domingo, diciembre 31, 2017

repaso

Desperté temprano, pero me levanté hora y media más tarde. En ese lapso leí artículos de diarios locales y extranjeros, también avancé la lectura de una maravilla, una historia real que podría ser la biblia –si le damos una intención antojadiza— de cualquier movimiento feminista. Esta es: Tú no eres como todas las madres de Angelika Schrobsdorff.
Luego fortalecí un rato los brazos, del mismo modo la muñeca izquierda que amenaza con paralizar mi mano. Una vez dentro de la ducha vi mi futuro de las próximas horas, es decir, las actividades antes del recibimiento del nuevo año, recibimiento que siempre he asumido como una soberana cojudez.
Lo que me llama la atención de estos días son las cábalas. Cada quien tiene las suyas, algunas racionales aunque la mayoría ridículas. En ambas dimensiones percibo un valor, en el que se funden todas las posibilidades del capricho, como corresponde a los deseos.
No me gustan las cábalas consensuadas, de las que inevitablemente venimos siendo testigos. A saber, las prendas y objetos de color amarillo, indudable muestra de mal gusto, su imposición convertida en idiosincrasia. Ni hablar de las promesas a cumplir por mujeres y hombres, que según ellos llevarán a cabo el próximo martes, ya recuperados de la resaca. 
Si algo bueno percibo es precisamente nuestra extraña virtud nacional de temporada: la aparición de la autocrítica, el repaso de atrocidades y bajezas que no dudamos condenar a medida que se avecina la medianoche. Lo ideal sería que la autocrítica pase a la acción. Obviamente, no siempre ocurre lo que debería, pero la sola revisión de los excesos es un gran paso hacia la identificación del miserabilismo de cada uno, que se presenta como un pasadizo oscuro en dirección a la luz, algo parecido a una remota sesión de ayahuasca.

sábado, diciembre 30, 2017

merecer más

Anoche, tras la presentación de Ruidos de pasos de un gran criminal. Cuentos y pensamientos de César Vallejo y Las tres tragedias del lamparero alucinado de Zsigmond Remenyik, joyitas publicadas por Ediciones del Caxicóndor de Chile, y minutos previos al recital del evento, conversé con una talentosa joven escritora inédita. De lo hablado, una pregunta me dejó pensando, y no hay cosa que pueda agradecer más en estos días, en los que el país se está yendo a la mierda, que darle vueltas a inquietudes signadas por su apariencia pasiva, pero que detrás de esa apariencia mentirosa es posible hallar una realidad que pocos están dispuestos a aceptar.
El tema lo he tratado más de un vez, pero siempre es bueno volver sobre él, no con la intención de cerrar discusión, sino para encontrar otro aspecto de su situación: el nulo peso de los premios literarios en esta nuestra aldea cultural. 
Queda claro que los premios son importantes, sirven para dar visibilidad a autores y, dependiendo del caso, ayudan en lo económico. Hasta aquí, no hay mucho que objetar. Sin embargo, ¿cuál podría ser la razón para que muchos de los premiados no despierten el más mínimo interés de la crítica, ni de la prensa, ni de los sellos independientes y que, no suficiente con lo indicado, pasen desapercibidos para los lectores? Se ha hablado de los jurados y sus criterios valorativos, incluso del “jurado mantequilla” que realiza el filtro. Pues bien, sería saludable que comience a pensarse en el creador, en su oscura tendencia a alquilar su poética al tema de “moda” que exige el oficialismo de la concursografía y en la estúpida creencia de que un premio es sinónimo de consagración. Por eso vemos a tanto premiado alucinado que cree merecer más de lo que ya tiene, forjando un discurso lastimero ante el ninguneo de las grandes casas editoriales, lo que demuestra no un lícito afán de reconocimiento, sino una insultante angurria de fama.

viernes, diciembre 29, 2017

sin liderazgo

Son muchas las sensaciones que dejó la marcha de ayer jueves 28. Entre lo que puedo destacar: 1) la vigencia del antifujimorismo, que con un poco más de orden, llegará a convertirse en la peor pesadilla del presidente Kuczynski. Se lo tiene merecido, por traidor, mentiroso y endeble de carácter. Y 2) la carencia de un líder político que unifique el discurso de la población airada e inconforme a razón del indulto.
Imposible no pensar en los potenciales candidatos a hacer suya esta desazón de millones de peruanos. Sin embargo, así apliquemos el arte del buenagentismo, no hallamos a nadie que cumpla con los requisitos básicos, el principal de ellos: que esté libre de señalamientos morales, éticos y políticos.
La izquierda, por ejemplo, se ha petardeado sola, así esta intente erigirse como la reserva moral en estos tiempos aciagos. Ni hablar de la derecha, que no espero nada de la que vemos en medios, a menos que se despierte y se comprometa a sus mujeres y hombres, es decir, esa otra derecha pensante y de buena voluntad, que la hay.
¿Un independiente?, me preguntó anoche la esposa de un amigo. Inquietud que se responde con otra pregunta: ¿quién sería capaz de unificar en discurso tanta rabia expuesta y que tenga la suficiente fuerza emocional para resistir los inminentes embates que sufrirá como visible imagen de oposición? 
Conozco a muchos que anhelan hacer carrera política. Todos tenemos amistades y conocidos que llevan años cimentando el terreno para ese fin. La mayoría se muestra valiente en el verbo, duchos en el análisis y la argumentación. Pero tanta belleza no es suficiente cuando el contexto apura el plan de consolidación, suerte de hoja de ruta a largo plazo. Lo estoy viendo ahora, mucho floro para poca acción. Tampoco sugiero que se haga un llamado a cercar la ciudad, pero uno espera alguna señal de humo, no importa su procedencia.

jueves, diciembre 28, 2017

permanencia

Días agitados para los autores peruanos. Salen los recuentos y las listas que ponen en vilo a nuestras maravillosas almas literarias. Situación muy propia de una aldea que no ve más allá de sus narices.
El apuro dignifica estas máximas prácticas de la sonsera. Veo la lista de La República, que llama mi atención por su esforzada irresponsabilidad. En ella se invita a los lectores a votar a lo bestia, sin una segmentación genérica, al punto que encontramos un título publicado en el 2016: la buena novela La flor de la limeña de Hernán Migoya.
Ligerezas de lado, preocupa, y mucho, lo que viene sucediendo en el país en los últimos días. La condenable jugada política de Kuczynski ha creado una oleada de indignación que ha llevado a la polarización en el país. Para muchos, Fujimori debe seguir en la cárcel, sin embargo, muchos no comparten ese parecer, lo que no quiere decir que asuman a Fujimori como inocente de sus delitos y crímenes. El presidente hizo suyo el mayor error peruano: la pésima comunicación, que esta vez vino condimentada con el tufo de trato bajo la mesa. Aunque no era garantía de calma social, de haberse hecho el anuncio del indulto de otra manera, no nos encontraríamos en un contexto tan caliente y jodido como el que estamos viendo. 
Ahora, no sorprende la seguidilla de renuncias a los cargos ministeriales y públicos que ha generado este indulto. Lamento que ya no tengamos personas de valía profesional e integridad moral en el Estado, porque las había, así algunos piensen lo contrario. Esta huida de la peste originará la aparición desde el subsuelo del inefable grupo de oportunistas a la caza de un puestito, los infaltables lobistas que buscan el autoservicio en el sector cultural. A varios de ellos los he señalado en este blog, pero esta no es la ocasión de hacerlo otra vez, sino expresar un deseo por la permanencia por aquellos que han demostrado eficiencia a través de la voluntad de servicio. Pienso en Milagros Saldarriaga y Alejandro Neyra, los directores de la Casa de la Literatura y la Biblioteca Nacional, respectivamente.

martes, diciembre 26, 2017


lunes, diciembre 25, 2017

indulto

No hay duda alguna de que el indulto a Alberto Fujimori es una de las peores decisiones políticas en la historia peruana última. Si el presidente Kuczynski creyó que una decisión como esta traería estabilidad social y “reconciliación” nacional, pues se equivocó. Ha sido el antifujimorismo el que le dio la oportunidad de llegar a la presidencia. El antifujimorismo es, pese a sus bemoles, una postura ética que tiene el fin de salvaguardar la cantera moral del país.
El mensaje que deja el presidente es por demás patético: el negocio como manera de vida. El negocio sobre los principios. El negocio como insumo esencial de la vida política.
Nadie merece morir de manera vil en la cárcel. Impedir que suceda diferencia a un remedo de democracia como este de un sistema marcado por la barbarie y el sentimiento vengativo. Aquí en Latinoamérica nos sobran ejemplos miserabilistas sin importar el cariz ideológico.
Una vez más la ausencia de formas es lo que eleva y expone nuestra precariedad política. Es cierto que el antifujimorismo condena el legado de la dictadura de Fujimori, sin embargo, no todos sus activistas y simpatizantes se mostraban contrarios a “mejoras” carcelarias si es que en verdad el condenado se encontraba mal de salud.
Como pocas veces en su gobierno, Kuczynski apareció brindando mensajes a la nación, pues había una razón, su posible vacancia. Debió seguir esa línea si pretendía indultar a Fujimori. Pero no lo hizo, porque resultaba evidente que no tenía las armas discursivas que justificaran semejante medida. Tampoco le interesó el diálogo con los antifujimoristas, con los que no llegaría lejos mediante la persuasión, por ello, hizo uso exclusivo de sus facultades constitucionales. 
Se vienen jornadas de lucha y protesta. En casi veinte años el fujimorismo ha fortalecido la leyenda de su fundador a vista y paciencia de los antifujimoristas. Hoy en día la aceptación del fujimorismo se alimenta de insumos que van más allá de sus “logros”. Es decir, en una identificación. 

viernes, diciembre 22, 2017

película ochentera

Como muchos –bueno, prefiero pensar que así es–, espero que los días de este mes corran rápido. Para evitar las prisas, me ensimismo más de lo habitual, sin embargo, llega el momento en que tienes que salir para cumplir con las inevitables obligaciones, como comprar los regalos.
No es nada complicado hallar lo que busco, que se puede encontrar en cualquier centro comercial. Entonces, aprovecho el lugar más cercano y me dirijo a la Rambla de San Borja. En el trayecto, pienso en lo que haré más allá de las compras. Tomar un café es un hecho, pero también se me antoja ver una película, algo para pasar el rato.
Lo suponía pero no lo imaginaba: el centro comercial invadido de miles de personas. Mi carácter antisocial se refuerza y la timidez es el mejor refugio ante la salvaje algarabía. Esta situación obedece a la cercanía de la Noche Buena, pero tal y como relata más de una amistad ligada a los negocios, esta concurrencia sucede a causa de la tranquilidad que suscita la “estabilidad” política, ahora la gente está dispuesta a gastar y agotar el crédito de sus tarjetas, cosa que no venía ocurriendo en la última semana.
No demoro en darme cuenta de que mi presencia es inútil. No lo pienso más, regresaré el sábado a primera hora y haré las compras en quince minutos. Me dirijo a Cineplanet y su cartelera me parece de lo más insultante. Busco un café, pero todos tienen las mesas ocupadas. En uno de ellos, una pareja acaba de pedir la cuenta, entonces me detengo, a prudente distancia para apoderarme de esa mesa que también es deseada por una pareja pulpín.
Coloco sobre la mesa el último libro de Iain Sinclair. Mando también algunos mensajes por wsp y un contacto me dice que ha visto un hueco en Polvos Azules en donde se pueden encontrar películas comerciales de los ochenta. Mi pata –uno de esos benditos enfermos en películas olvidables– siempre está a la caza de ellas. Su vida emocional se justifica en las películas de esos años. No dudo pues en preguntarle por una que no hallo en muchos años, que vi a los ocho años, creo. Le pido el favor que pregunte por Death before dishonor de Terry Leonard, protagonizada por Fred Dyer, actor que se hizo conocido por estos lares por El cazador, serie policial transmitida por Canal 9. En la película de Leonard, Dyer interpreta a un sargento al mando de un comando de élite que resguarda la embajada norteamericana en un país árabe llamado Jamal. A este trabajo solo le interesa entretener y en ese fin cumple, imponiéndose a muchas películas ochenteras que abordaban el conflicto bélico y de espionaje de Medio Oriente, que en el contexto de su estreno gozaba de un acicate: el éxito del primer Rambo.
Acción y patriotismo. No había que pensar mucho para saber quiénes eran los buenos y los malos. Dyer y los suyos tienen que cumplir varias misiones antes de volver a su país, como desmantelar la cédula de una organización terrorista que flagela el "pacífico" país de Jamal, como también rescatar a un secuestrado coronel gringo. 
La memoria cinematográfica no solo está compuesta de clásicos y títulos de culto, sino también de esas películas que te aseguraban un buen rato y esta de Leonard sin duda lo es.

derrotada

Qué bien se siente ver derrotada a esa basura y porquería de ser humano que responde al nombre de Keiko Fujimori.
Ha quedado claro, una vez más, que el antifujimorismo goza de buena salud. Hubo pues una corriente de opinión en contra del abuso naranja. A medida que pasaban las horas del jueves, el sentido común y el criterio básico comenzaban a ganar terreno en los congresistas que decidirían la permanencia o no en la presidencia de Pedro Pablo Kuczynski. Lo vimos en las abstenciones.
El fujimorismo consiguió 79 votos de los 87 que necesitaba para vacar a PPK. Su intención quedó al descubierto, esta moción no era más que el paso previo al principal objetivo, el Tribunal Constitucional. Los naranjas están en una lucha contra el tiempo, porque es cuestión de días para que cangrejo Odebrecht alcance a la vaga que tienen como lideresa. La meta es implícita: copar los principales poderes institucionales y administrar justicia a su gusto, tal y como lo hacían en los noventa.
Hubo negociado, pero también venganza política, que se pudo ver en el castigado hermano menor de los Fujimori, Kenji. Algunos lo califican como el héroe de esta jornada, que jaló para sus propósitos una decena de votos que se creían fijos en la bancada de la mafia. Quien escribe jamás podría calificar de héroe a un Fujimori, que también deberá responder a la justicia en su momento. Lo que ocurrió fue una muestra más de la putridez que signa al clan, el manifiesto del sentimiento menor (llámalo deslealtad) en pos de la destrucción de la hermana y el reclamo de la posibilidad de postular a la presidencia. 
Ahora el ánimo es otro. Ya podemos terminar este año, preocupados en lo que debe preocupar, sin estar pendientes de caprichos políticos. PPK puede respirar tranquilo, pero tampoco puede sentirse seguro, porque si algo ha quedado en evidencia, es que el antifujimorismo tampoco lo quiere.

jueves, diciembre 21, 2017

líderes anónimos

Luego de una caminata con algunos amigos, entre los que estaba C., a quien no veía en mucho tiempo, resultó imposible no volver a los años que no queremos ni recordar, pero que la realidad política actual nos hace pensar inevitablemente en ellos. Años oscuros, marcados por una suerte de nihilismo drogo, o, como bien escuché alguna vez, el tiempo de la resaca que llegó a su fin a la mala.
Basta pues escuchar y ver otra vez la conferencia del martes de la bancada naranja, la cual fue dirigida por su impresentable vocero Daniel Salaverry, para pensar en que estamos ante una suerte de calco de los noventas, específicamente en algún mes de la segunda mitad de 1997, tiempo en que el fujimorismo se despojó de su careta y que motivó la movilización de estudiantes y ciudadanos que fueron testigos de los afanes del patriarca de la mafia para perpetuarse en el poder.
En esos meses noventeros se sumaron a la indignación ciudadana los partidos políticos de izquierda y derecha. Hubo una unidad de intención que nunca he visto después. Al principio las protestas fueron desordenadas, pero no pasó mucho para que estas adquirieran un criterio, un sentido común en el que no se percibía un liderazgo visible, es decir, quienes dirigían y anunciaban las marchas jamás lo hicieron motivados por ganarse un nombre. Líderes anónimos que, de eso estoy convencido, han vuelto en estas últimas horas, con mayor razón cuando el cálculo político es lo que pauta a ciertas tiendas políticas, actitud que las pinta en su radiografía hueleguisera. 
Pedro Pablo Kuczynski se presentará en las próximas horas en el Congreso de la República. En lo personal, confío en que la vacancia no prosperará. Pero de no ser así, la batalla estará en las calles, y en esta gesta no veremos a los figurones de la indignación, sino a los hombres y mujeres de 1997, del mismo modo a los nuevos. Razón no falta: el fujimorismo es la peor mierda que le ha pasado a este país.

lunes, diciembre 18, 2017


domingo, diciembre 17, 2017

desmemoria

Creo que es la primera vez que muchos asistimos a un suicidio político. La entrevista televisada que ofreció PPK a cinco periodistas (algunos de ellos beneficiados con Odebrecht), no pudo sino confundir y decepcionar aún más a los pocos que creían en él. No solo faltó una mejor exposición en sus respuestas, sino también carácter en las mismas. Como ya señalé en un post, PPK es un lobista, pero tampoco creo que sea un ladrón o coimero, como lo han venido señalando las setenta ratas naranjas que ocupan el congreso.
Entonces solo queda esperar la consumación de lo que se estaba cocinando. La destrucción paulatina del orden democrático a cuenta de una pandilla que no ansía lo mejor para el Perú, sino saciar su hambre de poder.
*
Ayer, mientras se realizaba la marcha contra el golpe fujimorista, se pudo ver una pancarta que animaba al aún presidente a cerrar el congreso. Una salida política a una crisis política, para la que se requiere de una fuerza de carácter que PPK ha demostrado no tener. Cerrar el congreso no solo nos librará de la matonería de estas ratas, sino que tal acto será celebrado por la gran mayoría de la población, no por apoyar a PPK, sino como enfrentamiento a la mafia, tanto para los que luchamos contra ella y del mismo modo para los cientos de miles que han visto en estos últimos meses su ánimo: el despotismo más ramplón.
Se puede aprender de esta situación. Durante años se creyó que el fujimorismo había desaparecido, cuando lo cierto era que hibernaba a la espera de una oportunidad a concederle la desmemoria. Los partidos políticos, colectivos y población pensante fallaron en no combatir esa desmemoria, permitiendo que las nuevas generaciones de peruanos crezcan en una realidad paralela, sin saber de los desmanes y atrocidades de cuando el fujimorismo en el poder. Por ello, el fujimorismo, cuando volvió, lo hizo a cuenta de esa fuerza oculta signada por la carencia de crítica y de memoria, ambos detalles condimentados de ignorancia. El pragmatismo a lo bestia, pues.

sábado, diciembre 16, 2017

fuga

Despertar en un país llamado Perú.
Por ello, busco en las parrillas de los canales de cine una película que justifique la mañana. No solo me he levantado temprano para ver una película, también tengo que salir a terminar algunas gestiones en Jesús María y regresar a casa a seguir en la edición de un libro que la romperá el próximo año.
Lo mejor en estas horas de furia, decepción e impotencia al ver la manera de portarse de la bancada naranja, es que tienes otras salidas, distintas fugaz para la maldad y la mediocridad. En cuanto a lo segundo, tengo claro el asunto: sea por los medios de comunicación y la ola opinóloga de las redes sociales, se impone el apuro, como si arribar primero a una conclusión fuera la marca de referencia. Lo estamos viendo en las últimas horas, muchos justificando la vacancia, algunos criticándola, y los pensantes condenando el actuar matonesco de la bancada naranja.
No tengo duda de que PPK es un lobista, pero si se le acusa de haber recibido coima alguna, el señalamiento debe llevarse a cabo con el debido cruce de información y este no ha sido el caso, tal y como puede leerse en el comunicado de Odebrecht.
El presidente tuvo la gran oportunidad de cerrar el congreso el año pasado. No lo hizo porque creyó que podía manejar la majadería de las setenta ratas naranjas. Ahora somos testigos de lo que son capaces estos animales: el irrespeto por las normas constitucionales, su deseducación política, en otras palabras, ellos se creen los dueños de este mercado persa.
Ante ello, lo mejor es evadirse, aunque sea el fin de semana, sobrevivir a la resaca tras las horas festivas. Así la entiendo y así la quiero llevar a cabo, no pensando en las torpezas políticas de PPK, menos en las muestras espartanas de los congresistas de la mafia.
Para mi buena suerte, tengo una sensación calmada y satisfecha. A veces se llega a este estado gracias a una película, una canción y, claro, una (re)lectura.
Aunque no es lectura descubierta, no pocas cosas buenas genera encontrarse con la bella edición de una joyita narrativa de Stefan Zweig, editada por Acantilado: Carta de una desconocida.
Esta novelita fue lo primero que leí del famoso escritor austriaco, quizá a fines de los noventa, en la biblioteca del Goethe Institut. De escritura diáfana y sensible, me sorprendió la capacidad de Zweig para ingresar en los entresijos emocionales de una mujer, que en su adolescencia-juventud veía admirada y obnubilada a un joven pianista que vivía en una habitación de la casa en la que ella también. La joven deseaba pero no podía hablarle por vergüenza sentimental, característica, pues, del primer enamoramiento.
Quien se muestre interesado en leer una buena novela, esta es. Descubrir a Zweig puede ser todo un acontecimiento. Y para quien ya conozca la obra del autor, imagino que no dudará recomendarla, del mismo modo la versión cinematográfica de Max Ophuls, de 1948. 
Lo que me gustaría ver en algún momento, espero que en Acantilado, es la obra maestra del autor: la biografía Balzac. La edición de Jackson es difícil de hallar (de igual manera, la de Paidós, según me hace ver mi hincha El enfermo imaginario), el ejemplar que tengo llegó a mí por milagro. Lo recuerdo: fines de 2000, en Amazonas, días después de la Marcha de los Cuatro Suyos. Aún se respiraba la tensión social y había, en cuanto a mí, mucho odio contenido. El solo hecho de encontrar el libro significó una fuga, un escape necesario a la cólera que uno sentía por la situación del país.

viernes, diciembre 15, 2017


la izquierda que necesita el fujimorismo

No es la primera vez que la izquierda peruana se presta a oscuras maniobras. Un poco de memoria: el apoyo que dieron a Fujimori en la campaña presidencial de 1990. Ya vimos lo que vino después, y en lo que recuerdo, jamás esta mostró la más mínima señal de autocrítica. Su última perla en honor a sus principios sucedió cuando apoyaron a un potencial violador de derechos humanos, oh vaya novedad, también en una campaña presidencial, la de Humala en 2011. Tras lo que sucede hoy con Humala, la zurda ha preferido lo de siempre: no botar sus bolsas de basura.
Si algo siempre he destacado de nuestra izquierda es precisamente su capacidad para legislar, y esa debe ser su función hasta que el país deje de ser anormal. Obviamente, sus protagonistas de hoy son distintos, la mayoría también maculados por la corrupción de Odebrecht. Pensemos en las congresistas que participaron de la millonaria campaña del NO.
La izquierda actual no dudó escribir otro capítulo vergonzante más e incluirlo en su tradición. El haber presentado la moción de vacancia contra PPK es un claro juego en pared contra la organización criminal que siempre la ha maltratado.
Con esto no quiero decir que la bancada congresal de la izquierda se mantenga al margen de los chanchullos del presidente, por el contrario, tiene que ser más incisiva en lo que se le acusa, pero políticamente no puede ir en dirección contraria a los principios que no se cansa de resaltar, con mayor razón cuando resulta evidente el objetivo de la hoja de ruta de la mafia naranja: distraer para proteger a su lideresa. 
Frase común: la derecha tiene la izquierda que necesita. Y el fujimorismo también.

realidad gris

Mientras esperaba a que trajeran un par de botellas de vino, y acomodado en una zona segura de la muchísima gente del Wong de Dos de mayo, leía lo que siempre leo en esta época del año, solo que ayer me di cuenta de que regreso a Dirección única de Walter Benjamin, en esa edición de colores plomo y morado de Alfaguara. No vale la pena preguntarse por la razón de esta recurrente relectura de fin de año, al menos no quise pensar en sus motivos, más aún cuando ni tu zona segura es tal, espacio ahora invadido por adorables seres de menos de un metro de altura.
Es decir, para qué inquietarse por lo que es, ante lo evidente. Me gusta ese libro de Benjamin y me importa poco la razón de su relectura en estos días de tráfico, estrés y apuros. Sobre la realidad, o sus golpes, o quizá su poder de manifestar la incoherencia que lamentablemente no pocos asumen de la vida virtual, recordé la pregunta que un buen amigo me hizo días atrás en cuanto a la imagen que no pocos quieren proyectar en las redes sociales y la gris percepción que experimentan al salir de ellas.
En esa suerte de divorcio, y cada día me convenzo de ello, hallamos las más encendidas bajezas. Veamos el origen, algunas perlas: el narrador likeado hasta por el Papa y que no vende ni trescientos ejemplares; el lector fijón sin voz, hecho que lo desespera; el aspirante a escritor que se causea en msn con el narrador/poeta del momento, al que aprecia por sus cualidades humanas pero al que no demora en odiar porque esta luminaria no lo saluda en los saraos literarios, no con el entusiasmo mientras comparten memes y emoticones; el individuo que espera más de un año a que acepten su solicitud de amistad de Facebook y que una vez consumado el clic, el sobrado pasa a ser un aliado en la lucha contra los centros de poder cultural, al menos eso es lo que alucina el individuo. 
Acontecimientos maravillosos de la aldea líquida, y por tales, divertidos. Al menos yo la paso bien ante tanta muestra histriónica de doble vida, pero no a esos niveles celestiales cuando escucho los chistes del maestro Melcochita.

jueves, diciembre 14, 2017


dos novelas

Este 2017 va llegando a su fin y ya podemos especular sobre cómo nos ha ido en cuanto a la producción novelística local. Hemos tenido novelas que cumplían contando historias truculentas y atractivas, como La segunda amante del rey de Alonso Cueto; las que nos brindan un recorrido temático por la obra forjada, pienso en Las orillas del aire de Karina Pacheco y Destierro de Alina Gadea, tampoco pasemos por alto el riesgo verbal de La sinfonía de la destrucción de Pedro Novoa, destaquemos también la primera parte de Sustitución de Jack Martínez y el esperado destape de Alejandro Neyra con El espía innoble. E imposible no consignar los títulos enfrentados en un acalorado repechaje para erigirse como la peor novela del año: No tengo nada que ver con eso de Juan Carlos Ubilluz y No somos nosotros de Ricardo Sumalavia.
En estos últimos meses, en especial durante las semanas de la FIL, fuimos testigo de una ausencia: la del narrador serio. Pero lo que sí vimos fue al narrador entregado a la autopromoción y a la mentira de su éxito. Lo que el narrador peruano tiene que saber es que el verdadero lector es muy intuitivo para detectar la atorrantada, por eso es implacable en su castigo: sus libros no se venden. Además, si cada Like fuera un comprador potencial, estaríamos ante epígonos de Renato Cisneros, quien cumple con Dejarás la tierra, pero a la que no podemos equiparar con su novela precedente.
Dos novelas que me entusiasman: Esta casa vacía de Marco García Falcón y Quién es D´Ancourt de Carlos Arámbulo. La primera apela a la tersura narrativa y a la linealidad argumental, mientras que la segunda a la densidad en la prosa y a la complejidad temática. Transitan distintos caminos pero convergen en la parcela del dolor generacional. Nos hallamos ante novelas escritas desde la vergüenza anímica y la autodestrucción, en franco testimonio de que si se pretende narrar, no hay que guardarse nada. Léanlas.

… 

Publicado en Caretas

miércoles, diciembre 13, 2017

tragedia y verdad

En estas últimas semanas no he podido ser ajeno a las resonancias emocionales e intelectuales a causa de la lectura de El meteorólogo (2017) del escritor francés Olivier Rolin.
Quizá la referencia al autor no sea del todo cercana para el lector de estos lares, pero si me animé a leer el libro fue a cuenta de la editorial que lo publica. No es para menos, puesto que el catálogo de la editorial española Libros del Asteroide me ha brindado no pocas experiencias que termino atesorando. Lo mismo podría decir de otros sellos que marcan una saludable diferencia con la oferta de editoriales más poderosas.
Como señalo en el primer párrafo, aún persiste el impacto del libro, lo que me lleva a preguntarme en qué consiste su radiactividad. Al respecto, podemos especular sobre sus senderos, sean estilísticos, estructurales y temáticos. Igualmente podríamos inquirir sobre su naturaleza genérica y, en lo que a mí respecta, no me preocupa su linaje. Si es novela o testimonio, poco o nada suma en la valoración que habría que dar a Rolin como escritor, que no solo nos ha entregado un ejemplo de su calidad literaria, sino también una historia que tiene el suficiente poder de ir más allá de la experiencia de la lectura, en otras palabras, no solo nos quedamos con un perfil configurado para sus evidentes fines narrativos, sino con una sensación que obliga al lector a cuestionarse existencialmente y también a pensar en el otro, el prójimo.
Así es, estamos hablando de un pequeño acontecimiento. Y se lo debemos a Rolin, porque si algo identifica a la narrativa actual en el mundo, es precisamente la ausencia de libros que vayan más allá de su condición de tales. Pero este acontecimiento no sería lo que es si su hacedor no fuera dueño de convicciones políticas e ideológicas, según su hoja de vida, pautadas por la militancia. Cuando joven, Rolin fue un creyente en la revolución comunista, pero antes de hipotecarse a partido alguno, se mantuvo aferrado a los principios en los que se nutría la revolución, principios que sabemos, hasta para quienes no sintonizamos con la seña política, descansan principalmente en la protección del hombre y la igualdad social. Rolin no tardó en decepcionarse de la revolución por culpa de sus sátrapas y dictadores, que hicieron que esta trajera hambre, miseria, muerte y humillación. Su mayor ejemplo trágico: lo ocurrido con la URSS.
Consignamos esta postura del autor con el fin de entender el ánimo del proyecto narrativo que nos cita. Sin esa creencia en los principios de izquierda, no tendríamos en manos la joyita narrativa El meteorólogo, que nos presenta a quien ya debemos tener en el radar: Alekséi Feodósievich Vangengheim, un destacado hombre de ciencia que se desempeñó como jefe del Servicio Meteorológico de la URSS, Vangenheim era un convencido de la importancia de su labor, asumida como piedra angular para los fines de la revolución del Partido dirigido por Stalin. Vangenheim sabía que estaba siendo parte de un cambio que podía extenderse por todo el planeta, sentía la revolución en la piel, al punto que llamó Eleonora a su hija porque ese era el nombre de la hija de Lenin. En otras palabras, Vangenheim era uno de los aliados de la revolución comunista.
Como todo Estado totalitario, la URSS comenzó a sacar a flote sus lados especulativos y conspirativos, condimentados con irrefrenable paranoia. Había que cuidar la transformación social y en este cuidado absolutamente todos eran sospechosos. En 1934, el reputado meteorólogo es acusado de traición a la causa revolucionaria y sin más explicación fue enviado a las islas Solovkí, que conformaban la cárcel geográfica del Gulag. Nuestro hombre de ciencias no sabía de qué clase de traición se le acusaba, y como era tan bienpensado, llegó a creer que su situación partía de un malentendido. En los días y noches de carcelería, y debido a sus ataques de nervios que lo hacían ineficaz para el trabajo físico, Vangenheim se dedicó a la lectura y el estudio. Tengamos en cuenta que no era la única persona con conocimiento, también se encontraban músicos, científicos, escritores y filósofos en su misma situación. Por ello, cuando eran intervenidos, estos no dudaban en llevar consigo todo su material de trabajo. El personaje de Rolin leía mucho, pero también dedicaba las horas a la escritura de cartas, en este orden de destino: su hija, su esposa y el dictador Stalin, a quien rogaba que viera por su situación, ya que no entendía el porqué de su encierro cuando la revolución que él comandaba era también la suya.
Como padre ausente de la crianza de su hija de tres años, las misivas a su pequeña exhibían un contenido pedagógico sobre las maravillas naturales, como los amaneceres, y también la flora y fauna que veía a diario. Estas cartas venían acompañadas de dibujos y pequeños textos que los explicaban.
En este punto, no es nada gratuita la información de las cartas a su hija. Gracias a estas misivas es que la historia del meteorólogo llega a las manos de Rolin, que arriba a ella tras una invitación en 2010 a la Universidad de Arjánguelsk. No era la primera vez que Rolin prestaba servicios académicos, y como ya conocía el lugar, decidió hacer otros viajes cortos, quedando fascinado por el paisaje de Solovkí, lo que hizo que germinara en él la intención de hacer una película. Para ver las locaciones de su posible proyecto cinematográfico, Rolin regresó a Solovkí en 2012. En este nuevo viaje que el autor se topa con la historia secreta de Vangenheim, de quien tiene conocimiento gracias a un álbum no venal preparado por la hija de un desaparecido llamado, precisamente, Vangenheim.
Las intenciones de hacer una película quedaron de lado porque el llamado sobre la vida del meteorólogo ejerció en nuestro autor una obsesión complicada de eludir. La fascinación por saber más de este hombre bueno y común fue el impulso que llevó a Rolin a elaborar un rompecabezas informativo, labor que de por sí se pintaba de imposible. Tengamos en cuenta que han pasado muchas décadas desde la desaparición del meteorólogo y que lo más probable era que existieran contadas posibilidades de encontrar testigos directos que pudieran explicar lo que pudo pasar con él.
Rolin empieza a recoger material, todo el disponible para reconstruir la noción de un hombre injustamente acusado por el Partido y condenado a muerte. El autor se vale de las cartas, como también del testimonio de historiadores y la voraz lectura de libros que abordaran las secuelas de la dictadura de Stalin. Es precisamente en este armado de información en donde encontramos la médula de este proyecto. Nos enfrentamos, más que a una inteligencia, a una sensibilidad que en la administración de información es capaz de indignar y conmover. Esta ambivalencia sensorial se la debemos a la autocrítica de Rolin que señalamos líneas arriba. Rolin cree en los principios del comunismo, pero no en la desgracia que hicieron de él sus asesinos.
Lo ideal es calificar a El meteorólogo como un extraño artefacto narrativo. La decepción de Rolin del sistema comunista le permite ejercer una libertad discursiva, que vemos en la exposición de los materiales a disposición, y en este curso el autor no es ajeno a sus opiniones sobre Vangenheim, tal y como podemos ver en los párrafos en los que resalta la ingenuidad del científico al creer que su situación partía de un mal entendido o de un mero error burocrático, cuando lo cierto era que ya estaba condenado a muerte.
¿Una historia real? Por supuesto. ¿Hay algo de ficción en esta publicación? Lo más probable, y de ser así, poco o nada importan las fijaciones sobre las gotas de ficción capaces de teñir un texto de no ficción. Rolin tuvo que especular y así llenar los vacíos en la tragedia humana que nos presenta. Además, lleva a cabo esta empresa mediante una prosa aséptica, que nos revela su grado de compromiso con la palabra escrita en función a su tema, o sea, una ética discursiva contra el ego creador, esa criatura maligna capaz de resentir cualquier proyecto literario gracias a los caprichos de la prosa adornada. En la aparente facilidad de la palabra, Rolin nos obsequia una historia de vida con el poder de hacernos mejores personas. Hay que agradecer.

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En SB

martes, diciembre 12, 2017


hombres que cambiaron

Días atrás terminé El origen de la hidra, de Charlie Becerra. Al respecto, hice una breve alusión al libro en un post anterior, destacando la valentía del autor para abordar un tema delicado, como lo es el crimen organizado en el norte del país. Obviamente, recomiendo su lectura (pese a que las últimas treinta páginas parecen un texto volteado de la transcripción de una entrevista de Larry King), en especial para no pocos de nuestros maravillosos escritores locales, a ver si se animan y van a la caza de historias, sin esperar a que lleguen mediante el inbox o el wasap.
Entre los personajes que abundan en esta historia real de sangre, indignación y llanto, llama mi atención Óscar Narro. Un personaje redondo que Becerra perfila sin que le tiemblen los dedos. Narro pudo apelar al silencio, pasar de largo cuando se le habló del proyecto, o, en el peor de los casos, pedir un código para aparecer en la narración. Felizmente no fue así. Narro tiene confianza en sí mismo, específicamente en la protección que le brinda su creencia en Dios. En Narro está la sal de este tremendo trabajo de compromiso e investigación. Los escritores, sin importar que sean de ficción o no ficción, no siempre encuentran la presencia, o idea de noción, de un personaje con tantos puntos de desencuentro, con la suficiente resonancia para calibrar las páginas y elevarlas más allá de lo “bien escrito”, que las conviertan en candidatas, en principio, a una mediana perdurabilidad. 
En mi vida he conocido a dos tipos como Narro. Ambos tienen ahora una calidad de vida basada en el trabajo y la firme intención de enmendar a otros criminales por medio del testimonio de vida. Asesinos y mafiosos que pagaron su deuda con la sociedad, creyentes de Dios y respetados como hombres de bien. 

emoción y verguenza

Marco García Falcón es uno de los autores más destacados de la narrativa peruana del siglo XXI. A estas alturas, considero poco probable que se le arrebate la insignia representativa que lo posiciona como el mayor prosista de su generación, a ello habría que añadir la discusión que suscita el rumor que lo ubica como uno de los más destacados prosistas surgidos a partir de 1950. Bajo esa impresión, si tuviéramos que hermanar su poética, tranquilamente, a nivel de prosa, pensaríamos en Julio Ramón Ribeyro y Luis Loayza. Así es, palabras mayores, valoración sustentada en la sana y desinteresada experiencia de la lectura.
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Desde la publicación de su cuentario París personal (2002), García Falcón (GF) supo dejar la marca de su sello. Es decir, así nos hayan gustado o no los argumentos de aquel conjunto, teníamos la certeza de que estábamos ante una voz singular y una escritura que fluía sin problema alguno, distinguiéndose en sobriedad y ajena a lo que para no pocas plumas, entre debutantes y trajinadas, es todo un dolor de cabeza: el hechizo de la compleja sencillez. Estas dos características también las vimos cuando GF incursionó en novela, recordemos El cielo de Capri (2008) y Un olvidado asombro (2014), empresas en las que afianzó su cualidad de eximio prosista y eficiente contador de historias.
Si tuviéramos que elegir entre estos tres títulos aquel que sirva de puerta de entrada a la presente poética, no tendríamos que pensar mucho. Es su primer libro de cuentos el que nos brinda la marca en alto relieve de lo que fue/es/será la cartografía narrativa de GF. Al respecto, y a modo de ejemplo general, pensemos en el diálogo estilístico y temático entre las dimensiones metaliterarias y vitales que caracterizaron a la narrativa peruana que se dio a conocer en la década pasada, precisamente en sus años de apogeo (2004 – 2007). Esta característica inicial originó más de una discusión y no pocos autores y críticos perdieron la brújula al especular sobre su inmediato antecedente, cuando lo cierto era que en París personal se hallaba su origen de época. Pero este libro no solo quedó como documento, se alejó de la mención barata de los pie de página, puesto que el tiempo lo ha convertido en uno magisterial para autores en ciernes y del mismo modo para plumas fogueadas pero perdidas en los intereses temáticos de lo que se entiende como metaliteratura. Por esa razón, me pregunto: ¿Qué hubiese ocurrido si prestábamos más atención a este libro? Fácil: lo metaliterario no hubiese desaparecido como lo hizo, dejando una incómoda sensación de moda o mero interés editorial.
Tanto la crítica y los lectores destacaban el vuelo narrativo de GF, y en lo personal recuerdo la sentencia que sobre el autor diera el recordado Oswaldo Reynoso, nuestro estilista mayor luego de Martín Adán: “El mejor de todos”.
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Si algo podíamos objetar a este escritor, si un reparo consensuado se imponía como señalamiento, este no era otro que la falta de arrojo que exhibía en sus temas que abordaba. Es cierto que sus historias yacían en la arqueología emocional, pero a esta arqueología le faltaba tierra y barro, ensuciarse como debía, cosa que extrañaba a sus lectores, puesto que arsenal narrativo es lo que siempre le ha sobrado.
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Por ello, los saludos de la crítica y los genuinos aplausos de los lectores que viene generando su última novela, Esta casa vacía (Peisa, 2017), son más que justificados. Y sin exagerar, la presencia de esta novela justifica la producción novelística de este año. Cuando parecía que la irregularidad sería la pauta, GF nos entregó una novela en la que prima lo que no viene exhibiéndose en nuestros narradores: emoción y  vergüenza.
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Nuestro autor nos presenta a Giovanni Perleche, escritor y profesor universitario, entregado a todos los trabajos posibles que le permitan pagar las deudas generadas por la casa que construye en el inmenso jardín dentro de la casa de sus suegros, pero ante todo Perleche está preocupado por costear el tratamiento de la extraña enfermedad que sufre su pequeño hijo Tadeo. Perleche transita por la vida, derrotado por su situación familiar y sin pocas expectativas de futuro inmediato, pero en esta situación, Perleche refuerza su esperanza, la búsqueda de redención en la escritura. Mediante este acto de fe nos cuenta su descenso a los infiernos, en la que su autodestrucción a causa de las drogas es una de las perlas de su degradación. Perleche no es un mal tipo, por el contrario, podemos aplaudir su buena voluntad y es precisamente en este aspecto donde GF pone la carne en el asador: nos detalla la incoherente configuración moral de su protagonista. Perleche no quiere hacer daño, pero daña. Perleche quiere cambiar, pero no puede hacer nada ante el placer que encuentra en la zona oscura de su vicio.
Así es, somos testigos de un hombre que se dinamita solo. Y para tal fin, nuestro autor repotencia recursos que habíamos visto en sus novelas anteriores y que aquí brillan en excelencia: la fuerza del silencio narrativo. Lo que no se dice y que destruye. No es gratuita, por ello, la presencia de uno de los epígrafes de la publicación, como los siguientes versos del poeta Lizardo Cruzado: “Escribo / Porque / Me gusta el / Silencio / Si no, gritaría”. Y tampoco es gratuita la referencia a Blanca Varela durante el desarrollo de esta historia, alusión que refuerza la epifanía de la transmisión silente.
La novela es dueña de una estructura compleja que ampara a muchos personajes, situación que podría peligrar cuando hablamos de una novela aparentemente corta (no nos engañemos por la diagramación), mas esta complejidad se diluye a cuenta de la excelente prosa de GF, y cuando digo “excelente”, no lo hago destacándola como virtud de oficio, sino por simple descripción. Lo que puede pintarse de virtud para otras voces, en estas páginas es naturalidad.
Como ya indicamos, son los silencios que taladran los que llevan la novela a una radiactividad que agradecemos. Uno como lector se pregunta en qué momento Perleche empieza su autodestrucción, las inquietudes se suceden una tras otra con el claro objetivo de entender el origen de este viaje al agujero negro de la vergüenza. Una de ellas: ¿qué lo lleva a dejar por escrito su cataclismo personal? Para tener una inicial idea de ello, prestemos atención a los pasajes en los que Perleche detalla su reencuentro en su etapa de enamorados con Micaela, su esposa y madre de su hijo; en los lazos que halla entre su padre y su suegro, aspectos que lo debilitan y enfurecen; también en sus amigos Dante y Paco Mendizabal, que lo transportan a un pasado cuando la escritura y la vida eran razones suficientes para justificarse ante sí y los demás.
Aparte de entregarnos una muy buena novela, cuyas cimas narrativas nos resultan evidentes, GF nos presenta una íntima radiografía generacional, es decir, la puesta en escena de la resaca existencial que marcó a la juventud tras la dictadura fujimorista, juventud preocupada en sí misma, sin más horizonte que la supervivencia egoísta.
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Todas las reseñan coinciden en que este es el mejor libro de GF y quien esto escribe se une a ese veredicto. A este consenso sumaría su posicionamiento como una de las mayores novelas peruanas del presente siglo. Sin embargo, y esto es lo más interesante: la novela no solo es expresión literaria de otro lote, puesto que la experiencia estética que depara viene seguida de un cuestionamiento en el lector de turno, generando en él la posibilidad de un cambio de actitud. ¿Acaso todos somos Perleche o tenemos algo de su dañada sensibilidad? Lo dicho, queridos lectores, no se manifiesta tras la lectura de cualquier libro.
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Desde ya nos encontramos ante una novela que sobrevivirá por sí sola. Y es hora de manifestar lo siguiente: novelas como esta nos brindan la posibilidad de pensar en un buen momento de la narrativa peruana actual, pero uno real, sin trampa, ergo: lejos de las estrategias de posicionamiento feroz de sus autores y sin editoriales grandes e independientes que nos venden humo de orégano cada semana.

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En SB

lunes, diciembre 11, 2017

reencontrar

El sábado en la noche, dos horas después de la presentación del cuentario de una amiga en la Feria Ricardo Palma, caminaba por las calles del Centro, en donde me encontraría con un grupo de amistades y conocidos, con los que asistiría a dos conciertos. Aunque yo solo pensaba ir a uno.
Sea como fuere, llegué al bar y más de un integrante del grupo ya estaba sazonado, según supe, desde las seis de la tarde. El ambiente del bar estaba en un creciente punto de ebullición, voces pautadas por la alegría, la motivación líquida como permanente acicate.
Compartí tres chelas pero sentía hambre. La obligada dieta en base a ensaladas y carnes a la plancha resultaba insuficiente para mi estómago. Me puse de pie y dije que volvería luego, el pretexto: comprar una cajetilla de Pall Mall rojo.
Había necesidad de grasa, pero ante todo de sabor. En cierta ocasión, mi pata Abelardo me llevó a un chifa en el Rímac. Quizá el chifa con el servicio más rápido de Lima. En menos de dos minutos el cliente tiene en su mesa el plato seleccionado, además, no tienes la sensación de que te apuran.  
No estaba decidido del todo, ir a ese chifa me alejaría del grupo, pero no de los destinos que justificaban la noche. Se trataba de un capricho, lo que más abunda en esta ciudad, no son pollerías y cevicherías, sino chifas. ¿O quizá era solo el deseo de caminar? En lugar de hacerlo por Camaná, me abrí de la ruta con la idea de dirigirme al chifa rimense por la plaza Mayor.
Sin embargo, me detuve un rato en la plaza San Martín. Allí encontré a los eternos polemistas, distribuidos en cuatro grupos. Hablaban de la actualidad política, como también de las cualidades de la cultura incaica. A pocos metros de uno de ellos, un pata de lentes gruesos vendía en el suelo una serie de separatas políticas y también algunos libros. Mi celular comenzó a vibrar y cuando lo vi, quien llamaba era uno de los patas con los que iría a uno de los conciertos. Como ya sabía las direcciones de los destinos, no contesté la llamada. Me concentré en los libros, y valió la pena, sirvió no apurarse ante las joyitas que uno encuentra por segunda vez, porque un par de libros no los veía en tiempo. Esos títulos los tengo en casa, resistiendo al tiempo en cada relectura fragmentada. La novela de una novela de Thomas Mann, en Sur; y Lo mejor de Rolling Stone, en Ediciones B. El segundo título no tenía la falsa carátula, pero era un detalle menor. Los compré y fue inevitable no ser invadido por una grata y calmada satisfacción. 
Olvidé la caminata hacia el chifa y fui por un cuarto de pollo a la brasa en Kachito, antes de ir a los conciertos del Jr. Moquegua.

sábado, diciembre 09, 2017


subvalorado

Ayer, mientras me encontraba en el  LUM a la espera de realizar algunas fotos, a la espera porque había más gente de la que había supuesto. Como lo que más detesto es tener la sensación de no hacer nada y estar perdiendo el tiempo, me puse a leer en calma, mirando al mar y con un café a mi costado, el último número de la revista Lucerna, que en su décimo número trae un libro adicional (claro, los números anteriores de la revista también traían uno, pero el de esta ocasión es otra cosa), la antología El bosque de las plumas de Li Tai Po. La impresión queda corta ante la impecable edición realizada por el director de la revista y editor del sello homónimo, Julio Isla Jiménez.
En principio, me interesaba leer la entrevista a Jorge Ninapayta, el texto crítico sobre una exposición de vanguardia surrealista llevado a cabo en Lima en 1935 y las traducciones de diez poemas de Cummings. Me puse en ello, pero la lectura se vio interrumpida ante el intempestivo saludo de Juan, un joven lector al que no veía en más de tres años, y de quien guardo un buen recuerdo. Juan estaba con su enamorada y luego de las puestas al día de rigor, me contó de la labor social que viene realizando para una ONG, institución con la siente muy comprometido, cosa que me alegró porque esa era la sensación que siempre he tenido de Juan, quien sabiendo que me había interrumpido, siguió visitando las salas de exposición permanente del museo. 
Seguí en la lectura, prestando especial atención a uno de los conceptos de Ninapayta sobre el cuento. Punto de vista interesante sobre la intención pedagógica del género, que estoy seguro hará saltar a más de un sabelotodo. Bien puedo estar o no de acuerdo con Ninapayta, hay pues un peligro en lo que dice, pero también, y dejando de lado los posibles desacuerdos, un concepto como este adquiere relevancia gracias a su autoridad, al reflejo de aquella idea en sus cuentos, la mayoría de ellos dueños de una alta calidad. Ninapayta es uno de los escritores peruanos más subvalorados y su muerte no solo refuerza esa penosa condición, sino también un magro destino: el olvido.

viernes, diciembre 08, 2017

denuncia / vigencia

Así sea un deseo en vano: tengo esperanza de que en las próximas semanas se proyecte en algunas salas limeñas Detroit (2017) de Kathryn Bigelow.
Si una característica vemos en la directora norteamericana, es que no solo ha crecido exponencialmente como narradora visual, sino que desde hace algún tiempo sus trabajos vienen exhibiendo un férreo y genuino compromiso político e ideológico. Lo que muchos cineastas no denuncian bajo el discurso del “amparo”, o pretexto, de la integridad artística, Bigelow lo lleva a cabo, sabiendo que su postura le puede generar no pocos problemas, sean legales e incluso comerciales en la industria a la que pertenece. Al respecto, recordemos lo que ocurrió con sus películas Zero Dark Thirty y The Hurt Locker.
Si bien Detroit cursa el mismo sendero crítico de sus dos últimos trabajos, se diferencia de ellos en cuanto a su representación inmediata, puesto que está ambientado a fines de los sesenta, en un contexto convulso que hundió a la ciudad de Detroit en un fuego cruzado que yacía en la violación de derechos civiles que sufría la comunidad negra a cuenta de las fuerzas del orden (policía y ejército, ergo los blancos). En este sentido, Bigelow nos ofrece en los primeros minutos de su trabajo una presentación histórica de la situación de los negros en Estados Unidos hasta ubicar al espectador en el argumento a desarrollar.
En principio, se nos muestran todos los insumos que nos permiten especular sobre una película coral, impresión inevitable a cuenta del desorden urbano originado por una comunidad indignada por los abusos y la falta de empleo, situación que se agrava cuando se declara a la ciudad en estado de emergencia. En este laberinto social, Bigelow enfoca su historia en los integrantes de la agrupación The Dramatics, que encuentran su esperada oportunidad de grabación al enterarse que los productores/busca talentos de Motown estarán en el espectáculo musical en el que participarán. El más entusiasmado con este trampolín a la fama es su cantante principal, Larry Reed (Algee Smith), sin embargo, la organización del evento es avisada de que los desmanes se vienen desarrollando cerca del teatro y que por orden policial los asistentes deben regresar a sus casas.
Con los ánimos por los suelos, The Dramatics acepta su destino. Sin embargo, Reed junto a su amigo Fred Temple (Jacob Latimore) deciden compensar en algo la frustración, buscando un consuelo al paso ante lo evidente: no volverán a tener semejante oportunidad. En este sendero a la caza de mujeres, Reed y Temple se ven envueltos en un confuso incidente en Algiers Motel, el espacio en donde se funden todas las críticas y metáforas que Bigelow busca con su película. Hasta el momento, la directora tenía la mirada puesta en el conflicto de la ciudad, riesgo que la llevó a una ineludible relación de hombre blanco malo y hombre/mujer negro víctima, y ahora, con los protagonistas ya definidos como Reed y Temple, a los que se suman el guardia privado negro Melvin Dismukes (John Boyega) y los oficiales policiales comandados por Philip Krauss (Will Poulter), Bigelow eleva la metáfora de su denuncia. No solo asistimos a una serie de atropellos hacia los negros que estaban en el motel, sino que la insania de los policías se enciende en el momento en que estos encuentran a dos chicas blancas con un negro en una de las habitaciones. Los policías asumen el escenario como un atentado a su masculinidad.
La tortura y humillación que viven los desafortunados huéspedes del motel pone en bandeja los circuitos emocionales que le interesaba mostrar a Bigelow: los niveles de degradación del que puede ser capaz el hombre déspota. Estos son los momentos mayores de la película, en los que no solo vemos las ya indicadas cuotas de crueldad, sino también ironía y humor, en una mezcla de recursos que la directora administra con cuidada perfección, sabiendo del riesgo que supone su puesta en escena en secuencias marcadas precisamente por la violencia.
Gracias al guion de Mark Boal, con quien Bigelow trabajó para THL y ZDT, no solo se testimonia de los vejámenes racistas de hace medio siglo en esta referente ciudad industrial de Estados Unidos, sino que su lectura se justifica a la fecha, mediante la vigencia de su señalamiento principal: el fracaso de los discursos contra el racismo, más cuando la justicia deviene en colaboradora de ese fracaso.
Si bien los tramos finales resienten la película a causa de un obligado orden de cosas, por ejemplo, la decisión de Reed de cambiar su vida, que edulcoran el mensaje de Bigelow, Detroit es desde ya un documento imprescindible, no solo para fines analíticos como aparato estético, sino también como punto de discusión sobre un tema que tendría que combatirse con todas las armas discursivas y legales posibles. 
La crítica ha indicado el lazo de la película con Malcolm X (1992) de Spike Lee. Estamos de acuerdo, pero no olvidemos otro trabajo, también de época, que consideramos una obra maestra, que Bigelow pudo tener en su radar: Mississippi Burning (1988) de Alan Parker.

martes, diciembre 05, 2017


contra el apuro

Aunque sé que no gustará a algunos, lo cierto es que lo más interesante de la poesía peruana de los últimos tres años viene pasando por la editorial Celacanto. Claro, no todos sus títulos me entusiasman, pero un puñado de ellos ayudaría a sustentar la impresión: Bajo este cielo de cabeza y El sendero del irivenir de Paul Forsyth, Música para tarántulas de Diego Lino y Archipiélago de María Belén Milla.
Propuestas que también tendríamos que considerar de otros sellos editoriales: Un bosque ardiendo bajo un mar desnudo (Amarcord) de José Agustín Haya de la Torre, Diccionario elemental (Paracaídas) de Miguel Ángel Sanz Chung, Insomnio vocal (Alastor) de Ethel Barja, Apostrophe (Hipocampo) de Gino Roldán, El primer asombro (Animal de invierno / Paracaídas) de Denisse Vega, Feelback (Sub 25) de Valeria Román y Fe (Vallejo & Co.) de Bruno Polack.
Obviamente, la memoria puede fallarme una vez más, por ello, reconozco que me deben faltar tres o cuatro títulos para cerrar esta tentativa lista que testimonia lo que considero es la recuperación de la poesía peruana última, asunto del que estuve conversando con un buen amigo semanas atrás, en nuestras ya canónicas caminatas flotantes. No siempre estamos de acuerdo en nuestras ideas sobre poesía peruana, pero en lo que sí, en la mejora de esta  luego de su tiempo gris a partir de 2010.
¿A qué se debe la mejora? Se colige que no estamos ante una suerte de milagro. Basta revisar los títulos citados para darnos cuenta de que, a excepción de cuatro, sus autores ya saben de la experiencia que significa publicar. Sea en la proyección de los debutantes y en la trayectoria que se construye, una luz los une y justifica: no ha habido apuro para publicar y eso lo percibimos en la sustancial mejora (consagratoria para algunos) de sus entregas.
El apuro es la peor droga en la que puede caer un poeta. A lo largo de muchos años he sido testigo del naufragio de propuestas con talento y discurso, que ubica al poeta como víctima del ansia del reconocimiento inmediato, quedando en evidencia el daño que hacen, para variar, las redes sociales, escenario dañino y a la vez seductor, en donde se puede parecer sin ser, a kilómetros de distancia de lo que se cree ser.
Y claro, cuando hablamos de apuro, no nos estamos refiriendo únicamente a la sub 40, porque esa peste también ha infectado a vates de mayor trayectoria. En otras palabras, el apuro no conoce ninguna clase de barrera y en ello desempeñan un rol importante sus tentaciones, como los premios, los recitales y los benditos festivales. Basta ver, a manera de ejemplo, lo que ha ocurrido este año, al menos en lo que he podido ser testigo: la desazón ante la incoherencia entre el evento promocionado en redes y medios y su nula repercusión en asistencia. Ese es pues el desenlace cuando se alucina que todo se justifica mediante la realidad virtual. El poeta peruano anda preocupado en cuestiones baladíes, pensemos en la construcción de su imagen, cuando lo que tendría que llevar a cabo es una atenta guardia de su relación con la poesía, si es que esta en verdad es lo suyo.
El lector de poesía conoce de estas artimañas, no gastará lo más preciado que tiene, su tiempo, para ir a escuchar y mirar a expertos (as) de la recitación. A ello, prefiere quedarse en casa leyendo a un poeta que toma en serio su relación con la palabra. No es para menos, la exhibición del poema verde seguirá siendo verde así se le camufle con efectismo. Pero hablamos de una decepción con poder, porque el lector de poesía pasa la factura: corre la voz, formando un huracán de invectivas contra el poeta a razón de la inmadurez de su poema. Entonces, ¿se imaginan en qué se convierte ese huracán cuando el lector de poesía compra un poemario que no cumple con sus bienintencionadas expectativas?
Esta breve reflexión obedece a la lectura que hice un par de semanas atrás de Plaza mayor (Celacanto) de Braulio Muñoz. Muñoz no es para nada un poeta joven, mas sí es dueño de una bibliografía a tener en consideración. Precisamente en la lectura al vuelo de los títulos que conforman su hoja de vida, se puede especular sobre su interés en la palabra escrita. Y al igual que no pocos poetas peruanos que trabajan en la academia gringa, tranquilamente pudo publicar uno que otro poemario, cosa que de esta manera comenzaba a forjar un nombre, ingresando en el radar de Poetilandia.
Bajo el rótulo de novela-poema, Plaza mayor, felizmente, va más allá de la etiqueta. Muñoz no nos presenta un descubrimiento del discurso poético, felizmente no cae en el fango de la banalidad de las categorías, gracias conceptuales que intentan vender lo ya hecho con otro ropaje. En las páginas del libro hay tanto de narrativa y poesía, sin embargo, la verdad emocional del discurso se impone y uno como lector se entrega a esta fiesta hedonista que Muñoz brinda mediante un verbo que recuerda en estado de locura y que se expone en sus senderos de (auto) humillación, a saber, la crítica a la pose del oficio poético y el recurrente desamor que halla compensación en las ramas del más oloroso/sudoroso erotismo.
Imposible no preguntarse, así parezca capricho: ¿qué hubiera sido de este libro de publicarse en las décadas del setenta y ochenta? La sola formulación de la inquietud revela pues su transpiración juvenil, su tácita actualidad. Sin duda, a la fecha estaríamos ante un título importante. Para el beneplácito del lector, Muñoz supo macerar la voz, dejar que la sabiduría vital haga lo suyo con la palabra, que la ponga a punto en su voltaje lírico, que al leerla se transmita como verdad y trascendencia.
Tienes que leerlo.