viernes, octubre 31, 2014

170


Me encuentro en la librería, leyendo un librazo de Norman Mailer, El combate, que voy a reseñar próximamente.
A diferencia de ayer, no hace mucho sol y el curso de las horas se me antojan cómodas y ligeras.
No me sorprende la prosa de Mailer. Lo que sí me sorprende es que más de un amante del deporte, precisamente del box, no conozca el título en cuestión, cuya edición que tengo es precisamente una reedición.
Por eso, ahora disfruto de la lectura, de manera lenta, adentrándome en los mundos interiores de Alí y Foreman.
Andaba muy contento.
Pero recibo la visita de una muy buena amiga, que hasta en invierno le caen bien sus marrones lentes oscuros.
Con ella tengo que ir con cuidado cada vez que hablamos, basta un breve comentario mío sobre la izquierda peruana para que no demore en someterme a juicio popular. Por eso, ni bien la vi, supe que uno de los temas que le tocaría sería el tema del que todo el mundo habla: Burga.
Como toda persona informada, ella fue la primera y no demoró en hablarme de Burga, y para no alterar la violenta paz que me deparaban las páginas de Mailer, solo me dediqué asentir en cada una de sus opiniones.
Sin embargo, también me habló de lo mal que le cae Urresti, nuestro Ministro del Interior.
Entonces, dejé de asentir y solo me limité a realizar afirmativos monosílabos.
Las cosas iban bien. Pero ella quebró mi buen ánimo al decirme que no podíamos tener a un ministro de quien se sospecha que tiene las manos manchadas de sangre. “Tortura”. “Asesinato”.
No podía quedarme callado más tiempo.
En buena onda, y con todo el aprecio que le tengo en tantos años de amistad, le dije que no me parecía lógico su razonamiento, porque no solo de Urresti tenemos las sospechas de violación de derechos humanos, también del mandamás que tenemos en la presidencia.
¿De qué vale quejarnos de un amante de las cámaras si quien lo puso allí fue precisamente otra persona de quien también se sospecha que violó derechos humanos, apoyado en la campaña electoral precisamente por esa izquierda a la que perteneces? ¿Por qué no me explicas, querida, esa incoherencia?, le pregunté.
Ella me preguntó si le podía invitar un cigarro, cosa que hice con mucho gusto, porque aparte de muchos buenos libros, en Selecta también tenemos cigarros y café.
Fumó en silencio, mientras miraba las novedades en la sección de Poesía Internacional.
Mientras ella se concentraba en los lomos de los poemarios, yo me puse a responder algunos mensajes de texto.
El silencio se impuso entre nosotros. Yo no tenía nada más que decir. Para mi buena suerte, ella rompió el hielo:
“Ese Burga saldrá de la federación en un cajón”.


jueves, octubre 30, 2014

169


Anoche, mientras terminaba de leer un buen libro que había aplazado durante años, La infancia perdida y otros ensayos de Graham Greene, me animé a ir a la turronería de la que un pata me pasó el dato, en la tarde, con mucho entusiasmo. Pero antes debía acabar la lectura, que me devolvió a una época en la que se me dio por leer exclusivamente a los británicos, en esos meses febriles de lectura automática.
En un papel mi amigo apuntó las referencias de la turronería. Debía subir por Tacna hasta Las Nazarenas, doblar a la izquierda y caminar sesenta metros. Había pues una minuciosidad en la descripción, su hipocondría se hacía presente en la manera como explicaba la dirección. Más de una vez he sido testigo de lo involuntariamente insoportable que puede ser con los demás, en especial con aquellos que recién lo conocen. Felizmente, no me afecta ni me molesta su hipocondría, hasta podría decir que me agrada ese apego desmedido por las cosas.
No lo veía en muchos meses, la última vez que conversamos, le di mi opinión de un relato suyo, el cual no me pareció del todo logrado debido al uso desmedido que hacía de las descripciones, era presa de una digresión que se extendía en páginas enteras, pero claro, la digresión no era el problema (hay que ser una bestia para estar en contra de las digresiones), sino su falta de administración interna. Cuando le di mi opinión de su relato, de más de treinta páginas, le recomendé que leyera a Proust y Foster Wallace. Estaba seguro de su parcial conocimiento del francés, mas no sabía si había leído o no a Foster Wallace.
Efectivamente, le gustaba mucho Proust, su escritor favorito, pese a que todavía le faltaban tres libros para completar A la busca del tiempo perdido. De Foster Wallace había escuchado cosas sueltas, pero tomó a bien mis sugerencias. Lo leería en los próximos días.
Y lo leyó en los próximos días, según supe en un mail.
Y ayer cuando lo vi, estaba igual de hipocondriaco, pero distinto en su manera de vestir y algo más ancho, como si hubiese estado en maratónicas sesiones en el gimnasio. Su hablar era pausado, como si pensara al milímetro cada frase. Cuando le pregunté qué había sido de su vida en estos últimos meses, me respondió que había estado consagrado a la lectura de absolutamente todos los libros de Foster Wallace y de todos los libros que este leía. Esa respuesta corroboró mis sospechas y me dije que estuvo bien no haberle hecho el comentario burlón ni bien lo vi entrar a la librería, puesto que llamó mi atención la pañoleta que tenía en la cabeza.
No era necesario que levantara la cabeza a medida que llegaba a la turronería, me bastaba con seguir cada uno de los detalles que había escrito en la hoja rayada que le pasé cuando le pedí las referencias de la turronería.
Llegué a la turronería y compré cuatro kilos.
Sin exagerar, se trataba de uno de los mejores que he probado en años, tal y como lo pude comprobar horas después. De paso, me preocupé y llamé a mi amigo, quizá para hablarle de los peligros de la influencia, o mejor dicho, para evitar un posible suicidio que me tuviera como un bienintencionado responsable. Pero no, mi amigo se encontraba bien, bajo la influencia, sí, pero sin fines autodestructivos. Según él, estaba programando los puntos que abordaría en un ensayo sobre las matemáticas.


miércoles, octubre 29, 2014

168


Anoche, para regresar a casa, tuve que hacer una caminata inesperada, motivada por la cantidad de personas que invadieron las calles del Centro Histórico, con el único objetivo de ver al Señor de los Milagros.
No había taxis a la vista.
Los conductores de autos particulares estaban enfrascados  en edificantes intercambios verbales. Además, podía ver el cuello de botella que formaban los buses de transporte público en Alfonso Ugarte.
No había que ser un dotado de la deducción. Las cosas no se pintaban nada bien, puesto que me urgía llegar a casa, pero lo pensé bien. Lo que podía hacer en una hora, bien lo podía avanzar entrada la madrugada.
Me dediqué a caminar, despacio, despreocupado.
Ingresé al universo morado.
El sudor de las personas que trataban de encontrar la mejor posición para ver el paso del Señor, el fuerte aroma de los anticuchos y pancitas, que en carretillas invaden hasta posesionarse de la Avenida Wilson. Los vendedores de algodones y globos luchando con los agentes del orden que se sienten menos y ninguneados por una fuerza fervorosa que los deja a la nada. Claro, tampoco faltan los hormonales que aprovechan el forzoso calor humano, caminando detrás de las mujeres que hacen gala de apetecibles culos, sean naturales, trabajados en gimnasios o en el quirófano.
A medida que camino, miro sin mirar los rostros de las personas. Percibo en sus rostros la esperanza, el milagro que les tiene que cumplir el llamado Señor. Esos rostros no son solo de hombres y mujeres de las clases menos beneficiadas, como erróneamente suele suponerse. A diferencia de años anteriores, ahora percibo muchas más personas, ahora me cuesta sortearlas, el aroma de la comida no me permite respirar bien.
Decido bajar por Uruguay. En este punto soy un hombre que no piensa y que solo se deja llevar por sus instintos. Camino y soy testigo de la fe religiosa que motiva la ocasión. Putas y tracas pegadas a las paredes que también exhiben su cintillo morado. Y me permito fumar, porque recién me permito fumar, pero tropiezo, con algo, pero alargo el pie para no caer de rostro. Aunque no me he encorvado tanto, será muy difícil que pueda olvidar la cabeza de la alpaca que tenía ante mí, temiendo que vaya a escupirme. Pero la alpaca fue buena, solo me miró. Eran dos alpacas, también dos llamas y una vicuña, que llamaban la atención de los niños que les pedían a sus padres tomarse algunas fotos con esos bellos auquénidos explotados.
Una cuadra más abajo, supe que había sido una estupidez optar por ese camino, quizá llevado por la costumbre. Iba a tener que caminar más de la cuenta para salir de las cientos de miles de personas que esperaban el paso de la efigie.
Pero me detuve, en medio de la bulla y de los sonidos de los vendedores de música pirata. Escuchaba las teclas de un piano, sonidillo que me lleva a uno de los mejores inicios que haya escuchado de una canción, entonces me detengo y me ubico en dirección al sonidillo que se abre paso entre los sonidos de las otras canciones y de la bulla. Aunque “The Year of the Cat” de Al Stewart es muy larga, no niego que sus segundos iniciales no dejan de paralizarme sin importar el momento y lugar.


martes, octubre 28, 2014

167


Hace algunos días un joven lector me preguntó si releía libros de ficción. No sé a cuenta de qué me vino su pregunta, pero no me hice problemas al respecto, puesto que desde hace mucho tiempo lo que hago es releer las novelas y cuentarios que han contribuido en mi experiencia lectora, aquellos que se me hacen perdurables por una o varias razones, todas ellas emocionales.
De la misma manera también leo y releo no pocos títulos sobre la experiencia de la lectura, sobre el proceso de escritura, como La novela de una novela de Thomas Mann. Me interesa mucho el punto de vista, la opinión, la prosa en la que se canaliza esa opinión. Soy pues enemigo de lo descriptivo, busco ante todo la iluminación de lo que me puedan decir de un libro, así concuerde o no con lo que se me dice.
No me considero fan de Alejandro Zambra, pero sí reconozco que el lugar que ocupa en el imaginario de la narrativa latinoamericana actual es más que justo. Zambra es un escritor serio. Está a años luz de ser un paquete, de esos que a cada cambio de estación las grandes editoriales nos quieren vender. Y aunque todavía no lo leo en su faceta de poeta, apostaría a que es uno bueno, o en su defecto interesante. Es por ello que este nuevo acercamiento a su título No leer (Ediciones Universidad Diego Portales, 2010), en donde reúne sus reseñas, ensayos, crónicas y artículos literarios publicados en diferentes medios escritos chilenos y latinoamericanos, me ha deparado una experiencia gratificante. Pese a los años transcurridos, esta publicación sigue fresca y radiante, sin señales de canas y arrugas, que nos pone en el tapete la visión que su autor tiene de la literatura y de cómo él se presenta ante ella.
Soy un convencido de que la mejor relación que los escritores podemos tener con la literatura es comprometiéndonos con los libros que más nos gustan. Resulta más fácil criticar y encontrar  falencias en los textos poéticos, ensayísticos y narrativos. En realidad, cualquiera puede encontrar falencias, caídas, chapucerías. Lo difícil es resaltar virtudes, hallar caminos ocultos e influencias.
Zambra, en la primera sección del libro, no es para nada ajeno a esta intención. Hasta pienso que los textos fueron escritos en casi total estado de gracia, otorgándoles una mirada distinta a libros ya instaurados en el imaginario del lector, tal y como puede apreciarse en “Lecturas obligatorias”, “Borrador”, “Que vuelva Cortázar”, “La literatura de los hijos”, “Al servicio de los fantasmas”, “La larga noche de ‘Lumpérica’”, “La memoria de Borges”, “Kafka, el uruguayo”, “La sobremesa de ultratumba”, “El tiempo de Natalia Ginzburg” y “Contra los poetas I y II”.
Confieso que Zambra me ha convencido en aspectos en los que me consideraba reacio, al extremo que le daré una nueva oportunidad a Lumpérica de Diamela Eltit (y pensar que ya tenía suficiente con las Diamelitas del sur). Y claro, también he reafirmado mi apego por ciertas poéticas de la evasión, como la de Mario Levrero. En más de un tramo Zambra suena íntimo, pero cuidándose siempre de no caer en el lugar común y la cursilería, por ello lo notamos sumamente cerebral, cauteloso…
En la segunda y tercera sección encontramos textos más extensos, a lo mejor publicados en revistas, como “La poesía de Roberto Bolaño”, “Algunos rostros de Nicanor Parra” y “Ribeyro en su telaraña”. Los seguidores de Ribeyro ahora están en la obligación moral de conocer lo que piensa este muy buen escritor chileno sobre el renombrado cuentista, a saber, hay más de una interpretación que no se ha desarrollado como se debe entre los ribeyrólogos peruanos. Y en la tercera, “Árboles cerrados” y “De novela, ni hablar” nos manifiestan la poética del autor, nutrida de una tradición que poco o nada le debe a la que, en teoría, pertenece.
Líneas arriba consigné que no había leído a Zambra en su calidad de poeta. Cuando terminé la lectura de No leer, tuve la certeza de que sí me había acercado a su poesía; es posible detectarla en el ritmo cadencioso de los silencios, en el código escondido entrelíneas, como también en la cualidad de transmitir mucho en pocas palabras, sin necesidad de tanto regodeo, dueño de una envidiable claridad reñida de la simpleza.
 
 
Publicado en Siglo XXI


166


Entre los libros peruanos que he leído con mucho gusto y placer en los últimos meses, debo mencionar La piel de un escritor (Fondo de Cultura Económica, 2014) de Alonso Cueto.
Imagino que para no pocos este era el libro que se esperaba del autor, que aparte de su exitosa trayectoria como narrador, se sabía también de su faceta de ensayista, articulista y maestro, de la que había dejado muestra en los muy recomendables Sueños reales y Juan Carlos Onetti. El soñador en la penumbra, títulos que nos ofrecían las sospechas razonables de estar ante un ensayista de un vuelo mayor, un Cueto ensayista que cumplía ese noble propósito de conectarnos con los grandes libros, alimentándonos con una voracidad lectora que solo consiguen transmitir muy pocos, labor que solo los elegidos pueden llevar a cabo.
Obvio, muchos escritores pueden sentarse y escribir de sus libros y autores preferidos, reunir esos textos y publicar un libro. Pero lo cierto es que muy pocos de esos escritores logran pasar la valla del olvido, no logran asentarse en la memoria inmediata del lector, debido a que lo que han leído no son más que antologías de pedantería libresca, en las que el autor de turno nos quiere hablar de lo mucho que ha leído, sin revelarnos, sin ni siquiera ofrecernos nociones, de las razones que lo llevaron a escribir de sus autores favoritos.
En ese punto se diferencia Cueto, porque se desmarca de la pedantería, del yoísmo idiota e insoportable y se dedica solo a exponer con rigor generoso de sus autores y libros preferidos. Leer al Cueto ensayista, articulista y maestro es ser testigos de su amor y compromiso que siente por la literatura. Muchos pueden pregonar amor por la literatura, pero la mayoría de las veces ese supuesto amor es para el balconazo, para una entrevista con fotón incluida o un Book Tour, es decir, hablamos de un amor estratégico porque ayuda a vender. La mentira de ese amor estratégico por la literatura se pone en evidencia cuando son incapaces de mostrar el más mínimo de los compromisos por difundir ese amor por la literatura de la que tanto hablan.
Por esta razón, Cueto goza de una legitimidad literaria que hasta sus más férreos detractores no pueden dejar de reconocer. Cuando le leemos (y escuchamos) sobre tópicos literarios, le creemos, y no hay que hurgar más de la cuenta en esa credibilidad, se siente la verdad literaria entre sus palabras y esa es una experiencia que no solo debemos agradecer, sino también cuidar.
No hay secretos en esta legitimidad literaria. Es que hablamos de amor y compromiso por la literatura, que Cueto eleva a la perdurabilidad en La piel de un escritor.
Se podría pensar que estamos ante un manual para profesores de literatura o de un texto motivador para escritores en ciernes, debido al subtítulo Contar, leer y escribir historias.
Si eso es lo que se piensa, no tienes la más mínima idea de lo que te pierdes.
En La piel de un escritor, Cueto se desata y nos habla del por qué es el escritor que es, nos hace partícipes de ese difícil proceso en el que se forma un narrador de historias.
Pero ante todo, Cueto testimonia de su postura ante la literatura. Y ese testimonio de su postura es lo que asegura la perdurabilidad de la presente publicación. Se colige que no se trata de una postura acomodaticia y para asegurar esa postura, o punto de vista, se vale de su experiencia personal, de todo aquello que lo afectó como ser humano, de sus lecturas que determinaron su poética, de las experiencias que lo llevaron a pergeñar determinadas novelas. Cueto nos habla de sí mismo pero sin hablarnos de él. En esa estrategia descansa la fuerza y el hechizo de La piel de un escritor.
Un libro como este no podría sentirse, ni mucho menos entenderse, sin una voz radical. Conozco muchos textos del autor, he asistido a algunas de sus clases, pero es la primera vez en la que me topo con un radicalismo que le desconocía y que a la vez le agradezco. Ese radicalismo no es más que su apuesta por el registro realista al momento de narrar. Seguramente, más de un cultor de otro registro considere una estrechez de miras del autor, pero no es así, porque Cueto se vale del conocimiento de la tradición a la que pertenece, más la tradición foránea que ha asimilado, para sustentan el por qué se considera un narrador de historias, hecho que lo ha convertido en un investigador de vidas ajenas para configurar sus personajes, en un historiador para ubicar en el espacio y tiempo sus historias, en un reportero a la caza del suceso que en las miradas de los demás pasa desapercibido. Es que eso es lo que tiene que hacer un escritor: saber leer la realidad, leer los detalles. O como bien se dice en estas páginas: el escritor nunca debe perder su capacidad de asombro. Es decir: el escritor que no se asombra es un mero escribiente de anécdotas. Pero ese asombro sirve de poco o nada si no hay un compromiso por parte del narrador, quien tiene que adentrarse en el tópico que lo asombra hasta agotarlo y una vez agotado recién comenzar el proceso de (re)creación.
Estamos ante un autor que ha leído mucho y que tiene suficiente mundo, de ambas experiencias ofrece varios textos de actualidad, como el discurso que se viene empleando en las redes sociales, pero ninguno como “Enseñar. Sembrar. Cartas a los profesores de Lengua y Literatura”, que es, por donde se mire, una abierta apuesta por la lectura, en el que grafica de su poder formativo en la sociedad. Se nos presenta un texto de una actualidad tremenda, puesto que la lectura es el único medio que permitirá rescatar al país de esta próspera bestialidad. Es cierto que el texto fue escrito para los profesores, empero, su onda expansiva llega a todo aquel amante de la literatura convencido de su poder de hechizo y cambio.
He pasado muchas horas tratando de encontrar las palabras, o la palabra, que me ayuden a definir esta última entrega de Cueto. Pero me he dado cuenta de que lo políticamente correcto no sirve de mucho, puesto que no reflejaría el sentir de los no pocos lectores que me han hablado con entusiasmo del libro, entonces me aúno a su verdad emocional: “La piel de un escritor está de la putamadre”.
 
 
Publicado en LPG.

domingo, octubre 26, 2014



165

Por alguna extraña razón, hoy en día los libros de Henry Miller ya no llaman la atención. Es más, hasta tengo sospechas razonables de que entre el minúsculo círculo que le venera, resulta un autor mencionado antes que leído. Más de un seguidor se muestra demasiado entusiasmado con su vida. En realidad, quién no se sentiría entusiasmado con su vida, siempre y cuando no seas tú el que las pases putas. 
En lo que a mí respecta, Miller continúa siendo un autor extraordinario, de otro lote. Así no pocos digan que en sus más de cincuenta libros no haya hecho otra cosa que no sea hablar de sí mismo. Tampoco hay que ser un conocedor, un capo en narratología, para saber que le hacía ascos a las estructuras narrativas. Lo suyo era sencillo: escribir sin plan previo. La carencia de andamiaje narrativo iba en relación con el devenir de su sufrimiento y depresión, patentizados en torrentes verbales, importándole (absolutamente) nada las contradicciones que podía cometer mientras narraba.
Más de uno se equivoca con Miller: Miller jamás escribió novelas, Miller escribió libros confesionales. 
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, Miller es invitado por su amigo el escritor inglés Lawrence Durrell a pasar una temporada en Grecia. Para ese entonces el norteamericano tenía la fama de ser un autor de temática sucia y obscena, gracias a Trópico de cáncer, Trópico de capricornio y Primavera negra. 
No la pasaba nada bien y en más de una ocasión había intentado suicidarse. La invitación de Durrell llegó en el momento preciso, cuando lo único que deseaba Miller era escapar, fugarse del mundo, destruirse a sí mismo. Pues bien, si no fuera por su paso por Grecia, precisamente en la isla Corfú, jamás hubiera escrito su mejor libro: El coloso de Marusi. 
“De no haber sido por una muchacha llamada Betty Ryan que vivía en la misma casa que yo en París, nunca hubiera ido a Grecia.”, dice el escritor al comienzo, pautando de esta manera el tono sosegado en cada una de las páginas, privilegiando las descripciones de los paisajes que los amigos narradores recorren por el Peloponeso. Miller encuentra la felicidad, pero esta no le es duradera. Ante tanta paz y sol, no deja de preguntarse y reflexionar sobre si es conveniente que regrese o no a su país: “Les pregunté si habían oído hablar de los millones de personas que estaban sin trabajo en América. No me hicieron caso. Les pregunté si se daban cuenta de los vacíos, desasosegados y miserables que eran los americanos con todas sus máquinas productoras de lujo y comodidades. Mi sarcasmo no les hizo mella. Lo que deseaban era éxito: dinero, poder, la Luna a ser posible. Ninguno quería volver a su país…” 
El sexo, las noches interminables y los devaneos oníricos en pos de la perdición, tan caros en su poética, son desplazados en este título por infinitas conversas sobre libros, música e historia griega. Miller protege su alma con ayuda de un sol calcinante que bordea los cuarenta grados, esperando sin esperar los crepúsculos turquesas y naranjas, bebiendo lentamente una botella de estimable vino para luego bañarse desnudo en las tibias aguas del Mediterráneo. Así es, somos testigos de un Miller distinto, reconciliado. Un Miller en estado de gracia, estado de gracia que no duda en plasmar en su prosa, esa prosa cadenciosa que describe y que hace de El coloso de Marusi su obra mayor, una gran puerta de entrada para quienes aún no lo leen y toda una invitación para los que ya la han frecuentado. El coloso… no es en absoluto poca cosa, puesto que ni en sus años de mayor reconocimiento literario, ni en los que estuvo alejado de la pobreza extrema, llegó a escribir otro libro que se le pueda igualar.


sábado, octubre 25, 2014

164

Si la memoria no me falla, más de una vez he dicho que vengo leyendo muchos diarios de escritores. Llámalos dietarios, si gustas. 
Nunca he sido un ferviente lector de diarios. Digamos que he leído los diarios que debía leer, dietarios que me gustaban, pero solo eso, que me gustaban. 
Entonces, en qué punto cambia mi gusto por una pasión voraz que me lleva a leer cuanto diario se me presente en el camino. 
Imagino que esta historia comienza a mediados del 2008. Más o menos entre agosto y diciembre, quizá uno de los periodos más telúricos de mi vida, en todo sentido, telúrico desde el literario hasta el emocional. 
Por esa época me tocó presentar a un joven autor español, Javier Alonso Benito, en el Centro Cultural de España. 
En la presentación, el pata ofreció una conferencia sobre la literatura del yo en la narrativa española actual. Quizá fue una de las lecturas más largas y pesadas que haya podido escuchar (y leer de costado, siguiendo la lectura), puesto que el texto se componía de más de veinticinco páginas. 
El público dormitaba. 
El público se iba. 
Pero a medida que leía de costado y escuchaba, memorizaba muchos datos de escritores de diarios que Javier consignaba. 
A veces pienso que esa lectura se hizo para mí y no para los sufridos asistentes, porque los asistentes fueron víctimas de ese mal llamado modorra. 
De los libros y autores mencionados, conocía a casi todos, pero en su faceta de escritores de ficción. 
Días después de la presentación, me interesó explorar esa libertad que permite el registro diarístico. 
De esta manera comenzó mi apego por los diarios o por aquellos libros que fueran agradables presas de la indefinición genérica. En la búsqueda me sentía como si hubiera llegado tarde a una fiesta, en la que solo se pasaban las canciones que sugestionaban a los asistentes a abandonar la reunión. 
O sea, me preguntaba por qué no había diarios o “esos” libros de indefinición genérica desde antes. Pero sabía también que de nada vale lamentarse. Como bien aprendí hacía mucho: todas las cosas tienen su momento y, en cuanto a los libros, estos son los que te buscan y encuentran, y cuando te encuentran tienen el poder de remecerte. 
Los lees. 
Los relees. 
Los picas. Es decir, se vuelven interminables. 
Cada vez que me preguntan por Pessoa, no pienso en la poesía de Pessoa. 
No, no pienso en su gran poesía. 
Pienso ante todo en Libro de desasosiego
He llegado al punto, por demás caprichoso, de ser un lector radical sobre la proyección de este libro: si te consideras lector, no puedes pasar por alto Libro de desasosiego, peor si te haces llamar escritor. 
Estamos pues ante un libro vivo, fresco, que nos anuncia la verdad de la libertad de la escritura, esa verdad que algunos vendedores catalogan de novedad, de los nuevos caminos que supuestamente debe recorrer la narrativa de hoy, cuando lo cierto es que Pessoa ya había construido ese camino. 
No se trata de un libro experimental, que lo es. 
Es un libro de registro convencional, aunque no lo es. 
Ocurre que Libro de desasosiego es la vida en literatura tal cual, el mestizaje mágico entre el contenido y la forma, que garantizan su necesaria actualidad. 
Hay que ir hacia atrás para poder avanzar.

viernes, octubre 24, 2014



jueves, octubre 23, 2014

163

Una mañana, como la de hoy, decides picar algunas páginas de La ciudad y los perros. Haces memoria, de cuándo fue la primera vez que leíste la novela, pero eres incapaz de dar con la fecha exacta. Lo que sí recuerdas es que el primer libro de Marito que leíste fue El pez en el agua. Aún lo tienes presente. Tenías cerca de trece años y estabas castigado en el salón de actos del colegio. No recuerdas qué habías hecho, pero usabas buzo y a lo mejor tu presencia en ese frío salón se debía a una trifulca que armaste en el recreo. No eras el único en esa sala, estaban los que te miraban con admiración y los otros, los otros que te miraban con odio, esos idiotas que jamás perdonarían ni olvidarían. 
Por esa época leías lo que tenías que leer. Te gustaban las novelas de aventuras. Además, sabías que le caías bien al profesor de Lengua y Literatura, Teófilo Flores. A lo mejor él fue quien te entregó las memorias de Marito, como para que te calmes y no te pelearas con aquellos que nunca te olvidarían ni perdonarían. 
Hacía tres años el Chino había llegado al poder y no pocos decían que Marito escribió ese libro porque andaba resentido por haber perdido las elecciones presidenciales del 90. Empezaste a leer con ese prejuicio, pero a medida que avanzabas, te diste cuenta que te gustaba lo que leías. Te llevaste el libro a casa y no pudiste despegarte de sus páginas. Por esa lectura dejaste de ir a tus clases de inglés en el ICPNA y dejaste plantado a tu enamoradita cuatro años mayor que tú, porque desde los 13 tienes la misma talla de hoy, aunque últimamente te dicen que has crecido un par de centímetros más, y ellas creían que no tenías precisamente 13 años, te alucinaban de 17, 18, 19. Pero no te engañes, no es que seas muy alto, no G, lo que ocurre es que el peruano es demasiado bajo. 
Por eso hoy, después de más de veinte años recuerdas con furia ese libro de Marito. En la noche buscarás un bar en San Borja, uno con vista a la Aviación. Pedirás una chela y prenderás un Pall Mall rojo y ante tus ojos desfilarán párrafos enteros de esas memorias. Pensarás a qué se debe que lo recuerdas, y luego de un rato darás con la respuesta, que será la respuesta a una pregunta que no sabes quién te la formuló, seguramente el fin de semana, sí, seguramente el fin de semana. Y la pregunta no es la gran cosa, no se trata de una rebuscada, sino sencilla, hasta simplona, pero con mucho poder: ¿Qué libro fue el que marcó como persona, aquel que inició tu floja voracidad lectora?


162

Algunas ferias de libro me sorprenden en estos últimos días. La semana pasada estuve en la Villarreal y ahora esta, hasta el viernes, en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la PUCP. 
A ambas ferias no pensaba ir, pero en ellas estoy, vendiendo libros y hablando de literatura y rock con los estudiantes y profesores. Para mi buena suerte, ahora estoy bajo la sombra y debido a ello no tengo la nariz roja. 
Leo mucho y en cualquier lugar, aprovechando las horas muertas, como siempre, y decido, mientras sorbo un café sin azúcar, el libro que voy a reseñar para LPG. Se trata de un libro que me ha gustado mucho, de un escritor a quien aprecio bastante como persona y a quien también considero mi maestro. 
Se deduce, entonces, que la reseña será positiva. Y trataré de explicar por qué su libro está de la putamadre. 
A lo mejor, más de uno dirá que se trata de amiguismo, pero no, no es amiguismo por ningún lado, solo se trata de aquello que se conoce como “Rigor generoso”, el cual debemos desplegar en los libros que nos gustan y que nos revitalizan interiormente. 
Termino el cafecito de máquina y me pongo a pensar en el Amiguismo/Relacionismo que desde hace varios meses noto en las reseñas de libros peruanos. Claro, el Amiguismo/Relacionismo siempre ha existido, pero nunca a este nivel en el que se ha perdido el más mínimo pudor, un nivel que se presenta de decente, pero que no es más que infame y ridículo. 
Veo la situación en frío y llego a una triste conclusión: ningún medio, sea virtual o físico, se salva del Amiguismo/Relacionismo. 
En distintos niveles percibo el esplendor del Amiguismo/Relacionismo en las reseñas de libros peruanos. 
Eso: distintos niveles. 
Felizmente, el lector no es un ningún idiota, se da cuenta cuando le quieren vender gato por liebre. El lector es mucho más cuidadoso que un comprador de celulares. El lector revisa, pregunta, compara. El lector no solo pone en riesgo su dinero, sino también algo más importante: su tiempo. 
Sigamos. 
El lector habitual de este blog sabe que yo presento no pocos libros, sean de autores peruanos y extranjeros. 
También reseño libros. También escribo notas de contratapas que firmo. Y de cuando en cuando prologo. 
Se podría decir, bajo la sospecha de algún intrigante que nunca falta, que yo también soy partícipe de ese Relacionismo/Amiguismo. 
Si algo tuviera que decir al respecto, sería lo siguiente: es cierto que presento no pocos libros de autores peruanos y extranjeros, y también es cierto que no pocos de estos autores son amigos y conocidos míos. Pero también es cierto que los libros que presento y recomiendo son buenos libros, apreciación que también me alegra ver en los lectores que se acercan a esos libros y me dicen que sí les gustó el libro X; otros, puesto que no todos pensamos igual, me dicen que el libro X no les gustó pero que no les pareció malo y que sintieron que no perdieron el tiempo mientras lo leían. 
Eso es lo que me gusta: generar una cadena: el que no te guste un libro no significa que ese libro sea malo. Son dos cosas distintas. 
A lo largo de los años, muchos escritores que aprecio me han pedido que presente sus libros y les he dicho que no, con todo el cariño y respeto posibles. Siempre pido leer antes el libro y es su lectura la que me lleva a presentarlo o escribir sobre él. 
Cuento lo siguiente: yo admiro a Miguel Gutiérrez. He leído toda su obra. Cuando me pidieron que presentara la reedición de su novela Poderes secretos, pedí leerla antes porque no sabía absolutamente nada de ella, solo de esa leyenda negra que la ubicaba como el texto más subliminal de Gutiérrez. Finalmente, terminé presentando el libro porque me gustó mucho pese a que no se ubicaba en mis gustos estéticos como lector. 
Es por eso que me sorprende ver a lectores preparados, dueños de una buena formación académica tanto en Perú y el extranjero, profesores de importantes universidades privadas y nacionales, practicando el reseñismo insincero, el reseñismo descriptivo, el reseñismo buenagente, el reseñismo infame, el reseñismo idiota que mina su credibilidad (de nada te valen los cartones si no tienes credibilidad/legitimidad). 
Lean aquí, un irrebatible ejemplo de lo que digo. 
Lo que me apena de los ejecutores de estas reseñas, es que no son tipos de dudoso y cuestionado nivel crítico, sino tipos de los que tengo muy buenas referencias personales, gracias a los conocidos y amigos que tenemos en común, como Alonso Rabí. Lamentablemente, Rabí es un involuntario practicante del buenagentismo, buenagentismo que lo llevó a publicar una reseña de un libro malísimo de un autor de quien también tengo buenas referencias personales. 
O sea, imagino que estamos hablando de literatura, no de amistad o compañerismo laboral, que para esas cosas tenemos los bares. 
Por ello, estimado, AR, lo que no te dicen los demás, te lo digo yo en buena onda: mata tu buenagentismo, ese buenagentismo que te llevó a formar una (también involuntaria) argollita en El Dominical, argollita dedicada al reseñismo cruzado que veíamos domingo a domingo en el 2008, a excepción, claro está, de los números dedicados a Martín Adán y Ribeyro. 
La gente captaba en una esas reseñas cruzadas, si no lo sabías. 
Una vez aniquilado tu buenagentismo, accederemos a ese buen lector que eres y así marcarás una real diferencia en el panorama de la crítica literaria en medios, una diferencia que hace tanta falta, por cierto. 
El buenagentismo se mata con carácter. 
Esto es lo que suelo hacer: 
Autor: G, ¿puedes presentar mi libro? Pero si no puedes, ¿puedes escribir una reseña? 
G: Primero lo leo. Si me gusta, y dependiendo de mi tiempo, lo presento. Si no me gusta, ni presentación ni reseña. Así de simple. 
Autor: Pero, G, somos patas. Yo siempre leo tu blog, leo tu blog desde cuando nadie lo leía. 
G: Sabes que agradezco tu generosidad. Pero esto es literatura. Verdad emocional. Si tu libro es malo, ten en cuenta que esto es como el fútbol: este partido quizá lo puedas perder, pero podrías golear en el siguiente partido.





lunes, octubre 20, 2014



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Desde hace unos días vengo leyendo Jardines de la Disidencia. Si hay un autor de quien espero fagocitar absolutamente todo, ese es precisamente Jonathan Lethem. 
Esta lectura me lleva también a repasar la obra de este autor, como quien intenta forjar una especie de cartografía, como quien ubica su privilegiado sitial en la narrativa contemporánea. No hay que pensarlo mucho: estamos ante uno de los autores que hacen de la epifanía una marca registrada y se hace menester seguir esta epifanía, no dependiendo del aura de su condición de novedad, es decir, no limitarnos a comentar los libros de los autores que nos gustan a razón de su último libro. A veces resulta gratificante retroceder un poco para poder avanzar con paso firme, para darnos cuenta del valor de su epifanía. 
Por eso regreso a su penúltima novela. Una novela que se me ha revelado de manera muy especial gracias a su oculta relación con la librería Brazenhead Bookstore, en donde Lethem trabajó durante un tiempo. 
A esto sumemos una idea que vengo barajando desde hace un tiempo y que ahora me permito compartir: la crítica literaria no debe suscribirse a las novedades, no debe ser esclava de lo llamado “último”. En este sentido, bien nos podemos preguntar por todos aquellos libros buenos que leemos y que pasan desapercibidos debido a que nos acercamos a ellos a destiempo. Para quien esto escribe, esta realidad no es más que una injusticia. Tampoco sugiero que reseñemos libros publicados hace más de treinta años, no, esa no es la idea. La idea es la de ayer, hoy y también mañana: recomendar buenas lecturas. 
Empecemos: Jonathan Lethem no tiene lectores. Jonathan Lethem tiene hinchas. Fue a inicios de 2006 que leí La fortaleza de la soledad y decidí seguirle el rastro en cada uno de sus títulos. No todos, obviamente, me significaron una maravilla, pero en cada acercamiento quedaba hechizado por su coherencia narrativa, que descansaba en la exploración formal y su variopinta fuerza nutricia que recogía en demasía del rock, el comic, el cine, las artes plásticas y las novelitas de kiosko. Ni hablemos de su prosa, premunida de un extraño respiro radiactivo que no pocos escribas quisieran exhibir. 
Hay que ser un alucinado para escribir una novela como Chronic City (Mondadori, 2011). No todos están dispuestos a proyectar en los lectores la condición de hijo mimado no reconocido de David Lynch. Esta última novela, más allá de su clave autobiográfica, no solo es para los seguidores del autor, sino también para los que quieran a llevar a cabo, en 446 páginas, una sesión psicotrópica en la experiencia de la palabra. 
En ella tenemos pues a dos personajes que se complementan, tanto Chase Insteadman y Perkus Tooth cumplen en sus roles de disidentes de la soporífera cotidianidad. De lejos parecen poseros insoportables, pero de cerca no son más que fisonomías morales rubricadas por la extravagancia y el sino desdichado (carencia de plenitud) que los envuelve. Sin este par, Lethem no hubiera intentado cumplir con su objetivo: la creación de una ciudad paralela de New York. Una canábica novela total, sin tronco ventral definido pero sí con nervudas ramas oscilantes que nos acercan a personajes guiados por el yugo del consumo y la mentira, esclavos de los alucinógenos y las drogas, al punto que el nombre de una de estas titula la novela. 
Ahora, lo que obnubila es el cambio de registro narrativo que Lethem lleva a cabo. Por momentos tenemos la impresión de que estamos ante una novela hermana de Huérfanos Brooklyn y La fortaleza de la soledad, es decir, una historia anclada en un tenue realismo condimentado con humor y enciclopedismo popular (por cuenta de Perkus Tooth, por supuesto). El drama personal de Chase Insteadman, que a sus años lucra de su relativa fama de actor infantil y cuya novia Janice Trumbull, atrapada en el espacio, le manda amorosas misivas públicas, parece ser el camino a seguir por el lector; sin embargo, cuando Insteadman conoce a Perkus no solo su vida se asienta en otro sendero, también el sentido mismo de la novela, convirtiéndola en un aparato narrativo de registros que nos recuerda a los de Nova Express de Burroughs,  Amerycan Psycho de Ellis, Dinero de Amis y, muy en especial, de Una mirada en la oscuridad de Philip K. Dick. O sea: un celebratorio cóctel Molotov. Lethem abandona por completo el código realista para insertarse, gradualmente, en uno que bebe de la ciencia ficción y la fantasía por igual. La aparición de un tigre, por ejemplo, en un comienzo presencia potenciada por la desaforada mente de Perkus, que amenaza con tragarse a la ciudad de New York, sobrepasa su condición simbólica y metafórica para asentarse como el protagonista central de esta excelente novela que ubica a Lethem, una vez más, como la voz más explosiva y personal de la generación del relevo de la narrativa gringa, la que espera tomar la posta de Roth, McCarthy, De Lillo, Ford y demás. 
Lees a Lethem y te dan ganas de coger un machete, partirle la cabeza y comerte su cerebro. Eso es la posteridad. 

… 

Publicado en Siglo XXI.

domingo, octubre 19, 2014