martes, febrero 21, 2012

domingo, febrero 19, 2012

El parricidio de Valencia



Hace dos años tuve la oportunidad de moderar un conversatorio entre los destacados escritores Carlos Calderón Fajardo (Perú) y Leonardo Valencia (Ecuador). El evento tuvo lugar en una de las salas de La Casa de la Literatura Peruana. Y en honor de la verdad, salí muy enriquecido del cruce de opiniones entre estos autores.
Poco tiempo después llegó a mis manos el libro de ensayos de Valencia, del que ya tenía muy buenas referencias. Se trataba de El síndrome de Falcón (Paradiso Editores, 2008), que leí en un fin de semana.
Hace algunos días ordené mi biblioteca y encontré El síndrome de Falcón. Lo que comenzó como una curiosidad devino en una relectura gratificante y edificante. Valencia es un escritor inteligente y un prosista cuidadoso. Bajo ningún punto es un vendedor de sebo de culebra, uno aprende, y toma nota incluso, leyendo los ensayos reunidos en este volumen. Valencia conoce de lo que escribe y lo transmite sin necesidad de hacer uso de una insoportable jerigonza académica. Lo “profundo” no tiene que ser asumido como una retahíla de forzados conceptos.
Pues bien, la publicación se divide en tres secciones: “Sobre escritores”, “Sobre literatura ecuatoriana” y “Sobre la escritura”.
Si un espíritu viaja por estas páginas, impregnando presencia hasta en su ausencia, es el de la búsqueda, el relato invisible que nos testimonia sobre los años germinales del autor hacia su poética como creador y su discurso como literato. Es decir: el magisterio del aliento autobiográfico de un entonces joven que empezó a armar su radiografía literaria gracias a los maestros alejados de la estela del realismo del siglo XX (en especial de los machos de la literatura social), refugiándose, y amparándose, en los que formaron una tradición paralela, como  Borges, Aira, Vila-Matas, Buzzati y Lampedusa.
Y también un saludable afán desmedido, vástago de la relectura llevada por la admiración, contra la lectura “oficial” (el acercamiento a Vargas Llosa resulta de antología, por decir lo menos). Afán visto también en semblanzas (Westphalen y Juarroz) dignas de consideración. Lo mismo se podría decir de las páginas dedicadas al Ribeyro de los diarios y aforismos, sin desmerecer, en ningún sentido, su escuela cuentística y en menor medida la novelística.
Ahora, para un lector no habituado a la literatura ecuatoriana, podría resultar un poco difícil entrar en onda (en mi caso, no he leído algunos libros que se consignan), pero a medida que avanzamos, el panorama se nos aclara, llegamos a caminar por más de un puente comunicante con otras tradiciones no emparentadas con la realista, que ha castrado a no pocas generaciones de plumíferos del norte (Valencia no lo dice textualmente, pero es implícito). En el ensayo homónimo que titula la publicación tenemos los puntos centrales que configuran la “tara realista” de la narrativa ecuatoriana, la que recién ha empezado a despertar en las últimas décadas, con autores nada temerosos en no formar parte de un canon establecido, irguiendo como ejemplo mayor la obra del siempre estupendo Pablo Palacio, pluma redescubierta luego de decenios de calculado silencio y que goza hoy en día de un prestigio que no deja de crecer.
Valencia no es un autor ajeno para el seguidor del quehacer literario peruano. Él estuvo viviendo en Lima entre 1993 y 1998. Los motivos que lo llevaron fuera de su país pudieron ser laborales, pero tratándose de un artista carcomido por una sensibilidad que no encontraba lugar en su país natal, vale la posibilidad de especular sobre una desesperada intención de escape hacia cualquier lugar, el que sea, uno en el que pudiera desarrollar lo que ya venía cimentando contra la “tara” que calcinaba las poéticas de sus compañeros generacionales. Me aventuro a decirlo porque Valencia sabe golpear con estilo, sin necesidad de conceptos rubricados por el resentimiento, ni adjetivaciones ramplonas ni poses a lo bestia contra ciertos nombres capitales de la narrativa ecuatoriana.
Todo escritor que se asuma como tal no tiene otro norte que buscar y formar su propia poética. Eso lo sabemos bien. Lo que me deja esta relectura de El síndrome de Falcón es su parricidio, pero, eso sí, aquel nutrido del conocimiento de causa de la tradición a la que se pertenece, no aquel parricidio ignorante, mismo salto de garrocha, que leemos últimamente. Ningún escritor escribe desde la nada.

Solidaridad con el escritor Rafael Inocente


Llega a mi mail un archivo adjunto.
Averiguo al respecto, cruzo información y llego a conclusión de que tengo que apoyar a Rafael Inocente. La gente del diario Correo ha llevado a cabo una lectura torcida de una entrevista que le hicieron hace algunos años.
Ahora, nada me separa más de Rafael que nuestras posturas políticas. No comparto su izquierdismo, pero siempre he valorado su grado de compromiso y consecuencia con lo que piensa. Ojalá todos los escritores peruanos, los de tendencia de izquierda en especial, lo apoyen, se unan contra lo que a todas luces es un abuso, una patente campaña de desprestigio. Ya pues, señores, un poco de desahuevina y a apoyar, como se debe, a Rafael Inocente.

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SENDERO, LA PESCA Y LOS ESCRITORES
LA SATANIZACIÓN A LA MEDIDA DE LA DERECHA FRONTERIZA: DEFIENDEN EL STATUS QUO EN EL SECTOR PESQUERO
En solidaridad con el escritor Rafael Inocente
El doble rasero de la derecha
En los años ochenta, un historiador con fama de oráculo declaró: “El fenómeno Sendero Luminoso no puede ser dejado de lado como si se tratase de unos cuantos fanáticos, porque revela toda una tendencia del movimiento popular aunque pueda estar incorrectamente expresada y representada en esa agrupación”. En el libro “Las furias y las penas”,  también se recoge otra de sus afirmaciones controversiales: “Si alguien me pidiera una condena a Sendero Luminoso hoy en día, yo actuaría del mismo modo que en 1780 actuó Baquíjano y Carrillo, negándose a condenar a Túpac Amaru”.
¿Quién dio estas declaraciones: acaso un filosenderista, un resentido social, un peligroso comunista, como deberíamos pensar si tomáramos a pie juntillas los discursos inquisitoriales del pasquín Correo? Nada de eso, las dio un historiador que en el año 2000 postuló al Congreso en la lista del fujimorismo. Nos referimos, claro está, a Pablo Macera. Ni esa vez ni luego los medios que ahora han desatado una campaña (cual “caza de brujas”) contra los que denominan “ultras” se rasgaron las vestiduras por la postulación de un intelectual que se autocalificaba de “senderista luminoso honorario”. Hubiera sido bueno y esclarecedor que en esa época la prensa de la derecha objetara la candidatura al Parlamento de un historiador con una opinión tan complaciente sobre el fenómeno subversivo. Pero la moral del fujimorismo mediático nunca dio para tanto y lo que nos ofrecieron fueron las continuas lisonjas de Martha Hildebrandt y la bancada de Fuerza 2000 a Pablo Macera en los escaños del Legislativo. Cuando el año pasado la revista Caretas le preguntó si creía que Keiko pasaría a la segunda vuelta en las elecciones, Macera respondió casi suspirando: “Ojalá”. No es difícil de imaginar que en un hipotético gobierno de Keiko Fujimori los mismos que ahora buscan “rojos” en el Gobierno de Humala hubieran celebrado con frenesí la juramentación de Macera como ministro de Cultura.
El caso Rafael Inocente
 A tono con esta campaña en busca de “comunistas” infiltrados en el Estado, Correo hace unos días atacó de modo difamatorio al destacado escritor y experto ingeniero zootecnista Rafael Inocente, extrayendo declaraciones fuera de contexto y presentándolo prácticamente como un advenedizo “burócrata antisistema” simpatizante del terrorismo. Una de las frases supuestamente “apologéticas”, que figuró como titular de la nota, fue ésta: “Abimael es un intelectual”. En pocos días el cargamontón desde ese pasquín del fascismo iletrado, secundado por sus corifeos de la Tv Rey con Barba, consiguió su objetivo sobre la base del chantaje ideológico: el escritor Rafael Inocente fue primero sometido a una kafkiana investigación administrativa por el órgano de control interno del Instituto Tecnológico Pesquero (por su opinión política y su novela) y finalmente le enviaron una carta de despido (sin causal legal y de forma ilegítima, por orden verbal del Ministro de la Producción, José Urquizo) de su cargo de director general técnico en el Instituto Tecnológico Pesquero, para el cual no solo estaba calificado –como lo acreditan sus quince años de experiencia en el sector y el haber formado parte de la Comisión de Transferencia del actual Gobierno en el sector Pesquería–, sino al que había accedido a través de un concurso público, evaluado por un comité nombrado antes de su ingreso a la Institución.
Huelga decir que en el poco tiempo que Rafael Inocente se desempeñó en el Instituto Tecnológico Pesquero planteó audaces propuestas como la implementación de un Plan Nacional de Consumo Masivo de Productos Hidrobiológicos bautizado “A comer pescao”, el cual contemplaba el canje de la multimillonaria deuda que mantienen las diez principales empresas pesqueras del país, por pescado.  Esta deuda que los asesores del ex Ministro Kurt Burneo calcularon en por lo menos 890 millones de soles, permanece impaga desde hace diez años y se debe a infracciones sistemáticas a la normatividad pesquera, entre otros motivos, por depredar el recurso anchoveta, defraudar en el peso de las descargas de la pesca y contaminar el mar y el litoral.  Sabemos además que otras propuestas de cambio sostenidas por Rafael Inocente y las nuevas gestiones que dirigen el Imarpe y el ITP, han sido motivo de rechazo absoluto por quienes defienden el status quo en el sector pesquero.  Dichos cambios están referidos a modificaciones y/o derogatorias de la Ley General de Pesca, la Ley de Cuotas de Pesca, la modificación de la Ley del Imarpe, el apoyo expreso a los empresarios conserveros y a los pescadores artesanales así como el fomento real del consumo humano directo de pescado, entre otras, todo lo cual implicaría un cambio de la madre de todos los entuertos, ergo, la Constitución Política de 1993.
Nos preguntamos entonces: ¿Cuál es el trasfondo de la difamación a Rafael Inocente?¿hay delito de opinión en el Perú del Gobierno del señor Ollanta Humala? ¿Se puede despedir a un destacado funcionario por haber declarado en calidad de escritor sobre el tema de la violencia política dos años antes de asumir el cargo? ¿Quiénes se benefician con la abrupta salida de Rafael Inocente?¿Se puede, en concreto, acusar de apologista y de "infiltrado en el Estado" a quien reconoce simplemente que Abimael Guzmán es un intelectual, como pretendió el libelo Correo?
En un país con un alto índice de semianalfabetismo funcional y donde se suele sacralizar a las profesiones académicas, es muy posible que el acto de calificar a una persona de intelectual sea visto efectivamente como un elogio, cuando en estricto es solo una descripción de un estatus académico y no una loa de una cualidad ética o moral. Precisamente en la entrevista que brindara hace un par de años al blog “Literatura y Guerra” del poeta Niko Velita, a propósito de su novela “La ciudad de los culpables”, Rafael Inocente criticó muy ácidamente a Guzmán por el lado de la ética. No solo lo considera “equivocado” y “arrugón” (cobarde), sino que describe así la reacción de Guzmán ante su captura: “Solo atinó a decir, me tocó perder. Rodeado de mujeres en una cómoda mansión rodhesiana, se dejó coger como un minino viejo”. Frases que no solamente no son elogiosas, sino que establecen un deslinde claro de carácter ético con el líder de Sendero. Por tanto, la calificación de “intelectual” por parte de Inocente es solo descriptiva, nunca apologética.
Aunque al oscurantismo fascista le interese ocultar la verdad, lo cierto es que Rafael Inocente no ha dicho nada sobre Guzmán que no figure en cualquier libro especializado sobre el tema. Cualquier biografía mínima sobre el líder senderista tendría que consignar que se doctoró en Filosofía y Derecho y fue catedrático principal y director académico del Departamento de Filosofía de la Universidad de Huamanga. Es más, el antropólogo Carlos Iván Degregori incluyó a Abimael Guzmán dentro de los “intelectuales disidentes de provincias”. Por otro lado, el periodista británico Simon Strong, autor del best-seller mundial “Sendero Luminoso, el movimiento subversivo más letal del mundo”, impensable de cualquier simpatía con terrorismo alguno, nos ofrece esta descripción de Guzmán en su época de estudiante: “Guzmán fue el mejor alumno del tercer grado, el tercero en el cuarto grado, y el segundo en el quinto grado. Sacaba siempre las mejores notas en conducta y orden”. Luego nos refiere que en la universidad fue “alumno estrella” del filósofo kantiano Miguel Ángel Rodríguez Rivas, quien lo recuerda así: “Abimael era un hombre realmente notable y siempre bien informado”. Es el testimonio de Rodríguez Rivas, un filósofo muy lejano del marxismo y de manifiesta aversión a Stalin. En el mismo libro de Strong, se recoge la opinión del erudito británico Bill Tupman –estudioso del marxismo, experto en China, conferencista ocasional en el Colegio de Oficiales de la Real Escuela de Infantería y director del Centro para Estudios Policiales y de Justicia Criminal de la Universidad de Exeter, entre otras distinciones–, quien “confesó estar ‘impresionado e intrigado’ por la erudición comunista de Abimael Guzmán, por algunas sofisticadas originalidades suyas y por la coherencia interna general revelada en su entrevista con El Diario”.  
Una guerra conceptual
 Sin embargo, el fascismo con caperuza liberal tiene una opinión diferente. Aldo Mariátegui y otros polichinelas del pensamiento retrógrado nos dicen que quienes consideran un intelectual a Abimael Guzmán y una organización política a Sendero Luminoso son cómplices encubiertos o simpatizantes flagrantes del terrorismo y deben ser denunciados. Cualquier afirmación en sentido contrario es para el ala dura de la derecha una “farsa” o una “infamia”. Eso explica los sambenitos que han merecido algunos comisionados de la CVR por declarar, por ejemplo, que en el Perú de los años ochenta hubo un “conflicto armado interno” o que SL no era una simple gavilla de delincuentes sino una organización política. Se ha hablado de “sesgo ideológico”, e incluso (como la dupla inefable de Rey con Barba) de “traición a la patria”.  
Pero la ignorancia de la derecha fronteriza es notoria. No sabe que uno de los primeros en calificar de “guerra” y no de “terrorismo” lo sucedido a partir de mayo de 1980 en el Perú, no fue un dirigente de izquierda “sesgado” sino un representante de la derecha señorial como Patricio Ricketts Rey de Castro, quien escribió en 1981: “Por mucho que sorprenda decirlo, los jóvenes de la dinamita no son, rigurosamente hablando, terroristas. (…) El Perú, querámoslo o no, vive desde hace seis meses en estado de guerra abierta. De guerra maoísta, campesina, artesanal y homeopática. (…) Pero guerra al fin.” (del artículo “Zonas liberadas” publicado en Caretas el 26 de enero de 1981, citado por Gustavo Gorriti Ellenbongen en el libro “Sendero. Historia de la guerra milenaria en el Perú”). ¿Hablarán ahora del “sesgo ideológico” de Ricketts Rey de Castro? Por otro lado, los propios manuales militares que utilizaron las FFAA para combatir a Sendero Luminoso calificaron el conflicto armado como una  “guerra no convencional”, según testimonio de algunos generales ante la CVR, como el del ex del presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas (CCFFAA), Arnaldo Velarde Ramírez, general de la Fuerza Aérea en situación de retiro.
Lo que tampoco entiende por conveniencia la derecha “bruta” (Tafur dixit) es que el reconocimiento del carácter político de una organización no la exculpa de su práctica criminal. Como si en la historia no hubiera habido (y aún hay) crímenes políticos. En el Perú, sin ir muy lejos, el Apra es un partido político responsable por lo menos de la masacre de 26 policías en la rebelión de Trujillo en 1932, el asesinato de Sánchez Cerro en 1933 y los crímenes del grupo paramilitar Rodrigo Franco bajo el mando de Agustín Mantilla (para no hablar de los asesinatos, desapariciones y torturas a nombre del Estado en el primer Gobierno de Alan García). ¿O eran simples delincuentes los apristas que perpetraron esos crímenes?
Pero, cuidado, la denuncia contra Rafael Inocente no solo ha sido ridícula y burda, sino sobre todo peligrosa por el clima inquisitorial que se pretende crear para luego perseguir, reprimir y consecuentemente anular política y laboralmente a cualquier persona que se ubique en una línea de pensamiento crítico. La campaña de satanización contra la CVR, las ONG derechohumanistas y los dirigentes que encabezan la protesta social, contra los funcionarios de cierta tendencia izquierdista, y contra los escritores e intelectuales no alineados políticamente con la globalización neoliberal, está en esa dirección.

César Moro, varias veces maldito



En Gatopardo encuentro un adelanto de Los malditos, libro de perfiles de la crónista argentina -no española, tal y como se consignó en la estafeta de Libros de la última edición de Somos.
A continuación el perfil de Marco Aviles sobre el inagotable César Moro.

...


César Moro existe. Hay que alimentar esta teoría después de salir de las librerías de Lima donde los vendedores dicen lo contrario.
—¿Tiene algún libro de César Moro?
—No, señor, no hay.


Algunos poetas mueren y entonces sus libros comienzan a venderse por montones. Con César Moro ocurre lo contrario. Sus libros no se encuentran por ninguna parte, a pesar de que él ha muerto hace más de medio siglo y las reseñas de los eruditos dicen que podría ser, junto con César Vallejo, el poeta peruano más importante del siglo pasado. En las librerías de Lima, Moro es un fantasma. El célebre poeta que no existe en los anaqueles.

Es una típica tarde de verano limeño, en el cementerio Presbítero Maestro, el más antiguo de la ciudad, y el sol agresivo le confiere un halo tortuoso a la simple tarea de encontrar un nicho.

—Moro, Moro, Moro, Moro, Moro… —susurra el panteonero Carlos Izaguirre, con la concentración de quien busca entre los estantes de una inmensa biblioteca.

Lleva quince minutos murmurando entre pabellones descalabrados a cuya sombra se guarecen algunos perros flacos. Es un cincuentón de rostro colorado, marcado por arrugas profundas, y cada tanto se pasa una mano por la frente. Las pocas palmeras que salpican el cementerio parecen a punto de arder, y se podría pensar que el sol es el culpable de las grietas en los mausoleos y no los ladrones de las barriadas cercanas que cada tanto entran para llevarse algo de valor: una escultura, una placa, una lápida. El cementerio tiene categoría de museo, y cada piedra es una reliquia.

—Nada más venden las lápidas, les borran el nombre y las vuelven a usar para otros muertitos —explica Izaguirre.

César Moro escribía en francés, y fue el poeta surrealista más exótico de París, a donde llegó en 1925, a los veintitrés años, cuando los surrealistas —André Breton, Paul Éluard, Louis Aragon— eran una guerrilla que se enfrentaba a la religión, al arte y a la política y agitaban la ciudad con sus versos de escritura automática, exposiciones escandalosas y panfletos agresivos. París era la capital del mundo para los poetas, y varios países de Latinoamérica tuvieron al menos un poeta exiliado allí. El chileno Vicente Huidobro. El ecuatoriano Alfredo Gangotena. César Moro, el primer poeta latinoamericano que formó parte del grupo surrealista, vivió ocho años en Francia, y cuando regresó al Perú, en 1933, llevó consigo la ola de esa revolución. Luego, en 1938, se mudó a México y ayudó a sembrar el surrealismo en ese país. Sus versos hacían añicos al lector. Más que lectores —explica el crítico peruano José Miguel Oviedo—, tenía víctimas.
Cuando dejes de estar muerto serás una brújula borracha
Un cabestro sobre el lecho esperando un caballero moribundo de las islas del Pacífico que navega en una tortuga musical cretina y divina

Serás un mausoleo a las víctimas de la peste o un equilibrio pasajero entre dos trenes que se chocan
.


Moro publicaba poemas y artículos en Francia, Perú, México. Traducía al español los textos de sus colegas franceses e ingleses. Era el gran agitador surrealista. Pero él, que había logrado un enorme prestigio en México, volvió al Perú un día de 1948 como quien busca un último refugio, llevando consigo una maleta, un perro y una rara enfermedad. Pesaba menos de cincuenta kilos. No tenía dinero y debió sobrevivir como profesor de escuela. Algunos alumnos se burlaban de él porque era delicado y homosexual. Le decían maricón. Le escupían en la espalda. Murió en un hospital público en 1956, cuando tenía cincuenta y tres años. Al velorio asistieron su madre, algunos sobrinos y pocos amigos. Había publicado tres libros. Todos escritos en francés.
El final de la historia podría ser ése.
Un final de reseña literaria.
Llamo por teléfono a una librería de Lima.
—¿Tiene en venta algún libro de César Moro?
—No, pero sí tenemos de Tomás Moro.

Tomás Moro fue un sacerdote inglés que imaginó una isla donde se le rendía culto a la filosofía. En el cementerio de Lima, el panteonero Izaguirre no conoce esa historia pero sabe que Moro era un poeta importante: durante la década que lleva trabajando en el Presbítero Maestro, al menos media docena de veces estudiantes u hombres con aspecto de intelectuales le han pedido ayuda para encontrarlo. Todos se paran frente a la tumba con fervor, leen algo, quizás un poema. Y tocan el nicho. Siempre tocan el nicho. Seis visitas en una década es una estadística importante en este lugar donde a otros muertos —ex presidentes, sacerdotes, militares o artistas— no los visita nadie.
—Malditos hijos de puta —dice ahora Izaguirre.


Sobre una piedra se ve la huella de una placa ausente. Allí está enterrado Abraham Valdelomar, un famoso escritor de principios del siglo XX al que se lee mucho en las escuelas del Perú. Izaguirre habla con la amargura de quien ha perdido una batalla importante.
—¿Ya ve lo olvidado que está todo esto?, ¿ya ve?
Es imposible saber en qué estado se encuentra la tumba que buscamos.


sábado, febrero 18, 2012

viernes, febrero 17, 2012

Los escritores perdidos (1, 2 y 3)


En las últimas semanas el crítico español Ignacio Echevarría entregó tres artículos en El Cultural.es, cada uno bajo el título de Los escritores perdidos, que nos lleva a más de una reflexión sobre la fugacidad del anhelado prestigio literario. En los textos hay referencias, en mayoría, a autores españoles, mas eso no será inconveniente para entenderlo. Total, lo que dice Echevarría es aplicable a toda escena literaria.
A continuación, la entrega 1, y en los siguientes enlaces 2 y 3.

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No me jacto en absoluto, pero tampoco tengo empacho en admitir que, durante más años de la cuenta, el escritor del que llevaba yo leídas más páginas fue José María Gironella. Durante mi adolescencia devoré sus libros; no sólo novelas, también reportajes y libros de viajes. Cuesta mucho procurar a un lector de menos de cuarenta años una idea de la posición que ocupaba Gironella en la cultura española de los años sesenta. Su fenomenal éxito (¡más de dos millones de ejemplares vendidos de Los cipreses creen en Dios!) no tiene un correlato ni remotamente comparable al del éxito del que disfrutan en la actualidad autores como, por ejemplo, Arturo Pérez-Reverte o Carlos Ruiz Zafón. Habría que pensar más bien en una explosiva mezcla de Javier Cercas, Lorenzo Silva y Javier Reverte. Y ni por ésas. No hablo de semejanzas ni de escalafones literarios, válgame Dios. A mala hora se me ocurrió, años atrás, traer a colación el nombre de Gironella al hablar de una novela que, me pareció a mí, empleaba una estructura comparable a la de su afamada trilogía sobre la Guerra Civil. Aquello fue tomado como una ofensa imperdonable, sin yo proponérmelo. El caso es que, no habiendo cometido nunca la imprudencia de releerlos, guardo de los libros de Gironella (quien en su día obtuvo, cuando eso todavía significaba algo, el premio Nadal, y luego el Nacional, y el Planeta) un recuerdo respetuoso y agradecido, como el que casi todos conservamos de esos libros y autores que, mejores o peores, avivaron la voracidad de nuestros inicios como lectores.

José María Gironella murió en 2003, el mismo año que Roberto Bolaño. Lo digo porque me impresionó enterarme de que, durante cerca de un año, en 1999, los dos coincidían cada domingo en la página de opinión del Diari de Girona, para la que escribían sendas columnas. Ya es casualidad. Un escritor aún emergente, en camino de convertirse en un astro internacional, y cuya gloria no ha cesado de crecer tras su prematura muerte, al lado de un escritor que asistió con perplejidad y amargura indecibles al eclipse casi total de su renombre; al silencio cada vez más profundo que rodeaba a sus libros; a su proscripción de todo censo, de todo recordatorio, de todo acto o sarao. Al final, Gironella hasta riñó con José Manuel Lara, de quien había sido amigo fraternal, y cuya fortuna como editor estaba estrechamente ligada, en sus orígenes, al avasallador éxito de Los cipreses creen en Dios y sus continuaciones.

Los escritores olvidados, los escritores perdidos, los escritores nonatos son un tema recurrente en la narrativa de Bolaño, que ensaya con ellos todos los matices de la melancolía. De ahí que me llamara tanto la atención esa coincidencia que señalo.

Ignoro si tuvo alguna vez lugar -tiendo a pensar que no- pero resulta tentador fantasear un encuentro de Gironella y Bolaño en las oficinas del Diari de Girona, los dos saludándose con instintiva suspicacia, decidiéndose quizá, por pura cortesía, a irse a tomar algo juntos, tratando de evitar mediante el humor (¿lo conservaba aún Gironella?) el acabar sumidos en un llanto inconsolable. He recordado a Gironella porque, en mi nada sofisticada formación como lector, relevó a otro novelista de quien asimismo leí todos los libros a mi alcance, en aquellos desorientados años de mi adolescencia. Me refiero ahora a José Luis Martín Vigil, autor también de muchísimo éxito en los sesenta. Muchos nos enteramos hace poco, a través de un artículo publicado en El Mundo, de que falleció en febrero del año pasado, en el más completo de los olvidos.

El caso de Martín Vigil, cura además de escritor, es mucho más patético aún que el de Gironella. A su olvido hay que sumar el ostracismo a que fue condenado por su presunta pederastia, que lo apartó primero de la orden de los Jesuitas, y luego del sacerdocio.

Aunque etiquetado como autor juvenil, Martín Vigil tuvo sus puntas de narrador social y fue un escritor solvente a su manera, cuyas novelas, como las de Gironella, terminaron resintiéndose de la religiosidad católica que las impregna y que las vuelve tan rancias. Haber leído tan profusamente a uno y otro, pienso ahora, me vacunó a tiempo de una convencionalidad, de una sentimentalidad que, para mi sorpresa, reconocí luego vigente en algunas celebradas novelas de la llamada “nueva narrativa” española; novelas a las que, bien mirado, sólo un barniz de laicismo y de modernidad distingue de las de aquellos escritores olvidados.

jueves, febrero 16, 2012

miércoles, febrero 15, 2012

martes, febrero 14, 2012

lunes, febrero 13, 2012

Café con Shandy

domingo, febrero 12, 2012

'La invención de Hugo Cabret', el libro




Llega a mis manos una publicación excepcional, bajo todo punto de vista: La invención de Hugo Cabret de Brian Selznick, gracias a SM.

Como bien sabrá el lector atento, la adaptación de este libro, a cargo del siempre genial Martin Scorsese, ha sido nominada a 11 premios Oscar (Mejor Película y Mejor Director, por demás).

Por el momento, no es de la cinta de Scorsese de la que deseo hablar, puesto que la novela vale por sí misma el justificado acercamiento de todo aquel que sepa apreciar la buena literatura y no tenga problemas con dejarse llevar por su sensación de agraciada perdurabilidad.

En primer lugar, confieso que me adentré con mucho escepticismo a estas páginas, ya que no soy asiduo de libros de tendencia infantil y juvenil… Felizmente me equivoqué, mis prejuicios quedaron de lado, ya que cada una de sus páginas exuda un poder mágico que nos redescubre los valores de la amistad, nos afianza en nuestra complicidad con nuestros gustos creativos (la hechura de un mundo paralelo personal), nos cimenta en nuestro primer amor por el cine y nos arroba con el hechizo de la literatura por la literatura.

Me queda claro que Selznick se valió de dos tradiciones para la escritura de su novela. Su protagonista, el niño Hugo Cabret, no es un hijo único de su cabeza, sino que su fisonomía moral es también un tributo a los niños y adolescentes aventureros que recorren la tradición de la gran literatura. Se me vienen a la memoria David Copperfield, Tom Sawyer y también, por qué no, Holden Caulfield. Cabret es ingenuo pero también listo, cada una de sus acciones queda signada por la ternura y la curiosidad. Un niño de la calle, por decirlo de alguna manera, que todos los días mantiene la sincronización de los relojes de la estación de trenes en donde vive. Lo hace por mera diversión, pero esta actividad, he allí la trampa, le permite medir los tiempos de funcionamiento de los negocios de la estación, como los de comida y, en especial, las tiendas de juguetes, de donde sustrae piezas para acabar la obra dejada a medias por su fallecido padre: el arreglo de un autómata. Las cosas parecen irle de maravilla, pero un día es descubierto por un viejo juguetero. Este inesperado encuentro refunda la vida de Cabret, quien comienza a toparse con una interesante galería de personajes, que a fin de cuentas son los verdaderos sustentos (es decir: más que el niño protagonista) del eje narrativo de la entrega de Selznick.

Por otra parte, la confección del libro obedece a la otra influencia del autor, la de la Imagen. De las cerca de media millar de páginas, casi más de la mitad obedecen a una variopinta gama de crisoles nutricios, como el cine mudo, la novela gráfica y la fotografía. De otra manera, o sea, en un formato harto conocido, este título de Selznick no sería el gran libro que es.

Rey de reyes


En Radar Libros esta excelente reseña de Rodrigo Fresán sobre la novela póstuma de David Foster Wallace, El rey pálido.

...

A la altura de la página 80 de El rey pálido sucede algo inesperado, extraordinario. Se nos anuncia un “Prefacio del autor” y, allí, el responsable de todo el asunto arranca con un “Aquí el autor” y –como jugando, como solía hacerlo para curtirse y fortalecerse, al tenis con el viento en contra– nos lanza una cantidad de advertencias que, tal vez, lleguen demasiado tarde, pero que son igualmente bienvenidas. Y, sí, el autor. Y literatura de autor. Y la firma y la afirmación como estilo y –entre notas al pie marca de la casa– la confesión de que El rey pálido es básicamente una autobiografía sin ficción, con elementos adicionales de periodismo reconstructivo, psicología organizativa, educación cívica elemental, teoría fiscal y demás, y una “memoria vocacional” donde todo es verdad sin serlo del todo. Y, a continuación, se enumera una cantidad de condiciones para un contrato mutuo entre autor y lector.
El autor es, se sabe, David Foster Wallace (1962-2008), acaso la mente más brillante e influyente de su generación (muchos apuntan ya que su influencia resultará nefasta y que su genio debería empezar y terminar en sí mismo; otros, como Zadie Smith en su reciente Cambiar de idea, en Salamandra, apuntan cosas más interesantes sobre su radiación) y, ahora, mito suicida en ascenso del que El rey pálido es la piedra fundamental de vida literaria después de la muerte física. El rey pálido –una década en el disco duro de su ordenador y cerebro, inconclusa y póstuma, ordenada por el editor Michael Pietsch a partir de cientos de páginas y archivos y anotaciones; se anuncian dos libros más de ficciones breves y de ensayos dispersos– es también una suerte de summa creativa donde confluyen todos los recursos y obsesiones de Wallace: la mirada macro para lo micro, descubriendo aquello que siempre estuvo allí pero que nadie se había detenido a observar (leyendo cómo Wallace mira el afuera comprendemos cómo Wallace piensa para sus adentros), la necesidad de saberlo y enseñarlo todo sobre el tema escogido, la estructura atomizada de capítulos/cuentos, el constante pendular entre la precisión científica y la emoción desatada, y entre lo deprimente y lo euforizante.
Coincidiendo ahora con la reedición de La chica del pelo raro (también en Mondadori y donde se incluye “Hacia el oeste, el imperio del avance continúa”, una de las escarpadas y vertiginosas cimas de su obra), puede entenderse a El rey pálido como contracara complementaria de La broma infinita, su magnum opus novelística (también recién reeditada). Otra novela única de ideas fijas, otro reparto numeroso, la inmersión en una atmósfera controlada y supuestamente “divertida”. Porque mientras El Tema –o uno de sus muchos temas– de La broma infinita es la adicción desenfrenada al mundo del entretenimiento, El rey pálido opta por ocuparse del aburrimiento como ética y estética, instalándose en una agencia tributaria de Peoria, Illinois, 1985. Oficina a la que un día llega un veinteañero de nombre David Foster Wallace, quien es y no es aquel que lo arma y desarma.
Así –al igual que títulos encomiables como Casa desolada de Charles Dickens, Moby Dick de Herman Melville, La pianola de Kurt Vonnegut, Algo ha sucedido de Joseph Heller, JR y Su pasatiempo favorito de William Gaddis o Y entonces llegamos al final de Joshua Ferris–, El rey pálido es otra trabajosa y muy trabajada gran novela sobre el trabajo que pone a trabajar a ese trabajador que es el lector.
Pero, por encima de todo, El rey pálido es una novela del lenguaje. O, mejor dicho, de David Foster Wallace como idioma más que como, apenas, estilo. Aquella instancia a la que sólo acceden los grandes y a la que –advertencia– cuesta seguirlos. Wallace creía que “la buena narrativa debe reconfortar a quien está alterado y alterar a quien se siente cómodo”.
Misión cumplida.
Digámoslo así: entrar a la alteradora y reconfortante El rey pálido equivale a sumirnos como becarios explotables, y a hacer horas extra a las órdenes de un jefe tan exigente como imprevisible. Pero, ah, de golpe todo hace clic y encaja, y el placer de poder contar que uno estuvo allí. El idioma impuesto al servicio de los impuestos como hasta hora impensable y torrencial motivo narrativo. La mecánica de la burocracia mutando a folletín zombi cuya conclusión prometía una conjura entrópica digna de Thomas Pynchon. Tal como están las cosas, El rey pálido es algo así como si el nabokoviano Charles Kinbote de Pálido fuego se hubiese sentado a escribir una temporada completa de The Office. Pero que a nadie espante o disuada la falta de final. Nada le interesaba o preocupaba menos a Wallace que la última página: “Las novelas son como matrimonios. Tienes que estar de ánimo para acometerlas no por lo que será la experiencia sino porque te sientes tan triste cuando se acaban”. Así, como en todo matrimonio perfecto, hay en El rey pálido momentos de irritación feroz y tedio casi estupidizante que –lo comprendemos enseguida– es el modus operandi de Wallace para enfrentarnos, de pronto, a instantes de una brillantez y gracia encandiladores en abismo. Otro chiste sin final, ni remate, sí; pero la ganancia aquí pasa por el viaje y no por el destino final, en las horas de escritorio y no en la vuelta a esa otra oficina llamada hogar.
En uno de los ensayos incluidos en Hablemos de langostas, Wallace definió los relatos de Kafka como “una especie de puerta”, y nos propuso “que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no sólo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre... y se abre hacia afuera: porque durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos”. Lo mismo, pienso, podría decirse e imaginarse de El rey pálido.
“Y estoy seguro, chicos, de que ahora ya saben lo extremadamente difícil que es mantenerse alerta y concentrado en lugar de ser hipnotizado por ese monólogo constante dentro de sus cabezas. Lo que todavía no saben es cuántos son los riesgos en esa lucha.” Así les habló Wallace, en 2005, a los graduados del Kenyon College. Sus tan inspiradoras como inquietantes y ominosas palabras pueden leerse y releerse ahora en el librito This is Water: Some Thoughts, Delivered on a Significant Occasion, about Living a Compassionate Life.
Años antes tuve el placer de cruzarme con él en otro campus made in USA.
No puedo decir que conocí a DFW porque estuve con él apenas por una hora o dos en un bar. Pero sí puedo afirmar que no voy a olvidarlo. Gracioso, simpático, tímido, inteligente, con ese look de Björn Borg grunge y ese pañuelo sobre la frente y anudado en la nuca, como queriendo mantener bajo control todo lo que burbujeaba y hervía ahí adentro.
“Es que sudo mucho”, me dijo, me acuerdo.
Nuestro turno ahora.
De sudar.
Es sano, hace bien, y se eliminan tantas toxinas.
Si no, claro, siempre se puede leer la muy bien refrigerada Libertad de Jonathan Franzen.

viernes, febrero 10, 2012

miércoles, febrero 08, 2012

Sinfonía de sentimientos

Ayer martes 7 se cumplieron 200 años del nacimiento de Charles Dickens. De las notas que he estado leyendo al respecto, me quedo con esta de Rodrigo Fresán en Radar Libros.

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Pocos autores han tenido la satisfacción y el placer y el privilegio de contar con un retrato suyo a la altura de su vida y obra. Me refiero aquí a Dickens’s Dream, de Robert William Buss, pintado en 1870, y donde contemplamos a un coloso crepuscular, poco antes del adiós, sentado en su escritorio con aspecto entre meditabundo y agotado, envuelto en la espesa niebla de sus creaciones. Allí, un Charles Dickens prematuramente anciano y muy enfermo, consecuencia de una vida turbulenta repleta de grandes esperanzas y tiempos difíciles. Poco queda en ese rostro muy marcado del alguna vez joven angelical dispuesto a conquistar el mundo poniéndolo por escrito y, de paso, hacerlo suyo y a su manera.
Lo que me recuerda que –no hace mucho– leí de la apertura, en Kent, de un parque temático de nombre Dickens World. Una Dickenslandia –con una inversión de 62 millones de libras– que recrearía calles victorianas, arroyos pestilentes, sombras siniestras y espectros navideños. Recuerdo también que, entonces, me pregunté qué sentido podía tener viajar allí cuando, sin moverse de casa, a dos siglos de su nacimiento, resulta tanto más fácil y económico viajar a Dickenslandia abriendo otra vez, para ya no cerrar hasta la última página –y de ser posible ilustrados por sus casi coautores gráficos George Cruikshank o Hablot “Phiz” Browne– cualquiera de sus muchos libros.
Doscientos años después, Charles John Huffam Dickens (1812-1870) continúa siendo no sólo el primer narrador superstar de la historia sino, también, el más poderoso desde entonces. Cuesta pensar (tal vez Stephen King, –quien ha vuelto a maravillarnos con su reciente 11/22/63– en términos de permanencia, fecundidad e impacto mundial) en algún escritor contemporáneo que vaya a ser leído en el 2212 como Dickens es leído en el 2012.
Y (por favor, que nadie me interrumpa para aullar otra vez aquello de que de vivir Dickens hoy estaría escribiendo para la HBO; pero la HBO no ha adoptado ningún Dickens hasta la fecha, aunque Deadwood bien puede ser entendido como el más dickensiano de los westerns) también cuesta imaginar a alguien que haya tenido o vaya a tener una vida como la de Dickens. Una vida, sí, digna de miniserie en la que –como en un juego de espejos deformantes– aparecen como no-ficción todos los motivos de los que casi enseguida se nutrirán sus ficciones.
Así –antes de convertirse en el gran novelista de su era, el más eficiente gestor de sí mismo, el infatigable luchador contra la piratería de sus textos y el revolucionador del folletín elevándolo a forma de alta cultura–, va un breve recuento de capítulos: su infancia primero feliz, pero casi enseguida pobre y con padre en la cárcel (traumas de los que Dickens jamás se repondría y de ahí la abundancia de caídas en desgracia, niños hambreados y de robustos calabozos en sus historias); el pequeño trabajador en fábricas siniestras y esclavizadoras (cuyo recuerdo pesadillesco e inolvidable, una vez famoso, lo llevaría a involucrarse en numerosas causas benéficas sociales y reformistas en beneficio de la clase trabajadora); su efímero paso por un bufete de abogados; su veloz mutación a reportero inquieto (con el tiempo, varias de sus muchas crónicas de “viajero sin propósito” contendrían muchos recursos de lo que suele atribuirse recién al Nuevo Periodismo); su frustrada vocación actoral (que retomaría con pasión casi autodestructiva en sus últimos años, representando a sus personajes en lecturas públicas y, de paso, fundando los horrores y placeres de los actuales tours literarios); su primer amor imposible (no se lo consideró buen partido) por Mary Beadnell, a quien reescribió como la Dora de David Copperfield; su boda con Catherine Hogarth (a la que atormentó con dedicación y quien le dio diez hijos), sus viajes “de denuncia” al Nuevo Mundo y su estudio y mesa recibiendo a grandes entre los grandes (Alexandre Dumas, George Eliot, Ralph Waldo Emerson, Victor Hugo, Henry Wadsworth Longfellow, Alfred Tennyson, William Makepeace Thackeray, Thomas Adolphus Trollope y un largo etcétera lo frecuentaron o intercambiaron cartas con él); el turbulento fin de su matrimonio y su complicado y “prohibido” romance con la joven actriz Ellen “Nelly” Ternan; su interés en lo paranormal y su implicación en The Ghost Club; el accidente de tren al que sobrevivió milagrosamente en 1865 (recuperando de su vagón el manuscrito de Nuestro amigo común) y del que nunca se repuso del todo y fue inspirador de últimas y siniestras fantasías como “El señalero” y El misterio de Edwin Drood; sus cada vez más frecuentes desvanecimientos sobre el escenario por agotamiento; su muerte en casa luego de haber trabajado todo el día, pluma en mano; su deseo contrariado de un entierro humilde y privado y su tumba en la Poet’s Corner de Westminster Abbey; sus lectores llorándolo sin consuelo.
Después, claro, su inmortalidad altamente radiactiva (podría decirse que entre sus muchos alumnos los mejores incluyen al canadiense Robertson Davies y al norteamericano John Irving) y los habituales regaños a “Mr. Popular Sentiment”, casi siempre condenando las imposibilidades y casualidades de sus argumentos y el desatado sentimentalismo de sus héroes y heroínas. De acuerdo, algo de eso hay; pero también es cierto lo que se vio obligada a admitir Virginia Wolf –al igual que Henry James, muy crítica con Dickens– en cuanto a que “cuando lo leemos nos vemos obligados a remodelar nuestra geografía psicológica”.
Y, de nuevo, lo del principio: Dickens no fue y no es sólo un escritor. Dickens (“Dickens nos expande”, diagnosticó Vladimir Nabokov) es y fue un creador de todo un mundo, de otro mundo que está en éste.
Dickenslandia otra vez.
Y, una vez que viajamos y entramos allí, suyas son las reglas de etiqueta y las leyes físicas que la rigen y, enseguida, nos rigen a nosotros. Y somos tan pero tan felices.
¿Alguna queja más?
Aquí y ahora, en una reciente encuesta británica sobre los cien libros más importantes de todos los tiempos, Dickens se apuntó con cinco títulos, ha sido adaptado al cine más de ciento ochenta veces, fue billete de diez libras entre 1992 y 2003, y no hay Navidad en que alguien repita, alzando las copa, aquel “God Bless Us, Every One!” de Tiny Tim. Lo que equivale a exclamar –más allá de cuál sea, o no sea, nuestra fe religiosa, imposible no creer en él, en su eternidad que es la misma eternidad de Shakespeare– un “¡Dickens nos bendiga a todos!”.
Gilbert Keith Chesterton lo puso mejor que nadie: “El escritor inmortal, en mi opinión, es el que hace algo universal de una manera especial (...) Y Dickens es tan universal como el mar. Pero aún nos queda por andar un largo camino hasta que podamos agotar a Dickens (...) La posada no lleva al camino: es el camino el que conduce a la posada. Y todos los caminos conducen a una última posada, donde hemos de reunirnos con Dickens y con todos sus personajes y, cuando bebamos de nuevo, será el vino de las grandes garrafas en la taberna del fin del mundo”.
Mientras tanto y hasta entonces bienvenidos para siempre a esa inagotable posada que se llama Dickenslandia. Posada que se inauguró el 7 de febrero de 1812 y que no cerrará sus puertas hasta la última vuelta para todos del mundo tal como lo conocemos y como nos lo hizo conocer su fundador y patrón.
Muchas gracias por todo.
Y muy felices doscientos años.
Y que cumpla muchos más.

martes, febrero 07, 2012

lunes, febrero 06, 2012

En el futuro, por el deseo de Schoenberg


En la última edición de Babelia tenemos un recomendable reportaje de Enrique Vila-Matas sobre el clásico duelo entre Thomas Mann y Arnold Shoenberg. Resulta, a todas luces, toda una invitación a leer, o según el caso releer, Doktor Faustus y La novela de una novela de Mann.

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Fue un duelo entre dos caballeros y tuvo de paisaje de fondo la siempre espinosa cuestión del plagio artístico. Lo protagonizaron, espadas en alto, dos monstruos de la gran literatura y de la gran música de todos los tiempos, Thomas Mann y Arnold Schoenberg. Supe por primera vez de esa disputa hace ya muchos años cuando el profesor Jordi Llovet regresó de una larga estancia en Alemania y me contó que había estudiado en Frankfurt am Main y allí había conocido, a través de unos amigos comunes, a Gretel, la viuda de Theodor Adorno. Evité preguntarle si había alguna vez conseguido entender de qué hablaba en sus escritos Adorno, pues ya sabía lo que respondía en estos casos: "Bueno, pero a Góngora tampoco se le entendía nada".
Gretel le había enseñado a mi amigo Llovet las cartas que su marido le había enviado a Thomas Mann cuando éste redactaba su Doktor Faustus. Y por lo visto, la viuda no paró ese día de señalarle con toda malicia, encrespada de hecho, la forma tan descarada con la que Mann había plagiado los resúmenes que Adorno le había enviado sobre las teorías musicales de Schoenberg, resúmenes que el novelista había trasladado, íntegros y con gran descaro, a su novela y que a la larga provocarían el monumental y comprensible enfado del músico.
Las teorías musicales de Schoenberg que Adorno le resumió a Mann eran en realidad imprescindibles para el novelista si quería llevar a buen puerto su ambiciosa narración sobre las gestas artísticas y discusiones sobre la música del futuro en las que participaba su protagonista novelesco, el compositor Adrian Leverkühn.
Si bien la música había sido siempre uno de los horizontes estéticos de Mann, la naturaleza de Doktor Faustus -novela que discute cuestiones de estricta teoría musical- requería un asesoramiento competente. En su exilio californiano, Mann encontró en el joven Theodor Adorno el colaborador idóneo, pues éste había escrito ya textos filosóficos importantes en torno a los inventos musicales del genial Schoenberg y de la técnica dodecafónica. Y, además, se había mostrado en un primer momento adulón, casi servil, admirador ferviente.
Mann, viejo zorro, vio inmediatamente en el joven filósofo el colaborador ideal; de hecho parece que vio en él incluso a un perfecto ghost writer, aunque luego supo reconocer su deuda en el libro La novela de una novela, donde invocó el apellido paterno de Adorno, Wiesengrund, para describir el tema de la arietta de la Sonata opus 111. En todo caso, Mann fue consecuente con lo que él llamaba su principio del montaje, que no consistía más que en la apropiación de materiales de fuentes diversas y su incorporación orgánica a la narración.
En la historia de este saqueo literario tan lícito como discutible (le fallaron las formas a Mann, que, como muchos plagiadores, terminó por creer que eran sólo suyos los fragmentos schoenbergianos de su novela), Adorno se sintió menos molesto que Schoenberg, el gran olvidado en este asunto y que puso el grito en el cielo cuando descubrió que algo que le había dejado insomne durante una infinidad de noches -la creación de la técnica del dodecafonismo- había sido burdamente resumido por Adorno para la mayor gloria de su amo y señor Thomas Mann.
Con la irrupción del encolerizado Schoenberg, se inició entre éste y Mann un largo duelo de floretes estilísticos, un combate farragoso para el novelista, que en realidad estaba más interesado en la arietta de la Sonata para piano número 32, opus 111 de Beethoven (pues veía en esa pieza el inicio de la ruptura entre la música y la belleza o, mejor dicho, la irrupción del gusto popular y, con él, cierto apocalipsis: el fin del mundo que miraba hacia lo alto, hacia Dios) que en discutir con Schoenberg, que reclamaba ser como mínimo citado en Doktor Faustus y para quien la novela no era más que una depredación y una mera vulgarización ridícula de sus descubrimientos musicales, descubrimientos que Adorno era incapaz, además, de saber transmitir.
La correspondencia entre Adorno y Mann se hizo eco de toda la polémica entre el novelista y el creador del dodecafonismo, disputa que invadió los medios periodísticos de aquellos años. Hubo disculpas y desagravios y en la novela acabó insertándose una nota que acreditaba la "propiedad intelectual del teórico y compositor" y que a Mann debió parecerle una mancha de grasa añadida a un libro limpio y honrado. De hecho, menciona en La novela de una novela la nota que le obligó a poner Schoenberg y se percibe que lo hace con gran malestar e indignación: "En el futuro, por deseo de Schoenberg, el libro habrá de llevar un epílogo...".
Parece como si, al escribirlas, se le hubieran clavado a Mann en el alma estas palabras: "En el futuro, por deseo de Schoenberg...".
A Mann le pareció siempre ridícula la acusación de plagio y desorientador el epílogo con las referencias a Schoenberg, desorientador porque entendía que el epílogo no sólo abría una pequeña brecha en la "esférica cohesión" de su mundo novelístico, sino que, además, le parecía que la idea de la técnica dodecafónica que se exponía en las esferas del libro, de ese mundo del pacto con el demonio y de la magia negra, adquiría "un matiz, un carácter que -¿no es verdad?- no posee en su valor intrínseco, y que realmente en cierta medida, la hace mi propiedad, es decir: la del libro".
Para Mann, las ideas de Schoenberg y su versión ad hoc estaban tan distanciadas que "hubiese sido ante mis ojos casi como una humillación el haber mencionado el nombre de Schoenberg en el texto".
El desenlace de la polémica llegó, como es habitual en estos casos, con la irrupción de la muerte. Falleció Schoenberg en 1951 y se dejó de discutir sobre los derechos de propiedad intelectual del músico en la obra del novelista.
Antes, en un artículo de 1948, recogido en El estilo y la idea, Schoenberg se ocupó de censurar el mandarinismo adorniano y explicó que la ciencia secreta no es aquella que un alquimista se resiste a enseñar, sino, por el contrario, una ciencia que no puede ser enseñada en absoluto, puesto que, o bien es innata, o bien no existe: "Esta es la razón por la cual el Adrian Leverkühn de Thomas Mann no conoce los elementos esenciales de la técnica dodecafónica. Todo lo que sabe se lo enseñó el señor Adorno, que, a su vez, conoce solamente lo poco que pude enseñarles a mis alumnos".
A veces, cuando pienso en todo este viejo asunto de la polémica sobre aquel plagio, creo darme cuenta de que si bien Mann se había propuesto en su novela localizar el momento en que estalló la ruptura entre el arte y la belleza (o, más bien, el fin del Gran Arte con la irrupción del gusto popular o, lo que venía a ser lo mismo: el fin del mundo que miraba hacia Dios y no hacia el hombre), el propio Mann, con su doloroso episodio de lucha con su vecino californiano Schoenberg, ilustró a la perfección -en la vida real, que es lo más asombroso- el fin de los novelistas todopoderosos, aquellos que, como Dios, en una época que ya es recuerdo, creían que todo era de su propiedad, incluidas esas partituras musicales del vecino que el mayordomo sabía perfectamente resumirles.

Ludoteca abierta



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Los niños y niñas de 6 a11 años podrán disfrutar leyendo hermosos libros infantiles, así como podrán contar con caballetes y útiles para pintar y dibujar libremente.
Inspirada en las experiencias de lectura en parques, la Biblioteca del Centro Cultural de España sacará los sábados de febrero, la colección de literatura infantil y realizará actividades de recreación al aire libre. Complementándose con actividades dirigidas, por personal especializado en arte y literatura infantil.
Dirige: Consuelo Amat y León, Artista plástica, escritora e Ilustradora de cuentos infantiles; con la asistencia de Catia Flores, docente en Artes Plásticas, ceramista, y Jesús Bellmunt, escenógrafo, artista y artesano.
Colabora: CEDILI-IBBY-Perú con repertorio de libros y asesoría.
Ingreso libre (Capacidad limitada).

sábado, febrero 04, 2012

viernes, febrero 03, 2012

jueves, febrero 02, 2012

El oficio de ser escritor



El martes en la noche leí esta excelente entrevista de Enric González al gran narrador Juan Marsé, en la siempre interesante Jot Down Cultural Magazine.
Conviene tomar en cuenta varios de los puntos tocados por el catalán.

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La habitación de trabajo de Juan Marsé (Barcelona, 1933) se asoma al Eixample barcelonés y contiene, además de una mesa, butacas, fotos y muchos libros, un retrato de Ava Gardner y otro de Rita Hayworth. La obra de Marsé, desde Encerrados con un solo juguete (1960) hasta Caligrafía de los sueños (2011), es gigantesca y le ha valido, entre muchos otros reconocimientos, el Premio Cervantes. Marsé no disfruta con las pompas y las ceremonias públicas, lo que le ha dado cierta fama de huraño que no se corresponde con la realidad. Es un hombre llano y amable. Pese al respeto que inspira, en la entrevista se utiliza el tuteo: un tratamiento más formal habría impostado la voz del escritor.
Bastantes escritores beben, pero tú no.
He bebido mucho, sobre todo en aquella época en la que conspirábamos contra el franquismo y hacíamos mucha vida nocturna. Era, por así llamarlo, una forma de transgresión y de ir contra las convenciones. Pero sí, es cierto que va con el oficio. He conocido a muchos escritores que bebían. Yo aflojé por dos razones: una, por el paso del tiempo, no aguanto los mismos whiskies ahora que cuando tenía treinta años; y dos, porque tuve dos avisos serios que conllevaron sendos by-passes, y el médico me dijo que tenía que comportarme. Los domingos me tomo un whisky, pero siempre acompañado. Y eso es una suerte, porque he conocido casos como el de Gabriel Ferrater, que bebía a solas. Jaime Gil de Biedma, Ángel González, Juan García Hortelano, José María Caballero Bonald… toda esa pandilla de amigos bebían lo suyo. Algunos escritores necesitan un trago mientras trabajan. Yo nunca he sabido beber solo y creo que eso ha sido una suerte. El tabaco sí, pero ya hace 25 años que lo dejé.
¿Te costó mucho dejar el tabaco?
Me costó tres días. Durante esos tres días no pude hacer absolutamente nada, porque tienes el cigarrillo tan vinculado al trabajo que se te va la gestualidad. Me sentaba a trabajar y la mano se me iba en busca del cigarrillo en el cenicero. No tuve más remedio que esperar. Me dediqué a leer.
¿Y sólo fueron tres días?
Sí, recuerdo que fueron tres días en los que el impulso era muy fuerte.
Cuando te pones a escribir haces simplemente eso, ponerte, ¿o tienes algún ritual?
Cuando me pongo a escribir procuro no pensar más que en lo que hago. Nunca he entendido la famosa pregunta de si piensas en tus lectores cuando escribes. En mi caso, al menos, quizá porque no estoy tan dotado, escribir implica tanta concentración que me impide pensar en el lector o en cualquier otra cosa. Por razones físicas, sobre todo con el paso de los años, de vez en cuando tengo que levantarme y moverme.
Se te considera un “creador de ambientes”, y creo que si alguien ha escrito la mítica “gran novela de Barcelona”, ese alguien eres tú, porque has creado un universo barcelonés. Pero pienso que eres especialmente brillante en los personajes.
Han puesto mucho el acento en la escenografía, por así llamarlo, en la recreación de Barcelona, pero mi respuesta es muy sencilla, y es que mi experiencia es barcelonesa, por lo que no se me ocurre trasladar la acción de una novela a otra ciudad. Naturalmente, si es necesario muevo a los personajes, pero el hábitat natural donde me interesa desarrollar las invenciones (porque no olvidemos que es ficción, a pesar de que sea una Barcelona muy real, con nombres de calles y plazas muy reales) es Barcelona. Me siento muy seguro caminando por la calle Torrent de les Flors porque forma parte de mi vida, conozco el aire que se respira allí… es cuestión de buscar seguridad y realismo. En cuanto a los personajes, siempre me han interesado más los femeninos y considero que son más importantes que los masculinos.
Sin embargo, los primeros que me vienen a la cabeza son hombres, empezando por el célebre Pijoaparte. Los personajes femeninos parecen funcionar como un papel secante de los masculinos.
Pero son las mujeres quienes hacen que avance la acción. El Pijoaparte es el charnego que ha sido un prototipo, pero Teresa es un personaje que me resultó más difícil porque pertenece a una burguesía catalana con la que yo no he tratado. No he tenido ninguna relación sentimental con ninguna chica de la burguesía catalana con una torre en el barrio de Sant Gervasi, ¡ya me habría gustado cuando tenía 18 años! Y no sólo en Últimas tardes con Teresa me parecen importantes los personajes femeninos, tanto Teresa como Maruja, la criada. Pienso también en la madre en Rabos de lagartija o en Montse Claramunt en La oscura historia de la prima Montse. No sé, quizá es una impresión personal que nadie más aprecia.
Si alguien puede saberlo eres tú. En cualquier caso, tus personajes son farsantes vocacionales en un constante juego de espejos: son lo que son, pero quieren ser otra cosa y parece que lo sean.
El tema de la apariencia y la realidad en la novela siempre me ha interesado mucho: lo que somos, lo que creemos ser y lo que ven los que nos miran, que a veces no coincide en absoluto. Pero no descubro nada en absoluto, creo que es el gran tema de la novela desde El Quijote.
Probablemente seas de los escritores con menos escrúpulos para usar todos los recursos, artificios y trampas literarias para explicar una historia.
No sabría contestar cómo lo hago y por qué. A fin de cuentas, para mí explicar una buena historia y que resulte creíble y verosímil justifica todos los trucos. La propia literatura de ficción ya lo es, porque estás explicando una mentira y quieres que sea creíble. Y para eso eres capaz de todo menos de una cosa: no creértelo. Alguna vez ya he comentado, sobre todo con gente de cine, que para estas cosas los peliculeros son bastante burros, por qué una determinada película española no me ha gustado, incluyendo adaptaciones de mis novelas. Me dicen que no lo entienden, porque han tratado de ser fieles a mi novela. Y ese es precisamente el problema, ser demasiado fieles. Deberían hacer trampas. Algo que lees no es lo mismo que algo que ves. Unos diálogos leídos en una novela pueden ser verosímiles, pero oídos pueden no serlo tanto. No sé por qué, pero es así. Cosas tan sencillas como una escena en la que un personaje entra en una habitación, dice “Buenas tardes”, se sienta y enciende un cigarrillo, no me las creo si el actor no las hace bien y con convicción. Pero en cambio soy capaz de creerme que pasa un elefante volando si me lo explican bien. Este tipo de conflicto entre lo creíble, lo inverosímil y lo real que no te crees no lo entienden los peliculeros. Estas es la cuestión: tengo que hacer creíble algo que es mentira, y para conseguirlo puedo acumular muchas mentiras aparentes. Me parece que Pío Baroja decía que “la única verdad de una novela es lo que se cree el lector”.
Muchas veces has dicho que la obligación de un escritor es esforzarse en lo que escribe. Juzgar si estás satisfecho es muy arbitrario. ¿Cómo sientes que has sido honesto y te has esforzado?
Cuando veo que, por mucho que me esfuerce, no mejoraré el texto y no hay posibilidad de que el capítulo o la página en cuestión salgan mejor. Y, además, que sepa que es algo de lo que no me avergonzaré. Es entonces cuando lo entrego al editor o al agente literario. Tengo muy claro que siempre todo podría estar mejor, siempre hay una distancia entre lo que me había propuesto hacer y lo que he conseguido.
Es fácil definir estos esfuerzos tuyos como una cierta moral obrera, porque tú eres un escritor profesional, no eres alguien que haya trabajado de otra cosa y escriba de forma más o menos diletante, cosa que permitiría eludir ciertas responsabilidades.
No tuve consciencia de esa profesionalidad hasta la tercera novela. Al principio no estaba convencido de que me pudiera ganar la vida con esto, y no tenía el sentido de la vocación. Cuando empecé estaba muy desvinculado del mundo literario, no conocía a escritores, editores ni a nadie; yo había trabajado en el taller del barrio y hacía una vida de barrio. Me di cuenta de que escribir una novela tampoco era tan difícil para alguien a quien le gustara leer, pero no tenía la idea de que ése fuera mi futuro. Cuando escribí mi segunda novela y me fui a París tampoco.
Esta cara de la luna, la novela repudiada.
Sí, es una novela que no he querido que se reeditara. La escribí por dinero, le pedí un anticipo al editor, Carlos Barral, y tenía acabados sólo un par o tres de capítulos, el resto lo hice pum-pum. Fue con la tercera novela, Últimas tardes con Teresa, con la que me di cuenta de que me gustaba tanto que quizá sí lo intentaría. A partir de ese momento me dediqué exclusivamente a escribir. Con algún trabajo ocasional en el campo del periodismo y las revistas, como la época en la que fui redactor-jefe de la revista Por favor que hacíamos con Manolo Vázquez Montalbán, Perich y otros, aunque fuera sólo a media jornada, o cuando estuve en una agencia de publicidad como redactor; pero entonces yo ya me sentía profesional, creía que me podía ganar la vida escribiendo.
Por favor era una revista modernísima. Hacía lo que ahora se está intentando hacer por internet. ¿Érais conscientes de lo que hacíais?
Era una revista de contenido político con tono sarcástico, que ahora, en letra impresa, no veo que exista. Lo más parecido sería El jueves.
Pero a una distancia sideral.
No le dábamos demasiada importancia. Además, la revista tuvo tantos problemas…
Formas parte de una generación bastante titánica.
Yo era más joven que ellos. Los conocí alrededor de 1960 y ese grupo de Seix Barral era impresionante porque estaban Gabriel Ferrater, su hermano Joan, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Josep Maria Castellet, el profesor José María Valverde, Jaime Salinas, Rosa Regás, Joan Petit, que era el sabio… sí, impresiona, pero visto desde hoy. Una cosa que me pregunté después es por qué cuando escribí mi primera novela y no conocía a nadie del mundo editorial o literario llevé el original a Seix Barral y no a otras editoriales que en aquella época tenían más prestigio, como Destino o Planeta. Y es porque yo leía unos reportajes, no recuerdo si en la revista Destino o en Ínsula, en los que Seix Barral me parecía la editorial más progresista y joven. Fue el instinto.
¿Qué efecto tuvieron sobre ti esta gente? ¿No intimidaban?
No. La primera persona que conocí fue Joan Petit. En casa de mis padres había una nota diciendo que me presentara en la editorial, que querían conocerme, y fue Joan Petit quien me recibió. Entonces me hizo pasar al despacho de Carlos [Barral] y, casualmente, estaba allí Jaime Gil de Biedma. Carlos había leído el original de la novela y por eso quería conocerme. Quería saber si era verdad todo lo que explicaba del taller de joyería y mi experiencia de obrero. Y le dije que sí, claro, aun estaba trabajando allí. Para ellos yo fui como una novedad. Ellos eran todos burguesitos y, seguramente, no habían tenido nunca una relación directa con un escritor-obrero, por así decirlo, lo que les hacía cierta gracia. Pero no tardaron en descubrir que a mí no me hacía ninguna, yo lo que quería era dejar el taller y ganar dinero. Y por eso me fui a París, con una bolsa de viaje que me consiguió Castellet.
Ellos debían esperar que hicieses grandes novelas sociales.
Si, en este sentido seguro que los decepcioné, porque no hice novela social. Al contrario, en Últimas tardes con Teresa, que fue la que pegó fuerte, había una crítica bastante hiriente a todo ese romanticismo ideológico. Cuando estuve en París, en 1961, me apunté al Partido Comunista y conocí a Jorge Semprún, que nos daba clases sobre política internacional. El caso es que yo iba a esas clases porque también asistía una chica francesa que me gustaba mucho. De hecho, hubo un tiempo en que esa chica estaba fuera y dejé de ir. Semprún me dijo que hacía tiempo que no me veía. Y fui sincero, le dije que lo que explicaba era muy interesante pero que lo que me gustaba era Arlette. Total, que esa novela del mundo obrero que esperaban no llegó nunca. Yo, pese a trabajar en un taller de joyería grande, con 30 empleados, no hacía vida de fábrica ni sabía demasiado del mundo obrero. Lo mismo me pasaba con el mundo de la delincuencia del barrio del Carmelo. Me llamaron varias veces para dar conferencias sobre el tema, porque el personaje de mi novela robaba motos y vivía en ese ambiente, pero era todo inventado: yo no sabía nada de los delincuentes.
Después conociste de cerca el fenómeno de la “gauche divine”.
Una entelequia. Uno de los bares donde tomaba copas era el Boccaccio, de Oriol Regàs. Y si iba allí era porque tenía una tarjeta con la cual tomaba copas gratis. Además teníamos la redacción del Por favor muy cerca y coincidíamos allí Manolo [Vázquez Montalbán], Joan de Sagarra, arquitectos como Oriol Bohigas u Óscar Tusquets, unas chicas que nos interesaban, fotógrafos como Xavier Miserachs, Oriol Maspons y Colita (Isabel Steva i Hernández)… pero para mí lo principal era que las copas me salían gratis. Y, como ya te he dicho, era una entelequia, existía y no existía. Como grupo que promoviera acciones o cosas, absolutamente nada. Tan solo unas excursiones culturales que organizaba Oriol desde la Costa Brava en las que iban a Francia a ver películas, aunque yo nunca me apunté. Probablemente yo madrugaba más que ellos. Luego se ha convertido en lo que se ha convertido, pero para mí es un grupo de gente, en el que hay algunos muy amigos y otros no tanto, con un interés muy relativo. También se ha dicho que la “gauche divine” era una pandilla de golfos, pero la verdad es que todos trabajaban. En cualquier caso, si el asunto puede aún interesar a alguien, le remito a un relato mío, Noches de Boccaccio, que acaba de publicar Alfabia.
¿Tienes la impresión de ser un caso de supervivencia de una época que se recordará?
Empiezo a pensar que ya tengo 79 años y muchos amigos han muerto. De la pandilla de Seix Barral quedan Josep Maria Castellet y Luis Goytisolo. Los demás están muertos.
Tus personajes acostumbran a sentir el peso del fracaso y no llegan a cumplir sus sueños. Tú has recibido todos los reconocimientos posibles. ¿Tienes sensación de fracaso? ¿Qué es el fracaso para ti?
Todos estamos abocados al fracaso, que es la muerte. Ya puedes hacer lo que quieras que todo acaba en nada. No soy pesimista hasta el punto de pensar que el centro de todo es el fracaso del hombre, me lo planteo de una manera más sencilla y cotidiana. Para empezar, en este país hay una experiencia social y política que te hace pensar inmediatamente en el fracaso, que son los 40 años de franquismo. Pueden explicarme lo que quieran, pero me han jodido la vida. Mira que es grande el mundo, pues he ido a nacer en este “collons” de país y justamente para vivir esos 40 años de franquismo, existiendo eso que llaman la eternidad de los siglos. Ya es mala suerte. En relación a la literatura, el fracaso no lo trato como un tema, pero me parece una consecuencia lógica de todo lo que quiera explicar. Algunas veces me han preguntado por qué acaba así Últimas tardes con Teresa, que ya podía tener un poquito de suerte el chaval. A ver, yo conozco casos de tíos que han dado el braguetazo (aquí tuvimos el famoso caso de Muñoz Ramonet), pero no me sirven literariamente porque si hago un final feliz acaba siendo una novela a lo Corín Tellado, y no se trata de eso porque la viuda no es así. Pero el fracaso no es el tema central, lo trato como la consecuencia lógica de muchas aspiraciones humanas que no acaban bien.
¿Cuál es en tu vida la medida del éxito o el fracaso?
Es lo que te he comentado antes, sólo yo puedo saber la distancia entre el ideal que me he propuesto al ponerme a escribir una novela y lo que he conseguido. En este sentido es clarísimamente un fracaso. Eso no quita que lo que yo veo como un fracaso otros puedan verlo como un éxito, pero para mí es un fracaso. Particular, relativo y todo lo que quieras, pero fracaso. Esto en cuanto al trabajo. En la vida personal, parecido. Mi vida personal está llena de fracasos, desde que a los quince años me enamoré de una chica del barrio y no conseguí ni tocarle una oreja. En la vida no se cumplen los sueños. No se cumple ninguno, y los que se cumplen no resultan ser lo que uno había imaginado. El éxito mismo puede llegar a ser una verdadera lata. El éxito te distorsiona la visión, te hace creer una cosa cuando es otra. Me gusta mucho una frase de Ezra Pound, un tipo muy poco recomendable, que reza: “El esmero en el trabajo es la única convicción moral del escritor.” La satisfacción por el éxito está relacionada con el trabajo. Haber acabado un libro del que no te avergüenzas para mí es suficiente y comparable a un éxito. Es un éxito sólo para mí, porque yo puedo creer que el libro es muy bueno pero puede no serlo.
En tus historias aparecen muchas “aventis”, relatos inmersos en el relato. ¿Te impones algún tipo de control sobre ese desarrollo coral o te dejas llevar por él?
Cada uno tiene su método de trabajo. Yo confío en que el libro se haga él solo. Por decirlo de alguna manera, le doy confianza. Empiezo en un punto, intuyo que la historia puede ser interesante y que hay personajes que pueden dar sorpresas conforme los vaya trabajando, pero aún no lo sé con seguridad, es una intuición. Entonces hago una especie de borrador que es como una guía muy provisional donde incluso ordeno diversos episodios que creo que pueden llegar a constituir la novela. Y sobre este guión me pongo a trabajar, de manera similar a lo que se hace con el guion cinematográfico. Durante el transcurso del trabajo me veo constantemente obligado a modificar ese guión. Eso quiere decir que la novela crece por su cuenta e impone sus normas contradiciendo, en ocasiones, a lo que yo me había propuesto. Hay personajes que en principio podían haberme parecido muy importantes, incluyendo al protagonista, pero que conforme avanzo en el trabajo no lo son tanto. En cambio, personajes muy secundarios que pensaba que tendrían un comportamiento muy episódico y funcional de repente crecen y se convierten en otra cosa. Es decir, cuando empiezo a trabajar no tengo la novela completa en la cabeza. Tengo una historia que me parece que tiene un principio y un final, pero poca cosa más. Necesito mucha paciencia para la escritura, ya que no me considero muy dotado. Mis primeras versiones acostumbran a ser horripilantes. Si escribo un par de páginas sobre una escena que me interesa, habrá sólo un párrafo o unas líneas que sirvan. No es que el resto no sirva, pero tiene que ser reescrito porque tal y como está carece de vida. A veces tardo meses en encontrar la solución a un pequeño episodio. En toda escena, por pequeña o no muy importante que sea, tiene que haber un detalle, una frase, un algo que le dé vida. Puedo encontrarlo a través de una descripción, de un imprevisto, de un detalle. Por lo tanto escribo mucho y muchas versiones.
Es curioso que no exista aún una buena biografía tuya. Ahora se está preparando una. ¿Has descubierto algo de ti gracias a tu biógrafo?
Casi no me había ocupado de la familia biológica, pero sí lo está haciendo el biógrafo, Josep Maria Cuenca, y ha descubierto cosas que yo desconocía, entre ellas una muy divertida: la versión que me contó mi madre adoptiva sobre las circunstancias de mi adopción era un cuento muy bonito pero completamente inventado. Es una historia un poco dickensiana, porque intervienen unas unidades extrañas, como un taxista que resulta ser mi padre biológico que se encuentra con ella cuando sale de la clínica después de haber perdido el primer hijo y de que los médicos le digan que no podrá tener ningún otro (aunque luego tuvo dos más). Esta historia que me explicó ella a los diez años era mentira. Como me la creí, me parece bien y es la que utilizo. Pero el biógrafo está descubriendo otra historia.
¿Ha significado algo el hecho de ser adoptado?
No me ha supuesto, desde luego, ningún trauma. Eso que los escritores del siglo XIX llamaban “la llamada de la sangre” no lo he sentido nunca. Vi a mi padre biológico dos veces: cuando hice la primera comunión y cuando se casó una hermana mía; y para mí era un señor completamente extraño. No había ninguna afinidad, no sentí nada. Recuerdo que me dio un duro, que era mucho dinero, como regalo de primera comunión. Incluso tenía ciertos reparos en investigar el tema porque me parecía que podía molestar a mis padres adoptivos. Mis padres eran los que yo conocía, ya me iban bien y punto. De manera que no, ningún tipo de trauma. Antes de ir a París, cuando publiqué mi primera novela, saliendo del taller de joyería, una chica joven se me acercó y me dijo que era mi prima y que a su padre le gustaría verme. Quedamos y conocí a ese hombre, que era un hermano de mi madre biológica, pero me sentía incómodo, pese a que era un gran tipo. Nos vimos un par de veces más, ya que además vivían cerca de casa, en la calle Congost, en Gracia. Supieron de mí porque leyeron en La Vanguardia una entrevista que me hizo Manuel del Arco en el propio taller.
¿De niño tenías tendencia a la fabulación?
Sí, al principio de los años 40 en mi barrio jugábamos mucho en la calle, porque casi no había coches, pasaba uno cada dos o tres horas, y una de las cosas que hacíamos era sentarnos en corro y contar “aventis”. Eso me recuerda una conversación que tuve con Montserrat Roig, que vivía en el Ensanche, y me dijo que ellas también jugaban a eso, aunque me pareció extraño que las señoritas del Ensanche contaran “aventis”. Pero bueno, una de las razones de ese juego era que no teníamos pelota porque la habíamos perdido o se había colgado y, a falta de otra cosa, nos dedicábamos a contar “aventis”. No recuerdo ser especialmente embustero pero, eso sí, leía muchos tebeos y me pasaba el día en el cine viendo películas del Oeste.
¿Aún vas habitualmente al cine?
No, me da mucha pereza. Además, soy de la opinión de que en el cine te tratan mal. Antes había un acomodador, te hacían dos películas, incluso había estufas… al cine iba todo el mundo, era parte de la cultura popular. Iban familias enteras al cine los sábados y domingos.
Cuando ves películas, ¿son modernas o clásicas?
Los clásicos que todos conocemos. John Ford, sobre todo. Pero con muy poca frecuencia, porque hay diálogos de algunas que ya me sé de memoria. Lo que se hace hoy en día no me interesa demasiado. Encuentro que el cine se ha vuelto muy infantil, casi todo son películas para adolescentes, muchos vampiros y cosas de esas.
De hecho, la vida en general se ha infantilizado.
Probablemente porque hoy en día la juventud tiene acceso al mercado, cuando antes no lo tenía.
Sí, pero hay gente de 50 o 60 años que están en ese mismo mercado. Nos hemos puerilizado.
Lo noto en mis nietos, que piden un tipo de zapatos o ropa de marca, cuando antes era impensable que pudieras siquiera escoger un tipo de zapatos. Si yo en casa hubiera dicho que quería una determinada marca me habrían tratado de loco. La juventud y la infancia ya son parte del mercado, y se produce pensando en los chicos y chicas de 15 o 16 años. No le encuentro otra explicación.
¿Tus nietos han leído ya a tu admirado Robert Louis Stevenson?
Uno de ellos, que tiene doce años, sí; otro, que es más pequeño, aún no, y la chica, que tiene unos catorce, va a su aire.
¿Y qué tal la experiencia?
Bien. El otro día uno de ellos estaba enfadado porque en el instituto habían dado para leer un libro aburridísimo. Le intenté convencer de que se ha de leer de todo.
En tus novelas has debido enfrentarte a una cuestión que forma parte de la identidad barcelonesa: el bilingüismo. No todo está cortado en un solo idioma, y creo que eso define bastante bien la ciudad. Tú escribes en castellano, pero has vivido tu vida en catalán. ¿Has tenido alguna percepción de ello o es tan natural que te da igual?
Parece una anomalía ser catalán y escribir en castellano y, efectivamente, lo es. Si tienes en cuenta que la época de formación que me tocó era la de la represión de la lengua y cultura catalanas… para empezar, en el colegio al que iba, que se llamaba Colegio del Divino Maestro, cosa que ya tiene delito, lo hice todo en castellano; las primeras lecturas, desde los tebeos hasta la literatura de quiosco, eran todas en castellano… por lo tanto, al ponerme a escribir, de manera natural, el discurso se me organizaba en castellano, y de esta anomalía no era consciente, nunca me lo planteé. Toda la información que recibía (libros, radio, cine…) era en castellano, excepto las conversaciones en casa y con los vecinos.
Pero gran parte de tu producción literaria se basa en esas conversaciones cotidianas, en esa banda sonora en catalán.
Sí, pero igual me parecía natural leer a Stendhal y Flaubert en castellano porque yo no sabía francés, o Hemingway en castellano me parecía absolutamente normal. Entonces, si eso pasaba en este ámbito, ¿por qué no podía pasar también en el otro? Los temas y los personajes eran de Barcelona pero hablaban en castellano. Aparte de que, dentro del mismo edificio donde yo vivía, había muchas familias castellanas, por no decir que la mayoría de chavales con los que me relacionaba por la calle en esa época eran castellanos. No se me planteó ninguna disyuntiva o problemática. Luego, cuando acaba el franquismo, el nacionalismo catalán empieza a plantear esta cuestión, y yo paso a no pertenecer a la cultura catalana. Pero tampoco a la castellana, porque en Madrid me llaman “escritor catalán”. Esto intenté explicarlo en el discurso que di cuando me otorgaron el Premio Cervantes delante del rey y toda la parafernalia. Expliqué esto como ejemplo de algo que podría haber sido diferente en el caso de que la cultura y la lengua catalanas hubieran sido respetadas durante la época franquista. Pero las cosas fueron como fueron. A veces, incluso, se me ha planteado por qué no cambié, igual que hizo, por ejemplo, Pere Gimferrer, que empezó escribiendo en castellano y se pasó al catalán. Yo acostumbro a decir que prefiero quedarme como estoy, aunque sólo sea como ejemplo de anomalía. Además, si con los años he conseguido un poco de instrumental para escribir en castellano no lo tiraré ahora todo por la ventana y empezaré de cero. Ya no tengo edad para estos cambios. Lo he vivido con absoluta normalidad. Algunas veces, eso sí, me he sentido ninguneado por parte de algunos de los estamentos de la cultura catalana pero, a fin de cuentas, me importa bien poco. Como lo paso mal si me hacen homenajes y cosas así, cuanto menos piensen en mí los estamentos oficiales, mejor. Me da igual pertenecer a la cultura catalana o a la otra, lo de ser fronterizo me va bien.
Sobre la mesa tienes varios periódicos. ¿Qué impresión tienes cuando cierras el diario del día?
Horrible. A veces me pregunto por qué coño no dejo de comprar diarios. Lo considero un vicio, porque hoy en día estamos superinformados por la televisión, la radio…
Además, te da la idea de que todo es catastrófico. Un libro reciente y no sé si ya traducido, Los mejores ángeles de nuestra naturaleza, de Steven Pinker, demuestra, de forma bastante científica, que el mundo vive su mejor época.
Lo que encuentro horripilante en España es el nivel de corrupción al que se ha llegado. Lo de Valencia, por ejemplo, da la impresión de que ya alcanza varias capas. Cuando la alcaldesa dice que lo de regalar bolsos… ¡la gente se lo cree! En este sentido el país es bastante desalentador, tenemos una democracia tan imperfecta… Hoy mismo me he puesto a leer lo que le espera a Baltasar Garzón, acusado por los propios chorizos… y luego lo juzgarán por lo de la memoria histórica. Esto no tiene ni pies ni cabeza. Y a mí me haría mucha gracia, si no fuera porque es muy serio, lo de los obispos. El otro día los obispos decían que se enseñaba la fornicación en los colegios. Han llegado al extremo de ver fornicación en todas partes. Además, sin ninguna referencia a que en este país han tenido mucha suerte; porque si ha pasado en Alemania, Holanda, Estados Unidos [Marsé se refiere a los abusos sobre niños cometidos por eclesiásticos], no me harán creer que aquí no. Bueno, y los elogios que oí ayer sobre Manuel Fraga… ¡padre de la patria! ¡un ministro de Franco! Es que el país me hace gracia, es totalmente surrealista.