente el mayor exponente del microrrelato hoy en día en
Perú. En el 2014 publicó un libro titulado Almanaque,
muy saludado entre los entendidos y el año que pasó Motivos de fuerza mayor, editado en Chile. Solano es un capo.
Rehúye del efectismo y ha sabido sacar ventaja de sus defectos (algo que solo
pueden hacer los buenos escritores). En voces como Solano el microrrelato en
Perú queda en buenas manos. Solano es un narrador serio, tan serio como el
esquivo Jorge Cuba Luque que publicó Ladrón
de libros. Cuba Luque es cuidadoso al momento de narrar. Los años no pasan
en vano para él, su prosa es producto de una dedicación solitaria y silente.
Pese a que el conjunto de relatos sea irregular, hagamos hincapié en que el
cuento homónimo que titula el libro es no menos que un cuentazo, cuentazo que
debe figurar en cualquier antología de narrativa peruana contemporánea. Aunque
como van las cosas, se hace necesario que el autor también tome cursos
acelerados de autobombo.
Pues bien, emplazo a los llamados
comentaristas de libros peruanos a que lo busquen y reseñen. El autor era un
pata excesivamente discreto y su obra, breve, ha sido saludada, pero no lo
suficientemente difundida. Si hay una poética que debemos rescatar, esa es la
de Jorge Ninapayta. La publicación de El
arte verdadero y otros cuentos es la confirmación de lo que sabemos los supuestos
entendidos. Es hora que Ninapayta pase esa barrera del círculo estrecho de los
supuestos entendidos y se instaure en el imaginario de los potenciales
lectores, sea en colegios, academias y universidades. También he quedado
gratamente sorprendido con La caza
espiritual de Miluska Benavides, cuentario que sin duda la romperá en las
próximas semanas. La narrativa peruana adolece de voces serias, por ello, hay
que saludar y promocionar a Benavides, de quien podríamos decir que no escribe,
sino que cincela, además, el efectismo no es lo suyo. A diferencia de sus
colegas varones, ella de a pocos destroza al lector.
Me es imposible no manifestar mi
decepción de Las aventuras del señor
Bauman de Metz y otras historias de Miguel Gutiérrez. Los que siguen mis
textos saben mejor que nadie la admiración que me genera la obra de Gutiérrez.
Sin embargo, cuando termine de leer este libro, no supe qué explicación abrigar
para entender la razón de su publicación. De entre todas las hipótesis, pesa la
del nombre y prestigio de Gutiérrez. La editorial que lo publica necesitaba
lanzar algún libro de su escritor peruano más importante.
*
Acabo de hablar de los cuentos.
Toca hablar de la antologías.
Hay algunas cosas que debemos decir al
respecto.
Pues bien.
Por lo mejor. De todas las antologías
publicadas este año, me quedo con tres, por su coherencia temática y por la
honestidad que se muestra en su elaboración: Al fin de la batalla. Después del conflicto, la violencia y el terror
de Ana María Vidal, Cincuenta
microrrelatos de la generación del 50 de Óscar Gallegos y Ultraviolentos. Antología del cuento sádico en
el Perú de José Donayre.
Las tres antologías se han movido como
se mueven los buenos libros en nuestro medio, por medio del boca a boca. Quizá
no esté del todo de acuerdo con la intención de Vidal en cuanto al tema que
canalizó los textos de sus autoras convocadas, seguramente Donayre pecó de
inclusivo a la hora de convocar a tantísimos escritores. Más allá de este
posible reparo, este par de antologías nos brindan en especial un fresco de
autores a los que debemos seguirles la ruta. Por su parte, Gallegos fue a lo
seguro, lo cual es válido.
En este medio publiqué un artículo sobre
dos antologías de la narrativa peruana de los últimos quince años. Sé que ese
texto provocó un revuelo, que no solo se limitó al círculo limeño, también me
siguió hasta Arequipa. En dicho artículo hablaba de las impresiones que me
generaron El fin de algo de algo de Víctor
Ruiz y Selección peruana 2001 – 2015
de Ricardo Sumalavia. Al respecto, reconozco dos cosas: la primera, que se me
pasó la mano con Sumalavia, a quien pedí disculpas en mi blog; y la segunda,
pues debí esperar a que salgan los libros para comentarlos y no limitarme a su
lista de autores.
No es que me las quiera dar con aires de
adivino, pero la lectura de estas antologías confirmó lo que sospechaba. La de
Ruiz pudo estar muchísimo mejor y la de Sumalavia se presta a la fórmula
autopromocional (“la narrativa peruana pasa por este sello”, sería la idea) que,
debemos reconocer, tiene éxito puesto que Lasso, aparte de intocable cabecero,
es un excelente lobista, sus tentáculos se meten hasta en el Hay Festival y
cuanta feria haya por allí.
Desde que vieron la maravillosa luz,
ambas antologías necesitan de un empuje promocional cada cierto tiempo. Aún no
se insertan en el imaginario del lector, quedan fuera de la constelación de la
genuina propaganda: el boca a boca del lector. Al respecto, colijo el paso en
falso de ambas antologías: Ruiz y Sumalavia pecan de pusilánimes en sus prólogos.
No apuestan por una postura y se entregan a la mirada descriptiva, se cuidan
demasiado y en ese juego a la defensiva que busca el empate, no proponen
absolutamente ni mierda. Lo que dicen en sus prólogos se estanca como chela sin
gas en medio de la garganta. Y una sugerencia para las próximas antologías: las
antologías se leen, comentan y discuten por sus prólogos.
*
No ha sido un año generoso para la
poesía peruana. En verdad, llevamos años en que no encontramos voces que nos
permitan apreciar una continuidad de nuestra tradición poética. A diferencia
del narrador y pensador peruano, el poeta de esta hermosa tierra sí tiene
sombras con las que tiene que luchar, sombras que minan su intención por hacer
algo nuevo, escogiendo entre el ridículo y la imitación, sin garantía alguna de
que vaya a salir algo bueno o relativamente decente. La tradición poética
peruana es de un peso abismal, abusivo en muchos aspectos. En términos
futboleros, sería Brasil o Alemania. Entonces, no es fácil ser poeta en el
Perú. En ello ni se salvan los poetas de más experiencia. Uno de los problemas
que refuerzan esta realidad es la ausencia de rigor entre los mismos poetas,
sumado al afán propagandístico de muchos que pelean a muerte por una invitación
a cualquier encuentro de poesía que haya, no importa el lugar, hacia el más
allá se dirige el poeta peruano promedio con tal de que se hable de él.
A pesar de esta realidad, este año se
han publicado poemarios que nos pueden no brindar una esperanza, pero sí una
posibilidad que nos encauce a la tradición a la que pertenecemos. Se hace
necesario que el poeta peruano, joven y de experiencia, asuma el ejercicio de
la poesía como si fuera un primerizo, dispuesto al asombro y al trabajo con el
lenguaje que deje de lado la mera inspiración. Como lector de poesía peruana,
me da lo mismo quién sea el que escriba. A todos los asumo como primerizos,
como poetas en ciernes. Solo bajo esta estrategia he encontrado poemarios que
me han gustado y que reflejan una proyección de sus autores, he hallado poetas
de verdad en lugar de toparme con patas y flacas que quieren parecer poetas.
Además, justo es señalarlo, si estos poemarios que me gustaron pertenecieran a
otra tradición, a cualquiera de Latinoamérica, no lo pienso mucho: la romperían,
o en todo caso, resistirían el fugaz olvido.
Sin orden de preferencia: Siete días para la eternidad de Eduardo
Chirinos, Cuaderno extranjero de
Enrique Sánchez Hernani, Un incesante
vacío de Wilfredo Lévano, Leche
derramada de July Solís, Construcción
civil de Willy Gómez, Izquierda unida
de Álvaro Lasso, Rock and Roll de
James Quiroz, Póstuma(mente) de
Eduardo Cabezudo, Sobrevivir es un acto
de invierno de Ana María Falconí, El
aleteo azul de la mariposa de Pedro Novoa, Lección de las aves de Eduardo Reyme, Autorretrato del piloto de Paul Forsyth, Ciudad ajena de Patricia Colchado, Discursos interiores de Ana Mónica Vílchez, Atado en oréganos de Paul Condorena, Diseño de interiores de Jossimar Cavalier, La máquina de matar fascistas de Fernando Pomareda, La destrucción es blanca de Myra Jara y
paramos de contar.
Ahora, lo mejor que en materia poética
nos dejó el 2015 vino por cuenta de los pilares y referentes de nuestra
tradición poética. Estos pilares llegaron a los lectores por medio de
compilaciones, reediciones y obras completas.
No soy fan de Luis Hernández, pero vaya
que este poeta tiene hinchas. Hernández nunca ha tenido lectores, eso lo tengo
muy claro. Que no nos extrañe el éxito arrollador de la poesía publicada en
vida del vate, Las islas aladas.
Celebremos el rescate de Symbol,
mítico poemario de lisergia verbal de Roger Santiváñez. Lo leí con fruición,
una y otra vez. Este es el Santiváñez que va a quedar.
Uno de los poemarios de José Watanabe
que no se podían encontrar y que ahora tenemos en una edición pulcra y bien
cuidada, El huso de la palabra. Para
muchos, se trataría del rescate editorial del año. Obviamente, imposible pasar
por alto la publicación de Poeta en Lima
y Poeta en Roma, los dos primeros
volúmenes de cinco, de la obra completa de Jorge Eduardo Eielson. No
exageramos, estos dos libros significaron todo un acontecimiento y son pruebas
fehacientes de la vigencia de Eielson entre los lectores de poesía peruana.
Este artista integral no solo es una voz para los lectores en ciernes, su
epifanía no conoce de generaciones y haríamos bien en sindicarlo como el poeta
peruano más influyente de los últimos treinta años. Eielson se ha convertido a
la fecha en un sentimiento, se ha convertido en un hacedor de fetichistas. Todo
lo relacionado a Eielson genera un rotundo interés. Hasta los polos y llaveros
de Eielson se acaban.
Soy testigo del ánimo devorador de los
lectores por César Moro. Es cierto que estamos hablando de una voz canónica de
nuestra tradición, pero el acceso a su poética era no menos que limitado,
además, se había convertido en una leyenda a cuenta de las anécdotas que se
contaban de él, como la que hizo Vargas Llosa en su momento. Felizmente, y para
bien de los lectores de poesía no solo peruana, la publicación de la obra
poética completa del vate debe ser celebrada por todo lo alto, mas no se trata
de un logro aislado, porque si hoy en día Moro se ubica en el lugar que merece,
es gracias a la labor de rescate que se hizo desde mediados de los noventa. El
rescate no vino por cuenta de los celadores de la academia, sino por voluntad de
estudiantes de literatura de San Marcos y la PUCP, que empezaron a transcribir
los poemas de Moro y a escribir sobre él, proyectando un interés que volvió con
fuerza a las cátedras después de años de inexplicable ninguneo. El esfuerzo
valió la pena y su legitimidad es saludada hoy en día por lectores y
especialistas. Además, su poética no se alimenta únicamente de la poesía,
también de las artes plásticas. Moro inagotable, pues.
*
Ha sido un año curioso.
Muy curioso en reediciones, si gustas,
también las puedes llamar reimpresiones, segundas ediciones…
El problema pasa cuando se quiere vender
una segunda edición y reedición como si fuera una prueba de legitimidad
literaria.
Comienzo por lo que vale, por lo que hay
que saludar y destacar: Por qué hacen tanto
ruido de Carmen Ollé, Salón de
belleza de Mario Bellatin, Babel, el
paraíso de Miguel Gutiérrez, Escuchando
tras la puerta de Harry Belevan, El
cazador ausente de Alfredo Pita y Generación
Cochebomba de Martín Roldán Ruiz. En distinta medida, hablamos de clásicos
contemporáneos de la narrativa peruana. Cada uno de estos títulos ha tenido un
viaje peculiar a lo largo de los años. A la fecha nadie puede discutir lo
canónico que es el libro de Bellatin, no solo para la narrativa peruana, sino
para la escrita en español. La novela de Ollé ahora será leída y no únicamente
citada, siendo pues un título bisagra en la poéstica de la autora. Y la tribuna
ya debe estar celebrando la reedición de Babel…,
la estupenda novela del autor piurano. Para muchos estudiosos de la obra del
escritor, esta novela es la que refleja la maestría narrativa de Gutiérrez, la
dosis exacta de su magisterio. Belevan regresa con su clásico cuentario, la
relectura del mismo ha corroborado mis sospechas, puesto que su libro no ha
envejecido nada y debe leerse por su calidad literaria más allá del registro al
que pertenece. El mismo ánimo celebratorio habría que proyectar con la mejor
novela de Pita. En el caso de Generación
Cochebomba he sido testigo del público cautivo que ha ido formando el
autor. Esta cuarta edición conoció el éxito de las anteriores. Una de ellas, la
segunda si no me equivoco, estuvo plagada de errores, que felizmente no
atentaban la fuerza y nervio de la narración, errores que no se cometieron en
las dos ediciones posteriores, porque los editores de Colmena cambiaron de
oficina, abandonaron las mesas del bar Don Lucho por un ambiente ajeno a las
distracciones. No pasemos por alto la edición española de GC, por cuenta de Pepitas de calabaza.
Bajo la estrategia del susurro han
aparecido otras reediciones y segundas ediciones. Hablamos de estrategias mal
hechas, que no cumplen su fin, que no es el literario, sino uno vacío y
plástico, que es convertir a su autor en una voz importante. Hasta aquí, todo bien. Pero qué pensar
cuando libros mediocres y encima aburridos, a lo mejor bien escritos pero que
no transmiten nada, se lanzan con una segunda edición sin tener justificación
literaria ni comercial, veamos el caso de La
felicidad es un arma caliente de Víctor Ruiz. Tenemos dos opciones para
intentar comprender este fenómeno literario o pendejada travestida de
legitimidad: o bien Ruiz tarjeteó la primera edición (a saber, yo recibí tres
ejemplares del libro, claro, no me los dio Ruiz, los recibí en sobres manila a
mi nombre, uno cada dos meses; o sea, si yo, que he dicho lo que he dicho de
Ruiz, recibía un libro suyo, fácil ha recibido su ejemplar hasta el tío
“Cienfuegos” del bar Monarca) o como señala la leyenda urbana: que Ruiz embaló tres
cajas gigantes de leche Gloria, en las que se encuentran 400 ejemplares de la
primera edición, cajas muy bien escondidas debajo de su cama.
Pues bien, yendo a lo serio: la
reedición excluyente de este 2015 es la publicación en un solo volumen de los
dos primeros libros de Marco García Falcón, el cuentario París personal y la novela El
cielo de Capri. Esta clase de publicaciones las he visto muy pocas veces en
la narrativa peruana. Trato de hacer memoria y lo cierto es que no encuentro un
antecedente. Celebremos este libro que nos pone en primer plano a un narrador serio
y con oficio, que ha ganado un lugar de importancia en la narrativa peruana
contemporánea si caer en el lustrabotismo y el relacionismo. García Falcón es
La prosa más sólida de la narrativa peruana de este siglo.
*
Llevo años prefiriendo la no ficción,
ese gusto se ha reforzado también en cuanto a las publicaciones peruanas.
Cuando se habla de no ficción se usan muchas definiciones, cada una de las
cuales con la clara intención de defender un registro en específico. Como
lector no me hago problemas al respecto, pues siento que pierdo mi tiempo. El
placer de la lectura es uno y hacia ese placer debe entregarse el lector. Lo
otro, la definición que nos lleve a la esencia de su bastardía, se la dejo a
los autorizados.
Como dije, yo prefiero el placer el
texto.
A diferencia del anteaño pasado, en el
2015 no he leído un libro que me haya dejado totalmente satisfecho. No obstante,
varios títulos me gustaron, aquí van: La
poética nodal de Alex Morillo, trabajo sobre Eielson, en donde constatamos
la intención del autor de escribir no solo para los entendidos, sino también para
el lector de a pie. Al respecto, debería propiciarse más la publicación de
libros de divulgación, que no carguen el lastre de la jerigonza académica entendida
a lo mucho por diez gatos. Julio Ramón
Ribeyro. Las respuestas del mudo de Jorge Coaguila, que en esta cuarta
edición aumentada se corrobora una vez más el creciente interés que no solo
yace en la obra del escritor, sino en los títulos que abordan su figura y
poética. Ribeyro se ha convertido en un imán, algo que no debe sorprender ya
que Ribeyro tiene lectores con tendencia al fetichismo. Esta publicación nos
sumerge en el mundo íntimo del escritor por medio de las entrevistas que más
han hurgado en su manera de ver la vida y en su método de escritura,
encontrando un rasgo recurrente, solo entre los grandes: hacer sencillo lo que
se pinta de difícil. Sumemos también Autobiografía
del Perú Republicano. Ensayos sobre historia y narrativa del yo de Marcel
Velásquez y Ulrich Mucke, 1945. Jorge
Eduardo Eielson. Vida y canción en Lima de Paulo César Peña, Incendiar la pradera de José Luis
Rénique, El cine peruano en tiempos
digitales de Ricardo Bedoya, El mundo
al revés de Julio León, Saña. Apogeo
y destrucción (1563 – 1720) de Jorge Zevallos Quiñones, La rebelión de Túpac Amaru de Charles
Walker, Confesiones de un lector de
Alonso Cueto, Tránsitos de Alfredo
Dammert, Marginalia de Carlos
Yushimito y Puente aéreo de Gustavo
Faverón.
Un comentario aparte merece Mitad monjes, mitad soldados, sólida
investigación periodística de Pedro Salinas y Paola Ugaz. Si la memoria no me
falla, es la primera vez que un libro peruano genera un remezón más allá de su
lectura, completando de esa manera la intención de su publicación. Si el libro
pasaba como una “sólida investigación”, su vida no iba a durar más de lo que la
publicidad le pudiera ayudar, mas esta vida se anuncia como larga y esperamos
que pueda cerrar su círculo: llevando a la cárcel a aquellos que arruinaron las
vidas de decenas de jóvenes.
Seguramente, lo que vaya a decir generará
alguna molestia, pero no puedo dejar de recomendar César Vallejo. Una biografía literaria de Stephan Hart. Libro
publicado en el 2014, pero que no tuvo la resonancia que merecía, en parte por
dejadez de los medios como también por la pobre logística en su distribución.
Más de un lector se preguntaba por qué nuestro poeta más grande, voz esencial
de la poesía mundial del Siglo XX, no tenía una biografía que por lo menos
intente dar cuenta de su legado que sigue generando incontables
interpretaciones. Las biografías locales que aparecían sobre Vallejo no eran
más que flojos resúmenes de los lugares comunes que ya conocíamos. En el ensayo
y la crítica Vallejo sí ha inspirado buenos trabajos, pero se reclamaba una
biografía y esta vino por cuenta de un crítico literario inglés, es decir, de
una pluma que pertenece a una tradición en la que sí hay biógrafos, en la que
se considera a la biografía como un género literario al nivel de la narrativa y
la poesía. A lo mejor esta biografía no sea del todo perfecta, puede perfeccionarse
en futuras reimpresiones. La literatura peruana tiene el lujo inmerecido de
abrigar a una apreciable cantidad de voces de primer orden en el imaginario
hispanoamericano, que por más que uno se pregunte, no entiende cómo es posible
que no hayamos germinado una tradición inscrita en la biografía. Nuestros
grandes escritores merecen biografías que les hagan justicia.
*
¿Qué podemos decir de la tibieza
promocional que ha obtenido Morar en la
superficie de Carlos Germán Belli? ¿A quién responsabilizar por tamaña
dejadez hacia el último título de nuestro mayor poeta vivo? ¿Seguramente los responsables
son los llamados críticos literarios que no salen a buscar libros y que solo se
conforman con lo que les mandan las editoriales? ¿Culpa de los tan llamados
lectores de poesía que piden justicia literaria para sus poetas preferidos,
entre los que se encuentra Belli? ¿Acaso es culpa de la prensa cultural en
medios, cuyos integrantes en vez de portarse como periodistas se portan como
aguiluchos hambrientos a la caza del primer sanguchito triple en los saraos
literarios? ¿A lo mejor la culpa la tiene Manuel Burga y no nos hemos dado
cuenta?
Morar
en la superficie
es uno de los libros más bellos que haya podido leer en años. No solo Belli
hace gala de una prosa inteligente, sino que a esta se agrega un componente que
solo encontramos en la esencia de los libros clásicos, en esos libros llamados
a acompañarnos toda una vida, es decir, una sabiduría que te hace una mejor
persona. Y no, no te confundas, con esto de mejor persona no me refiero a la
autoayuda al revés, sino a la sabiduría que encuentras en la confrontación que
te depara la experiencia de la palabra. Belli escribe estas prosas desde la
sencillez del que se asume como grande.
*
Meses atrás un artículo de Fernando
Ampuero, “La generacións post”, despertó una encendida polémica entre los
escritores peruanos. En ese texto el autor daba cuenta de las señas y cotos que
definen a los escritores peruanos que han aparecido desde el 2000. Para variar,
esa encendida polémica tuvo lugar en el terreno en donde el escritor peruano
último se yergue como el bacán del barrio, el man del bar, el chucha de la
cuadra, el faite de la avenida, el vivazo de la carretera, es decir, en la
valentía que encuentra en la privacidad del Inbox del face. Quien esto escribe
se topó con más de un escritor que vino a llorarme a la librería porque su
visibilidad como narrador se había puesto en entredicho ante el ninguneo del
autor, algunas escritoras, un poco más radicales, decidieron quemar los libros
que Ampuero les había firmado y en un acto extremo, de radicalismo consecuente
contra el ninguneo, decidieron retirar los Likes de las fotos en donde aparecía
el autor de Malos modales. Ese
artículo jodió a muchísima gente, incluso a los que fueron mencionados en él,
que no estuvieron del todo de acuerdo con el planteamiento del texto y las
líneas argumentales en las que se sustentó el mismo.
Lo lógico hubiera sido que un panorama
sobre la nueva narrativa peruana, o sobre aquellos gestos y pequeñeces que
identifican al nuevo narrador peruano, sea abordado por un crítico literario de
oficio, que tanto vienen reclamando algunos, cuando lo cierto es que estos
están desconectados de la producción literaria peruana de los últimos años. En
lo personal, más de una vez he tenido que escuelear a más de un literato de
oficio que no tenía idea, a saber, de un novelón como Sueños bárbaros de Rodrigo Núñez Carvallo, que no sabían cómo
calificar Bombardero de Czar
Gutiérrez y en el colmo de los casos, que no pasaban de Los extramuros del mundo de Verástegui. Mas ese no es el problema
con los críticos de oficio, porque ese escollo se arregla leyendo y poniéndose
al día. El problema mayor es su falta de credibilidad a razón de una evidente
demagogia que ponen de manifiesto al hablar de los libros de sus amigos y el
nulo manejo de un lenguaje de divulgación que les permita ofrecer al lector una
visión enriquecedora del libro que les toque comentar. El crítico de oficio
arrastra la misma tara que el crítico de medios: cuida sus palabras y no dice lo
que en verdad piensa.
Por ello, un artículo como “La
generación post” solo lo pudo escribir Ampuero, es decir, un lector. Así nos
guste o no el autor, es de los poquísimos que en realidad dicen lo que piensan
y es en base a esa postura que el artículo generó la bulla que generó, así esta
haya sido silente. Presenciamos una postura en un medio de referencia cultural
del país y esa postura es la que, para bien o para mal, servirá de base para
los interesados en escribir de la narrativa peruana de estos últimos tiempos.
Si un texto como el de Ampuero lo escribía otra persona, ese texto iba a quedar
más temprano que tarde en el olvido, puesto que sería uno contaminado de
demagogia, incapaz de brindar una línea descriptiva que pueda ser entendida
tanto por el lector experimentado y aquel que recién comienza a interesarse en
los nuevos nombres de la narrativa peruana. Un texto de ese calibre solo podía
escribirlo un pata leído y con harta con calle. Mérito de Ampuero.
*
Nadie en su sano juicio va a negar el pésimo
nivel de la crítica literaria local. Como deslicé líneas atrás, es sabido que
el problema de esta no es el nivel, sino su carencia de legitimidad. Cuando se
habla del estado de la crítica, se piensa en la que hay en los medios y no sé
por qué no se dice nada de esa crítica que se hace en la academia, si esta
también carece de legitimidad a razón del mal común, nada nuevo por cierto: el
amiguismo y el relacionismo.
A diferencia de otros años, este 2015 ha
tenido la peculiaridad de la conformación de grupos de críticos que obedecen a
la más variopinta gama de intereses. Hasta podría decirse que los escritores
juegan en pared con los críticos que han posicionado en los medios. No hay pues
una crítica independiente que se ocupe de los libros y que los juzgue en base a
sus méritos y defectos. Eso es lo que he podido ver este año, los bandos
críticos que juegan en pared con sus patrones, topándonos con reseñas positivas
que no eran positivas en cuanto al libro en cuestión, sino que esta iba
dirigida a atacar al patrón del otro bando. El sentimiento menor como
combustible al momento de emitir una opinión valorativa. Claro, esto siempre ha
ocurrido, pero este 2015 el asunto se ha pintado como una frívola destinada a
celebrar mediocridades.
De esta realidad puede librarse en algo
José Carlos Yrigoyen, el crítico de libros de Perú 21. Con aciertos y caídas,
Yrigoyen ha demostrado una coherencia, coherencia que en un circuito normal
sería lo natural, pero que esta realidad nos hace ver como si fuera una
cualidad. Necesitamos más voces críticas que hagan gala de una coherencia
argumentativa y que no se chupen a la hora de comentar. Si me preguntaran por
un crítico literario a quien me gustaría ver en medios, no lo pienso mucho,
recomendaría a Lenin Pantoja, un crítico serio, que no se casa con nadie y al
que no sé por qué no se le brinda el espacio que merece. A lo mejor los críticos
serios también necesiten tomar clases de autobombo y también seminarios de
relacionismo, cosa que así sepan cómo venderse ante el editor de la página
cultural de un diario o de una revista física o virtual.
Así como Zavalita se pregunta en qué
momento se jodió el Perú, haríamos un sano ejercicio en aplicar la pregunta al
estado de la crítica, aunque no sería más que un ejercicio baladí, porque un
breve repaso en su historia nos ofrece una realidad que lleva años sin cambiar:
la crítica nunca ha dejado de estar jodida. Pero la crítica actual ha caído,
como nunca en su historia, en la frivolidad amiguera, en el mal gusto, antes
por lo menos se hacía el intento de aparentar objetividad, en cambio ahora ya
no se respetan los decoros, ni las distancias, ahora el crítico es el chochera
de sus autores reseñados, es parte de la chupeta del fin de semana, el
padrino/ahijado de momento, el utensilio de plástico de la pollada que se tira
al tacho. En este festín juega un papel esencial el autor, que promociona la
hazaña de su Ewok, calificándolo de serio, leído y tantas huevadas más.
*
Con sus aciertos y desaciertos, siempre
he considerado a Ricardo González Vigil como el crítico literario del Perú.
Todos hemos sido testigos de sus excesos de entusiasmo, de sus edictos
motivacionales disfrazados de reseñas. A razón de ello, desde la academia lo
tildaban de impresionista y hubo alguno que se burló de él en una revista a
razón de sus antologías, pero este burlón no dudó en celebrar la inclusión de
su libro en el recuento literario. Pues bien, este pequeño gran detalle es lo
que me gustaba de González Vigil, puesto que no se hacía problemas y no se
dejaba carcomer por los sentimientos menores (a excepción del prólogo de la
última edición del Cuento peruano de
Petroperú), leía libros, no personas, aunque sí se daba cierta maña para dejar sus chiquitas, por ejemplo: colocando a
un escritor con el que tenía discrepancias entre tanto desconocido. Los
recuentos del crítico iban más allá de una selección de los mejores libros del
año, eran más que nada catastros que no dudaba en celebrar. Todos los años eran
maravillosos para González Vigil. Pero repito: en González Vigil no había
sentimientos menores y eso es algo que siempre voy a destacar en él, que no es
más que una prueba de honestidad hacia su trabajo, porque él sabe, y mejor que
nadie, que sus catastros serán los documentos a revisar por los interesados en
la historia de la literatura peruana. Si sé algo de la tradición literaria peruana,
se lo debo a sus catastros.
Hasta hace no mucho González Vigil tenía
un espacio para reseñar en El Comercio. Su salida, al menos para los que lo
seguíamos, fue abrupta. Ese espacio ahora lo ocupa el narrador y crítico José
Guich, de quien tengo las mejores referencias personales porque compartimos
muchos amigos y conocidos en común. Si yo tuviera un problema existencial, no
dudaría en recurrir a Guich porque es un tipo comprensivo que sabe escuchar. Si
necesitara de su ayuda para una labor social, él no dudaría en apoyarme. Sin
embargo, lo que nunca me ha gustado de Guich como crítico literario no es solo
su demagogia al momento de reseñar, sino también la exhibición de sus
sentimientos menores que entran a tallar a la hora de valorar un libro, y si esta
valoración viene con el plus del discurso de izquierda, tanto mejor. Ni hablar
de sus amigos escritores, que son lo máximo (no seas tan obvio, hijito). Basta
un recorrido por sus reseñas publicadas ahora en El Comercio y antes en otros
medios para tener una idea clara de lo que estoy diciendo. La salida abrupta de
González Vigil del Comercio y la entrada de Guich, la entendemos así en
términos peloteros: se le quitó la banda de capitán a Héctor Chumpitaz para
entregársela al “Chani” Cáceda.
*
Este 2015 he participado en varios
eventos literarios, como el que organizó el narrador Pedro Novoa, “No oyes
ladrar a los perros”. No es la primera vez, ni será la última, en que me toque
compartir mesa de discusión con escritores que no necesariamente tengan que
pensar igual que yo. De las cosas que dije en ese evento, y que también he
dicho en otros en cuanto al poder abusivo y pintado de malsano de las grandes
editoriales, es que los males editoriales del país no son propiedad exclusiva
de estas, puesto que es momento de entender que las grandes casas editoriales,
aparte de intentar ofrecer libros de calidad, ante todo tienen que facturar.
Ese es el punto, son un negocio y hacia ello apuntan. Otra cosa muy distinta es
que se crea al pie de la letra lo que estas nos quieran vender y lo peor, que
no se haga ningún señalamiento de su posible baja calidad.
Lo que sí veo como un peligro es el
silencio cómplice de muchísimos escritores que saben sobre los chanchullos de
contados pero muy relacionados editores de sellos independientes, que vienen
haciendo negocio con gobiernos regionales y sedes culturales del estado. Se ha
formado una red hermética destinada a beneficiar a un grupete de editores
independientes, pasando por alto convocatorias y licitaciones, facturando como
si las huevas 40 mil, 30 mil, si es que se sabe hacer, y si eres monse, 20 mil
nuevos soles. Claro, alguno dirá que eso es gracias a la habilidad del editor,
cuando lo cierto es que esa “habilidad” de poco o nada sirve cuando hablamos
del dinero del estado, es decir, del dinero de todos los peruanos. Lo mínimo
que se tendría que exigir es un mínimo de claridad, que se escoja la mejor
propuesta editorial, que no se elija al sello a dedo por el simple hecho de que
el editor les haya vendido pajaritos en la cabeza a los irresponsables
encargados de los fondos de los gobiernos regionales y de las sedes culturales
del estado. Uno no diría nada si se tratara de dinero de una empresa privada,
pero este no es el caso. Este grupete está integrado por lobbistas con importantes
contactos en medios y en instituciones culturales. Como dije líneas atrás, sus
tentáculos llegaron hasta el Hay Festival de Arequipa y amenazan con organizar
ferias internacionales del libro en paralelo a la CPL. En lo personal, no veo
nada de malo que organicen ferias internacionales de libro sin depender de la
CPL. Pero si se va a hacer, que lo capitanee gente limpia, sin anticuchos, sin
autores estafados y con toda la voluntad de promocionar la lectura. No hay nada
de malo en ganar dinero, esto es un negocio, el mundo editorial lo es.
Veamos lo que sucedió hace unas semanas
en la Feria Internacional del Libro de Trujillo, que por más buena voluntad que
haya habido de parte de algunas personas que trabajaron en ella, poco o nada se
podía esperar si uno de sus artífices era la manzana podrida. Esa feria salió
desorganizada, improvisada, y fue todo un fiasco/fracaso en convocatoria de
público, es decir, los expositores no vendieron lo que esperaban, siendo
Trujillo una plaza importante para la promoción del libro. Eso es lo que ocurre
cuando se anhela dinero a lo bestia, cuando la única preocupación es cobrar el
alquiler de stands, descuidando la logística compleja que conlleva organizar
una feria.
Hay que señalar esta clase de
chanchullos en el espectro de las editoriales independientes todas las veces
que sea posible y sé que no estoy solo en este reclamo. Me reconforta saber que
al final se hará justicia con la ayuda moral, coherente y denunciante del
futuro presidente del Perú, así es, de nuestra pequeña gran esperanza, el
único, el incomparable “Chiboliné du France”. “Chiboliné du France” está al
tanto de estos cambalaches y de inmediato pondrá orden, como quien hace
prácticas mismo jefe de estado. Faltaba más, si “Chiboliné du France” pone en
jaque a las mineras abusivas, si gracias a él Fujimori aún sigue en la cárcel,
con mayor razón se cargará a esta
escabechada de relaciones que tanto daño le hacen al honesto trabajo de los
editores independientes peruanos, que no van a ser perjudicados por la
“habilidad” de unos cuantos. Qué sería de los peruanos sin la coherencia y
protección denunciante de “Chiboliné du France”…
Las editoriales independientes vienen
agrupándose en una entidad llamada EIP. Ha pasado buen tiempo desde que me
encontrara con su presidenta en un ascensor y espero que haya entendido lo que
le dije, más en serio que en broma: hace falta una fumigación moral en esa
entidad, hasta un matamosca sirve para separar o poner en línea a esos editores
sinvergüenzas que atrofian un proyecto colectivo en el que sí encontramos
lectores que editan y que quieren hacer dinero en buena lid, jugando limpio y
que no se prestan a las prácticas lobbistas de unos sinvergüenzas que hablan
como huevones (si quieren saber a qué editores me refiero, escuchen la
entrevista que me hizo Gabriel Rimachi el 22/4/2015 en Lima Gris).
Señalemos lo siguiente: las editoriales
independientes están en deuda. Este 2015 no han publicado ni un solo libro que
podamos catalogar como El Libro, algo que sí sucedía años atrás, en donde estas
ofrecían una saludable oferta de títulos que impedían que la hegemonía
comercial de los grandes sellos haga lo que les venga en gana con los lectores.
De lo visto este año, me quedo con la
labor de dos editoriales, uno independiente y el otro grande. Aplaudo lo que
hace la gente de Celacanto y sé que la labor de sus editores no es del todo
bien vista por los demás editores independientes, pero más allá de estas
posturas encontradas, haríamos mal en mezquinar lo que viene ofreciendo, que
tiene el objetivo de dirigirse a una comunidad de lectores, editando para esos
lectores, obsequiándoles sus libros, libros para que sean leídos, apreciados y
discutidos. No sé en qué viaje psicodélico estén sus responsables Paul Forsyth
y José Miguel Herbozo, pero lo que siguen haciendo con este sello es una prueba
de que no todo está tan emputecido en las editoriales independientes peruanas.
Lo que diré a continuación hará que más
de uno suelte un “putamadre, ya la cagaste”. Y no lo digo porque quisiera estar
en una editorial grande (la verdad, ni me interesa), lo digo porque me remito a
los hechos. Pregunto, en sentido pelotero: ¿cómo se veía en el Perú a la
editorial Planeta hasta el 2014? Pues bien, Planeta era una poderoso equipo
fútbol que realizaba campañas mediocres, peleando la media tabla, tentando a
las justas una Sudamericana, con fichajes risibles, y la cerecita: este
poderoso equipo de fútbol era más conocido por sus fiestas en las que se podía
chupar y comer gratis y bailar hasta las últimas consecuencias. ¿Me equivoco,
señores? No creo. Una somera mirada a las publicaciones más destacadas del año
tienen en Planeta a la editorial responsable de las mismas. Planeta la rompió.
Al respecto, no creo que haya un secreto de por medio, es solo trabajar y
trabajar, más una cualidad escasa en la industria editorial peruana, que es
tener a un voraz lector como editor. Jerónimo Pimentel es un voraz lector que
edita. Conversé con él durante la última edición de la feria Ricardo Palma. Me
nombró a los autores que publicará este 2016. Un nombre llamó mi atención. Cuando
el libro del autor en cuestión se publique, más de uno va a tener que pensar
dos veces antes de lanzar críticas alimentadas por el resentimiento y, cómo no,
en la frustración, porque muchos escritores que critican a los sellos grandes
lo hacen porque sus textos han sido rechazados.
*
He visto con mucho agrado la actitud de
nuevos narradores que han luchado contra la desatención de los medios. Saben lo
que buscan, que su obra sea conocida y así comenzar a forjar lectores. No
importa que su libro haya sido publicado en años anteriores, no se cansan y
persisten. Esto ocurrió con Luiz Carlos Reátegui al promocionar su novela Isabella Nápoles. Creo que la estrategia
empleada por l autor debe ser imitada por muchísimos escritores, en especial
por aquellos que se quejan de la falta de atención de los medios. Si los medios
no vienen, uno debe ir a ellos, pero más que nada al lector, que será el que al
fin juzgue lo que uno escribe. No soy de salir mucho, pero me he topado más de
una vez con Reátegui en las mismas calles, conversando con la gente de su libro.
En Perú los libros no se mueven solos. Pero no te confundas: lo que hizo
Reátegui no fue una variante del lustrabotismo, la práctica por excelencia de
los escritores que no tienen nada que decir en sus libros. Lo mismo podría decir
de Gustavo Vargas al promocionar su novela El
gato del pueblo.
No puedo ocultar mi alegría y
satisfacción cuando me entero de la aparición de un escritor que gana
legitimidad jugando limpio. Este el caso de Carlos Arámbulo y su cuentario Un lugar como este. Este libro ha experimentado
un tránsito peculiar, pasó desapercibido en principio, y quienes lo leímos
supimos que no solo Arámbulo era un narrador talentoso, sino uno que respeta su
oficio. En sus relatos queda patente la tradición de la que el autor se
alimenta. Arámbulo no se hizo problemas y envío varios ejemplares de su libro al
Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. Un día lo llamaron de
Colombia para comunicarle que había quedado finalista junto a Gabriela Alemán,
Mauricio Electorat, Magela Baudoin y Juan Villoro. Arámbulo no ganó el premio,
pero sí lo que muchos narradores no ganan por andar entregados al sobadismo, o
sea, credibilidad como autor. En Youtube puede verse la ceremonia de
premiación, otra cosa, como para dejarse de huevadas.
Una característica que está pasando por
alto es la consolidación de una estupenda revista literaria. Sabemos que
Buensalvaje ya se ha consolidado, pero hay una que también lo ha logrado, en
silencio. Me refiero a Lucerna. Lucerna va
dirigida a un lector más cuajado, tiene un espíritu de divulgación, sí,
pero en sus páginas hay un lugar bastante generoso para los ensayos y estudios,
algo que siempre voy a atender teniendo en cuenta que hasta las revistas
tradicionales son presas del límite de espacio. A esto sumemos que en Lucerna
también se muestra una política a imitar: con la compra del ejemplar obtienes
un libro de obsequio. Eso es formar una comunidad de lectores. Saludos para su
director Julio Isla Jiménez, a quien además catalogamos de excelente dramaturgo,
esa es la impresión que me dejó El sueño
de Noé.
En la tradición literaria peruana puede
apreciarse la aparición de grupos y movimientos literarios a lo largo de su
historia. Los hemos tenido de todos los colores y gustos. Obviamente, solo
quedan los que han ofrecido y mostrado algo más que manifiestos, actitudes
contestarías y terquedad discursiva. Quedan y quedarán los que han entregado talento y coherencia.
En muchos años no veía un grupo de escritores tan adictos al oficio narrativo
hasta dejar la piel y la sangre en lo que escriben. Me refiero a los Zepita
Boys, grupo narrativo integrado por Joe Iljimae, Eric V. Álvarez, Javier “El
caminante” Arnao y Juan Cavero. En este 2015 han publicado muchos artículos y
ensayos en los que podemos notar la estética narrativa que profesan. Y sé
también que son una presencia incómoda para algunos escritores del circuito
literario local. Dicen lo que piensan y no se arrodillan ante nadie. Sé que más
de uno se los ha querido bajar a causa de su juventud, pero los Zepitas no se
sienten menos, ya que ellos han ganado concursos literarios, por ejemplo, el
último Premio Copé de Novela de Cavero con La
ruta de los hombres silentes.
*
Siempre he sido de la idea de que el
mejor homenaje que le podemos hacer a un escritor que fallece es leerlo. Esto
es lo que deberíamos hacer con los libros de Julie de Trazegnies y Carlos
Calderón Fajardo. De Trazegnies publicó un estupendo libro de relatos llamado Maldita sea. Tuve la suerte de contar
con un relato suyo para una antología de narradoras peruanas que publiqué en el
2011 y sabía que venía escribiendo una novela, no sé si la terminó, mientras
tanto, sugiero una reedición de su cuentario.
A todos nos afectó la repentina muerte
de Carlos Calderón Fajardo. Quizá sea uno de los escritores peruanos más
prolíficos, además, no le rehuía a los registros, de él podíamos esperar
novelas que iban de lo policial a lo metaliterario, del terror psicológico al
corte histórico. Sinceramente, nunca he visto un escritor tan completo como él.
Por otro lado, los celadores de la literatura nunca le otorgaron el sitial que
merecía, algo que le extrañaba porque se asumía como un escritor importante. Sin
embargo, en las últimas comunicaciones que tuve con él, lo percibí muy
tranquilo sobre ese punto. Ya no le interesaba, simplemente no esperaba nada de
la mezquindad local, porque sabía que había ganado lectores que lo admiraban. Carlos
llegó a sentirse reconocido por lectores de todas las edades y fui testigo de ello.
Cada día estoy más convencido de que Carlos consiguió la posteridad. Quienes lo
apreciamos como persona y admiramos como escritor, debemos mantener vivo su
legado: la persistencia en la escritura.
*
He consignado los libros que considero
que debo mencionar. Entre ellos encontramos imprescindibles, muy buenos, buenos
e interesantes títulos. Todavía no leo las novelas El orden de las cosas de Iván Thays y Mongolia de Julia Wong, tampoco El
octavo ensayo de Aldo Mariátegui. Los leeré en los próximos días y
seguramente los comentaré.
Eso es todo, señores.
Este salvaje ejercicio de memoria se
acabó.
…
Publicado en LPG