viernes, septiembre 29, 2017


para verla

En las madrugadas sigo ordenando mis películas, que agrupo en cajas para ponerlas en el almacén y así aprovechar el espacio para los nuevos estantes que llegarán a casa en los próximos días. Son muchas columnas de libros, las cuales me obligan a moverme con cuidado; pues bien, en medio de tarea de ordenamiento de películas, encontré una no he visto las veces que me hubiese gustado, a la que sin problema alguno le pondría el rótulo de Obra maestra.
Resulta curioso que no aparezca en las listas de las mejores películas del Siglo XXI, listas que hasta hace no mucho venían generando entusiasmo en la platea cinéfila. No creo que esta apreciación se deba a un mero capricho impresionista, porque Synecdoche, New York (2009), primera película de Charlie Kaufman, tiene más que suficientes méritos cinematográficos para ser considerada un trabajo mayor del presente siglo. Al respecto, haciendo un banal ejercicio especulativo, pueda que haya sido víctima de un involuntario olvido entre los entendidos que confeccionaron estas listas. A ello sumemos la complejidad conceptual de SNY, que la desfavorece para el gusto mayoritario, mas decir esto no es más que una forzada esperanza de buena voluntad, con mayor cuando vemos en las selecciones títulos menores como Moonlight, Munich y Virgen a los 40.
Si hablamos de Kaufman, nos referimos a un nombre clave en la escritura de guiones, pensemos en películas como Being John Malkovich, Adaptation y Eternal sunshine of the stopless mind, que el conocedor ha sabido apreciar. Nos pueden gustar o no, pero nadie negará que los guiones de Kaufman están pautados por una sensibilidad que, sin subestimar al espectador común, cuida su coherencia interna, que transita entre lo cartesiano y lo onírico, que viaja de lo estético a lo grotesco, que vemos en toda su amplitud en Synecdoche…
Caden Cotard (una de las mejores actuaciones de Philip Seymour Hoffman), un director de teatro cuya vida familiar es un desastre y preso de un ensimismamiento que acaba alejando a las personas que lo aprecian. Cuando las desgracias emocionales no pueden ser menos, Caden recibe la beca MacArthur, acontecimiento que le permite financiar una obra teatral en la que intentará plasmar todo su talento. Sin embargo, Caden descubre que está enfermo (anunciado en las primeras escenas), su organismo comienza a deteriorarse. Aquí, la narrativa lineal, el mandato de la lógica, que de imponerse no estaríamos hablando de una película de Kaufman. Kaufman huye de la realidad sin alejarse de ella, partiendo de la atribulación natural de Caden y apoyado de un selecto elenco de mujeres (Emily Watson, Jennifer Jason Leigh, Catherine Keener, Samantha Morton, Hope Davis, Diane Wiest y Michelle Williams), cada cual haciéndolo más infeliz, aun cuando este pone en escena lo imposible: reflejar el día a día de New York dentro de un hangar en el barrio teatral de la ciudad. Para Kaufman, el propósito de su película, su logística interna, obedece exclusivamente a Caden, en quien proyecta sus señaladas dimensiones (cartesiano/onírico y estético/grotesco), por medio de un ritmo ralentizado que nos lleva de la indignación a la tristeza, sin pasar por alto el humor negro, tan presente en los guiones de Kaufman y ahora en su ópera prima. De esta manera, el director interpela. El ocasional espectador asiste a un metadiscurso del histrionismo, es decir, las mujeres que rodean a Caden son todas las mujeres, y Caden todos los hombres.  
Ganas de spoilear no faltan. Solo recomiendo que la vuelvas a ver si ya conoces esta película, si en caso no, avisado estás.

jueves, septiembre 28, 2017

fallida

Se ha dicho no pocas veces que la realidad peruana es dueña de una cantera de historias que tendrían que ser aprovechadas por nuestros narradores. Por esa sola razón, sorprende que estas historias no despierten el entusiasmo de aquellos que deberían ir a su caza. De haber sido así, la novela negra y la novela policial hubieran despegado y de esta manera tendríamos una tradición de novelas de género. En este sentido, si alguna utilidad diéramos a las novelas de género más allá de su propia naturaleza, estas serían las metáforas íntimas de la degradación moral y ética de este país.
No sé cuánto tiempo tenga que pasar para que haya escritores que aborden esta privilegiada realidad y la transfiguren en ficción, al respecto hemos tenido intentos, algunos logrados y muchos otros no. Al respecto, una pluma de la talla de Julio Ramón Ribeyro esperaba que géneros como el policial se desarrollen entre nosotros y no es gratuito este anhelo, manifestado, siempre, por lectores de cuna, que fortalecieron su gusto por la lectura en la adolescencia mediante las novelas de aventuras.
Por eso, para los que apreciamos las novelas policiales y negras, tan generosas en plasticidad para el discurso ficcional, nos alegra que se abra una puerta como la colección Roja & Negra de Random Perú. Esperemos que vengan más novelas en clave criminal y estoy seguro de que más temprano que tarde tendremos (muy) buenos aportes. Digo, sí, más adelante, porque la novela con la que se inaugura esta colección está muy lejos de lograr su cometido, me refiero a No tengo nada que ver con eso del destacado académico Juan Carlos Ubilluz.
La novela se enfoca en un sonado caso de matricidio que años atrás concitó la atención de los medios peruanos. Tratándose de una historia ya instalada en el imaginario social, importaba el tratamiento que el autor le diera, brindándonos otra mirada/lectura de la misma. Ubilluz no solo incurre en el lugar común temático, sino que apela a un discurso explicativo, alejado de la sugerencia, es decir, del fin estético. La novela no solo no transmite, sino también hace gala de un desarrollo por demás soporífero. 
En otro orden de cosas, y destacando lo positivo que hallamos en estas páginas, señalemos sus seis capítulos iniciales, que cumplen la función de presentarnos la historia y los personajes. Capítulos narrados con solvencia y vértigo, que nos anunciaban un curso atractivo, pero como se colige de lo ya dicho, esto no llega a ocurrir, porque la novela también peca de reiterativa, como si no le interesara avanzar como historia, a ello consignemos la flojísima disección moral de sus personajes, como la Hija y el Padre. Ubilluz debió arriesgar más y abrigar sin miedo la plasticidad (libertad) discursiva que demandaba tremendo argumento. Claro, en estas instancias tras la lectura, el lector decepcionado funge de Ray Donovan. Una posible solución mentirosa para ella pudo ser encapsular la historia: el lugar común pero sin repeticiones. Otra, la solución real: reescribir la novela bajo el nervio especulativo.

miércoles, septiembre 27, 2017


memoria al rescate

Termina la película, prendo mi celular. Es poco más de la una de la madrugada. Me dirijo a una máquina de café, imposible encontrar algún café cuando todos los locales de la Rambla de San Borja están cerrados. Camino por el sendero señalizado por carteles amarillos. Pero mis esperanzas se refuerzan al ver una máquina, aligero el paso, pero esta no es de café, sino de galletas y gaseosas. No soy el único a la búsqueda de la droga líquida, un par de chicas también se acercan y no demoran en  manifestar su descontento. Asumo que el café es también lo mismo para ellas que para mí, en especial cuando has pasado cerca de dos horas viendo una película que no te ha gustado solo por impresión, sino por mala.
Así es, me refiero a La hora final, de Eduardo Mendoza de Echave.
El argumento ya es harto conocido: la historia del Grupo Especial de Inteligencia (GEIN), que capturó al líder terrorista de Sendero Luminoso Abimael Guzmán. Con licencias que permite la ficción, el director intenta brindar un acercamiento a las vicisitudes que pasaron los integrantes de este grupo de inteligencia, sin embargo, así la ficción vaya en ayuda del desarrollo de su proyecto, este falla en los dos factores que no debe resentir una película: la verosimilitud y el desarrollo de la historia.
No soy quién para sugerir a los que saben más de estas lides, pero hubiera preferido el uso de más espacios cerrados, aprovechar la sensación de claustrofia de terror que se vivía a inicios de los noventa; pero en lo que sí tuvo que haber un mayor trabajo fue en el despliegue histriónico de los actores, que por más que hayan tenido que seguir las pautas de un guion por demás laxo (dueño de un paupérrimo conocimiento de causa, a saber, de los giros verbales), pudieron hacer algo más para que nos podamos identificar con sus personajes.
A la fecha, LHF es una de las películas más comentadas, como también discutidas en cuanto a su valor estético. No tengo duda alguna de que detrás de los saludos y defensas de la película se ubica un sano afán de comunicación, un llamado a un ejercicio de memoria sobre lo que significó la captura de Guzmán para la historia peruana contemporánea. Y memoria, quién lo negaría, es lo que más necesita la chibolada de las dos últimas generaciones. Se impone pues la fuerza del tema, el discurso de la violencia política, que esta vez viene al rescate de una película mediocre. Ya lo hizo en su momento con novelas, cuentarios, poemarios, muestras visuales y puestas dramáticas que no resistirían la más mínima prueba de rigor. 
Sin ser una obra maestra, propongo otra opción: La captura del siglo, que cumple, en lo que puede, en verosimilitud y tratamiento. La pueden ver aquí.

martes, septiembre 26, 2017

poesía

Mientras tomo un jugo de naranja, ordeno algunos libros, en realidad algunos poemarios recibidos y comprados en estos últimos días. Impone el orden, ahora que pareciera que los libros están a nada de botarme de casa.
De paso, el orden me lleva a la clasificación, práctica que demanda más tiempo del pensado. Llevo años sin clasificar mis libros, las personas que han visto mi biblioteca, saben que esta se distingue por el desorden. Mas esto importa poco, porque yo sé en dónde están los títulos que me interesan, creo. Felizmente, aún no me veo en la desesperación de buscar, creer saber dónde encontrar y no hallar nada en el lugar que creíste que encontrarías el libro. Sé de amigos que la pasaron putas al verse en esa desesperación.
Entonces, decido encarar el desorden, al menos distribuir y clarear un poco el espacio, tener algo de movimiento, que me doy cuenta que no tengo, especie de revelación, muy extraña, que tuve ni bien revisaba los títulos de los poemarios apilados en la mesa del recibidor, como los de la colección PBC Ediciones (block d-001, la psicoputa, calavera no abduce, starfuckers, sueño del no nacido y 26 maneras de decirte lo que falta).
Así es. Hay que ordenar, no importa cómo llegó la revelación. Pero vuelvo a mirar los títulos de PBC, e imposible no pensar en la poesía joven peruana, la constituida por mujeres y hombres nacidos a mediados de los 90.
Al respecto, hubo un tiempo, felizmente fugaz, en que se puso de moda en nuestro circuito la valoración de la poesía a cuenta de la edad del vate de ocasión. Es decir, mientras más joven eras, más probabilidades tenías de ser tomado en cuenta. Sin duda, fue una “valoración” que hizo (mucho) daño, porque muchos poetas aparecieron, como saltamontes en noches moradas. Lugar adonde me dirigía, y eso que salgo muy poco a saraos, me encontraba con jóvenes poetas con libro publicado (ojo, libro), llevando a los extremos la pose del privilegio existencial, que jamás condené, porque ser joven no es un privilegio, sino una oportunidad, pero estos jóvenes poetas asumían mal su oportunidad, confundiendo cojudez escénica con ingenio, alud verbal con talento, discurso contestatario con formación en lecturas, en fin, toda una mazamorra del parecer.
Pero es justo decir que, desde hace un par de años, la poesía peruana ha abandonado la turbulencia. Tengo, pues, esa impresión con la poesía peruana que se viene escribiendo, sin importar la edad y reconocimiento del poeta. Sea como fuere, es una situación que me alegra. Pasamos muchos años en esa turbulencia, en la que cundía el mal gusto y la falta de crítica entre los mismos poetas, aferrados a invitaciones a festivales y congresos, a fallos de concursos. Ahora, el piloto automático no es garantía de nada, salvo contadas excepciones, tenemos paquetes que escriben versos, no poesía. Hay pues que leer lo que en poesía peruana se está escribiendo y publicando en los últimos dos años. No garantizo que encontraran calidad por doquier, pero sí una situación distinta, al menos una práctica poética consciente de su naturaleza. La poesía la encontramos leyendo los poemarios, no en los recitales ni festivales.

sábado, septiembre 23, 2017

era mejor

Mañana de sábado.
Me encuentro en la BNP, se supone que estaría en la Hemeroteca, pero cuando me disponía a ingresar, alguien me llamó.
Era la voz de un joven llamado Roberto. Supongo que su edad fluctúa entre los 18 y 20 años. Me dijo que estudia Literatura, pero no le pregunté en dónde, aunque, pensándolo bien, es una información que me interesa muy poco.
Pienso en lo que me preguntó, pero pienso también en el hecho que determinó que me llamara mientras cruzaba lentamente el pasillo central de la BNP, en aquel acto que significó la demora a mi destino: un espresso largo de máquina. De no haber pasado por esa máquina de café, este joven lector no me hubiese visto.
Su pregunta hizo que pensara al vuelo, y ahora que terminé mi primera sesión de investigación, considero que puedo reforzar la respuesta que le di con respecto a la escritura literaria peruana: “¿hoy escribimos mejor que antes?” 
No hay mucho que discutir, al menos para mí, se está escribiendo mejor que hace un par de décadas, salvo excepciones como Bellatin y Prochazka. La pregunta del eventual amigo descansaba en lo que venía escuchando y leyendo sobre el “buen momento de la narrativa peruana actual”. Entonces, hasta cierto punto, mi respuesta se ajusta a la impresión común. Sin embargo, habría que leer los adelantos de novela y cuentos publicados en revistas las décadas del setenta y sesenta. Por ejemplo, pensemos en los textos de ficción de Hueso Húmero. De lo leído, no es muy complicado detectar un trabajo en la escritura de los narradores de entonces, pesadez en la prosa y fluidez en la narración, características obvias de oficio, comunión hoy ausente, que generan extraña sensación en el lector tardío, porque muchos de esos textos quedaron en las páginas de la revista, es decir, no conocieron su destino en formato de libro. Allí encontramos voces conocidas, otras inubicables, que en comparación a lo que leemos hoy, someten a contradicción, o en todo caso exigen reformulación del discurso, al “buen momento narrativo actual”.

viernes, septiembre 22, 2017


cotidiana libertad

En la madrugada, antes de irme a dormir luego de acabar con algunas notas sobre un libro de ensayos de Jonathan Lethem, libro que he leído dos veces y que en la tercera lectura simplemente no quise terminar, puse en la lectora Vivir su vida de Godard. No sé cuántas veces la he visto, pero de lo que sí estoy seguro es que no la dejaba correr desde hacía más de un año. Hubo un tiempo, en esos años de aprendizaje salvaje y pautado por la impresión primeriza, que veía de dos a tres películas diarias, pero con Godard desarrollé un tipo de dependencia emocional, lo que no quiere decir que me gustaran todas sus películas, solo cuatro o cinco, según recuerdo.
Por ello, el solo hecho de verla, de volver a escenas como la de Anna Karina en la rockola, hizo que rebobinara situaciones, ahora casi borradas, de aquellas noches interminables en ciertos bares del centro hoy extintos. En lo personal, nunca me gustó esa escena de la rockola, pero las imitadoras de Karina sí asumían su rol, creyentes de la epifanía godariana con derecho a copia, prerrogativa permitida, para algunas, antes de los 25 años.
Al respecto, días atrás me encontré con una de las imitadoras de Karina, iba caminando con su novio y me quedé algunos minutos conversando con ellos. Entre la información compartida, me dijo que tenía cinco meses de embarazo, cosa que me alegró. Sin embargo, y en verdad no sé por qué, mencioné esta película de Godard, entonces, ella, en menos de un segundo, zanjó su parecer, diciendo que su gusto por Godard había sido un error de juventud. ¿Error de juventud? Quedé en silencio, pero a cuenta de que lo dicho es una extensión de un discurso que vengo escuchando entre las flacas y patas de mi generación. Pensé en lo que dijo, mientras le hablaba cualquier huevada, y con sumas y restas, siento que no tengo “errores de juventud”, y no porque me sienta orgulloso de lo hecho, sino porque no tengo la costumbre de someterme a recuentos vitales, práctica por demás insustancial. 
Ese encuentro al paso en Magdalena motivó que buscara en mi colección esta película de Godard, que dejé correr mientras acababa lo de Lethem y que volví a ver, sin duda, sorprendido, por sus escenas (incluso las que no me gustan), preso de su aparente sencillez formal y su agria sensibilidad, detalle que, en la mayoría de los casos, definía la esencia de las películas de la Nouvelle Vague. Precisamente, la agria sensibilidad de esta película es lo que aún me genera conexión con ella, haciéndome partícipe del aliento de cotidiana libertad que sigue transmitiendo, libertad que más de uno/una llevó a sus extremos y que, por circunstancias actuales, no quieren volver a recordar.

jueves, septiembre 21, 2017

berrinche y bajeza

En la mañana de ayer miércoles, mientras realizaba unos papeleos en San Borja, ocurrió un espectáculo pestilente en el medio literario peruano, protagonizado, para variar, por sus nuevos protagonistas.
Lo he dicho más de una vez: el escritor peruano actual se encuentra en campaña y está dispuesto a no quedar fuera de esa galaxia del relevo que viene caracterizando a la narrativa peruana del siglo XXI. No importa cómo, pero tienes que estar allí, y en pos de ello, todo vale, incluso puedes meterte a esa galaxia por la puerta de servicio, pero lo jodido es que ni esa entrada te garantiza reconocimiento literario, porque para merecer tal galardón se necesita obra y obra coherente es lo que falta, situación que ahueva a muchos, que creen que fama es sinónimo de reconocimiento.
La narrativa peruana actual está infestada de famosos sin reconocimiento. Por eso vemos a sus protagonistas haciendo de las suyas en las redes sociales, como infatigables actuantes del parecer. Obvio, lo más fácil en el sinuoso sendero artístico es parecer, su puesta en escena no requiere de mucho esfuerzo, solo basta materializar una red de contactos y cerrar el hocico ante aquello que atente contra tus intereses de fama, sin importar que esta sea virtual, porque todos los caminos son válidos si se quiere alimentar el ego a costa de la literatura.
Una de las ramas del parecer es la paulatina práctica del escueleo, el escueleo del famoso escritor peruano. Es decir, el escueleo del Don Nadie. En lo personal, aceptaría (y eso) el escueleo si detrás del profesor de ocasión hubiera una obra reconocida, legitimada en el favor y la discusión del lector. Pero no. No hay eso. Hay mucho autor ahuevado que por ser la estrella de una editorial independiente o el fichaje de moda de un sello grande se alucina con el derecho de subestimar a los lectores. Si de escueleos hablamos, yo soy alumno de los libros de ensayos literarios de Miguel Gutiérrez, Alonso Cueto, Sergio Pitol, Ricardo Piglia, Enrique Vila-Matas, Mario Vargas Llosa... Lo demás es cachina.
Eso es lo que vi a destiempo en la mañana de ayer: la práctica del escueleo que se transforma en bajeza.
Dos protagonistas: Chalina suicida y Chiboliné du France.
La doble Ch.
Jack Martínez es buen escritor. Y en base a esta consideración, te digo lo siguiente, querido Jack: no la cagues más. Tu error es creer que siendo un chico bueno puedes ser bacán. Y no, ese no es el camino, sino mira el actual estado de nuestro común amigo/conocido “Mosquetero sucio”. Siendo como eres, un chico bueno, puedes llegar a escribir y publicar los Libros que más de uno espera de ti.
Del escueleo de Martínez, pasamos al escueleo de Chiboliné du France, es decir: el escueleo del escueleo.
Nuestro maestro de ceremonias de la posería literaria quiso llamar la atención a partir de un estado de face de Martínez. Sin embargo, esto fue insuficiente (no olvidemos que solo ChdF es capaz de superar a ChdF), su ego exigía más, su crítica a Chalina resultó un mero pretexto para el ataque, cumpliendo su intención: la ventilación de la bajeza, el cobarde maltrato a terceros que nada tenían que ver en su falso llamado de atención.
No es nada difícil entender esta actitud recurrente de ChdF. Veamos: sus estrategias de posicionamiento han fracasado una tras otra. Lo imposible, solo en la mente de ChdF, es posible: anhela ser profeta en su tierra, conseguir el reconocimiento que nadie quiere otorgarle, por esa razón somos testigos de frecuentes carpetazos cuando, a saber, no lo invitan a festivales (el Hay Festival de Arequipa), ni hablar de sus críticas a mafias literarias y culturales, cuando por lo bajo llama a editores de diarios para exigir un espacio de promoción (diarios que en su cuenta de face sindica de mafiosos y argolleros, por demás). ChdF no se ha dado cuenta de que los peruanos somos intuitivos para detectar la atorrantada, es decir, sabemos diferenciar el chancho del chicharrón. También sabemos reconocer su mentira, aquella que no se cansa de ventilar: su novela La procesión infinita la rompe en ventas cuando en realidad los ejemplares de la misma son torres que sirven de apoyo si alguien quiere amarrarse las tabas (hay que calmar a la pequeña bestia: conozco escritores que en un día han vendido más que ChdF en tres meses de esmerada promoción). No se ha enterado del verdadero poder de la Radio Bemba, o en todo caso se hace el huevón: el lector manifiesta su veredicto y contra ello no se puede hacer nada. Es que ChdF no busca lectores, busca acólitos. ChdF no aspira a narrar, su objetivo es ser narrador.
Más: días atrás nos informó, muy a su estilo, de la existencia de un artículo en el que se destacaba la “valía” literaria de su novela (bien por ChdF), sin embargo, hubiera consignado la información de que tanto el autor del texto y él pertenecen al mismo sello editorial (ver aquí), cosa que desechábamos cualquier sospecha de trabajo/arreglo bajo la mesa, arte en el que nuestro Piquichón ha demostrado ser muy eficiente. Pero donde ha destacado como todo un capo, un experto, un gigante, un crack, es en el arte del berrinche. No lo vamos a negar: sus pataletas son graciosas. 
Dicho esto, espero que mi causa ChdF recapacite, se porte como un caballero, pida las disculpas respectivas (aunque sea por inbox) y así olvidemos este bochornoso capítulo… Haremos ese esfuerzo.

miércoles, septiembre 20, 2017


lluvia

Me desentendí del mundo virtual ayer martes. Pasé toda la tarde en la hemeroteca de la BNP. De allí, golpe de siete de la noche, me dirigí al Cineplanet de San Borja para ver La hora final, película de la que venía escuchando y leyendo polarizados comentarios. Mi idea, en principio, era ver el trabajo de Mendoza y empalmar luego con It, la adaptación de la mastodóntica novela de Stephen King. Sin embargo, a medida que caminaba a La Rambla, notaba que las calles iban quedando vacías a causa de una incansable lluvia, que viene manifestándose desde hace varios días a esas horas, conocidas como “hora punta”. Me gustó esa sensación, no solo porque me gustan la lluvia y el frío, sino porque permiten que las calles queden libres de personas.
Llegué al centro comercial y subí por la escalera eléctrica. Mi intención era llegar  cuanto antes y comprar mi entrada para la función de las ocho. De salirme todo bien, tendría tiempo para tomarme un café y revisar tranquilo mis correos y mensajes de Inbox. Algo intuía, desde que lancé mi reseña sobre el libro que reúne los cuentos de Pilar Dughi, que esta iba a generar opiniones encontradas. Saqué mi entrada y fui tras un café. Me acomodé en la silla y revisé lo que tenía que revisar. Entre los mensajes recibidos, un amigo me comunicó que las feministas me estaban fusilando. Entré pues a mi cuenta de Facebook y vi los comentarios que incidían en el texto previo a la reseña en sí. Sobre la reseña no había mucho que objetar, traté de brindar un panorama de las características que identificaron el proceso narrativo en la cuentística de Dughi, destacando cimas y señalando bemoles.
Lo que uno escribe no puede agradar a todos, pero siempre es saludable la discrepancia. Sin discrepancia argumentada, no hay polémica fructífera. En lo personal, prefiero la discrepancia a la intolerancia a la opinión contraria (muy de redes sociales). Cuando la intolerancia pauta un potencial cruce de opiniones, opto por lo mejor, lo correcto: no entrar en ese vicioso círculo discursivo. 
Salí de mis cuentas virtuales y terminé el café. Bastó levantar la cabeza para ser testigo del considerable vacío que ahora se apoderaba del centro comercial. Caminé hacia la sala en la que iba a proyectarse la película. No era la última función y me extrañó la poca gente que había en la fila. En realidad, no era necesario formar parte de una para entrar. Entonces, celebré la situación, que me presentaba un posible milagro: poca gente, es decir, no muchos se atreverían a usar los móviles en plena proyección, el mal gusto y la deseducación como costumbre.

lunes, septiembre 18, 2017


domingo, septiembre 17, 2017

la voz de dfw

En la narrativa contemporánea tenemos dos referentes ineludibles para las últimas generaciones de lectores y escritores. Se entiende que su valor literario sustenta la señalada referencialidad, pero en el caso de ambos no es garantía de radiación (hay algo más). Hablamos de autores que ejercen un hechizo más allá de la experiencia de la lectura. Por eso, las inquietudes se imponen: ¿cómo llegaron a convertirse en focos de atracción cultural?, ¿por qué nos topamos con muchas personas que los admiran sin necesidad de haberlos leído?, ¿por qué más de un escritor los imita, sin importarles quedar a vista de la platea como parodias de una postura que, por su naturaleza forzada, deviene en caricatura? Se discute y se ha escrito mucho sobre esta radiación, de la que se viene encontrando un inicial consenso en cuanto al espíritu pop que identifica a estas poéticas.
Lo cierto es que Roberto Bolaño (1953 – 2003) y David Foster Wallace (1962 – 2008) se han convertido en noticia a razón de su radiactividad. Cualquier dato que aparezca sobre ellos, así sea inane, termina adquiriendo una relevancia que pone a trabajar a la prensa cultural. La situación se potencia ante la aparición de un libro póstumo. Cuando es así, la maquinaria editorial despliega el poderío de su logística promocional, que no necesariamente nos asegura la calidad literaria del producto presentado, pensemos al respecto en El futuro de la ciencia ficción de Bolaño, novela menor por donde se mire, pero que colma las expectativas de los seguidores del chileno.
Habría que preguntarnos por el cuidado de la obra póstuma de estos autores. En mi opinión, la del estadounidense está más protegida de los intereses comerciales. Mientras tanto, sus lectores haríamos bien en leer lo mejor que se ha escrito sobre ellos. De lo publicado, pienso en el ensayo Excepción Bolaño de Francisco Carrillo, en Bolaño Salvaje de Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón, también en Todas las historias de amor son historias de fantasmas, la biografía de DFW a cargo de D. T. Max, y Conversaciones con DFW de Stephen J. Burn.
A este selecto grupo sumemos Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo. Un viaje con David Foster Wallace (Pálido Fuego, 2017 / Traducción de José Luis Amores) del periodista y escritor norteamericano David Lipsky. Seguramente, más de un lector, o interesado, se dejará llevar por la adaptación del libro que hizo James Ponsoldt en The end of the tour (2015), lo que nos obliga a manifestar nuestra verdad: la película como tal es malísima, aburrida, estereotipada, además, recoge muy poco el espíritu del libro que la inspira.
Dicho esto, señalemos que estamos ante un documento literario. Lipsky, siendo un joven periodista de Rolling Stone, entrevistó en 1996 a DFW durante el tramo final de la gira promocional de La broma infinita, novela que lo consagró como el escritor más importante de su generación. Se suponía que Lipsky haría un extenso reportaje de aquel encuentro con la estrella literaria del momento, pero esta no vio la luz. Más bien, los audios de sus conversas con DFW estuvieron guardados por años y su publicación en formato de libro obedeció a la fiebre que suscitaba la leyenda dejada por el escritor tras su muerte.
Lipsky, en onda con la escuela reporteril de RS, nos entrega más que una semblanza: un viaje al vientre de la ballena. Cuando se le encomendó la comisión, Lipsky sabía de la fama que corría sobre su entrevistado, de entre todas las señas recogidas, una se erigía como el lastre mayor: la involuntaria capacidad de DFW para absorber a las personas. Advertido sobre ello, el periodista supo que poco o nada obtenía si lo abordaba partiendo de su condición de escritor. Si algo había que hacer en pos del éxito de la empresa,  en la que conviviría con la estrella, esta no era otra que apostar por la naturalidad, de la que somos testigos en el primer contacto visual entre el periodista y el escritor. DFW sabe a lo que se enfrenta y no duda en pedirle que no tome en cuenta lo que declara: “necesitas saber que cualquier cosa que cinco minutos más tarde te pida que no la pongas, no vas a ponerla”. Lo que parece una suerte de orden, no es más que una muestra de la fatiga que el autor venía sufriendo tras semanas de viajes promocionales. Lipsky entiende el mensaje y su estrategia inicial no puede sino ser más que privilegiada: comienza a preguntarle por la situación en la que se encuentra con sus vecinos de barrio, de cómo se siente que ellos estén ante un escritor que es visto como una estrella de rock. En otras palabras, el periodista ejecuta su plan aprovechando el hartazgo de DFW, puesto que si hay algo que desea con todas sus fuerzas, es precisamente finalizar de una vez la promoción de LBI. DFW no tiene salida, no estará ante una entrevista, sino ante alguien que vivirá y viajará con él durante cinco días. DFW claudica, las pocas fuerzas que tiene no las va a invertir en Lipsky, lo que le genera alivio y, por lo tanto, una soltura discursiva que le permite explayarse en todos los tópicos que le propone el periodista.
Aunque por momentos la estrella se percata de que está ante una entrevista en la que cada concepto podría ser usado como elemento del reportaje, se deja llevar por Lipsky, quien aprovecha ese privilegio que le depara la vulnerabilidad anímica del autor. Gracias a ello, somos testigos de fobias, frustraciones frívolas (al menos, ante tanta atención de los medios, alguna fan se iría a la cama con él), de su admiración por escritores tan disimiles como Stephen King y William T. Vollmann, sobre su intención de escribir sin dejar de ser complejo en la escritura y de esta manera llegar a la mayor cantidad de lectores, del mismo modo desmitifica señas de identidad que enloquecen a sus seguidores, a saber, el uso de la bandana, etc. Nuestro autor habla de sus intentos de suicidio, datos que el periodista usa con inteligencia, ya que no incide en la truculencia del detalle, sino en la contundencia del silencio de DFW.
Se ha indicado que este libro podría leerse como una obra de teatro. Pero no entendamos tal característica como una puesta en escena en la que cada quien habla sabiendo que lo expuesto será apreciado por otros. Tal relación se ajusta a su dimensión dialógica que se nutre de la generosidad emocional e intelectiva, y por momentos moral, que nos recuerda en parte a otro clásico de la conversa: El mundo según Hitchcock de Francois Truffaut. En otras palabras: Lipsky nos pone en carpeta la voz de DFW, una oralidad cotidiana sin afeites, ni poses de autor en insoportable manifestación de inteligencia y cultura. DFW, aunque no lo dice, se asume como un gran escritor, pero poco o nada le sirve presentarse como tal (no piensa en estrategias para afianzar su posicionamiento), puesto que su mundo es otro, más complejo y jodido.
No exageraría si destaco el presente libro como uno de los mayores títulos que pasan revista a la vida y obra de  DFW. Sus páginas reflejan su ética creativa, la misma que los lectores del norteamericano intuyen y que aquellos aún no lo leen van a reconocer.

…  

En SB

jueves, septiembre 14, 2017


martes, septiembre 12, 2017

revolución desde la comodidad

Anoche, las redes dieron cuenta de los movimientos de Maritza Garrido Lecca.
No voy a criticar su liberación, porque en realidad no hay nada que objetar. MGL cumplió su condena de un cuarto de siglo. Como toda persona, tiene derecho a rehacer su vida, pero tendrá que enfrentar la condena social: nunca se arrepintió, ni pidió perdón por las miles de muertes ocasionadas por Sendero Luminoso, grupo terrorista al que perteneció.
Mientras algunos atarantados de la zurda equiparan la violencia de Sendero con la que llevó a cabo las FF. AA, porque esa es la táctica de estos zánganos del pensamiento y esclavos de la pose de la superioridad moral, sugiero, en vistas de una profilaxis neuronal y moral, averiguar más qué papel desempeñaban MGL y otros al cuidado del sanguinario Abimael Guzmán.
Pasan los años y cuesta creer el olvido y la falta de crítica en la nueva generación de peruanos: no saben quién fue García, tampoco Fujimori, mucho menos quién fue Guzmán. Los más informados, aquellos con los que nos topamos en marchas y vemos participativos en las redes —opinando como buenos, seguros de sus estupideces avaladas por los likes— no son más que rebaño de una academia conformada por senderistas de cantina, mujeres y hombres que en lugar de forjar un espíritu crítico en libertad, cometen la bajeza de direccionar esa formación.
Me pregunto, ¿han leído El megajuicio de Sendero? En este libro, escrito por un hombre de esta casa sangrienta, Óscar Ramírez Durand, se detalla lo que era Guzmán: su nula consecuencia con la revolución, preso de una egolatría alimentada por las ganas de poder. Por ello, el también conocido Feliciano, advierte que Guzmán nunca salió de Lima en los años de fuego cruzado, viviendo en acomodados distritos, bebiendo y morfando, dirigiendo la “lucha” desde la comodidad de un sillón. En cambio, la soldadesca de muchachos engañados, la pasaba putas en la sierra y la selva, mal alimentados, infestados de piojos, creyendo que el líder, el Presidente Gonzalo, también se encontraba en la misma situación que ellos en otro pueblo del interior del Perú. Guzmán siempre vivió en Lima, su revolución era otra y jamás recibió las críticas de quienes estaban con él, cuidándolo y protegiéndolo, rol que cumplió MGL, para más señas. 
Libros como los de Feliciano deben ser de lectura obligada en colegios y universidades, gozar de ediciones populares, estar en todas las bibliotecas privadas y estatales del país.

domingo, septiembre 10, 2017


emotiva / inteligente

Sabía de su prestigio, pero no la había leído. Sabía, como también supongo muchos lectores, sobre sus polémicas en medios de su país. Más allá de este último detalle, no faltamos a la verdad si ubicamos a la colombiana Carolina Sanín en un lugar de privilegio de la narrativa latinoamericana contemporánea.
La edición peruana-chilena de su novela Los niños (Estruendomudo, 2017) es una buena puerta de entrada a su poética, que se manifiesta en la ironía, la crítica velada (tal y como tendría que hacerse en los cauces de la ficción) y, en especial, la peculiaridad de su imaginación para narrar. Lo último suena a verdad de Perogrullo: se deduce que toda novela es una construcción de la imaginación. Sin embargo, hagamos un hincapié en esta característica, en especial en estos tiempos dominados por las confusiones genéricas y atarantamientos discursivos. La mayoría de proyectos narrativos adquieren justificación en la fuerza natural de la verosimilitud de su argumento, a partir del cual se edifica el camino de la prosa, la opción del estilo y, claro, su relación genérica.
En su novela, Sanín nos presenta a Laura, una mujer soltera que se hace cargo de Fidel, un niño seis que en una noche aparece en la puerta de su departamento. Laura tendrá que hacerse cargo del niño, averiguar quiénes son sus padres, del mismo modo criarlo. En principio, la historia exige un proceso ortodoxo de narración, pero la autora enfoca su proyecto de manera diferente, elevando la novela hacia una experiencia emotiva e intelectiva en el imaginario del lector de ocasión. 
LN honra la naturaleza de la brevedad. Estructuralmente es perfecta, sin embargo, su logro descansa en el tratamiento que nos hace partícipes del tono de la oralidad del relato infantil, que le permite generar en lo que cuenta una indesmayable sensación de asombro. ¿Qué se está leyendo? ¿Acaso un largo cuento de terror psicológico? ¿Seguramente un crítica simbólica contra la burocracia? ¿Una radiografía de la infancia abandonada? ¿Una metáfora de la soledad? Estas son algunas preguntas que nos va dejando la lectura, y en verdad poco o nada importan, porque esas inquietudes quedan de lado a cuenta de la ironía, humor y sabiduría que transmite el estilo que guía la ya señalada peculiaridad imaginativa para narrar de la autora. Llegamos a un punto en que la verosimilitud ya no interesa. Sanín consigue que nos identifiquemos con los cruces emocionales (tiernos y airados) que configuran la fisonomía moral de Laura y Fidel. Esto es literatura.

viernes, septiembre 08, 2017

pelícano

El martes, pocas horas después del partido de fútbol entre las selecciones de Ecuador y Perú, me enteré por las redes sociales de la muerte de Javier, “El pelícano”, como se le conocía, aunque muchos otros se referían a él como “El jipi”.
Algunas veces me he referido a él en este blog, siempre como uno de los mayores conocedores de música que haya podido conocer, en especial de rock.
Javier no solo era enciclopedia musical, también testimonio e historia. Fue protagonista de los procesos sociales ochenteros y noventeros, teniendo como base de operaciones el Centro Histórico. Por eso, una vez pasada aquella etapa inevitable, nadie podía venirle con versos sobre lo que en realidad había sido la movida subte y la tardía efervescencia punk. Mientras muchos estaban de ida, “El pelícano” estaba de regreso y sin ganas de pedir paternidad alguna, por la sencilla razón de que no le interesaban esas huevadas.
Lo conocí a fines de los noventa, en el entonces recién inaugurado Boulevard Quilca. Su stand era el número 13 y desde allí continuó la labor comenzada años antes en La Colmena. Su vida era la música y vivía recomendándola. En el acto de recomendar quedaba expresada su generosidad. Por ejemplo, no solo te hablaba de la música de Lou Reed, sino también te explicada por qué durante una época el músico usaba vestimenta de color negro. Había en “El pelícano” una filosofía musical y cada sol que ganó, sea poco o mucho, estaba más que justificado en su conocimiento.
A diferencia de los mercachifles de la música, Javier se distinguía de lejos. Javier no tenía clientes, sino amigos, conocidos y silenciosos discípulos. Y supe también, gracias a lo que amigos y conocidos me decían de él, que tenía las palabras precisas de ánimo y crítica para todo aquel que las necesitara.
¿Romántico? Por supuesto. “El pelícano” era un idealista de la vida, aunque seamos precisos: era un amante de la conversa. La última vez que lo vi, hace dos años, me dijo que estaba muy mal de salud. Estaba de paso por Quilca, conversamos buen rato y lo embarqué en su paradero, en Alfonso Ugarte. Los años no habían pasado en vano y mientras caminábamos, me resultó imposible no recordar esos años de fines de los noventa, convulsos e impregnados de una sensación de incertidumbre ante lo que podría venir con un tercer gobierno de Fujimori. No fui el único que iba a buscarlo, así sea antes o después de las protestas, no necesariamente para comprarle música. 
Gente como Javier justificaba la visita a las calles del Centro Histórico. Hizo lo que pocos: dejar un buen recuerdo en quienes lo conocieron.

jueves, septiembre 07, 2017

sendero discursivo encontrado

Semanas atrás leí Mínima señal (FCE, 2017), de la escritora peruana Irma del Águila. Pero antes de comentar esta publicación, debo decir que la obra anterior de la autora poco o nada me ha gustado, en el sentido (siempre diferenciando) de que si una poética no te gusta, esta no tiene que ser deficiente. Si algo ha demostrado Del Águila en sus títulos es pericia narrativa, cualidad que nos brinda las suficientes luces de la seriedad con la que asume su vocación literaria.
El título que nos convoca en esta ocasión se erige como un triunfo de la configuración de la prosa, pero nos referimos a una aséptica, en apariencia inofensiva, que nos recuerda a la sentencia que muchos siguen y que pocos anclan en buen puerto: la compleja sencillez.
Del Águila ha llevado esta sentencia a los extremos, nunca vistos en su obra, y saludamos que haya sido así, porque en los relatos que conforman el conjunto, esta prosa disfrazada de inocencia le ha permitido reforzar la configuración de sus personajes, que revelan una oscuridad anímica con la que alcanzan momentos de revelación ante la situación límite, pensemos en “Piscina”, “Pared medianera” y “Tu voz existe”, los más logrados del conjunto. Esto no quiere decir que los demás no lo sean, por el contrario, si tuviéramos que someterlos a los rigores de la relojería de las distancias cortas, todos los textos muestran una perfección estructural.   
Sensaciones de incomodidad. Cada relato podría ser asumido como un navajazo en la garganta, en distintas dimensiones, se entiende. Esta conexión que establece Del Águila con el lector no obedece a los temas abordados, sino a la señalada (fría) simpleza de su prosa, ajena a florituras. Del Águila en MS encuentra el camino a seguir en sus próximas publicaciones, aunque también deberíamos advertirle, tras destacar su logro de ahora, que privilegie su mirada de escritora y no caiga en el silente espíritu de la metáfora de la denuncia, no solo presente en varios de estos relatos, también en sus libros precedentes. Solo de esta manera, veremos en toda su magnitud lo que nos puede entregar como creadora que ya encontró su sendero discursivo. Mientras esperamos, a seguir apreciando MS.

miércoles, septiembre 06, 2017

"ddm"

Un artículo del crítico de cine Javier Porta Fouz, llamó, en todo sentido, mi atención. En su texto, el argentino pasa revista a una película a reestrenarse en salas, Duro de matar (1988) de John Mc Tiernan, película que por esas cosas de la vida nunca dejo de ver.
Sucede que DDM es una de mis películas preferidas. Los años pasan y la sigo viendo, casi siempre bajo el inicial fin que inspira: el mero divertimento. Muchas veces la he dejado correr a bajo volumen, mientras leo o escribo a mano, o durante actividades que no vendría bien detallar ahora.
Obviamente, mi apreciación descansa en la sinuosa dimensión de la impresión, mas como señala Porta Fouz: para ser de entretenimiento, DDM exhibe una coherencia narrativa, un silente crisol cultural pop y un alcance épico de su protagonista, que lejos de la indumentaria del héroe y la estética del malvado, se impone a sus enemigos descalzo, sucio y ensangrentado.
Más allá de la gesta de John McClane (Bruce Willis) y la simbología de la película, no renuncio a mi fijación con la tensión existente entre McClane y su esposa Holly Gennaro (Bonnie Bedelia). Entre ellos existe un quiebre emocional, algo no anda bien en el matrimonio, y ello, a mi entender, no se debe a las diferencias económicas entre ellos (se deduce que Holly gana más dinero que su esposo policía), sino a una debilidad relacionada a la falta de confianza en la mutua fidelidad. Al respecto, podríamos tener más luces en las secuencias iniciales, cuando McClane llega al aeropuerto de Los Ángeles.  Quizá tendré un panorama más claro sobre esta tensión cuando lea la novela que inspira la película, Nothing lasts forever de Roderick Thorp. 
Volviendo a la película como tal, su vigencia obedece a que esta es ajena al efectismo de la pirotecnia, cosa por demás meritoria cuando hablamos de una película de acción. Su ritmo ralentizado le permite al espectador tener una idea de la configuración de sus personajes, tanto de McClane y Holly, del mismo modo del villano Hans Gruber (Alan Rickman) y el sargento Al Powell (Reginald VelJohnson). No estamos pues ante estereotipos, cada uno de ellos es un microcosmo emocional e intelectual en conflicto. Es decir, un imaginario humano que eleva a DDM, librándola de su etiqueta, aunque es justo decir que su presencia en canales de cable y parrillas de cine, se deba a la misma.

martes, septiembre 05, 2017

fama / infelicidad

Tardía fama, novela póstuma del escritor austriaco Arthur Schnitzler (1862 – 1931), inédita hasta 2014 y publicada en español por Acantilado en 2016, en traducción de Adan Kovacsics. Se deduce y no debe sorprendernos: la destacamos como una novela que pone en bandeja los ingredientes narrativos que posicionan a Schnitzler como un clásico. En sus páginas hallamos el magisterio de su mirada y la claridad de su prosa, cualidades que lo llevaron a ser considerado uno de los maestros del monólogo interior, pero no en la línea expansiva de otros gigantes, pensemos en James Joyce y los representantes de la Generación perdida, a saber. Lo de Schnitzler siempre fue la puesta en escena de la vena emocional de sus personajes y en esa empresa elevó la dimensión de la novela breve. Casi toda su obra narrativa está inscrita en este registro y, en honor a la verdad, la brevedad novelística durante la segunda mitad del siglo XX sería otra cosa sin él.
Tardía fama no está a la altura de sus novelas más conocidas, sin embargo, su publicación, especulamos, supone un legado moral contra las triquiñuelas del mundillo literario (el de antes y el de hoy) que esclaviza a sus actores en el sinuoso camino a la fama. Obviamente, la búsqueda de la fama “distingue” a todo circuito literario, cada cual con sus matices e inherentes curiosidades teñidas de mal gusto. Por ello, fijémonos en la figura de su protagonista, el anciano Eduard Saxberger, que en su juventud publicó un poemario titulado Andanzas, el cual no tuvo la resonancia deseada, lo que generó que se dedicara a una vida burocrática, hasta que una tarde, al regresar a casa, se le anuncia la sorpresiva visita de un joven llamado Wolfgang Meier. Este encuentro trastoca los apacibles días de Saxberger, alejándose de su cotidiana inmediatez hacia una realidad que creía olvidada: el tiempo en que fue un joven que quiso reflejar la vida mediante la palabra poética.
Cuando Schnitzler escribe esta novela ya era un autor reconocido que disfrutaba de legitimidad literaria y también del reconocimiento de intelectuales de época, tal y como testimonian sus cartas con Sigmund Freud. A Schnitzler lo buscaba mucha gente, en especial escritores en ciernes a la caza de un padrino que les pueda brindar un inicial espaldarazo, imaginamos pues que más de un espeso le sacó de quicio y para exorcizar esos malos ratos escribió esta novela que ve la luz tras más de medio siglo. En Tardía fama se muestra una crítica a las frivolidades que obsequia la búsqueda de la fama, a lo que se puede llegar con tal de tener algunos minutos de atención valiéndose de una voz reconocida, sin embargo, nuestro autor parte su señalamiento mediante un poeta olvidado, reforzando así el anhelo de los arribistas dirigidos por Meier, que conforman un grupo literario llamado Entusiasmo.
Bien lo decía el recordado escritor peruano José Antonio Bravo: “hay que leer simbólicamente”. Obviamente, la lectura simbólica está presente en su propia naturaleza, que en esta ocasión Schnitzler nos depara desde un título menor: la esencia del ejercicio literario como fin.

… 

En SB

domingo, septiembre 03, 2017

consecuencias sociales

No son pocas las sensaciones e ideas que genera la pronta liberación de Maritza Garrido Lecca.
Para un peruano, con memoria y que vivió parte de su infancia y adolescencia con tamaña referencia, MGL no es un nombre más. Ahora, no niego que me preocupa la chibolada pogre y reaccionaria de este país, tan entregada a la opinión inmediata y la escasa reflexión en la que descansa su discurso, es decir, la nada intelectiva como virtud.
No lo vamos a negar, MGL exhibe un aura romántica, en especial para la juventud. La ejerció en los años previos a ser capturada como la guardiana de Abimael Guzmán, líder del grupo terrorista Sendero Luminoso (las cosas por su nombre, pulpín, olvídate de cojudeces tipo “Guerra Civil”, “Movimiento revolucionario” y demás maravillas del atarantamiento conceptual producto de la posería y las pocas lecturas sobre esos años de sangre, violencia y horror).
Es cierto que MGL cumplió su condena, pero también es cierto, como señalan varios artículos de opinión de reciente aparición, que esta mujer jamás ha dado visos de arrepentimiento, ni siquiera una sola autocrítica en todos estos años de encierro.
Todos tenemos derecho a comenzar de cero, pero si no has pedido perdón, poco o nada puedes hacer contra la condena social. Entonces, cuando se nos llama a la tolerancia, hay que hacerlo de acuerdo a una coherencia. En el caso de MGM, solo hemos visto coherencia con el discurso senderista, justificando en el silencio la sangre de miles de peruanos inocentes que fueron víctimas del fuego cruzado de Sendero y el Estado. 
Hablamos de una guerra que la comenzó un grupo terrorista que jamás tuvo el favor de la población (a saber, Los ronderos --que no eran grupos paramilitares, tremenda idiotez que leí en una revista años atrás--, su sola presencia fue la negación rotunda del campesinado a la mentira revolucionaria de Guzmán), solo de algunos imbéciles de la academia y una ínfima facción de la población juvenil ochentera. ¿Cómo es posible, entonces, tratar de encontrar una legitimidad con tan poco, con mayor razón cuando SL comenzó a desparecer a hombres y mujeres que no sintonizaban con sus postulados políticos (muchos de ellos de la misma izquierda)? No negamos, en absoluto, los crímenes de las FF.AA., pero es justo reconocer que estas impidieron el avance del horror. Lo dicho, lo sé, no gustará a muchos, pero ya es tiempo de poner en orden las cosas y juzgar judicialmente y socialmente a los responsables de esa masacre, a los que la propiciaron y a los que no supieron defender a quienes tenían que defender. Y, obviamente, también dejarnos de idioteces, como pedir respeto social a los senderistas que están por salir de la cárcel, o sea, respeto para aquellos que se dedicaron a violar los derechos humanos.

sábado, septiembre 02, 2017

gm

Aunque no soy asiduo de las actividades literarias, esta noche de sábado hice una excepción. Fui al homenaje a Gregorio Martínez, que tuvo lugar en el salón Nasca del Ministerio de Cultura.
Se trataba de una ocasión especial, porque sería la parada previa de los restos de Martínez a su destino final en Coyungo. En lo personal, lo asumí como una suerte de oportunidad para estar sin estar cerca ante uno de los más grandes estilistas de la historia de la tradición de la narrativa peruana. No es para menos, la obra de Martínez ejerce un magnetismo, extraña en su caliente frescura y reconocida en su sabor a sal húmeda, que la mantendrá vigente por muchísimo tiempo.
Entre los encargados de hablar en este homenaje, estuvieron Milagros Saldarriaga, Marco Martos, Hildebrando Pérez, Germán Coronado, el hijo y hermano del autor, como también su viuda. Todos, sin excepción, ofrecieron los elementos de un gran perfil a la altura de este estupendo escritor. Contra lo que muchos puedan pensar, impresión que parte de lo más de uno solía hablar de Martínez (un escritor ¿vital?), él no solo fue un gran amante de la vida, sino también de la lectura, como consignó su viuda al referirse a las muchas horas que él solía pasar en las bibliotecas de Virginia, leyendo, escribiendo e investigando.
La poética de nuestro autor no solo podía sostenerse en su peculiar visión de la vida, puesto que su obra necesitaba de un conocimiento, de un peso cognitivo que en la maestría narrativa de Martínez no se dejaba sentir en el lector, y eso, al menos para quien escribe, es un detalle a agradecer. Esta no exposición de conocimiento es también magisterio. El autor era un gran lector y como todo escritor de raza sabía que poco o nada se obtenía mediante el burdo muestrario de lo leído. 
Lo que sí me pareció penoso fue constatar la ausencia total de los escritores que se hicieron presentes en las redes sociales cuando nos enteramos de su fallecimiento el pasado 7 de agosto. Hubo gente en este homenaje, pero de lectores, no de aquellos papanatas que se hacen llamar “escritores” que sí tienen tiempo cuando se impone el negocio de la figuración a lo bestia, porque todo vale con tal de aparecer y dar a conocer que apareciste en el Jet Set literario, así hayas ingresado allí por la ventanita del baño.

sencillez

En la madrugada, mientras ordenaba muchas películas, encontré una que no veía desde hace un tiempo. Decidí verla otra vez y, ahora, sé que fue la decisión correcta. La película: Rififi (1955) de Jules Dassin.
La película se erige a la fecha como una de las obras maestras del cine negro, pero también habría que ser más justos, no solo verla como inscrita en el género, sino también como un título atendible en la tradición del cine francés de la segunda mitad del siglo XX.
Tony le Stéphanois quiere rehacer su vida tras cinco años de reclusión, pero ese anhelo se ve interrumpido cuando se entera de que su exmujer es ahora la mujer de un gángster. Enterarse de aquello lo lleva a aceptar la propuesta de sus excompinches: robar la caja fuerte de una de las joyerías más prestigiosas de París. Stephanois y su equipo arman un detallado plan, pero tanta perfección, ni en teoría ni práctica, no siempre te garantiza un buen final.
Imposible no forjar una lectura paralela a medida que se ve la película, una lectura que nos hace pensar en la carencia de un cine negro nacional. Bien sabemos que nuestra historia social ha sido, y viendo siendo, rica en insumos para esta clase de proyectos, veamos algunas maravillas: inseguridad ciudadana, sicariato a escoger y endebles fuerzas del orden y políticas. Por ello, la pregunta se impone sola: ¿por qué esta realidad no interesa a los creadores, en este caso a las mujeres y los hombres de cine en Perú? Las respuestas pueden ser variadas, pero el dinero, en ninguna de ellas se presenta como la razón, porque una película en la onda directa e indirecta de Rififi no sería tan cara, no demandaría como sí la inversión de la que somos testigos en la basura del cine comercial peruano.
Me extraña la ausencia de esta tradición (aunque sea cinco películas que dialoguen con ella), lo que me significa una pena: las novelas y el cine de género permiten conocer el corazón y el alma de una sociedad. Ese es el legado de las novelas de folletín del XIX, entre otras señas. 
Luego de ver esa gran película de Dassin, pensé en una peruana que, en cierto sentido, dialoga con el cine negro. Su título: Muero por Muriel (2007) de Augusto Cabada. Este trabajo, variación de la novela Muerte en la Calle de los Inocentes de Lalo Mercado, pudo tener mejor suerte, pero fracasó antes de estrenarse. Quienes vimos la película no solo la recordamos por Andrea Montenegro y Ricky Tosso, sino también por la dejadez testimoniada en la pésima calidad de imagen. Defectos de lado y méritos por delante: fue un buen debut de Cabada, en sencillez contaba una historia lineal, por momentos risueña pero ante todo inteligente en su tratamiento, más aún en temas pueriles, pero no por ello menos atendibles.