miércoles, diciembre 31, 2014



sábado, diciembre 27, 2014



viernes, diciembre 26, 2014

212


Hace una semana Yesenia y yo fuimos a una exposición de pintura y escultura en un local de Camaná.
Más de una vez he estado en ese local, ubicado en el sótano de un edificio, en donde se han realizado conciertos, presentaciones de libros y festivales de poesía. En Savarín Arte Total siempre tienen lugar este tipo de manifestaciones artísticas, además, no allí eres presa de miradas acusatorias si cometes el pecado de ir con una chela en lata en la mano.
En la exposición En tu nombre tenemos una serie de pinturas y esculturas hechas por los presos que formaron parte de Sendero Luminoso. No sabía de qué iba la expo, pero ni bien vi la escultura de Elena Iparraguirre, me di cuenta de qué iba, cosa que en lugar de molestarme e indignarme, encendió aún más mi curiosidad.
Recorríamos la exposición cuando una joven, quizá de no más de veinte años y muy bajita, nos preguntó si deseábamos una visita guiada. Le dijimos que sí y con ella estuvimos recorriendo y hablando de cada una de las pinturas y esculturas.
No había nada de malo en la exposición. No hay gente más alejada de mi pensamiento político e ideológico que todo aquel que simpatice con Sendero, pero ello no me impedía poder apreciar el arte que sus presos han forjado en tantos años de encierro. Claro, había que hacer un esfuerzo mayor al habitual, encontrar pues el arte en esas pinturas y esculturas, arte que brilaba por su ausencia, sobre todo en las pinturas y esculturas de Elena Iparraguirre. Sin embargo, en algunas pinturas y esculturas sí podía ver una sensibilidad, una propuesta artística no libre del pensamiento que la motivaba.
Nos gustaron varias pinturas. Muchas estaban a la venta y las que nos interesaban ya se habían vendido. Cuando nos preguntaron si queríamos participar de una rifa en la que se sortearían algunas pinturas, aceptamos y compramos varios tickets. Mientras la chica llenaba nuestros datos, sentimos la mirada de algunas personas, seguramente familiares de los presos, pero no nos hicimos problemas, porque no hacíamos nada malo. Por un momento pensé que nos podían confundir con un par de agentes infiltrados del Servicio de Inteligencia. Para paranoicos los filosenderistas son campeones.
Me detuve a ver los títulos de los libros disponibles en una mesita de exposición, algunos de ellos estaban a la venta, pero otros no, como el de Maritza Garrido Lecca, en cuyo libro nos brindaba técnicas de relajación y métodos contra el estrés. Nada del otro mundo.
Salimos de la exposición.
Horas después pensé en lo necesaria que es la libertad de expresión. Hasta los senderistas tienen derecho a expresarse, no importa si sus ideas sintonicen o no con las de uno. Bien sabemos que la valoración artística es otra cosa, otra dimensión en la que solo sobreviven y destacan los elegidos. Y en la exposición En tu nombre solo sobrevivían un par, no más.
Quien esto escribe no vio en ningún momento una apología a Sendero Luminoso. Obvio, había en las pinturas y esculturas un evidente espíritu rojo, como lo puede haber en toda manifestación artística de la zurda, la derecha y la zurda-derecha. No había pues un llamado a nada, ni a las armas, ni a manifestarse, ni a la lucha revolucionaria.
Hace unas horas me acordé de que hoy viernes es lo de la rifa, entonces me pongo a buscar alguna información, algo tan sencillo como la hora en la que se haría. Buscaba y cruzaba información, cuando encuentro este video en donde Daniel Urresti se agarra a picotazos con el abogado de Abimael Guzmán, a metro y medio de Savarín Arte Total. Pulsé play.
Bueno, no hay que ser un virtuoso del pensamiento para poner en evidencia la matonería de Urresti, que le ha hecho un involuntario gran favor a una exposición de la que nadie estaba hablando porque no había mucho que hablar de ella en cuanto a propuesta artística, a no ser por el detalle de que eran pinturas y esculturas de senderistas en cárcel, detalle del que tampoco nadie hablaba.
Ver a Urresti me hace pensar en una verdad ahora implícita: la guerra contra Sendero está muy bien ganada en las armas. No hay que cuestionar esa verdad. Pero lo que han olvidado militares como Urresti, es que la guerra en el discurso no está del todo desarrollada. El discurso de Sendero es endeble, tiene grietas que no se aprovechan. No se aprovechan esas grietas por ignorancia, porque se cree que la ley del caballazo es la que va a imperar. Hay que tener cuidado con la ley del caballazo, que no sirve de nada en cuestiones de discursos, la ley del caballazo hace ver como “pobrecitos” a los que no lo son.
Yo, si tuviera el cargo de Urresti, voy a la exposición, callado nomás, sin tanta alharaca y compro mi rifa si es que me interesa alguna pintura. Y me quito riéndome.
Solo espero no encontrar un contingente policial cuando vaya a ganarme mi pintura, porque voy a la fija, a ganarme la pintura que quiero pegar en la pared de mi habitación. Pero si encuentro un contingente policial, contingente que bien podría ser más útil en la lucha contra la delincuencia, por ejemplo, no tendré la más mínima duda de que Urresti se habrá coronado de esforzado promotor cultural.


211

Me levanté tarde y seguía con sueño. No sé cuántos sueños profundos he tenido a lo largo del día. Si en caso me hubiera llegado la hora, creo que habría muerto feliz, porque he comido muy bien, demasiado bien, y eso que no suelo comer más de la cuenta en estos días festivos. 
Entre cada despertada, despertada que era insuficiente para levantarme y hacer lo que la gente normal hace, aprovechaba en leer y releer algunos libros para luego entregarme al sueño. Cerca de las cinco de la tarde, saqué a pasear a Lucas, un pequeño perro que no le tiene miedo a nada, según he podido constatar cada vez que he tenido la oportunidad de sacarlo a pasear. Mientras Lucas y yo recorríamos el barrio, recorrido que hizo que tensara más la correa, hecho que me sorprendía puesto que pese a su pequeñez el perro tenía una fuerza que sobrepasaba a la media de la fuerza de otros perros de su tamaño, me ponía a pensar en el recuento literario que empecé a escribir ayer y que, contra mi pronóstico, me está saliendo más largo de lo que pensaba. Tampoco dejó de extrañarme la sensación de contrariedad. Hasta minutos antes de abrir el archivo en Word en donde escribiría, tenía la más absoluta convicción de no hacer un recuento literario, algo que muy bien podría tomarse como una injusticia, tratándose pues de un año muy generoso para la narrativa peruana. Hemos tenido no solo títulos interesantes, sino de los buenos, de esos que candidatean en quedarse en la memoria del lector de turno. 
Lucas se fijó en una perra. 
Lucas se emocionó. 
Lucas movía la cola como nunca antes lo había hecho. 
La experiencia me ha enseñado a no combatir la arrechura de los animales. Suficiente experiencia tengo con los que me hizo Nesho, mi gato, hace muchos años. Atentar contra su furia hormonal bien me costó unas cicatrices en el brazo derecho. En base a esa experiencia, decidí que Lucas haga con la perra lo que venga en gana. Así es que dejé de tensar la correa y dejé que el perro disfrute de su arrechura y ayudarlo con mi pensada indiferencia en la consumación que anhelaba. 
La perra era demasiado grande para el enano Lucas. Sabiendo del riesgo que corría al sacarle la correa, me arriesgué a hacerlo. Le saqué la correa. Debía estar atento, porque Lucas es nervioso y se pone a correr, sin escuchar la voz fuerte de quien lo llama. 
Prendí un cigarro y compré de milagro una botella de agua mineral sin gas. Comprar la botella fue un milagro, la compré en la única tienda abierta de todo el barrio, quizá en la única tienda abierta en todo el distrito. Lamenté no haber traído conmigo algún libro que leer, quizá el de Carla Cordua, o el de Michon que estoy repicando, o el novelón Los hijos del orden de Urteaga Cabrera. Como sea, tuve que inventarme alguna actividad inmediata. Si Lucas se ponía nervioso, quería que no fuera por mi causa, que no se sintiera observado en su acto de seducción y conquista al paso.

miércoles, diciembre 24, 2014



martes, diciembre 23, 2014

210


Abro la librería y la vuelvo a cerrar. Necesito tomar un poco de aire, ver los buses del corredor azul me deprimen. Mientras venía al centro veía las largas colas y los buses llenos. Si tuviera que convocar a una marcha, haría una contra esos buses pintados, que no son más que latigazos emocionales contra los ciudadanos que menos tienen.
Camino a la Plaza San Martín, quiero ver qué ha quedado de la marcha de ayer. Una amiga, que vive cerca de la plaza, me dijo que durmió feliz, oliendo a bomba lacrimógena, con el ruido de los petardos. Y le parece bien dormir así de vez en cuando, “los jóvenes no deben callar cuando se les viola sus derechos, menos cuando se les dice cómo es que deben protestar”, me dijo en un mail.
Mientras llego a la plaza, el aroma a maravilla verde cala en mis huesos. También los suaves olores del licor. Pienso en amigos y conocidos que seguramente marcharon ayer. Pienso también en las fotos que subirán a sus respectivas cuentas de Facebook. Y está bien que eso pase, me digo, porque si algo le faltaba a esta nueva juventud, que no vivió la dictadura de Fujimori, era un desahuevamiento colectivo en supuestas épocas de prosperidad.
Prendo un pucho y me quedo mirando la plaza. La recorro, camino muy despacio. Parezco un inspector a la búsqueda de pruebas que confirmen el delito. Y en mi fugaz búsqueda encuentro muchas pruebas, que me ponen contento, porque no solo hubo indignación, sino también un ánimo festivo que justifica y legitima estas movilizaciones.
Decido regresar a la librería, para abrirla sin abrir. Me doy cuenta de que tengo el celular apagado. Lo prendo. Tengo algunas llamadas perdidas, un par de mensajes, tres mensajes de voz. Estoy a nada de responder las llamadas y los mensajes. Pero no. No quiero alterar la tranquilidad de la mañana de cielo gris, que es lo que más me gusta, lo que me consuela de la insoportable humedad del centro.
Craso error.
Empiezo a recibir llamadas y no sé si contestar porque desde que cambié de número solo he grabado los números de gente muy cercana a mí. Uno de esos números es insistente. La memoria del cel me indica que ha llamado más de diecisiete veces. Entonces respondo.
Se trata de Joseph, un buen amigo pintor.
Joseph me pregunta si haré mi recuento literario del año.
Y es verdad, todo el mundo está haciendo su recuento literario, un año literario que podríamos calificar de positivo, tal y como indiqué en algún post anterior. Sin embargo, quiero tomarme un tiempo, procesar bien la impresión, no caer en involuntarias injusticias valorativas, ni en excesos. Quiero enfriar el entusiasmo que me generan los buenos libros que han publicado mis amigos. Alejarme en el discurso del posible amiguismo. Bueno, esto es lo que pienso en principio, quizá en algunas horas me raye y decida no hacer recuento literario alguno y me dedique solo a seguir leyendo y, por supuesto, comentando libros cuando las ganas me lo permitan.



209


Ayer en la tarde caminaba por la Bolsa de Valores, el sol lo sentía en el rostro y me encontraba medio atontado, ido, distraído, desconectado, detalles que me hacen vulnerables. Solo debía comprar mi antídoto: una botella de agua mineral San Antonio, sin gas.
Compré mi botella. En lugar de regresar a la librería por el camino habitual, lo hice por Carabaya. A medida que avanzaba me topaba con un creciente número de policías, más sus respectivos juguetes: portatropas, patrulleros, camionetas y cientos de motos.
La presencia de los efectivos del orden no era gratuita. Miraba sus rostros y uno no podía pensar en otra cosa que no fuera el cuidado. Cómo no tenerlo, si horas antes el ministro Urresti había advertido a razón de la marcha juvenil contra la nueva ley laboral, la injerencia solapada de simpatizantes de Sendero.
No me sorprende. No debería sorprender estas clases de jugarretas de un sujeto, sospechoso de asesinato, colocado como ministro del Interior por otro sujeto, sospechoso también de asesinato y que se las da de presidente. Jugarretas de sucios, por decir algo. La jugada era cantada: meter toda la alerta de peligro posible para así reaccionar como esperaban reaccionar, llevar a toda costa otro gol de Urresti.
Uno no puede dejar de preguntarse lo tácito: ¿acaso no tenemos problemas de seguridad ciudadana mayores a los que estar alertas en una manifestación juvenil? Para perseguir a ambulantes, a jóvenes que en su derecho protestan, sobran los efectivos. Pero para cuidar las empresas de construcción chantajeadas por mafias, para resguardar a los ciudadanos de la delincuencia común, para detener a los personajes incómodos para el gobierno, para eso, que en realidad importa, el despliegue policial es nulo, de risa, de hueveo disfrazado de eficiencia.
Hasta los mismos policías se aburrían. Se sabían tontos útiles. Como son subalternos, no pueden cuestionar el mandato de Urresti, hay que obedecer nomás, seguir para adelante, cuidar a estos chibolos que se las quieren dar de rebeldes ahora que están de vacaciones.
En mucho tiempo no veía una manifestación como la de hace unas horas. Miles de jóvenes. Hay que protestar y ambas opciones para hacerlo ahora son válidas: o por tus convicciones o por tus bolsillos.

lunes, diciembre 22, 2014



sábado, diciembre 20, 2014

208


Me gusta que los más jóvenes que uno no se dejen meter la mano y salgan a protestar, tal y como lo hicieron horas atrás miles de jóvenes en contra de esa idiotez de la nueva ley laboral. Ver manifestaciones como esta me hace pensar en que no tenemos los jóvenes que parece que tenemos, sino que aún existe la capacidad de crítica que nos permita salir a las calles y expresar desazón e indignación.
Los miraba marchar y protestar desde la cómoda mesa de un café. Leía sin leer, anotando algunas impresiones al vuelo de un artículo que se me estaba pasando y del que me di cuenta que debía avanzar, ponerme al día antes de quedar mal con quienes confiaron en mí. Por eso decidí abandonar algunas horas la librería, sin esperar que vería la manifestación tan cerca, acto que me recordó a las manifestaciones de entre siglos contra la dictadura de Fujimori.
No pude presenciar lo que me hubiese gustado presenciar, pero con lo visto, antes, durante y después, tengo una idea clara de lo que es este gobierno y su congreso, la mierda absoluta, la corrupción en su estado más putrefacto. Bien harían todos aquellos que apoyaron a este gobierno en quedarse callados de por vida, si es que algo de decencia tienen ante la muestra de su evidente incoherencia.
Terminé de armar el boceto del artículo. Me sentía tranquilo. No es que escriba bajo el mandato de un mapa. En realidad, estos bocetos son una suerte de guía de la infidelidad, puedo escribir ideas y posibles comienzos, creyendo que en estos quedaría muy bien resguardado de las trampas de la improvisación, improvisación que solo disfruto en el jazz, pero que al momento de escribir, bajo esa seguridad de tener el camino de lo que teclearé, me permito ir por temas y estilos que no tenía pensados.
Claro, algún jodido me dirá que no digo nada nuevo. Obvio, rareza, no estoy diciendo nada nuevo, pero siempre es bueno volver a los caminos que dictan los maestros, darlos a conocer a los potenciales interesados en la escritura, decirles que escribir tiene que ser un acto serio, festivo también, pero ante todo serio.

jueves, diciembre 18, 2014



miércoles, diciembre 17, 2014

207


 

A las ocho y media de la noche de ayer, me encontraba en el parque del triple cruce: Quilca-Wilson-Rufino Torrico.
Prendí un pucho, el primero en cinco horas.
No sabía cuál de las siete opciones elegir para ir a casa. Pensaba en los dos textos que debo entregar en las próximas horas, como la reseña de un libro de Mailer. Pensaba en cómo abordar la reseña, en cómo calibrar mi verdad emocional, en no desbordarme como me desbordo cada vez que comento un libro que me ha gustado mucho.
Caminando en dirección a Quilca, me encuentro con un joven editor, que tres minutos antes había estado en Selecta para dejar el último libro de su sello. No me había encontrado y estaba dirigiéndose a su casa.
Nos saludamos y le pregunté si tenía tiempo, porque no demandaría mucho tiempo que vayamos a Selecta y de esta manera dejarme los cinco ejemplares de su último libro editado.
Regresamos a la librería y nos quedamos conversando un rato.
Es cierto que en las últimas semanas, le he dedicado más de un párrafo ácido a no pocos de los editores peruanos, llamándoles iletrados, carteristas solapas, amantes de la foto histórica, en fin. Pienso en los calificativos y cada vez más estoy seguro de mis palabras, no me arrepiento de lo que digo porque se merecen ese trato, un trato suave, hasta amable, si vemos el asunto en frío.
Sin embargo, así como existen esa clase de editores, también los hay en la otra orilla, que quieren ganar el reconocimiento, cuestión totalmente lícita, pero ganarlo en buena lid, lejos del carterismo solapa, por ejemplo, práctica que en los últimos meses se está volviendo una costumbres entre los que practican el lustrabotismo y el llamado decentismo estratégico.
Presto atención a las palabras del joven editor, analizo sus proyectos y puedo decir que va por buen camino, aunque el camino será difícil; también analizo su catálogo, que poco a poco y a paso firme lo viene reforzando. No lo pienso mucho, converso con un editor que lee y eso me hace sentir bien. Sé que el reconocimiento que merece su sello llegará, no sé si tarde o temprano, pero cuando llegue, cuando la gente se dé cuenta de las cosas que hace, el reconocimiento tendrá el aura de la legitimidad y la credibilidad. Esto no es poca cosa, señores.



martes, diciembre 16, 2014

206


Una de las películas que no me canso de ver es The American Friend de Wim Wenders.
Esta película, junto a otras como The Conversation de Coppola, figura entre las que vuelvo a ver, de manera religiosa y sin importarme otra clase de actividades, durante los últimos días de cada año. Vuelvo a las películas que me gustaron, a las que aún siguen transmitiendo “algo”, sea esa sudoración de vergüenza e incomodidad, que bien se justifican en determinadas escenas.
Hubo un tiempo en que me gustaban todas las películas de Wenders. Absolutamente todas. Pero hoy en día me pregunto por qué me gustaban todas sus películas, a qué se debía ese apego desmedido por su trabajo, como si una fuerza externa al gusto por el cine se hubiera apoderado de mí. Obvio, Wenders puede jactarse de un par de obras maestras y otras que tranquilamente rozan la maestría, aunque claro, todo seguidor de Wenders sabe que este cineasta no es lo que van preocupados por la vida tras la obra maestra. No, lo suyo ha sido la búsqueda de la expresión de su poética, o sea, muy lejos del fin comercial y del cliché temático imperante.
De manera intermitente he visto todas sus películas en los últimos meses. Tenía que superar esa extrañeza de no saber por qué ya no conectaba con sus películas, por qué ya no las recordaba como antes. Debía ir pues al meollo del misterio. No solo había que recordar las películas, también pensarlas, pensar en qué momento y circunstancia las miraba, qué era lo que ocupaba mi mente y corazón para haber estado muy apegado a este director que en más de una ocasión me salvó de la catástrofe.
Encontré esa revelación que buscaba en una de las escenas de The American Friend, en las previas al abordaje del tren en donde Jonathan Zimmermann (Bruno Ganz) debía matar a un mafioso, sin esperar, ni imaginar, que tendría la providencial ayuda de Tom Ripley (Dennis Hopper, ajá, el siempre psicodélico Dennis Hopper).
Conozco esta película al derecho y al revés, es la que más veces he visto de Wenders. Y sabía, sin saber, por qué la estaba dejando para el final. Anoche me di cuenta de que pasaría parte de la madrugada viéndola, lo que no imaginé fue verla dos veces. Claro, se trata de una película que bien puede jactarse de su lozanía, pero la vi y la dejé para el final porque intuía el hallazgo del posible secreto de mi inmediato y pasado fanatismo por el director. Descubrir por azar el secreto que encerraba la escena, escena que muy bien lo podría hermanar con la revelación de los versos perdidos de un buen poema.


205


La pregunta se hace presente de cuando en cuando, más de uno la ha escuchado y, por qué no, también la ha pensado en vistas de una posible respuesta que deje satisfecho al intelecto de quien se la formula.
Por supuesto, escuché la pregunta en un recital, en una lejana noche en el local La Noche de Lima, que quedaba en la esquina de Camaná con Quilca.
Me encontraba medio sazonado a razón de la maravilla verde y había llegado al lugar sorteando autos particulares y taxis, al menos es así como quiero pensar que llegué allí, y no por motivos asociados al desarraigo, aunque más de una vez he pensado que esa noche llegué a La Noche de Lima guiado por un impulso de perdición existencial, a lo mejor cumpliendo bien mi rol de actor de reparto del circuito literario limeño.
Era muy joven y no tenía la barba como la tengo ahora, cubierta por líneas de incipientes canas que delatan mi verdadera edad, aunque si me afeitara totalmente, y tal como me ocurre desde hace algunos años, más de una persona podría creer que tengo ocho años menos. Pero en fin, este no es el asunto, sino lo que escuché esa noche, en la que más de un poeta reconocido, que hoy en día se muere porque le haga una reseña o lo mencione de refilón en el blog, me negaba el saludo o se hacía el huevón ni bien me presentaba como un entusiasta aficionado de la poesía peruana.
Me acomodé en una mesa esquinada, que también estaba ocupada por un par de chicas con aspiraciones literarias, que me conocían no sé de dónde, pero que con el curso de los años una de ellas se convirtió en una amiga que quiero, aprecio y admiro, una poeta talentosa, y seguramente la poeta más atractiva de la poesía peruana, si es que nos ponemos un poco frívolos, aunque resulte inevitable ponerse frívolo, más aún cuando hablamos de poesía.
Para variar, esa noche todos los poetas que iban a leer estaban borrachos.
Era una noche de una serie de noches especiales. Cada una de ellas se alimentaba del ambiente con aroma a revolución, no había ser que no quisiera cambiar el devenir de este país de mierda.
Pero esa noche de la que les hablo, los poetas que leerían ya estaban borrachos, uno de ellos lloraba de amor, otros temblaban por falta de afecto y más de uno con la mirada fija, puesta, mirada de obsesión, hacia mi buena amiga que también era poeta pero que en esa época era igual que yo: alguien entusiasmado con la poesía peruana.
Leía uno y vomitaba.
Leía otro y vomitaba el doble.
Los concurrentes aplaudían, aplaudían como si fueran testigos de un acto contracultural.
Quizá en esos momentos cimenté mi gusto por la lectura de poesía peruana, mas no como poeta, no podía ser poeta, no podía malgastar mi juventud leyendo poesía y vomitar a la vez, no tenía ese talento; a partir de entonces renuncié a la posibilidad de ser un poeta maldito, ya no quise ser el heredero de Martín Adán. Me dediqué a ser un hombre de bien, o sea, a leer y dormir y fumar maravilla verde.
Me disponía a retirarme del local, tanta perdición, falta de higiene y violencia verbal no pertenecían a mi mundo. Me iría a drogarme y emborracharme a otro lugar, en otro lugar más auténtico y con gente más auténtica.
Sin embargo, me quedé en La Noche de Lima, me quedé pensando a razón de una pregunta que no sé a cuento de qué un poeta en ese entonces ochentero se preguntó segundos antes de su lectura: “¿Para qué sirve la poesía?”
Fui el último en abandonar ese local. Cuando lo hice era las seis y media de la mañana. Había bebido y no sé qué cosas había hecho, y no quise saber qué había hecho, aunque mi polo estuviera manchado de gotas de sangre que no eran las mías.
Años después me enteré que en esa noche de poesía había agarrado a golpes al poeta ochentero que se había hecho esa pregunta antes de su lectura. Según mi amigo, un destacado poeta noventero, testigo de cómo pegué al poeta ochentero, yo no había quedado del todo satisfecho con su respuesta a su pregunta. Mi amigo poeta noventero me dijo que había pecado de intolerante, faltoso, puesto que no estaba respetando a uno de los ídolos de la poesía peruana contemporánea, porque a los ídolos de la poesía peruana contemporánea se les respeta, no importa si estos sean unos insalvables imbéciles. Le pregunté a mi amigo poeta noventero por qué le pegué al reconocido poeta ochentero.
“Es que no te gustó su respuesta. Te tomaste demasiado en serio su estupidez. Bueno, eras más chibolo, más díscolo”.
“¿Y qué es lo que dijo? Puta, debió haber sido una gran estupidez para que haya entrado en cólera”.
“Nada del otro mundo. Clásica estupidez de poeta peruano”.
“Ya, pero qué dijo”.
“Así fue: ¿Para qué sirve la poesía? Su respuesta: la poesía no sirve para nada”.
Me quedé pensando/recordando durante algunos segundos.


lunes, diciembre 15, 2014

204


Hace una semana terminé la lectura de Un hombre flaco (Ediciones UDP, 2014) del periodista peruano Daniel Titinger.
Se trata de una publicación que se deja leer con mucho placer y que nos brinda un retrato muy descarnado de uno de los mayores escritores latinoamericanos del siglo XX, Julio Ramón Ribeyro.
Como lector, me alegra que la figura de Ribeyro comience de a pocos, y a paso firme, a insertarse en el imaginario literario en castellano. Si hay un narrador que debe figurar entre las voces mayores de nuestra tradición literaria, esa voz es precisamente la de Ribeyro, que no solo llevó a una cima inalcanzable el registro del cuento, sino que fue un visionario en cuanto a las grandes posibilidades que nos brinda el registro del diario, en donde, a mi parecer, está el mejor Ribeyro.
Lo que se propone Titinger es acercarnos a la leyenda que tenemos del escritor. Para ello se vale de los testimonios de sus amigos cercanos, como también los de su viuda Alida y su hijo Julio Ramón. Viéndolo de lejos, como imagino que tienen que verse este tipo de perfiles, Titinger consigue documentar lo que se decía en voz baja de nuestro escritor, colocando sobre la mesa el chisme, el chisme que a fin de cuentas nos permite conocer a un hombre que lo único que quiso hacer en la vida fue sobrevivir y no necesariamente por medio de la escritura literaria.
En estas páginas, somos partícipes de un hombre sumamente depresivo, que se dio tiempo y se alimentó de fuerzas para escribir los cuentos que escribió. Si a esta depresión le sumamos su carácter tímido, pues accedemos a una sensibilidad marcada por el desarraigo, desarraigo que bien radiografían, por ejemplo, Alfredo Bryce, Fernando Ampuero, Guillermo Niño de Guzmán, como también Alida de Ribeyro, a quien el autor del libro junto a Jorge Coaguila entrevistaron en París. Con ella se tuvo que luchar un poco más, pues se nota que la sudaron para taladrar esa muralla de estoicismo selectivo. Leer lo que dice la viuda también nos permite ingresar a una instancia de un Ribeyro íntimo, un Ribeyro que sufría de sí mismo y que solo pudo conocer la plenitud en sus últimos años.
Si tenemos que hablar del personaje real de la presente publicación, ese personaje es, sin duda, Alida. Leemos su testimonio y una mujer como esta no hace sino generar en el lector una avalancha de sentimientos encontrados. Llegamos a entender, más no justificar, la razón de su negativa a permitir lo que falta publicar de los diarios de su esposo. Alida, en sus silencios, en sus frases cortantes, dice mucho, como si en su respiro contenido no quisiera revelar una verdad incómoda. Por otro lado, mientras ella y su hijo más se esfuerzan en desestimar lo no publicado de los diarios de Ribeyro, refuerzan, y la leyenda con relación a los diarios no publicados. Pero tampoco podríamos obviar las últimas horas de vida de Ribeyro y lo que Alida le decía en su agonía, párrafos que nos ponen en otra dimensión a la mujer que también sufrió como su esposo y que tomó la saludable decisión de permitir que él haga su vida sin ella.
Aunque nos hubiese gustado que Titinger se arriesgue más como autor, en muchos párrafos se muestra como un actor demasiado pasivo, temeroso de opinar, lejano a polemizar, dedicado solo a consignar. Sin embargo, ello no atenta contra el alcance de Un hombre flaco, un perfil que traerá más de una encendida polémica, puesto que más de un testimonio no son más que camufladas bombas Molotov, que cumplen su objetivo: que hablemos de Ribeyro para luego ir a sus libros.
Como bien se dijo líneas arriba. La obra y figura de Ribeyro comienzan de a pocos a dejar esa parcela de autor secreto (no para Perú, obviamente), de escritor de minorías y lo que es peor, de escritor para escritores. Esta suerte de renacimiento no nace de la nada, sino de una apuesta editorial y literaria no sujeta a meros intereses comerciales. Si bien es cierto que la UDP de Chile edita por primera vez un libro sobre Ribeyro, no se trata de un autor ajeno para este sello. Recordemos que hace un par de años publicó/rescató La caza sutil, el célebre (y casi inubicable hasta entonces) libro de ensayos literarios de nuestro escritor, edición que contó con doce textos más. No me sorprende que editores/lectores de otros países valoren a nuestros escritores referenciales. Aquí poco o nada hacemos por difundirlos. Claro, esta situación tiene que cambiar, a lo mejor a la fuerza. Imagino que las cosas empezarán a cambiar cuando nuestros editores locales se preocupen más en leer en lugar de ser ases de la calculadora, tiburones de presupuestos, maestros de las relaciones públicas, buscadores de invitaciones feriales, carteristas solapas, amantes de la foto histórica.
 
 
Publicado en LPG


203


Me resulta extraño comentar un libro por segunda vez. Hace algunos años, en este mismo espacio, reseñé el cuentario Punto de fuga, del narrador peruano Jeremías Gamboa. Y lo vuelvo a comentar por tratarse de una publicación que durante un tiempo corrió el riesgo de perderse y que gracias al éxito literario y comercial de su novela Contarlo todo, tenemos una segunda edición que, a diferencia de la anterior, bien puede leerse ahora en muchos países de habla hispana.
Pero no solo ese es el motivo que me lleva a escribir del libro en cuestión, sino también el hecho de someterlo a la prueba del tiempo, en ver cuánto ha envejecido, si es que hubiera envejecido, o cuán cierta es su vigencia.
Felizmente, a Punto de fuga no le han salido canas, ni arrugas, sigue mostrando los mismos fuegos de la primera vez y que bien nos puede brindar los senderos en los que Gamboa asienta su poética, una poética por demás realista y que, en parte, le ha suministrado de insumos temáticos claves para su saludada novela. Aunque no pasemos por alto la posibilidad, al menos barajar la sospecha razonable, sobre la influencia que pudieran ejercer algunos de estos cuentos en los futuros libros del autor.
Ningún primer libro, ya sea de cuentos o novela, está libre de falencias naturales. Este las tiene, en especial estructurales, pero lo estructural y formal son aspectos que bien pueden limarse en el ejercicio de la escritura. Lo que eleva a Punto de fuga, lo que hace que el libro postule a las parcelas de la perdurabilidad es precisamente la exhibición de complejos emocionales de sus personajes, complejos emocionales que refuerzan la marca de agua del estilo del autor, estilo que logra su cometido, tan difícil de redondear en el terreno de las distancias cortas: emocionar, fastidiar y corromper al lector, es decir, alejarlo de la indiferencia. Ese estilo, que algunos aventureros de la opinión literaria han catalogado de periodístico, cuida el secreto, el puente, con el lector, así este acepte o no los relatos. Logrados o no, hay pues en ellos una luz oscura, una presencia incómoda, un nervio en permanente tensión, que bien lo diferencian a Gamboa de otros autores del actual imaginario narrativo en español. En vez de explorar hacia lo desconocido, aliento siempre saludable para cualquier creador, aunque ese aliento casi siempre termina desgastando, Gamboa explora hacia dentro, moviéndose en su realidad inmediata, en lo que conoce o cree conocer de esa realidad inmediata, disposición que refleja una postura de su parte hacia el realismo, postura que lo convierte en un nato buscador de historias.
Como ya indiqué, los ocho relatos que conforman el cuentario siguen frescos, todavía alejados de la férula del tiempo. De estos un par que bien haríamos en calificar de descollantes: “La tierra prometida” y “La conquista del mundo”. En especial el segundo me gusta más, el que muestra y encapsula toda esa verdad incómoda que no quieren aceptar cada uno de los personajes de los cuentos, esa verdad que los lleva a huir, a ejercer un alejamiento no de los factores externos que los dañan (porque si algo se puede decir de estas sensibilidades, es que son guerreros de la insensibilidad/indiferencia de los demás, pese a las humillaciones, siguen en pie, mordiéndose los labios para soportar), sino de ellos mismos, enfrentándose contra su infierno personal.
 
 
Publicado en Siglo XXI


domingo, diciembre 14, 2014

202


Una ligera garúa me sorprendió en la medianoche de ayer. Me encontraba en el cruce de Javier Prado con Aviación, o más preciso, a setenta metros de ese cruce, caminando desde Guardia Civil. Por alguna extraña razón, me gusta caminar de noche por esta ruta, no porque me ofrezca un gran paisaje urbano, que en parte lo ofrece, sino porque en ese paisaje me siento cómodo, en donde me permito pensarme y autocriticarme. Esta ruta, junto a algunas calles del Centro, son mis rutas salvajes.
Es cierto que escribo mucho del Centro Histórico, pero el lector atento del blog sabrá que solo me suscribo a algunas calles, no a todas las calles del centro. Hay calles que tienen su encanto y no necesariamente por su valor histórico, sino por esa cualidad llamada esencia, que permite que te sientas a gusto, precisamente no por lo que te pueden ofrecer, sino por el hecho de cómo tú te sientas mientras las recorres, con mayor razón cuando en esas calles forman parte de tu biografía, sea de lo mejor como de lo peor.
Días atrás conversaba con una amiga que vive por temporadas en el Centro, a pocos metros de la Plaza San Martín. Ella, mujer de mundo como pocas y con sensibilidad artística, me decía que se sentía cómoda en el edificio donde vivía. Aunque no solo eso, en estas calles y plazas podía ver y ser testigo de la vida en su sentido más pleno, en todos sus colores, defectos y virtudes, porque siempre pasa algo “por aquí”.
La escuchaba y le daba la razón, no hay día en que no me tope con personajes de todo tipo. De un instante a otro puedes pasar de la reconciliación contigo mismo al odio sostenido de querer hacer la revolución. Puedo ver a un padre de familia contento que pasea con su hija, como también a un grupo de hampones que esperas que te hagan/digan algo para así reaccionar y patentizar el pretexto que llevas esperando desde hace buen tiempo. Ni hablar de los personajes que pueblan la Plaza San Martín, tal y como ocurrió el sábado antepasado. Como nunca vi la plaza tan llena de exceso y rock, islotes humanos que se resisten a aceptar la ausencia de espacios de divertimento que nos deja este maravilloso gobierno municipal. Pero vi la plaza de pasada, no fui parte de ese divertimento, aunque al día siguiente volví a la plaza, a uno de los cafés de los portales, y todo indicaba que en la noche se había vivido una suerte de Woodstock, el aroma a la maravilla verde era no menos que intenso. Miré al cielo y me pregunté si acaso no había llovido hierbitas para todo el pueblo. Caminaba y me preguntaba a qué se debió esa inaudita concentración de manifestantes y de gente que solo quería pasarla, pregunta que viene acosando mi mente, dicho sea.
Lo peor que se puede hacer es ponerse a explicar a qué se deba esa suerte de magia negra que suscita caminar por las calles del Centro Histórico. Cada vez se escribe más de estas calles y lo que se escribe no hace sino ahondar más la incertidumbre, cuando lo real, lo que vale, es que solo se describa, que se registre la impresión. Craso error explicar la magia. Aunque si tuviera que ofrecer una posible explicación, esa explicación, o intento de la misma, la escuché muy bien de una amiga miraflorina, que me dio un ejemplo a modo de explicación, que solo dejará pensando a los tardos de pensamiento, ejemplo que ponía frente a frente a dos mujeres, bellas y alegres, que bien podrían ser Miraflores y el Centro de Lima. Las dos aman, odian, son calmadas y salvajes, inteligentes e irracionales, pero lo que las diferencia es lo siguiente, y según las palabras de mi amiga, para que no salte alguna infaltable feminista, porque a ella le debo el crédito: “La diferencia, Gabriel, es muy sencilla: Miraflores es una bella mujer, sí, que ostenta todo, además vive una vida tranquila, pero de qué te vale ser una bella mujer y tener una vida tranquila si eres frígida, si eres frígida no eres nada, no eres nada”.

sábado, diciembre 13, 2014



viernes, diciembre 12, 2014

201


Pasan los días y la temperatura va aumentando. Así es, lo que jode es la humedad, el calor es soportable, pero el punto en esta ciudad siempre ha sido la humedad. El verano, pues, se anuncia muy pegajoso.
No me hago problemas de nada. Pese a que no me gusta el calor, pocas veces me he quejado de él, y cuando lo he hecho, ha sido seguramente por la queja de los demás, que inevitablemente contagia.
Durante muchos años pasaba los veranos encerrado en casa, pero solo durante el día. Cuando salía a la calle, lo hacía a partir de las seis de la tarde. Aparte de tener un problema con el calor, de la misma manera que otros pueden tener problemas con el frío, se añade el hecho de mi piel, que me salió muy sensible. Desde que tengo uso de razón, la exposición ante el sol me deja ronchas en la cara. En este asunto poco o nada tiene que ver el color de la piel, como se pensaba y se sigue pensando por allí, erróneamente. Por eso, en los veranos de mi infancia me recuerdo con gorro, que solo me lo sacaba para nadar, porque desde niño me gustaba nada y nadaba bien, muy bien. Los profesores de natación más de una vez animaron a mis padres a que me dedicara a la natación de la manera constante, que no solo me limite a los programas de verano. Como mis padres siempre han sido personas que me preguntaban antes de tomar decisiones, no en todo me preguntaban, obviamente, les dije que la natación estaba bien para el verano, que no me veía nadando durante el invierno, por ejemplo. Durante los veranos de mi adolescencia me dediqué a otros deportes, como el basketball. Y me recuerdo también usando gorro. Aunque no era un gran jugador, sí tenía mis buenos momentos, al menos eso era lo que sentía cuando me venían a buscar para un partido y por las palmadas que me daban luego de algunas jugadas, o sea, tú sabes, aunque hagas alarde de una falsa modestia, que lo estás haciendo bien y que puedes percibir si los saludos son genuinos o que te los dicen por cumplir.
Entonces, se deduce de lo que recuerdo de los veranos son los deportes y los gorros. Desde hace años que no practico ningún deporte específico, aunque trato de ser más constante en salir a correr, porque correr me despeja la mente, porque lo hago por eso, para despejar la mente y no estar en buena forma física. Pues bien, llevo varios veranos usando más bloqueador de lo acostumbrado, también lo uso en invierno. No niego que usar bloqueador me incomodó más de lo que pensé que me iba a incomodar. Me tuve que acostumbrar a la mala, porque el calor, los rayos solares, no son los mismos de cuando era niño y adolescente.
Antes de estar en el proyecto de Selecta, la pasaba en casa traduciendo, traducía para una ONG, que felizmente no era de izquierda. Digamos que tenía poca vida social, pero leía mucho y trataba de escribir mucho. Además, me parecía el trabajo perfecto, en especial para los veranos. Estuvo bien un par de años pero el alma me pedía salir a flote, sentir los rayos solares, que ayudan a las sensibilidades depresivas. Entonces empecé a salir y quise hacer otra cosa, siempre y cuando me gustara, claro, porque soy de los que funcionan en la vida haciendo las cosas que le gustan. Pero en ese gusto también se presentan algunos sacrificios que asimilas, asimilas el calor, te malacostumbras a él, como también el abastecerte de bloqueador cada mes y medio, bloqueador que ayer buscaste por todas las farmacias de Lima, puteando, porque el bloqueador que usas estaba agotado. Busqué el bloqueador y cuando lo encontré, mi mejilla derecha exhibía un color rojizo oscuro, que lentamente se convertía en una combinación de marrón con negro.