viernes, agosto 30, 2013

Estuardo Núñez (1908 - 2013)


jueves, agosto 29, 2013


La ruta salvaje



Texto que debí leer en el Homenaje a Roberto Bolaño, en Petroperú.


 

Supe de Roberto Bolaño a razón de un artículo de José Miguel Oviedo en El Dominical. Si no equivoco, aquel texto en el que se daba cuenta de Los detectives salvaje y Llamadas telefónicas, salió a fines del siglo pasado o a inicios del presente. En realidad, este dato es lo de menos. Lo que importa es que en ese artículo Oviedo dio muestras de ser un gran crítico, pero no por lo que detallaba de los libros en cuestión, sino por la pasión exacerbada que exhibía cada frase suya, una pasión de lector que muy contadas veces he podido leer y que me remitió a ese estado cuasi celestial de la verdad emocional, verdad emocional de quien escribe sobre un libro que lo ha sacudido, que lo ha zarandeado hasta dejarlo en el piso.
Recorté el referido texto y lo tuve durante mucho tiempo en uno de los bolsillos de mi mochila. ¿Es verdad todo lo que dice el tío Oviedo?, me preguntaba. No era para menos, todo hacía prometer que ese libro de título cinematográfico encerraba una fuerza radiactiva. Iba a las librerías y preguntaba por Los detectives salvajes y el precio que marcaba me llevaba a barajar dos posibilidades inmediatas: o ponerme a trabajar para comprarlo o robármelo. Bolaño era de esos autores a los que quieres leer cuanto antes, de esos en los que tienes un espejo personal, más aún cuando has dedicado buena parte de tu vida a recorrer las calles, a escuchar rock, a ver todo el cine que pudieras, a leer como un soberano vesánico en todas las bibliotecas a las que te afiliabas.
Finalmente pude leer Los detectives gracias a un préstamo que me hizo una amiga. Lo leí con suma lentitud en cuatro días, apuntando y disfrutando e intentando descubrir el secreto de esa poesía narrativa plasmada en un desorden estructural que elevaba la novela a una voz coral que te metía en el mundo de la literatura y sus actores inmediatos. Aquí hablaban todos y decían lo que les venía en gana. En estas páginas yacen esos dos componentes que todos los lectores que escribimos buscamos: literatura y vida. Pero vida entendida desde los extremos del desamor, la desgracia, el sexo cínico, pero ante todo del amor, mucho amor en pos de un ideal. O sea, hay que ser genial para hacer de un argumento en teoría trivial toda una explosión abrigadora. Solo a un tocado, a un elegido, se le ocurrió hacer de algo tan sencillo, como lo es la búsqueda de una poeta de la que poco se sabe y de la que casi nada se ha leído, un viaje hacia el centro mismo de la tradición literaria. Por esta razón, siempre he sido de la idea de que la mejor manera de acercarse a la obra de Bolaño es con Los detectives salvajes.
Luego de este primer acercamiento, me puse a buscar más cosas del chileno. Pero no lo hacía con el apuro del nuevo fanático, sino con la paciencia del diletante. Algo en mí me decía que no debía leerlo de inmediato, sus libros tenían que llegar a mis manos en su momento, no apurados por mi deseo. Y efectivamente, sus libros llegaban a mis manos, ya sea porque me los regalaban o me los robaba, o porque me los prestaban, tal y como ocurrió con Llamadas telefónicas, gracias a una amiga mía que trabajaba en La casa verde. No digo que todos los títulos que leí después de Los detectives fueran una maravilla, imprescindibles de la narrativa contemporánea. Para admirar hay que saber pisar pelota. Bolaño tiene cosas que no me gustan para nada, por ejemplo: no me entusiasma su poesía, tampoco La pista de hielo, Amberes, Amuleto y Una novelita lumpen. Pero qué importa, si el chileno es también dueño de imperecederos viajes canábicos como La literatura nazi en América (no puedo entender que aún haya gente que se haga llamar escritor/escritora y no haya leído aún este semejante canto a la mentira), Estrella distante, Putas asesinas, Monsieur Pain, Llamadas telefónicas, 2666 y Nocturno de Chile.
Hace un tiempo una joven lectora me preguntó cómo definiría a Bolaño. Ella aún no había leído nada de él, así que le di una definición que pudiera acentuar su interés. No recuerdo las palabras exactas, pero fue más o menos así: Mira, niña, me dices que has leído a Borges, ¿no? Pues bien, Bolaño es parte de la cofradía del argentino, pero es un cófrade malcriado, no del todo fiel, que ha enriquecido las enseñanzas del maestro. Por ejemplo, en Bolaño está repotenciado el humor de Borges, humor del que pocos parecen darse cuenta. Bolaño es como Borges, pero con más humor. Pero no solo eso, Bolaño ha hecho lo que nunca Borges: ha tenido sexo.
Este tipo de explicaciones al vuelo solo contribuían y contribuyen a reforzar más la imagen del escritor. Y espero que las mismas desaparezcan más temprano que tarde. Me explico: desde su muerte no se ha hecho otra cosa que no sea la de hablar hasta por los codos del Bolaño mito. Bolaño, como bien sabemos, es hoy por hoy una leyenda institucionalizada. Tiene ese inevitable destino de los ídolos: ser mencionados sin que se les lea. Se habla más de la vida de Bolaño y no de los libros de Bolaño. Por eso lamento su muerte, porque lo que vino después de esta fue la canonización de la imagen, la del escritor lengua suelta, la del escritor que tiraba su mecha, la del patán, en otras palabras, la del maldito entre malditos. Si moría, que muriera, por ejemplo, como Carver. ¿Acaso hay alguien que quiera ser como Carver persona? No conozco a nadie que quiera imitarlo, por el contrario, Carver es un referente porque se le sigue leyendo y se habla de él partiendo de lo que se le lee. Pero con Bolaño nos distraemos en cojudeces, en aspectos que no tienen la más mínima importancia. Es que ser como Bolaño persona es sumamente fácil. Pero como Bolaño escritor/actor de sí mismo es otra cosa. Son pocos los que pueden sobrevivir a la marginalidad de toda casi toda una vida, no todos están dispuestos a soportar el continuo ninguneo en el mundillo literario como lo vivió él. No todos pueden decir las cosas como son y escuchar lo que no se quiere escuchar. Por ello nos abocamos a lo más fácil de asimilar de Bolaño, a la posería y el figuretismo que se delatan a la primera  incoherencia. Así pues entendemos la proliferación de Bolañitos y de tipejos/tipejas que hacen trayectoria con el cuento Bolaño. Si Bolaño los viera, estoy seguro de que los sodomizaría en el acto. No solo eso, sino que a patada limpia los mandaría a leer.
Leer.
Leer.
Leer.
Si hay algo que Bolaño nos transmite en su literatura, ese algo es precisamente leer, leer con voracidad. No es gratuito que en su poética encontremos innumerables referencias librescas, demasiados lazos literarios en pos de una tradición personal. Leemos a Bolaño y leemos lo que Bolaño leía. El pata escuelea, pues. Es un maestro generoso. Y desde el punto de vista personal, fue muy generoso conmigo. Bolaño me enseñó a leer.

martes, agosto 27, 2013

Renzi/Piglia


lunes, agosto 26, 2013


"Llámame Brooklyn"





 

Corría el año 2006. Había estrenado mi blog La fortaleza de la soledad. Estaba peleado con no pocos especímenes de la literatura peruana. Involuntariamente ella y yo habíamos puesto fin, de la peor de las maneras, a una intensa relación. Mi gato Nesho desapareció luego de casi diez años en los que no hizo otra cosa que ganarse el cariño de toda mi familia. Me encontraba pendiente y preocupado a razón de una antología –digamos el primer anuncio de Disidentes— programado a salir y que no salía por no sé qué razones. Vivía, y sin saber por qué, una absoluta paranoia, que me obligaba a ver a cada persona sobre la faz de la tierra como un potencial enemigo a destruir.
En el segundo semestre de aquel año, en el marco de Semana de Autor que organizaba el Centro Cultural de España, se presentó el escritor español Eduardo Lago, quien sostuvo un diálogo público con Guillermo Niño de Guzmán. Días previos a la presentación, más de uno me animaba a ir. Sin embargo, no fui, no porque tuviera otros compromisos, una agenda a cumplir o algo parecido. No fui porque nunca me han gustado las presentaciones, muy en especial cuando se trata de un autor al que literariamente no conocía. Lo único que sabía de él era lo que todos: Eduardo Lago era el hombre fuerte del Instituto Cervantes de Nueva York.
Como era de esperarse, el público llenó el auditorio del centro español, un público compuesto principalmente por escritores, críticos y demás espécimen habitual a este tipo de actividades culturales. Además, seamos francos, casi todos fueron a ver al “Cervantes Man”, no al escritor. No supe más de él hasta cierta noche del verano del 2007, mientras revisaba libros en la librería El Virrey de la calle Dasso, cuando esa librería era verdaderamente una librería, donde encontré un ejemplar, el único que había, de Llámame Brooklyn, novela con la que Lago ganó el Premio Nadal 2006.
Antes de leer una novela, sigo los siguientes pasos: reviso las primeras veinte páginas y luego empiezo a picar en desorden. Si lo que leo me entusiasma, compro o me robo el libro, dependiendo el caso. Esa noche no sé si compré o me robé el libro. Lo que sí sé es que llegué a casa temprano, en realidad lo que hacía desde el año anterior era llegar a casa temprano, de a pocos me recuperaba del destrozo emocional, y no suficiente con eso, no había día en que no me sintiera una persona alerta, era tal la paranoia que hasta creía que los integrantes del lado oscuro de la blogosfera literaria peruana me perseguían.
Al igual que ayer, más aún hoy, debemos tener cuidado, estar alerta en los predios literarios se ha vuelto una necesidad moral cuando de premios se habla. Los premios como tales no deben significar garantía de nada, hoy más que nunca se nos vende harta basura disfrazada de literatura. Contadas veces encontramos lo que llamamos calidad literaria en un libro premiado y esa idea/convencimiento fue lo que determinó que no leyera la presente novela con la celeridad por conocer una novedad. 
Cuando comencé Llámame Brooklyn noté el toque distinto en la voz narrativa, que fluía en estado de gracia en un argumento aparentemente sencillo: Néstor Oliver Chapman tiene que dar orden a los cuadernos que en vida escribiera su amigo Gal Ackerman, cuadernos que guardaban desordenados borradores de una novela que tenía a Nadia Orlov como única destinataria. Nos topamos entonces con dos narradores, uno que ordena y reflexiona y el otro que cuenta desde la inseguridad de quien ha amado demasiado. Pero Ackerman ha dejado muchos datos sueltos, entonces Néstor se ve obligado a completar esos sucesos apelando a su imaginación y a personajes reales. Esto eleva la novela a una polifonía brutal, convirtiéndola en un caleidoscopio de una presencia permanente: Brooklyn y las sensibilidades que recorren sus calles. Leerla fue recibir un martillazo en la cabeza, demoré en acabarla, en realidad nunca quise terminarla. No se podía transmitir tanto y tan bien entre tanto desorden, entre tanta sensibilidad representada, con personajes que perseguían ideales u objetivos sabiendo de antemano que la empresa sería un soberano fracaso, siendo el ahínco y la persistencia lo que los motivaba a seguir entre tragedia y tragedia. No podía haber tanta desazón, pensaba, pero a medida que avanzaba sentía una suerte de cura emocional, en realidad me identificaba con muchos de sus personajes, en especial con Gal y Ben Ackerman, con los que experimenté un irrefrenable descenso a mi infierno personal para luego salir airoso, limpio, pero no curado.
Desde mi punto de vista, Llámame Brooklyn es una novela de amor que no solo habla de amor. Uno de los puntos que podría llamar la atención del potencial lector yace en que es un vivo retrato de lo que es el mundo literario. No es gratuito que en esta novela haya homenajes abiertos a una serie de escritores que decidieron decirle no a la fama y quedar aislados, concentrados en la realización de una poética honesta, sin sentirse atrapados por el efecto del reconocimiento tardío o inmediato, escritores que en cierta medida resultan medulares, dueños del aliento de la influencia, como si fuera una marca de agua que se resiste a desaparecer, una marca de agua cada vez más férrea y proyectiva. Hoy por hoy no hay narrador trajinado o en ciernes que no escape a las sombras de Onetti, Pynchon y Salinger, y sin necesidad de haberlos leídos, porque los podemos leer sin leerlos, los leemos en esos hechizantes mensajes subliminales que encontramos entre las líneas de aquellos escritores que frecuentamos.
Llámame Brooklyn podría ser también un espejo de cómo Lago asume su escritura. Basta una breve mirada a su biografía para llegar a la conclusión de que muy bien pudo aprovechar su llegada a los grupos de poder editorial para hacerse de un nombre reconocido desde mucho antes de la publicación de esta novela, que vio la luz cuando el autor ya sobrepasó la barrera de los cuarenta. Lo que se lee aquí nos ayuda a conocerlo; esta novela nos pone en el tapete una ética de la que muy pocas veces podemos ser testigos: no asumir la literatura como si fuera una carrera de caballos, cuando lo que debería primar es la madurez de una propuesta. La madurez de una voz nos entrega libros sólidos que salen cuando ellos piden salir, no cuando se le ocurre al autor.

jueves, agosto 22, 2013


Lo que no se dice en público


Después de casi dos días sin conectarme a Internet, reviso mi cuenta de correo electrónico y mi bandeja de mensajes de Facebook. A primera vista, parece que tengo mucho por responder. La  gran mayoría de los correos y mensajes lo firman escritores peruanos de todas las edades y de todos los rincones. ¿A qué se debe el súbito interés en mi persona? ¿Desde cuándo soy una fugaz celebridad virtual?
Abro el primer correo. Abro el primer mensaje de Inbox. Abro el segundo, el tercero, el cuarto y así hasta perder diez minutos de mi tiempo. Definitivamente, no los leo todos (los reviso en diagonal), pero si me dedico a responder cada uno de ellos, podría quedarme en este plan prácticamente todo el día. Pero algo tengo que decirles, no es mi costumbre desairar a las personas, así me caigan bien o mal, cada vez que me escriben.
Apago la Laptop, me desconecto de Internet, cierro la librería y, aprovechando que ha salido el sol, me voy al Don Lucho. Se me ha antojado una Cusqueña helada. En el trayecto al bar me encuentro con Bobby Brown. Bobby Brown me pregunta qué estoy leyendo y le respondo Pasión crítica de Octavio Paz. Le digo a Bobby Brown que me acompañe al Don Lucho y me responde que ha dejado de tomar, que ahora se ha vuelto abstemio. A pesar de ello, me acompaña al bar. Nos ubicamos en una mesa, llamo a Ciro. Pido una Cusqueña y mi pata lector una Coca Cola. Como hay poca gente en el bar, prendo un Pall Mall rojo.
En mi cerebro hay lugar para muchos senderos temáticos, pero ahora solo le doy importancia a dos de ellos. Hablo con Bobby Brown de Canned Heat, esa mítica banda que hoy nadie escucha. Vengo escuchándola desde hace más de diez días. Bobby Brown asiente, bebiendo su Coca  Cola como si fuera café. Es cierto lo que me dijo hace un rato, ya no toma, ni siquiera fija sus ojos en la espuma de mi chela. Es un hombre curado, creo. Por otra parte, pienso sin pensar en cómo respondería a los escritores y escritoras que me han escrito en el curso de la mañana. Por un momento, opto por hacer un texto en Word, que pegaría en cada correo/mensaje de Inbox de respuesta, solo variaría en el destinatario.
Estoy a un vaso y medio de terminar mi Cusqueña. Bobby Brown me da algunos datos que no conocía de Canned Head, el muchacho se desvive por el blues. Pero cambia de tema y ahora me pregunta qué otras cosas estoy leyendo. Le respondo que en unos días empezaré a leer algunas novelas peruanas de reciente publicación, pero antes quiero terminar/demorar El traductor de Salvador Benesdra. Tener esta novela por fin en manos no hace sino llevarme a los meses que estuve en compás de espera, casi al borde del delirio contenido, en una ansiedad dañina. Esa novela sí ha llegado a corporeizar mi ansiedad, comiendo/morfando todo lo que estuviera a mi alcance. Bobby Brown me pide, ahora exaltado, que le pase la novela ni bien la termine, pero le digo que se lo pasaré no en el tiempo que él espera, porque pienso releerla, volver a recorrer escenas y tratar de hurgar en la costura narrativa. Aunque existen muchos tipos de ansiedades, las que se dan en el lector suelen ser las más letales, más arrolladoras, es por eso que entiendo la exaltación de Bobby Brown, quien ahora bebe su Coca Cola como lo que es: una gaseosa y no  una taza de café.
Me despido de Bobby Brown.
En lugar de regresar a la librería, quiero seguir disfrutando del sol. Sin duda, uno cambia. Antes renegaba del sol y amaba el invierno, pero hoy me siento a gusto con la repentina claridad del día. Camino pues a la Plaza San Martín y sigo fumando. Veo a la gente y me siento un toque en las gradas de la plaza en dirección a Carabaya.
¿Cómo contestarles a todos sin ofenderlos? Más de un escritor es conocido mío, pero lo que me ha sorprendido, lo que no esperaba, eran los mails y mensajes de los escribas con los que trato de evitar encontrarme, con esos que sin saber por qué llevo una relación por demás distante, y me gusta que sea así, llevo mucho tiempo sin contaminarme el alma.
Entonces, enfoco la mirada en un grupo de turistas que se toman fotos al pie del monumento del libertador… ¿Qué les podría decir a los plumíferos peruanos que me han escrito expresando su conformidad con la reseña sobre El Cuento Peruano de hace unos días? Lamento no traer conmigo mi cuaderno Loro. Pero imagino que tengo en manos un lapicero azul de tinta líquida y el bendito cuaderno Loro. En realidad, no es nada complicado elaborar las líneas centrales de la respuesta. Pero me cuesta entender a los chancateclas de Facebook, que solo expresan una pública conformidad cuando la causa no afecta sus intereses inmediatos. Son campeones y valientes para denunciar, por ejemplo, violaciones de derechos humanos, allí no tienen reparo alguno en levantar el dedo y acusar, se les sale el barrio que nunca tuvieron, insultando como barristas en patente muestra de la valentía que solo puede ser avalada por la distancia virtual; son campeones como vigilantes de la democracia, denunciando y promoviendo marchas de protestas. Es por eso que no entiendo lo que me dicen en privado, que están de acuerdo con la reseña que hace unos días hiciera de El cuento peruano, pero a la vez se excusan del respectivo “Like” del enlace a la reseña que pongo en mi muro. “No es nada en contra de lo que dices, G, pero aquí en FB hay muchos ojos y oídos. Yo tengo una obra en pleno proceso de construcción”. Obviamente, es un dato menor, nadie se muere por un “Like”, se trata de algo sin importancia, pero que a la vez te revela un síntoma: el miedo a decir las cosas, a ser consecuentes con una manera de pensar, a no decir en público lo que en privado sustentamos: que la literatura peruana, en narrativa y poesía, atraviesa un pésimo momento, que hemos hecho nuestro el temita “Nunca quedas mal con nadie” el himno de nuestras relaciones públicas.
Al menos, sí, al menos, me reconforta que haya mucha gente que ya es capaz de quebrar ciertas diferencias en pos de una evidencia en común. Solo hay que darle tiempo al tiempo, solo el tiempo podrá quebrar los temores de no aparecer en alguna reseña, nota, entrevista, recuento en El Comercio. El afán y el anhelo de reconocimiento son cuestiones lícitas a las que debe aspirar todo creador, siempre y cuando se tenga una propuesta coherente, es por ello que no entiendo el temor, como si todo estuviera calculado al milímetro y un paso en falso derrumbaría toda la logística de la catedral promocional. 
En fin. No quiero teñir el motivo del mensaje/mail que redactaré en los próximos minutos. Por el momento quiero disfrutar del sol, a lo mejor me beberé otra Cusqueña helada y así dejar de pensar en la solapada cobardía de muchos chancateclas que se pintan de indignados. A pesar de esto, abrigo la esperanza, algo me dice que las cosas van a cambiar, sí, de eso estoy seguro, quizá más pronto de lo que pensemos, a lo mejor en el 2057.

miércoles, agosto 21, 2013


martes, agosto 20, 2013

Páginas sagradas








Si tuviéramos que calificar el trabajo del crítico literario Ricardo González Vigil, este sería no menos que monumental. No hay ser humano sobre la tierra que sepa tanto de la historia de la literatura peruana como él. En cierta ocasión, Miguel Gutiérrez me dijo que González Vigil lee por lo menos mil libros por año. Y es cierto, porque siguiendo esa idea entendemos el aliento oceánico de sus estudios críticos, sus prólogos y en especial esos catastros disfrazados de recuentos anuales, en el que más de un autor peruano sueña con aparecer. “Si no salgo en el recuento del tío Vigil, no soy nada, pasé desapercibido”, dicen. Ni hablar cuando aparecen en los recuentos, se desatan fiestas orgiásticas.
Por sus recuentos he llegado a respetar su trabajo. A lo largo de los años me he topado con muchos escritores y profesores de literatura que abiertamente han hablado pestes de su calidad de crítico. En su momento, cuando las revistas eran el centro de polémica, uno de ellos calificó de “Guías telefónicas” sus dos tomos de  Poesía Peruana del Siglo XX, de paso lo llamó ignorante por no conocer, según él, la jerigonza de la teoría literaria. González Vigil pudo contestar no solo ese, sino muchos reparos y burlas contra su manera de elaborar sus antologías y sus reseñas, sí, las reseñas que cada semana, hace ya mucho tiempo, nos descubrían a la “voz más original de su generación”. En lugar de contestar, nuestro crítico guardaba silencio y no buscaba venganza, porque él, mejor que nadie, era sabedor de la referencialidad que a futuro tendrían sus reseñas y antologías. En ninguna de ellas yacía el espíritu de la mezquindad ni el sentimiento menor del ajuste de cuentas. Por ello, haríamos bien en llevar a cabo un saludable ejercicio de búsqueda y constatar que en más de una ocasión González Vigil ha sido generoso y no excluyente contra todos aquellos que han hecho carrera criticándolo y petardeándolo.
Una de sus mayores contribuciones a la historia de la literatura peruana, sin duda, es la publicación de la serie de antologías El Cuento Peruano, todas gracias a Petroperú. No es poca cosa. Una poderosa institución del estado y uno de nuestros literatos más autorizados en pos de lo que es el documento oficial, porque El Cuento Peruano, si aún alguien no lo sabe, es la Antología de nuestro país, las demás antologías de narrativa peruana son chauchilla al lado de ella. Las entregas de El Cuento Peruano tienen un destino común: son/serán los materiales de trabajo de los actores de nuestra República Letrada, son los documentos en los que se forjaran los nuevos discursos, los que reforzarán o replicarán los ya conocidos. Gracias a estas ediciones podemos hurgar con seguridad en nuestra tradición narrativa y se podrá andar con paso firme porque en su hechura no ha habido trampa, menos zancadilla, aunque sí una que otra omisión. Como bien sabemos, ninguna antología es libre de imperfecciones.
Pero ¿qué pasa cuando las imperfecciones vienen teñidas del tufillo del sentimiento menor? ¿Cómo es posible que se malogre un documento oficial por el mero hecho de cimentar una posición (extremadamente) personal? Estas son dos de las muchas preguntas que me formulé luego de una revisión exhaustiva de El Cuento Peruano 2001 – 2010, que fue presentado con mucho éxito en la última edición de la Feria Internacional de Libro. Digo revisión porque solo me faltó conocer diez cuentos de los sesenta y nueve incluidos, y, claro que sí, el bendito prólogo.
Desde antes de su publicación se decía que estos dos volúmenes de la antología venían con el aura de la polémica. Se hablaba de los grandes excluidos, la mayoría narradores centrales como Fernando Ampuero, Carlos Calderón Fajardo, Guillermo Niño de Guzmán, Alonso Cueto, Óscar Colchado, Augusto Higa, Rodolfo Hinostroza, Fernando Iwasaki y Edgardo Rivera Martínez. Con suma facilidad se afirmaba que González Vigil había cometido un abuso de autoridad al excluirlos, cuando lo que realmente hizo fue morir en su ley: el criterio de selección es el mismo de las dos últimas ediciones de El Cuento Peruano, es decir, no convocar autores que hayan sido parte de la antología oficialista, a menos que el autor haya publicado un cuento que sea una obra maestra o ganado un Copé. Así de exigente era el asunto.
El prólogo, en estructura, es igual, aunque con ciertos matices, al del periodo anterior. Pero ahora nuestro crítico en vez de poner en el asador su capacidad, privilegia una rabia que no le conocíamos, una rabia que no pensé que fuera tan determinante no solo para la selección, sino para el espíritu de la antología como tal. El prólogo debe iluminar la selección de voces y el periodo que aborda, pero lo que el crítico hace ahora es tomar partido por un determinado grupo de narradores, algo que, más allá de si exhiben o no calidad literaria, deforma el carácter documental de la publicación.
González Vigil personaliza innecesariamente su postura (extremadamente personal), tal y como lo podemos leer en la página 17, en donde es evidente el dardo dirigido, se deduce por descarte, a Alonso Cueto e Iván Thays. Me explico: Si mencionas a todos los narradores que desde los noventa vienen gozando de un justo reconocimiento internacional, a los puritos que lo consiguieron en buena lid, cosa que así refuerzas el puntillazo a los narradores “claramente inferiores”, pero si en esa lista incluyes a Santiago Roncagliolo, cometiendo así un soberano acto de incoherencia ética, porque todo prólogo es también una posición ética, pasando por alto el escándalo generado a razón de Memorias de una dama (¿o nuestro crítico no tiene la más mínima idea de lo que pasó?), entonces la queja queda sin sustento, porque el mentado escándalo grafica en buena medida lo que supuestamente se pretende poner en evidencia: a los narradores beneficiados por el mercado y que hacen lo que sea con tal de conseguir el reconocimiento inmediato, atentando contra lo literariamente valioso. Este es uno de los puntos que me hacen pensar en que nuestro literato escribió su prólogo no enfocado en la riqueza literaria de sus más de cincuenta seleccionados, sino en un innecesario ajuste de cuentas con Cueto y Thays. Por un momento creí que leía un párrafo, pero bien escrito, de la sección Espectáculos de El Trome. Es triste pues que las páginas sagradas de la antología de la República Letrada sean escenario de una guerrita que muy bien debe acaecer en una publicación fugaz.
Se pasa revista a la polémica más sonada de los últimos años: la de los escritores andinos y los escritores criollos. En un punto estoy de acuerdo: esa polémica fue un diálogo de sordos, en donde la discrepancia involucionó hasta el ataque personal cuando no se podía sostener una argumentación. Lamentablemente, lo ideal hubiese sido que se nos presentara un mosaico de lo que fue ese supuesto cruce de opiniones y no solo el punto de vista de uno de los bandos, tal y como figura en la Bibliografía Básica. Como ya lo indiqué, el prólogo de ahora y los dos anteriores de El Cuento Peruano guardan más de un vaso comunicante, pero el que nos compete hoy es excesivamente parcializado. No quiero que se piense que los prólogos de las antologías precedentes sean amables, en absoluto. González Vigil es amable solo en las reseñas, pero en los prólogos que le conozco siempre ha sabido sustentar como pocos una postura que no necesariamente contente al personal. En este sentido, barajo la idea de que se tenía otro prólogo y este que se nos presenta se coló a última hora. Texto agitado, como para la algarabía de la tribuna y las barras bravas, pero laxo, y si se me permite especular, motivado por los enconos que se arrastran de la mencionada polémica, enconos que aún no cicatrizan.
A más de uno le genera desazón la nula difusión internacional de los mayores narradores andinos y amazónicos, de igual modo ocurre con los autores descendientes de japoneses y chinos y también con aquellos que apuestan por poéticas atentas a “todas nuestra sangres”. Es por ello que resulta inconcebible que en plena era de la globalización las poéticas de Miguel Gutiérrez, Edgardo Rivera Martínez, Laura Riesco, Luis Nieto Degregori, Omar Aramayo, Róger Rumrrill, Antonio Gálvez Ronceros, Siu Kam Wen y Augusto Higa a las justas sean conocidas en los límites del Cercado de Lima. Pero este tipo de señalamientos, por más justos que sean, hay que hacerlos con cuidado, más aún cuando se viene con la pierna en alto. Basta la mención de un nombre que no ha demostrado el nivel literario que se requiere como para dejar este punto de vista en el aire. Y lo que se teme, ocurre, ocurre cuando nos topamos con los nombres de Marcos Yauri Montero y Dimas Arrieta, señores honorables pero con obras muy menores. Soy testigo de este contrabando y no tengo duda alguna en que quieren venderme sebo de culebra. Lamentablemente, este prólogo está infestado de autocabes y autogoles. Se ataca a las argollas, a las mafias literarias, a las migajas del mercado editorial para quienes no pertenezcan a los círculos de poder de los medios, pero se calla ante la otra argolla, la personal.
En ningún momento se nos explica, como tiene que ser, las grandes características de la narrativa del periodo que se abarca. Es insuficiente que nos limitemos a las notas introductorias a los autores, que dejan por sentada la gran generosidad del crítico, en algunos casos excesiva, como para tener una idea de qué iba el asunto en esos años. Me hubiese gustado que se nos explicara en mayor detalle la injerencia de lo metaliterario y su casi inmediato desencanto entre los nuevos narradores peruanos, también sobre el repentino interés de las grandes casas editoriales en el tópico de la violencia política y, muy en especial, sobre la aparición de una nutrida camada de narradoras.
Recomiendo, de hecho, la lectura de la “Sección I: Etnoliteratura y Tradición oral”. Sin duda alguna, lo mejor de la publicación, en el que ha habido un evidente y responsable trabajo de búsqueda y selección y que solo en publicaciones como esta tenemos la oportunidad de conocer. Aquí se ha escogido muy bien, más aún, y tal y como se señala, cuando en el decenio anterior primaron trabajos teóricos “sobre la materia”. Es decir, de lo poco que hubo, se fue a lo seguro.
En la “Sección II: Narrativa de Ficción” se encuentra el núcleo del endiosamiento y repudio a González Vigil por parte de las plumas incluidas y excluidas. Como también ya dije, se nos advierte que no se iba a contar con autores que hayan integrado ediciones anteriores del Cuento Peruano, a menos que sus cuentos linden con la maestría, o que, en todo caso, hayan ganado un Copé. Bajo esta lógica, entonces queda únicamente justificado José de Piérola con ‘Lápices’,  con el que ganó el Copé  del 2000. No así los otros tres autores que repiten la convocatoria: Laura Riesco, Carlos Herrera y José Guich. Sin negar la destreza narrativa de estas plumas, los cuentos incluidos no alzan vuelo, más bien, y con todo el respeto que le tengo a la obra de Riesco, estorban, no marcan ninguna relevancia en la selección. Si alguien pensó que leería una obra maestra del relato breve, se llevará una no grata sorpresa, en vez de ellos, tranquilamente se pudo contar con otras voces, no necesariamente provenientes de las canteras del Cuento Peruano.
A esta sección le faltó una voz mayor en actividad, un referente inmediato en cuento. Algo así como un capitán. Es por ello que al equipo lo percibo acéfalo. Hace falta un caudillo. Alguien que ponga orden a tanto semillero. Obvio, se extraña la presencia de Niño de Guzmán y Calderón Fajardo, a quienes consideraba bolas fijas para esta edición. Sin embargo, a pesar de la ausencia de un gran referente, no se puede negar que están los que definitivamente tienen que estar (algunos ahora no tan jóvenes y otros que entraron al ruedo no siendo jóvenes): Carlos Yushimito, Jeremías Gamboa, Claudia Ulloa, Luis Hernán Castañeda, Alexis Iparraguirre, Marco García Falcón, Daniel Alarcón, Julie de Trazegnies, Karina Pacheco, Alina Gadea, Juan Manuel Chávez, Patricia Miró Quesada, Jorge Eduardo Benavides, Martín Roldán Ruiz, Yeniva Fernández, José Donayre, Richard Parra, Edwin Chávez, Leonardo Aguirre, Susanne Noltenius, Rossana Díaz, Lucho Zúñiga, Miguel Ruiz Effio, Gabriel Rimachi, Pedro Llosa, Juan Manuel Robles y varios más. De estos nuevos no tan nuevos, sin duda, quien se despunta es Alarcón con “Ciudad de payasos”. Sumemos también a  Iparraguirre con “El inventario de las naves”, a Gamboa con “La conquista del mundo” y a Ulloa con “Piscina”. Las antologías me gustan también por el detalle de mostrarnos tapaditos a tomar en cuenta, es por eso que aplaudo la inclusión de Gabriela Caballero Delgado y Yuri Vásquez. Pues bien, a este grupo le faltan algunas plumas que merecieron una mejor consideración. Se debió contar con un cuento de la narradora peruana que más ha crecido, Jennifer Thorndike, pero ante todo me parece imperdonable no haber reparado en la ausencia clamorosa de Juan Carlos Bondy. Por naturaleza, las antologías son imperfectas, pero en algunos casos ciertas ausencias resultan imperdonables y Bondy sí representa una ausencia imperdonable. Por él, bien se pudo mandar a la suplencia, y lo digo con mucho respeto a la persona y guiado solo por lo que he leído de ella, a José Antonio Galloso, Katya Adaui, Max Palacios, Gustavo Rodríguez, Arrieta, Paul Alonso, Dany Salvatierra, Christian Reynoso, Johann Page… Ahora, el caso de Julia Chávez Pinazo me desconcierta, puesto que es una autora sin libro publicado, su lugar muy bien pudo ser ocupado por otra pluma. No se puede ser tan temerario. Y González Vigil lo fue porque no se dio cuenta de que esa inclusión echa por los suelos sus criterios de no incluir a destacados narradores aparecidos en las otras ediciones de El Cuento Peruano.
Por más que se explique y justifique en la introducción de César Gutiérrez, y por más vueltas conceptuales que he tenido al respecto, no entiendo la razón por diferenciar el relato “El Skyline de Dante” de los demás. Pues bien, en vez de un solo texto en el “Bonus Track” (debió ser “Bonus Tracks”), me hubiese gustado que se cuente también con un gran prosista, secreto y talentoso e injustamente ninguneado: Christopher Van Ginhoven, cuya novela La evasión cumple en buena medida con los criterios aplicados al autor de Bombardero.
Pese a los reparos señalados, sería inútil, por no decir mezquino, no calificar El Cuento Peruano 2001 – 2010 como una de las publicaciones más importantes del 2013, a lo mejor sea la más importante por su aliento y voluntad documental. No hay obviar la realidad: estamos ante la Historia Oficial, las páginas sagradas de un periodo de nuestra tradición narrativa, una Historia que definitivamente debemos valorar conociéndola.

domingo, agosto 18, 2013

Chomsky/Foucault

sábado, agosto 17, 2013

Pizarnik



jueves, agosto 15, 2013


miércoles, agosto 14, 2013

De culto - "Generación Cochebomba"



Minutos antes de la presentación de Generación Cochebomba.
Buco: G, no es la primera vez que estamos en una mesa de presentación.
G: Así es.
Buco: ¿Entonces cómo es ahora?
G: No hay problema, yo arranco. Improvisaré, a lo mejor mi texto se parece al tuyo. La lectura sobre el libro de Guachón y las lisuras son tuyas.
Buco: Me parece bien.
El texto que leerán a continuación, es el que preparé y no pude leer.
La presentación tuvo lugar en la sala Blanca Varela de la FIL, el segundo sábado ferial a las 2 de la tarde. Pese a que el horario no fue para nada el mejor, debo decir que la sala se llenó de tope a tope.


Ante todo, me siento honrado de presentar la segunda edición de la novela Generación Cochebomba de Martín Roldán Ruiz.
No podría estar tranquilo si no felicito públicamente al editor del sello Colmena Editores, Armando Alzamora, quien con este primer título se ubica como un hacedor literario en franca proyección. Armando es un voraz lector y ese detalle para mí es más que suficiente. Necesitamos editores que lean, no impresores preocupados en los avances de las sumas de la calculadora. Solo te pido, querido Armando, y más allá de la amistad que nos une, que no te vayas por el mal camino. Cuida el catálogo de tu sello como si fuera tu propio hijo.
Se supone que el ambiente de esta celebración tiene que ser total, pero no, no lo es. Más allá de la presente reunión, no podemos pasar por alto el contexto en el que se realiza, la Feria Internacional del Libro, en donde se ha homenajeado a un personaje nefasto para la cultura y la reciente memoria histórica peruana, la señora Martha Meier Miró Quesada. Espero que no se sigan dando más homenajes como este en el futuro, homenajes en donde priman las devoluciones de favores y no el reconocimiento a nuestros verdaderos escritores y gestores culturales.
Esta historia empieza en una noche de otoño del 2007. Me dirigía al bar De Grot, en el centro de Lima. Horas antes, el entonces poeta Armando Alzamora me había dicho que en el bar se llevaría a cabo una charla sobre una novela que daba cuenta de la movida subte de los ochenta. Me encontré con Armando, quien me presentó a Martín. Por esas cosas que solo la noche puede deparar, no pude quedarme en la charla, pero me fui con un ejemplar de Generación Cochebomba.
Recuerdo el libro, su hechura modesta, su diseño y diagramación a los que faltaba cierto toque de fineza si la comparamos con los diseños y diagramaciones de otras publicaciones de las nuevas editoriales de entonces. Mas su modestia exhibía una violencia estética que denotaba una consecuencia entre la novela como objeto y lo que había en sus páginas.
La leí en una sola noche, de madrugada. Una lectura que fue todo un viaje a una década que no viví, una década de la que solo sabía teñida de horror y bombazos. Lo primero que pensé al terminarla: estaba totalmente seguro de que al libro le iría bien, que tendría no pocas reseñas. No era para menos. Si cartografiamos la novela en el contexto en que salió, un contexto en que imperaba la onda metaliteraria y en el que más de un desubicado había firmado la muerte del realismo como el tronco mayor de la tradición narrativa peruana, Generación Cochebomba era una vuelta a lo mejor de nuestra tradición contemporánea, un tributo acrisolado a Vargas Llosa, Congrains, Reynoso, Gutiérrez, Jara, es decir, a los que han escrito desde las aceras, pistas, desde la suciedad de nuestras calles, sin alejamiento de la visión política de la realidad representada. Es que no nos hagamos problemas: la novela de Martín exuda política, y de la más temible, la política del desconcierto de los jóvenes que no sabían qué mierda hacer con sus vidas, de jóvenes que vagaban por las calles en busca, sin buscar, de algo que al menos les justifique la razón de tanto mataperreo.
Este libro es el reflejo “stendhaliano” de un sector de la juventud peruana de los ochentas, juventud que no tuvo otra opción que buscar un refugio, del que sea, formando involuntarios grupos humanos, en los que por el afán de pasarla, y sin ningún tipo de conocimiento en música, decidían formar bandas de rock de garaje, bandas de rock de garaje que recorrían a pie los más inhóspitos huecos de cemento del centro de Lima y alrededores, haciéndolo con alegría agresiva, sabiendo que más temprano que tarde serían protagonistas del pogo, de la pendejada nocturna mientras corrían de las batidas, cochineando a las mujeres, putas, keteros, maricones y demás que encontraban en la inesperada pero también esperada retirada a lo bestia. Hablemos también de la presencia de Sendero Luminoso en estas páginas, una presencia que se mostraba como solución a un país que se desbarrancaba gracias a la bestialidad del Apra y la incapacidad e inmoralidad del presidente García. No había otra opción más viable, más aún para jóvenes que al ver que no tenían la más mínima oportunidad de “ser” y “hacer algo” en la vida, miraban como una natural solución integrar un grupo armado, por ejemplo: uno de los tantos protagonistas de la novela titubea si seguir en su banda o enrolarse en las huestes terroristas.
Líneas arriba hice alusión a lo que esperaba de la novela. Y no exagero: cada semana estaba atento a los periódicos y revistas, creyendo que encontraría alguna reseña o nota sobre la publicación. Pero nada. Nuestros críticos literarios ya estaban dando muestra de lo que ahora es una certeza: su injustificable inutilidad, su ociosidad para buscar libros, limitándose solo a lo que les llega a la oficina o la casa, su carencia de sensibilidad para detectar la frescura de una propuesta, que en el caso de Martín no es nueva, sino deudora de una corriente realista, como ya indiqué. Estamos pues ante un libro que ha sobrevivido a la década anterior, ha sobrevivido con Nuestros años salvajes, Punto de fuga, y, alejada de esta onda realista, Casa de Islandia, y claro, algunos títulos más que por tiempo no puedo citar.
Escucha, oyente/lector: Generación Cochebomba es una novela de culto. Su legitimidad vino de la mejor manera: del boca a boca del lector. La primera edición es hoy por hoy inubicable, una rareza, un objeto de obtención para fetichistas. Yo he sido testigo de esta fiebre Cochebomba, que no solo se limitaba a lo literario, sino también a otras disciplinas, como las ciencias sociales. ¿Les hablo de las tesis que se han hecho y se están escribiendo de la novela? Mejor no, veo a muchos escritores aquí y no quiero ser responsable de un suicidio colectivo. No hay nada peor para un escritor que el ego maltratado.
¿En qué radica la referencialidad de esta publicación?, me pregunto. Y me respondo: su importancia yace en que Martín la escribió con las únicas armas que debe exhibir y dominar todo creador: su honestidad y sencillez en la ejecución de sus recursos. Para hacer Literatura, no necesitas escribir bien. Escribir bien es algo que cualquiera puede aprender. Literatura es nervio, el nervio que tensa el lenguaje, lenguaje en tensión que sobrepasa la primera impresión y que se cuela en la sensación del lector, una sensación permanente que solo contadas plumas pueden lograr. Terminas de leer la novela y te dan ganas de buscar a Martín con un martillo para romperle la cabeza y buscar en su cerebro el vericueto que nos lleve al Backstage de su memoria.

martes, agosto 13, 2013


lunes, agosto 12, 2013

No ilumina, pero transmite


En El último lector - Lee por gusto.


A primera vista, Los provincianos (Solar, 2013), de Daniel Alarcón, podría ser el segundo título menor de su producción. El primer lugar sigue siendo para el imbatible cuentario El rey siempre está por encima del pueblo.
De este autor norteamericano se pueden decir muchas cosas. Hay quienes, guiados por su indiscutible prestigio, prefieren no hacerse tanto alboroto, lo aceptan como gringo y peruano, al parecer, el haber sido un “New Yorker Boy” es garantía más que suficiente. Tampoco faltan los otros, esos recalcitrantes que se niegan a aceptarlo como escritor latinoamericano por el mero hecho de escribir en inglés, porque lo que siempre hemos leído de él son, si aún alguien no lo sabe, traducciones.
Entre nosotros hemos hecho nuestro a Alarcón, quien a la fecha ha aparecido en las principales antologías de narrativa peruana contemporánea. Sus cualidades literarias son incuestionables, pero en esa adopción ha sido medular la carencia de escribas locales que cumplan a la perfección esa extraña dualidad que muy contadas veces presenciamos: el éxito comercial en proporción a la contundencia literaria. Por un lado, tenemos plumas talentosas pero sin el apoyo de los medios; por otro, escribas con todo el apoyo y cuyas líneas comienzan a caer al más mínimo cuestionamiento. Por eso es que vivimos en una burbuja, creemos lo que no es, pensamos que hay un nuevo Boom de narradores peruanos cuando lo cierto es que estamos siendo engañados por el amiguismo y los circuitos de poder.
No quiero detenerme en el carácter genérico de esta última entrega de Alarcón. Llámalo como gustes. Novelita. Cuento largo. Híbrido. En fin. Sea como fuere, Los provincianos no es, bajo ningún punto de vista, un libro que ilumine, tampoco es uno irregular, pero sí uno en el que se acrisola sus evidentes cualidades narrativas, un título que no fue escrito con afán de trascendencia, ni con ánimo de ambición, sino bajo la guía de un incentivo lúdico en cuanto a lo formal, lo cual le permite a Alarcón presentarnos un muestreo encapsulado de esa mirada interior sobre la violencia política peruana contemporánea y la bien trabajada configuración de personajes que le conocemos de Guerra a la luz de las velas y Radio Ciudad Perdida.
En cierta medida, y para ejemplificar la cuestión, Los provincianos es para Alarcón lo que Viajes por el Scriptorium para Paul Auster. Quienes conozcan su poética, se darán cuenta de que en estas páginas hay muchos rasgos y señas que nos ponen en bandeja sus tópicos recurrentes. Y los que todavía no, tienen ante sí una historia que se deja leer muy bien, porque eso es lo que es Alarcón: un contador de historias, pero no uno que dependa de la línea argumental, sino de la relación que pueda haber entre sus personajes, tal y como lo es ahora: Manuel, el padre, y su hijo Nelson, un actor que espera la visa para poder viajar a Estados Unidos, viajan a un pueblo costero del sur del país para solucionar un problema de un familiar fallecido, el del tío Raúl. En el trayecto y en la llegada se topan con situaciones y personas que le descubren a Nelson un pasado que solo conocía de oídas. Por ejemplo, más de uno lo confunde con su hermano Francisco, que sí vive desde hace muchos años en Estados Unidos, y aunque en principio él es presa del desconcierto, descubre que suplantar a su hermano hará que no se aburra entre los trámites burocráticos. La felicidad de ser otro es lo que más le atrae y juega con su asumida nueva identidad.
A ritmo de entrenamiento, Los provincianos demuestra en su brevedad lo que otras publicaciones peruanas, y muy bien promocionadas, no pueden en lo que va del año. Es cierto que esta novelita no aspira a más de sus simples objetivos, no obstante, nuestro autor hace una que otra diablura en un metro cuadrado, como insertar una obrita de teatro en la narración de Nelson, pero sin perder ese respiro que hasta en toda obra menor un genuino escritor nunca debe dejar de exhibir: la capacidad de transmisión.

jueves, agosto 08, 2013


miércoles, agosto 07, 2013

"Pedrito y la feria del libro 2.0"


Había una vez un narrador peruano llamado Pedrito.
Pedrito quería ser el más grande narrador latinoamericano de todos los tiempos.
Gracias a una muy buena estrategia de autopromoción, logró forjarse un nombre entre los nuevos narradores en castellano. No soportaba que no se hablara de él, si un evento literario de importancia no contaba con su presencia, no servía para nada, no estaba llamado a quedar.
Nuestro pequeño protagonista no desaprovechaba la oportunidad de integrar cuanta causa justa surgiera, siempre y cuando, cómo no, esta causa llamara la atención de la prensa. “Sin prensa en lo que hago y me meto”, decía, “no vale la pena vivir”.
Es así que Pedrito firmó una carta colectiva contra el gran Lobo Malo que organizaba la Feria Internacional del Libro. Los motivos que se exponían se centraban en el homenaje que se pretendía hacer a un nefasto para la cultura y el pensamiento de Perú. Era una carta saludable, sí, firmada por más de 200 escribas peruanos.
La carta colectiva apareció en varios medios de comunicación y Pedrito se hacía pasar como uno de los importantes gestores de la misma y aprovechaba cada espacio de difusión para granputear al gran Lobo Malo. “Lobo puto, malo, malo, lobo puto”, decía.
A medida que los días de feria se acercaban, algunos firmantes, en especial los que más propaganda hicieron de la referida misiva, decidieron no participar de aquello que consideraban toda una farsa cultural. Más de uno pensó que Pedrito no participaría, pero Pedrito participó y juró públicamente en su Facebook que haría sonar su voz de protesta contra la política ferial del Lobo Malo, protestaría en cada una de sus seis intervenciones, en especial en la presentación de una canónica antología peruana de ciencia ficción, uno de los platos fuertes de la feria, presentación a la que no pocos le vaticinaron un lleno total.
Entre sus participaciones en la feria, estaba la de la presentación de la edición definitiva de su primer libro de cuentos. Un día antes a la esperada presentación, Pedrito visitó todas las iglesias de Lima. Pedrito ayunó y le rezó a todos los santos habidos y por haber. No era para menos, la vida le estaba ofreciendo una segunda oportunidad ante los lectores limeños. Él no podía olvidar a las dos decenas de puntas que el año pasado, en pleno contexto ferial, fueron a la presentación de la reedición de su primera novela.
“¿Qué hice mal ahora?”, se preguntó Pedrito horas después de la presentación de la edición definitiva de su primer libro de cuentos. “¿Qué hice mal, si invoqué a todos los santitos y virgencitas de Limonta?, ¿Acaso quebré mi promesa de ayuno por ese sanguchón en El Chinito? ¿O fue el tricolor que me empujé en el mercado de Surquillo? ¿O fue el tacu tacu? Sí, fue el tacu tacu. Maldito tacu tacu”, decía para sí.
Algo no iba bien en nuestro pequeño protagonista. Las actividades feriales que aún le faltaban las llevó a cabo con el ego dinamitado. Varios amigos suyos miraban con preocupación su alicaído estado emocional, que él mismo se encargaba de camuflar. “No, todo va bien. Qué hablas, estoy bien”, decía.
Los días transcurrieron y llegó el último día de la feria.
La editorial moqueguana que editó la edición definitiva de su primer cuentario había programado una firma de libros. Era pues el día para Pedrito, el del todo o nada.
En su casa, ante la pantalla de la pc, Pedrito bebía un anís tibio. Respiraba hondo. Debía estar lo más sosegado posible. Era un frío domingo de agosto y en un papel amarillo a rayas ensayaba los insultos que daría en los siguientes minutos en su Face. Su objetivo seguía siendo el Lobo Malo de la feria del libro. Para él no había nada mejor, nada más saludable, nada más poético, que programar la espontaneidad.
Antes de salir, entró al muro de su Face e hizo un anuncio festivo de la firma de libros que ofrecería en el stand de la editorial limeña Todos los fuegos el fuego. “Sí, ahora sí”, decía mientras chupaba un caramelo de menta. Pedrito sonrío al ver más de 500 Likes en su reciente estado virtual. “Si van aunque sea 150, me doy por bien servido”, pensó.
Pedrito llegó a la feria con el editor y gestor cultural Kevin A.
Juntos caminan hasta el stand de Todos los fuegos el fuego. Allí, en una esquina y sentado en un par de cajas de libros, el editor moqueguano Jean Vallejos resuelve el crucigrama del Trome.
Pedrito: Listo, Jean. Aquí me tienes.
Jean levanta la mirada, achina los ojos.
Jean: Ah, verdad, la firma.
Kevin A: Así es, la firma, la firma.
Pedrito: Jean, no veo mis libros exhibidos.
En el rostro de Pedrito, una inesperada alegría.
Pedrito: Lo sabía, lo sabía. Hay que hacer ya una reimpresión, otra presentación en dos semanas estaría pajita.
En la cabeza de nuestro pequeño personaje bullían las ideas. “¿Qué pondré en mi estado de Facebook? … Queridos amigos, quiero pedir disculpas a los que fueron a la firma de mi libro. Mi editor me confirmó que agotamos existencia. Reimpresión ya”, pensaba.
Jean: No, Pedrito. ¿Qué hablas? ¿Te la has pegado? Tus libros están aquí.
El editor moqueguano se pone de pie y con la filuda uña del pulgar de su mano derecha corta uno de los bordes de la caja en la que había estado sentado.
Jean: Aquí están tus libros. Ahora los acomodo para la firma.
Pedrito: ¿Qué?
Jean: Así es. Al toque lo hago.
Pedrito: ¿Qué?
Kevin A: Jean, ¿qué ha pasado? ¿Por qué no has estado exhibiendo los libros de Pedrito?
Jean: Nadie los compra. Además, tenía que exhibir la colección de poesía de mi editorial.
Pedrito: ¿Qué?
Kevin A: Jean, sé más serio. ¿Por qué no has estado exhibiendo los libros? ¿Eres suicida acaso?
Pedrito: J… Je… Jea… Jean
Jean: P… Pe… Ped… Pedr… Pedri… Pedrit… Pedrito… Oe, habla bien pes. Jajaja.
Kevin A: No es para reírse, Jean. Más respeto con un autor de la trayectoria de Pedrito.
Jean: Pedrito, tranquilo. No hagas berrinche que este stand no es mío.
Pedrito: Jean, ¿qué has hecho?
Jean: Estimado, entiende, ¿qué esperabas? Soy editor, hago libros. No soy mago, no hago milagros. ¿Qué esperabas que hiciera si en la presentación del libro fueron 14 puntas y se vendieron a las justas 15 libros? Con toda la prensa que manejas juraba que llenarías esa pequeñita sala que te asignaron. Esto ha sido peor que el año pasado.
Pedrito: Noooooo…. Nooooo… No digas eso.
Jean: Mira, Pedrito, toma asiento, aquí, aquí en la caja que aún no saco los brolis.
Pedrito retira de su hombro el brazo de Jean.
Kevin A: Pedrito, no te pongas rebelde. Haz caso.
Pedrito toma asiento. Sus pies bailan de rabia en el aire.
Jean se arrodilla ante Pedrito. Con ambas manos le agarra la cabeza.
Jean: Pedrito. Mírame. No te sulfures. Repite conmigo: encerar, pulir, encerar, pulir…
Pedrito: Enceeeeeeeerar, puuuuulir. Ence…
Kevin A: ¿Y ahora qué haremos?
Jean: Estos limeños son la cagá. Todo tiene solución.
Kevin A: ¿Hay solución para esto? ¿Crees que se venderán estos libros si en toda la feria no se ha vendido casi nada?
Jean: Positivo, Brother, positivo.
Jean se acerca al editor Tony S, que también es gerente del stand Todos los fuegos el fuego.
Ríen.
Jean regresa donde Pedrito.
Jean: Levántate.
Jean empieza a sacar los libros de las cajas. Tony S. retira de la mesa de exhibición algunos libros de su editorial. Jean piensa colocar dos rumas de los libros de la edición definitiva del cuentario de Pedrito.
Pedrito: ¿Qué?
Kevin A: ¿Jean, qué haces?
Jean: ¿Qué hago? Poniendo los libros pes.
Pedrito: ¿Qué?
Jean: ¿Qué pasa?
Pedrito: Quiero una mesa. Quiero una mesa. Quiero una mesa. Quiero una mesa. Quiero una mesa…
Kevin A: Jean, necesitamos una mesa para la firma.
Tony S. interviene.
Tony S: Jean, Kevin A. tiene razón. Debes traer una mesa.
Kevin A: Necesitamos una mesa. Faltan diez minutos para la firma. Y tienes que hacer que porifoneen la firma.
Jean: Estos limeños, carajo. Eticosos de mierda, carajo… Ya, ya, ya. Voy a traer una mesa. ¿A quién le pido la mesa?
Tony S: Se la tienes que pedir a Lady D.
Kevin A: ¿A Lady D?
Tony S: Así es. Ella es la que manda aquí.
Jean: Bah. Voy por la mesa. Y también voy a hacer que porifoneen la firma. Tranquilo, Pedrito, ya verás que la firma saldrá de la refurifunflais. Ya vuelvo.
Pedrito: Jean, ¿me prometes que todo saldrá bien? He anunciado la firma en mi Face y nadie viene, nadie me mira. Responde, por fis, ¿me prometes que todo saldrá bien?
Jean tranquiliza a Pedrito con una leve cachetada.
Jean: Positivo, Brother, positivo.
Jean cruza el corredor central del recinto ferial en busca de Lady D. Camina silbando un no tan antiguo reguetón de moda. “El gato volador”… “El gato volador” … “El gato volador”.
No encuentra a Lady D. ¿En dónde estará la china?, se pregunta.
Cuando estaba por tirar la toalla, ve a Lady D dando instructivas a las chicas encargadas de la sala más grande de la feria. Se le acerca, sus pasos obedecen el ritmo de “El gato volador”.
Jean: Hey, Mushasha. ¿Quihubo?
Lady D mira a Jean. Lo barre con la mirada.
Lady D: Oye, tú, engendro. ¿Cómo me has llamado?
Jean se asusta. Los ojos orientales de la mujer le aplican el juicio universal.
Jean: Qui… Qui… Querida Lady D, ¿cómo está?, eso es lo que le dije.
Lady D: Oye, insecto. Tú no me has llamado así. Repite ahora mismo lo que me has dicho. ¡REPÍTELO!
Hasta ese momento lo único que ha hecho Jean en la feria es caminar y estar sentado, pero el grito de la mujer de ojos orientales le ha hecho sudar.
Lady D: REPÍTELO.
Jean: Di… Di… Di… Dije, “hey, mushasha, ¿quihubo?”
Lady D: Yo no permito que nadie me falte el respeto así en MI FERIA. ¿Qué te has creído? Pídeme perdón o llamo a los Vip´s.
Jean: Noooo… Nooo… No llame a los Vip´s, por favor, no llame a los Vip´s… Perdón por mi malcriadez, Lady D, perdón.
Entre Lady D y Jean transcurren 30 segundos de silencio.
Lady D: Escucha bien. Ni tú ni ningún hombre me va a faltar el respeto en MI FERIA. ESTA ES MI FERIA Y AQUÍ YO HAGO LO QUE QUIERO.
Jean: Sí, Lady D. Perdone mi insolencia.
Lady D: No llores. Te perdono.
Jean: Gracias.
Lady D: ¿Qué se te ofrece?
Jean: Nada. Nada. Nada. Perdone, tengo que regresar.
Lady D: Te hice una pregunta y me la respondes ahora mismo.
Jean: Este… este… Le quería preguntar si nos puede proporcionar una mesa para una firma de libros.
Lady D: ¿Quién es el autor?
Jean: Mario Vargas Llosa.
Lady D: ¿Cómo?
Jean: Paul Auster.
Lady D: ¿Qué cosa?
Jean: Murakami.
Lady D: ¿Perdón?
Jean: Javier Marías.
Lady D extrae del bolsillo de su casaca un celular. “Por favor, mándenme un agente Vip que aquí hay un payaso”.
Jean: Ya, ya, ya, ya, se lo voy a decir.
Lady D: Ahora estamos bien. ¿Quién es el autor?
Jean: Es Pedrito. Pedrito es el autor.
La cólera desaparece del rostro de Lady D. Si alguien la viera en esos instantes, podría pensar que la mujer está viviendo un inesperado estado de paz.
Lady D sonríe. Mira a Jean.
Lady D: Así que Pedrito va a firmar su libro en mi feria. Qué interesante.
Jean: Sí, patroncita.
Lady D: Qué curioso. Hago una fiesta, la anuncio con bombos y platillos y este hombrecito no hace otra cosa que andar diciendo que mi fiesta es una mierda, una porquería, encima, mira tú, participa en mi fiesta hasta comerse el ají de gallina.
Jean: ¿Quién entiende a los escritores?
Lady D: Hay que quererse un poco más, ¿no crees? Si le dices a todo el mundo que MI FERIA es una cojudez, para qué vienes, y si vienes no esperes que te mire bonito.
Jean: Sí, mi señora, muy mal, muy mal esa conducta. Ahora, ¿nos presta una mesa para la firmita?
Lady D: Jajajajaja. Jajajaja. Jajajaja. Jajajaja. Lo que debería hacer es censurarlo, vetarlos, censurarlos y vetarlos a él y a todos sus amigos. Jajajaja. Jajajaja. Jajajaja. Que haga lo quiera.
Jean: Pero, mi señora, ¿y la mesita?
Lady D: Desaparece de mi vista.
Jean regresa corriendo.
Al llegar al stand de Todos los fuegos el fuego, nota que la actividad es de la más normal. Se ofrecen y venden libros como suele hacerse en una feria. Kevin A. y Pedrito no están, ni el más mínimo rastro de ellos. “¿Dónde están Batman y Robin?”, se pregunta Jean. “¿Dónde?”
Jean prende su celular y llama a Tony S., quien tampoco está en el stand.
Jean: Hey, Tony, ¿has visto a Pedrito y Kevin A.?
Tony S: No sé. No me hables que estoy presentando un libro. Llámame luego.
Jean: Oye, Tony…
Tony S: Búscalos en los baños. Creo que a Pedrito le dio un ataque de pánico.
Jean: Miedo escénico, dirás.
Tony S: ¿Qué miedo escénico, oe? Ataque de pánico porque nadie ha preguntado por su libro.
Jean corta la conversación. Camina en dirección a los pestilentes baños de la feria. Pero en el trayecto se encuentra con Pedrito y Kevin A.
A diferencia de hace algunos minutos, Pedrito se muestra seguro de sí mismo.
Jean: Señores, nos han vetado. No nos quieren dar una mesa. Sin mesa no hay firma.
Pedrito arquea las cejas.
Pedrito: ¿No nos quieren dar una mesa para la firma de la edición definitiva de mi libro de cuentos?
Jean: Así es, Pedrito. Pero podemos hacer lo siguiente: te hago una silla de cartón, la relleno con los ejemplares de tu libro que no he sacado y…
Pedrito: ¿Qué hablas, huevón? Esto es un ataque a la integridad artística de un creador como yo. Esto es una venganza por todas mis denuncias que día a día, noche a noche, he estado haciendo desde mi Face contra esta feria inmoral, contra toda esta farsa.
Kevin A: Pero Pedrito, la idea no es mala.
Pedrito: Cállate. No me discutas.
Jean: ¿Qué hacemos entonces?
Pedrito: Tú no harás nada. Has demostrado ser un inútil. Regresa a tus labores feriales.
Kevin A: ¿Qué piensas hacer, Pedrito?
Pedrito: Lo que haremos será largarnos al toque de este corral. Saca tu BB y reporta lo que ha ocurrido. Este veto lo debe saber todo el mundo. No quedará impune.
Kevin A: A mí me apagaron el micrófono ayer en una presentación.
Pedrito: Pero tú eres tú, yo soy yo.
Kevin A: ¿Qué has dicho?
Pedrito: Disculpa, Kevin. ¿No te das cuenta que estoy pensando? No me interrumpas cuando pienso.
Kevin A: ¿Qué haremos? 
Pedrito: Lo que haré… Lo que haremos será lanzar una bomba. Esto no pasará desapercibido.