martes, febrero 28, 2017


matsumoto excluyente

No puedo negar la satisfacción que siento cada vez que descubro a un autor que me ofrece algo más que una buena experiencia literaria, cuya epifanía o sensación de asombro/revelación se mantiene aún tiempo después de su lectura. Por alguna extraña razón, razón comentada a mis amigos cercanos, llevaba tiempo cargando una barrera emocional con la literatura oriental, que me impedía apreciarla en la justicia que merece su tradición. De esta tradición he leído lo que se tiene que leer, conozco sus referentes históricos e inmediatos, pero jamás me ha generado ni una pequeña muestra de admiración. Y lo peor, esta barrera emocional también ganaba terreno también en el cine y las artes plásticas orientales.
O bien haría, para no sentirme menos, lo que sugería Musil: los libros que abren puertas no tienen hora de llegada.
Y eso fue lo que hice. Durante años esperé sin esperar el libro/película que me signifique una puerta de (re)ingreso a la tradición oriental sin depender del afán de conocimiento, sino que mi ingreso a ella vaya encausado en el placer estético pautado por el asombro.
Pues bien, tuve la suerte de que cayera en mis manos una novela del japonés Seicho Matsumoto (1909 – 1992), El expreso de Tokio. Confieso que me adentré en estas páginas a cuenta del género al que pertenece en principio, el policial (al respecto, todo texto policial siempre generará en mí una preferencia excluyente), además, también sirvió de motivación el hecho de que esta novela haya sido publicada por entregas entre 1957 y 1958, es decir, haciendo uso de los recursos del folletín decimonónico.
Al inició me pareció que estaría ante una novela de asunto/argumento, en la que se emplearía un lenguaje por demás funcional y con personajes configurados llamados a interactuar, como manda la principal ley novelística. Pero no. No fue así. Es cierto, esta novela de Matsumoto es un policial en todo sentido, pero es también mucho más y en esa extensión genérica adquiere las dimensiones de una novela que nos habla de la crisis existencial, producto de la soledad e inconformidad del hombre para con su mundo de entonces (posguerra), y cuyo eco podría rastrearse y verse potenciado en el hombre/mujer del mundo de hoy.
Matsumoto fue un trajinado periodista de calle, de esos que iban a reportear y no como se practica hoy: reporteando bajo la bendición de Google. Esto lo sentimos en los trazos descriptivos y en las características físicas de sus protagonistas, como el viejo zorro policía Jutaro Torigai, el subinspector policial Mihara, que van a la caza de las razones del suicidio de Kenichi Sayama, subdirector del ministerio X, y su acompañante, la camarera Toki. Los policiales se enfrentan en inicio a un suicidio en el que se usó cianuro potásico, pero el olfato de este par de sabuesos los lleva a indagar más allá de lo evidente. En este punto, los policiales exhiben y complementan su cualidad mayor: la especulación y en este ejercicio, en el que dudar es la sal, recrean en los indicios posibles situaciones que les permita entender lo que realmente ocurrió con Sayama y Toki.
Como todos los narradores, los maestros duchos específicamente, Matsumoto hace de lo imposible un asunto posible. Por ejemplo, cuando sus protagonistas comienzan a indagar en los tiempos de salida y llegada de los trenes de la estación de Kashii. Gracias a la experiencia de su oficio, los minutos y segundos de llegada y salida de los trenes se convierten en los protagonistas silentes de esta historia, al punto que el lector no puede resistirse ante la tentación de hacer uso de este método de la dupla Torigai-Mihara, porque en su aparente sinsentido vamos tejiendo lazos que nos transportan a la médula de la crisis interna de Sayama. Matsumoto hace partícipe al lector y este se entrega a la historia por medio de su espíritu corrosivo y retorcido. Matsumoto realiza una cirugía sin anestesia del infeliz Sayama. No hay secreto que valga: todos tenemos algo de Sayama o bien somos Sayama, solo que no lo queremos aceptar.

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domingo, febrero 26, 2017

el intelectual barato 2.0

Las tardes de verano las consagro a la relectura de los clásicos. Hace unas horas terminé Las ilusiones perdidas de Balzac y quedé tan arrebatado como la última vez que la releí hace ocho años, y también en las tardes de la última semana de febrero. Pues bien, aunque no es precisamente un clásico, considero que El pez en el agua de Mario Vargas Llosa bien puede ser considerado como tal, sin temor a las advertencias de los puristas.
En este libro encontramos el capítulo El intelectual barato, que seguramente más de una referente pluma nacional preferirá olvidar o, en todo caso, no desear que jamás se mencione su nombre en relación a ese capítulo, con mayor razón cuando más de un aludido ha hecho las paces con nuestro Nobel de Literatura.
En este capítulo Vargas Llosa no muestra piedad contra los intelectuales y escritores que lo atacaron durante la campaña presidencial que perdió ante Fujimori. Lo contado en estas líneas bien podría justificar más de una visita a las hemerotecas y así confirmar lo que cuenta el Nobel, puesto que esos ataques se publicaron en los diarios de la segunda mitad de los ochenta.
Más allá de algunos excesos conceptuales, VLl señala lo siguiente: “En lo que a mí se refiere, me merece respeto el intelectual o el político que dice lo que cree, hace lo que dice y no utiliza las ideas y las palabras como una coartada para el arribismo”.
Es decir: lo que VLl busca es coherencia en el creador e intelectual peruano, no importa si este es de derecha o de izquierda, o un indefinido. No es poca cosa, puesto que en el desarrollo del capítulo, VLl incide en que esta ausencia de coherencia trae consigo un resultado por demás bochornoso: la casi inexistencia del intelectual peruano digno de respeto.
Mientras releía el capítulo, me fue imposible no pensar en nuestras actuales voces, dueñas y amas de la verdad y la moral, autoerigidas como las metáforas de la limpieza del pensamiento y conducta en las redes sociales. Pienso en el representante mayor de esta metáfora: el resucitado Gustavo Faverón, quien viene borrando con el codo el discurso moral y justiciero que exhibió en la campaña electoral pasada. Su incoherencia no es esclava de la ideología o preferencia política, sino de la amistad que se proyecta como broma de mal gusto y que revela la negación de la cualidad que debe exhibir todo intelectual: la autocrítica. Un intelectual sin autocrítica, incapaz de reconocer que se equivocó, no es más que un oportunista, tal y como enseña el maestro Hitchens.
Lógico. Nadie se imaginaba lo que la bomba de Odebrecht iba desatar en nuestra sociedad, bomba de la que cada día somos testigos de un nuevo capítulo. Por ello, genera repulsa el apoyo a Nadine Heredia por parte de Faverón, que viene cremando recursos intelectivos, pasando por agua tibia, relativizando, la acusación mayor que pesa sobre su amiga: haber recibido 3 millones de dólares de Odebrecht.
El discurso del intelectual contra la corrupción no puede ser maculado por el buenagentismo ni el rancio amiguismo. Hablamos de un discurso que hoy en día debe exhibir una limpieza moral, porque solo en esta limpieza se puede marcar una clara diferencia del lastre que se critica. No puedo darme el lujo de ser un Kamikaze: doy palo y patadas al sucio clan naranja de Keiko Fujimori y me tiro al suelo defendiendo a mi amiga Nadine. No pues, hijo: corrupción es corrupción. A menos que vengas impartiendo una nueva cátedra de la que no me he dado cuenta: La anticorrupción del vasallo.
Ahora, lo que deberían hacer los intelectuales peruanos que apoyaron a Ollanta Humala en la campaña presidencial del 2011, muy en especial aquellos que lo hicieron desde el principio (quien esto escribe votó por Humala en la segunda vuelta, o sea, contra Keiko), es autocriticarse y Deletear la impostura de la sorpresa ante los hechos presentes. Muchos creyeron en esa candidatura, pero no sabían lo que ahora sí: Ollanta Humala era el candidato, la apuesta mayor, de Odebrecht. Por ello, el discurso del intelectual peruano en estos tiempos por demás sensibles está llamado a mostrar coherencia, y la autocrítica es parte de esta. Si te equivocaste en su momento, pues te equivocaste, lo aceptas y para adelante, con la cabeza en alto, sin el temor a que te caiga un lapo que desdibuje tu Reality moralista.
Por otra parte, bien sabemos que la gran mayoría de intelectuales y escritores peruanos dicen abrigar los principios de la izquierda. Como ya he indicado antes, si la izquierda peruana fuera normal, yo también me consideraría de izquierda, y sería mucho más salvaje de los que vemos, oh vaya novedad, también en las redes sociales. En este sentido, he sido testigo, en estos últimos días, de la incoherencia del intelectual peruano de izquierda. Entiendo que más de uno no acepte lo que pasa en Venezuela, negando el sufrimiento del pueblo venezolano y justificando el encarcelamiento de los presos políticos de Nicolás Maduro. Puedo entender, mas nunca justificar, esta ahuevonada complicidad chicoteada por la ideología. Lo que sí me cuesta aceptar ha sido el silencio, la defensa sin firmeza, que desde muchos sectores de la izquierda local, específicamente el de los escritores identificados con ella, se ha mostrado con el gran poeta nicaragüense Ernesto Cardenal.
Cuando más se necesitaba de los berrinchosos, de las bestezuelas de la zurda, estos han optado por la inconsecuencia: no decir nada porque el atropello contra este poeta de 92 años provenía de la dictadura de Daniel Ortega; así es, de una dictadura de izquierda. Las bestezuelas izquierdozas de la literatura peruana prefirieron condenar en silencio a Ortega, actitud pusilánime que los metamorfoseó en castrados espectadores del abierto apoyo a Cardenal por parte de la derecha. Había que defender en discurso a este estupendo poeta, y no por ser de izquierda, sino por sentido común, en sintonía con un prójimo que estaba siendo víctima de un abuso. Por ejemplo, me entristece la actitud del próximo presidente peruano, así es, mi pata, mi causita, mi chocherita, mi bró “Chiboliné du France”, que prefirió disparar para otro lado cuando más se necesitaba de su indignado histrionismo virtual. Para variar, nuestro pequeño guachimán, nuestro Conancito que se enfrenta a las tinieblas del mundo neoliberal, volvió a hacer miau. Mira, mascota, te la pongo así: si pretendes gobernar este país de bellas montañas y hermosas tierras, tienes que fa-jar-te por los Principios y no hacer hueco en la tierrita cada vez que tu ideología ingresa a las parcelas del entredicho. 
Y para terminar: que el presente contexto político marcado por la corrupción nos lleve a la reflexión. Podemos considerarnos intelectuales, con virtudes e ineludibles defectos, y como tales, estamos llamados a honrar con acciones los valores y principios que transmitimos desde nuestras trincheras discursivas. La coherencia hace la diferencia entre un intelectual de buena voluntad y un intelectual barato. Marito tenía razón.

sábado, febrero 25, 2017

"el más crudo invierno"

La publicación de El más crudo invierno. Notas a un poema de Blanca Varela (Fondo de Cultura Económica, 2016) del poeta y lingüista Mario Montalbetti, nos ubica en lo que tranquilamente podemos llamar la experiencia en poesía. Como poeta, Montalbetti es considerado uno de los más atendibles de la poesía latinoamericana contemporánea, prueba de ello, lo hemos constatado, una vez más, en su última entrega, el no menos recomendable Simio meditando (ante una lata oxidada de aceite de oliva).
Por un lado, nos resulta por demás estimulante leer sobre la poesía de Blanca Varela, convertida a la fecha en un símbolo, en un soto radiactivo que no deja de estimular a las nuevas (y no tan nuevas) sensibilidades poéticas en español. Y por otro, saludamos esta lectura sobre un poema de la autora, una lectura pautada por el “cómo”, cuyo desarrollo está a la altura de lo que podemos esperar de un lector como Montalbetti. Esa es precisamente la virtud de la presente publicación, el impresionismo del lector de poesía que recorre cada una de estas páginas; la inteligencia del autor puesta al servicio de un intento que anuncia su fracaso, siendo este, por paradójico que parezca, su logro mayor. Gracias a este intento ingresamos a los circuitos temáticos, emotivos y formales que pudieron inspirar el tercer poema del celebrado Concierto animal.
Entonces, el improbable lector es víctima de dos experiencias: de la epifanía de la poesía de Varela, como del pensamiento analítico y generoso (hay que serlo para entregar un texto premunido de conceptos y referencias) de Montalbetti, quien sin recurrir a la jerigonza académica, rehuyendo del oscurantismo conceptual, privilegia la experiencia de su lectura personal. Por ello, las cerca de cien páginas que nos convocan son direccionadas mediante un ejercicio crítico que, vaya uno a saber por qué, no se practica: la especulación. El autor especula y no duda en desplegar todos sus recursos, que no se limitan a su conocimiento de la tradición poética peruana.
Hablamos también de una radiografía a un poema que podríamos calificar de “económico”, distante de la densidad del verso barroco, a saber. Por ello, lo que exhibe Montalbetti de aquello que llama “el lugar común” que signa este poema de Varela, es, por decir lo menos, revelador, puesto que nos ingresa a un universo complejo, el cual se expone mediante una prosa diáfana y con personalidad, desatenta de una mera funcionalidad. De haber sido así, no estaríamos ante el ensayo que nos cita en esta oportunidad.
A la fecha se ha rescatado la totalidad de la poesía de Varela y también venimos siendo testigos de la importancia de su poética para el mundo académico. Hablamos de logros, pero ante todo de una legitimidad que no admite cuestionamientos, ya que esta legitimidad proviene del lector atento a la tradición poética peruana. Por esta razón, se hace necesaria la existencia de más libros en clave de difusión sobre Varela y otros poetas peruanos esenciales. Difusión, entendamos bien, que no debemos confundir con el facilismo discursivo. La pequeña gran comunidad de lectores de poesía demanda más ensayos (no confundir con recopilación de artículos) de este calibre, es decir, ensayos inscritos en las verdades emocionales y propósitos especulativos. El más crudo invierno podría ser el punto de despegue.

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lectores (1)

Mañana de sol. Me despierto temprano y no hay nada más estimulante que encontrar en la sala un helado jugo de naranja. Acto seguido, me sirvo café mientras felicito a Pedrito Escribano por la consolidación de la sección Don Lucho Review of Books en la página cultural de La República, que la dirige con ahínco y fe. 
Luego del duchazo, recordé la conversa que hace unas semanas sostuve con una editora independiente. Aquella vez hablamos del discurso que viene sosteniendo más de un editor en cuanto a la crisis de las editoriales independientes, crisis que los motiva a pedir apoyo del Estado cada vez que tienen la oportunidad de hacerlo. En parte le daba la razón, sin embargo, le dije también que la solución no pasaba exclusivamente por la ayuda del Estado. Tal y como me contaba de su experiencia como estudiante de ediciones en Buenos Aires, cinco años atrás, en la que fue testigo de la fuerza del circuito editorial argentino, en el que hasta el sello más modesto tiene la posibilidad de proyectarse y armar catálogo en relación a sus intereses temáticos. Esta buena amiga me detallaba de otra realidad, ubicada a décadas de la que se vive en Perú, sin embargo un detalle configuraba esa realidad argentina: con problemas económicos o no, Argentina es dueña de una riquísima tradición de lectores, tradición que asume a la experiencia de la lectura como una actividad rutinaria más y no como una pasajera exclusividad.
Allí, en ese detalle, descansa la solución, y no solo para nuestras editoriales independientes y para comercio del libro en el Perú. El circuito dedicado al libro seguirá sufriendo estos problemas si es que no enfrenta el problema de fondo, la verdadera causa no solo de su crisis, sino la responsable del pésimo nivel cultural del peruano promedio: la carencia de lectores.
Con una cultura lectora, los problemas del mundo editorial y del circuito libresco serán otros, quizá rubricados por una supervivencia distinta a la que estamos viendo ahora. No se necesita ser un dechado de virtudes intelectuales para llegar a esta conclusión. Obvio, si queremos circuitos editoriales y librescos capaces de enfrentar los acelerados cambios del nuevo siglo, es menester la construcción de una cultura lectora, que la misma deje de pertenecer a una élite y se proyecte, de una vez, hacia todo peruano sin importar su condición social. Claro, para ello, es importante contar con una voluntad política que no solo se enfoque en la infancia de menores recursos, sino también en un férreo trabajo de concientización de los padres de familia de hoy. Bien lo dijo Vallejo, “hay muchísimo que hacer”.

viernes, febrero 24, 2017

el legado narrativo de saul bellow


Enfrentarse a la narrativa norteamericana del siglo XX bien vale un proyecto de vida. No importa qué vías se adopten al respecto. Podríamos pensar en lecturas sistemáticas, también en las placenteras, motivadas por el mero divertimento. En ambos casos ingresamos a un mundo signado por la exclusión, en el que tiempo e interés se enfocan en una tradición o en la obra de alguno de los autores que la conforman. No es para menos. Son muchas las razones que nos llevan a barajar esta suerte de proyecto de vida, o programas de lecturas. Obviamente, no todas las tradiciones narrativas pueden ostentar las cimas que la norteamericana, al menos esta es la que se ha mostrado como la más imponente durante el siglo pasado. Seguramente estamos cayendo en una valoración apresurada, pero los libros de ficción que ha entregado son pruebas irrefutables que nos permiten hacer esta especulación con síntomas de aseveración.
Conocer la narrativa gringa, conocerla en serio y no de manera salpicada, exige de fuerza de voluntad, la misma que nos permitirá profundizar en los senderos que la conducen, destacando en ese ánimo el elemento que no solo nutre a su literatura, sino también a toda su manifestación creativa, la tierra. La tierra no solo como metáfora, concepto, sino también como la gran cantera, en este caso literaria, que ha incentivado a cientos de escritores. Pensemos, pues, en el poder de la tierra y pensemos también en la novela decimonónica y comparemos las proezas narrativas que nos entregaron los rusos. Al vuelo, dos novelas totales: Guerra y paz y Crimen y castigo. Como bien señalan los entendidos, desde críticos literarios de la talla de James Wood a narradores que han sabido conectar con el público lector, como señala Arturo Pérez Reverte, el “Siglo XIX es el siglo de la novela”, siglo, nunca está demás decir, en el que la novela rusa dominó sobre la francesa, y eso que al hablar de esta, nos referimos a autores a los que debemos calificar de monstruos, titanes, o como querramos en el entusiasmo de nuestra admiración. Balzac, Victor Hugo, Stendhal, Sue, Flaubert, Dumas, de Maupassant, Chateaubriand, Colette, Daudet, Huysmans, Verne, Zola... Nombres, que en su mención al vuelo, nos harían dudar de lo afirmado líneas atrás, y que también pondrían en entredicho nuestra honestidad literaria, porque hay que ser muy avezado para superponer una tradición a otra cuando ambas tienen más que justos galardones para ser consideradas como las tradiciones que terminaron por afianzar a la novela, que conoció de obras fundacionales, pero que tenían como protagonista silenciosa a la tierra, esa gran tierra-escenario sin cuya presencia no se hubiera escrito lo que se escribió.
La narrativa gringa ha gozado y goza de una industria editorial estable, hecho que ha contribuido a la formación de novelistas y cuentistas, que hicieron suyos la forma estructural de la narrativa rusa y el afán aventurero de la narrativa francesa, que se suman a su propia historia, por decirlo de alguna manera, privilegiada para la ficción. De estas dos vertientes se alimentó esta narrativa, que devino en una ambición totalitaria por recrear la vida colectiva e individual. Tampoco fue ajena a la influencia de la narrativa inglesa, de la que sustrajo el recurso del influjo psicológico en pos de una radiografía de la consciencia, tal y como pudimos ver en las novelas de Dickens. En otras palabras: esta tradición se sustenta en influencias literarias palmarias y en una industria que afianza la confianza de cualquier americano que desee dedicarse al oficio de la escritura de ficción.
Por ello, la narrativa norteamericana creció liberada de cotos temáticos y económicos, principalmente a inicios del siglo XX; sin embargo, las tradiciones narrativas europeas venían atravesando una natural etapa de recomposición, de indagación no solo en la fertilidad de la historia, sino en las posibilidades que sus exponentes podían encontrar en la misma esencia del registro narrativo, explorando, a saber, en la plasticidad de la palabra. Sumemos también que estas primeras décadas del siglo XX europeo se caracterizaron por las guerras, información no menor si se tiene en cuenta que las guerras no solo afectaron su curso literario, sino también a otras vertientes artísticas. Los primeros cincuenta años del XX europeo fueron complicados, la vida y el arte no podían ser ajenos a lo que venía sucediendo en ciudades sitiadas y economías que se derrumbaban. Por esta razón, si hubo algo bueno, heroico, que se pudo desarrollar en materia literaria, específicamente en narrativa, haríamos bien en pensar en Los bruddenbrook (1901) y La montaña mágica (1924) de Thomas Mann, obras maestras de la novela, pero a la vez antinovelas que se salían del curso que signaba a la novela europea hasta antes de los años de la guerra. Aunque estos ecos vendrían a plasmarse en la segunda mitad del siglo pasado, con Mann se inauguró y potenció, el discurso reflexivo sobre la condición existencial del individuo. Lo que hizo el alemán fue reconfigurar, revisitar, la tradición alemana, pero no la del discurso de ficción, sino la del discurso filosófico. Mann era una gama de ecos que consiguieron traspasar su contexto inmediato y podríamos pensar que escribió hacia el futuro de aquellos años marcados por la catástrofe y la tragedia. Sé que esta aseveración puede sonar gratuita y, en ciertos casos, provocadora, pero de los narradores europeos, primero los alemanes, y el que se impuso en las luces del reconocimiento, Mann, quien de lejos se lleva las palmas. Si lo cartografiamos en el contexto de la época de guerra y entre guerras, se yergue también como el narrador europeo más influyente. No olvidemos que fue Premio Nobel de Literatura 1929.
Pues bien, la característica excluyente que brindó una nueva mirada a la narrativa estadounidense estuvo compuesta por los escritores que emprendieron el éxodo hacia Europa, y en realidad fueron muchísimos los que viajaron a Europa para lograr el sueño de convertirse en escritores, en hechiceros de la palabra que anhelaban vivir y malvivir, especialmente, en París, la ciudad en la que confluían las manifestaciones artísticas, cuya historia y tradición sobrevivían a los embates de los bombardeos nazis. Una ciudad imán, suerte de adicción, a la que no pocos decidieron hacer suya, pero solo unos cuantos de todos ellos, como granos de arena que caen de una mano empuñada, lograron destacar. A estos que sobrevivieron al filtro, que con los años ejercieron un magisterio medular, en especial, en la novela de la segunda mitad del siglo pasado, se les agrupó bajo el rótulo de la “generación perdida”.
Es tan rica esta narrativa que con los títulos y autores que conforman su galaxia canónica, como la que leemos por referencias ineludibles en la experiencia formativa académica, bien puede darse por bien servida y justificada. Nos basta con pensar en nombres como Faulkner, Dos Passos, Fitzgerald, Hemingway, como para decir que su grado de resonancia se legitima, directa o indirectamente, en la narrativa mundial de entonces y hacia hoy en día. El legado de estos autores no conoce límites, no solo lo vemos en las parcelas de la ficción, sino también en la llamada, últimamente, «no ficción», que no es más que registro de novela con voluntad de crónica. Gracias a estos autores se abrió el abanico de posibilidades narrativas que se creía imposibles emular o asimilar de artefactos narrativos como el Ulises de James Joyce. Aquí pues radica la gran riqueza de la narrativa gringa, hizo posible que se pueda escribir ficción sin necesidad de quedar acomplejados ante la genialidad y el hechizo de novelas como las del irlandés. Por esta razón, cuando se nos pregunta por la diferencia entre la narrativa de la “generación perdida” y un monumento como el Ulises, solemos responder que los primeros deconstruyen/desarman la genialidad de la poética joyceana y la ponen al servicio de la masa de autores a los que solo les queda trabajar en la roca de palabras.
Si revisamos los textos críticos sobre narrativa de aquellos años, encontraremos un detalle muy recurrente: la fuerza y escuela que formaron los autores de la “generación perdida” se proyectaba como la única vía, mismo futuro próximo y a largo plazo, para lo que sería la narrativa de posguerra. Ejemplo de ello lo podemos ver en las novelas de los narradores latinoamericanos agrupados bajo el nombre del Boom, etiqueta comercial adjudicada por agentes literarios, pero que más allá de ello, literariamente refundaron la narrativa en español, no solo la de Latinoamérica, sino también la que se escribía en España. Antes del Boom, la narrativa latinoamericana arrastraba una prosodia anquilosada, castrada, provinciana, deudora de costumbrismos regionales, pero que en los nombres, al menos los más conocidos, de Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, revolucionaron, al parecer para siempre, la narrativa escrita en español. Han pasado varias décadas de aquella eclosión narrativa mundial y a la fecha, más de un ingenuo, se pregunta qué es lo que pasa, por qué no nos podemos sacudir de aquel grado de influencia y resonancia, cuando lo cierto es que ese grado de resonancia es lo mejor que le ha podido ocurrir a la ficción escrita en castellano, influencia que ahora es norma, lectura obligada para todo aquel que pretenda dedicarse a la vocación literaria.
Somos testigos, pues, de la extensión del magisterio, hoy en día en silencio implícito, de una de las manifestaciones artísticas más ricas que haya podido ofrecer la cultura estadounidense en el siglo pasado y cuyos ecos, ahora entre tanta moda narrativa, se resiste a desaparecer, pese a que no faltan oligofrénicos que anuncian su caducidad, pero más allá de poses apofánticas que delatan la carencia de lecturas, soy de la idea que la fuerza de la narrativa norteamericana abandonará su magisterio silente para posicionarse en el lugar que jamás ha dejado. La situación es muy sencilla: no se puede avanzar o explorar otras nuevas formas de narrar si no se asimila bien el legado técnico que nos dejó esta narrativa; la flacidez discursiva que la critica, tarde o temprano, morirá en la falsedad de su entusiasmo.
Sin embargo, esta historia se enriquece en el cambio de mirada durante la segunda mitad del siglo XX. Esta historia del pulso narrativo gringo mostró otra radiación en sus décadas siguientes, en las que más de uno, con justa razón, pensó que sería el derrotero por el transcurriría el flujo narrativo tanto en cuento como en novela, empero ese flujo destacaba por un grado de sensibilidad discursiva que todavía no alcanzaba una llegada a los lectores de a pie. No es que la sensibilidad discursiva no haya logrado niveles de excelencia, por el contrario, pensemos en el ya mencionado Mann, pero también en Proust y Musil, estilo y reflexión en dimensión celestial, pero que requerían y requieren de lectores cuajados para saber apreciar y asimilar la potencia poética que ellos entregaron en sus proyectos novelísticos. ¿O es que nos resulta fácil leer como si fueran proyectos narrativos “normales y lineales” A la busca del tiempo perdido o El hombre sin atributos? A la fecha, y nos aferramos a la verdad de la experiencia de la lectura, resulta sumamente difícil ingresar a las sinuosas y espumosas corrientes de agua de Proust y Musil. Para quien escribe estas líneas, se las tuvo que tomar en serio y leer exclusivamente durante un verano, de 2004, aprovechando el desempleo y con la ayuda de los ahorros, los siete tomos de Proust, experiencia a todas luces gratificante, pero en la que se acabó con el corazón en la mano, travesía en la que se puso a prueba el acervo de lecturas que ingenuamente creía tener.
La sensibilidad narrativa, ese contacto que nos lleva a ser parte desde las primeras líneas de una narración, que nos hace sentir que aquello que nos cuentan también nos puede ocurrir a nosotros. Hablamos pues de un asombro primerizo que no debemos perder en la lectura, un asombro afianzado en el libre curso de la narración, sin las ayudas del efectismo estructural y temáticas excluyentes. Esta sensibilidad narrativa, que en su sencillez era capaz de taladrar tanto al lector más cuajado como al que no, la leímos hasta quedar sucumbidos en la poética de ese monstruo llamado Saul Bellow.
Bellow, digámoslo de una vez, se adueñó de la narrativa gringa en la segunda mitad del siglo XX. Cimentó una escuela de la que sigue siendo el máximo referente hasta la fecha, pero hablamos de un referente generoso, porque si no fuera por él, nos resultaría imposible entender la narrativa mundial de las últimas décadas. Pero el valor de este titán no debemos asociarlo únicamente a su grado de influencia, sino centrarlo en lo que su poética proyecta como propuesta y cartografía literaria en sí misma. Y vaya que en esta segunda vía estaríamos más que satisfechos, porque si algo podemos decir, aseverar, de su poética, es que se nos presenta como la más diáfana para ser analizada y estudiada. Bellow revolucionó la esencia básica de la transmisión, a través de la compleja sencillez. Bellow escribía de todo, pero también de nada. Bellow escribía de muchos, pero también de sí mismo, sin importarle mucho lo que la empresa le podría deparar. Tras la lectura de sus libros acabamos rendidos, pero en una rendición que descansa y se alimenta de la admiración, gracias a la confluencia de sencillez y profundidad.
La poética de este autor estaba alejada del hálito moral que exudaban las novelas existencialistas de Sartre y Camus, de cuyas sombras no podía estar libre nadie que osara transitar por una corriente narrativa que no fuera la que se venía practicando y que en el curso de pocos años, en Latinoamérica por ejemplo, se llamaría “novela total”. Por ello, si encontramos un aliento libre de afeites, ligado a la frescura, en la poética de Bellow, se debe a su intención de no querer criticar absolutamente nada, una poética dedicada solo a la representación, stendhaliana sin más, de la realidad que la circundaba, portándose el autor como un caníbal de historias y de su propia vida.
Más de uno ha intentado hermanar su poética con la del irreverente Henry Miller. Quizá podamos encontrar algunos lazos en común, pero sus diferencias son descomunales. Miller era la queja, la indignación, la rabia y la frustración, mientras que Bellow era la calma aparente, la furia ralentizada, la mirada que cuestionaba sin llegar al estrépito, además, en Bellow se observa un apego por el orden narrativo, algo de lo que sí adolecía el hacedor de los Trópicos.
Bellow nació en el seno de una familia judía de Quebec, Canadá, en 1915, empero, siempre se consideró un escritor norteamericano. A los nueve años se trasladó con su familia a Chicago y desde adolescente dio muestras de que lo suyo era la ficción. Bebió de la tradición literaria gringa, estudió antropología en la universidad y su participación en la Segunda Guerra Mundial resultó determinante para él como persona y escritor. En su calidad de soldado raso en sitios ganados por los aliados, lejos de los frentes de batalla, aprovechó para frecuentar las bibliotecas y leer a los maestros de la narrativa europea en sus idiomas originales, lo que le supuso una conformación de su canon personal, nutriéndose admirativamente del ritmo y la sensibilidad de Mann y de la vena reflexiva de Musil, pero en lugar de mirar a la historia inmediata como componente para sus ficciones de entonces, el joven Bellow, valiéndose de ese canon personal construido en bibliotecas, se dedicó a mirar desde la distancia a la tierra donde se crió y a escribir a partir de esa condición de lejanía espacial y temporal.
La distancia como un elemento clave de su narrativa. En prácticamente todos sus libros de ficción somos testigos de su apego por los recuerdos, en la memoria emotiva como parcela fértil, que a lo que indicamos sobre la claridad y sencillez de su prosa, le permitió a Bellow escribir de lo que sea, actitud que no se resentía con la compleja estructura que plasmaba en algunas de sus tramas. A Bellow no le interesaba denunciar, solo relatar su peripecia vital transfigurada en sus personajes, como el recordado Joseph de El hombre en suspenso, su primera novela publicada en 1944. Como toda primera novela, asistimos a las inevitables fallas naturales, tan caras en incursiones creativas iniciales, sin embargo, en ella se reflejó lo que ya venimos señalando en cuanto a la trascendencia de la sensibilidad. La estructura de la novela descansaba en el registro del diario, que tal y como se deduce de entendidos como Enrique Vila-Matas en su genial Dietario voluble: el diario nos aleja de la trama para volver a ella. En otras palabras, el carácter elástico del diario le permitió a Bellow definir una mirada y una voz, que refulgirían en agraciada plenitud en su tercera novela, la que lo consagró como uno de los narradores más atendibles de Estados Unidos y le permitió ingresar al panorama de la narrativa mundial, Las aventuras de Augie March (1953), novela que a la fecha es considerada entre las mejores cien novelas en inglés del siglo XX.
Bellow la escribió durante una prolongada estancia en París. En ella, su personaje Augie, suerte de versión transmutada de Quijote y Lazarillo, que recorre las calles de Chicago con el único fin de sobrevivir, pero en vez de hacerlo trágicamente, lleva a cabo esta supervivencia valiéndose de una sabiduría popular premunida de ironía y humor. Estamos en los años de la Gran Depresión y Augie necesita salir adelante, pero sabemos también que sus gestas diarias no lo llevarán a buen puerto. Pero saber si logrará sobrevivir no es lo que importa, sino lo que le ocurre en esa suerte de lucha festiva representada en Augie, de quien años después Bellow declararía tanto que era él, como que no. Augie, al igual que su hacedor, iba tras el descubrimiento de una identidad, en la que se imponía el recurrente cuestionamiento de la identidad judía, así como hacia una autoformación que no solo le serviría para imponerse a una cruda realidad, sino también en su interacción, la comprensión y conocimiento del otro. Si sometemos la novela a una lectura alegórica o simbólica, Bellow apostaba por el individualismo, por una fuerza interna que motive y, finalmente, justifique a sus personajes, sin necesidad de un discurso mayor con fines aleccionadores.
 A partir de este éxito, su obra experimentó una espiral ascendente. El prestigio había llegado, como también las discusiones sobre su obra. A la par de esta inevitable vida literaria, Bellow se dedicó a la enseñanza en Barth College, experiencia que le serviría de inspiración para una de sus novelas más brutales y conocidas, Herzog, de 1964, pero antes de ella, afinó su prosa en novelas de mediano aliento como Carpe Diem de 1956 y Henderson, el rey de la lluvia de 1959, novelas en las que atizó el humor y la ironía, con personajes que lo dan todo en pos de sus objetivos, pero sin tomarse tan en serio; había pues una actitud relativamente displicente en ellos, provocadores por demás, pero leales a sus principios sin dañar a nadie en el cumplimiento de los mismos. Tras estas dos novelas nos topamos con un Bellow recargado de narrativa y con la intención de situarse como el escritor norteamericano más importante. La crítica se rendía a sus pies y su popularidad con los lectores lo ponía a la par, en cuanto a ventas, con los más experimentados hacedores de best sellers. Diez años antes había entregado una obra maestra y ahora se manifestaba con otra, Herzog, quizá la que cimentó aún más la fama de Bellow, novela en la que abordó un tópico en el que muchos han fracasado y en el que solo los grandes han sabido destacar. El adulterio. La experiencia que sumió a Bellow en la depresión y rabia, canalizada, principalmente, en el registro epistolar por el que trasuntan las cuitas del personaje que da título a la novela. No dejemos de tener en cuenta que Las aventuras… se inscribe en el registro del diario, es decir, nuestro autor exhibía un apego por registros que le posibilitaran el despliegue de sus personajes en las más exacerbadas subjetividades.
Herzog es pues un hombre que ha fracasado como tal, en todos los niveles de su vida, la mediocridad ha sido su marca de agua, entonces, por medio del epistolario, encuentra la vía por la que podría hallar una justificación para su vida. A diferencia de sus otras novelas, aquí encontramos contadas cuotas de humor, pero esto poco o nada importa, ya que lo que consigue Bellow es ofrecernos una radiografía del hastío. Más de uno ha calificado a la novela como una de corte existencialista, pero no, no hay existencialismo en estas páginas, sino autocrítica que no aspira a moralizar, solo a describir. Bellow ya era el Escritor. A partir de esta situación, Bellow refuerza la actitud que alimentaría a sus cuentos y ensayos, en los que sí accedemos a un autor más frontal, sin apelar a la frondosidad digresiva de la ficción. Si bien es cierto que Bellow mostró una alta calidad en sus cuentos, estos languidecen ante el poder de largo alcance de sus novelas; en ensayo o no ficción, se erigió como un autor sumamente polémico, abiertamente a favor de la literatura en inglés en comparación con las literaturas en otros idiomas, cuestionándolas gratuitamente por no contar con los nombres que aquella sí ostenta. Esta postura le generó no pocos enemigos en el mundo cultural, pero Bellow había llegado a un estado de intocabilidad, a tal punto que podía opinar de lo que le viniera en gana sin que nada le ocurriese.
Si con lo escrito ya había asegurado un sitial preponderante en la narrativa mundial, en especial en la década de los setenta, en la que si se hablaba del Narrador, se debía pensar en Bellow. La historia narrativa nos ha mostrado más de un caso de escritor consagrado, que al saber el sitial de su obra, opta por el piloto automático en la escritura, o sea, escribiendo y publicando obras menores, pero que exhibieran sus reconocidos rasgos narrativos. Ese no fue el caso de nuestro escritor. Bellow quiso pasar a la posteridad como uno de los más grandes escritores del siglo XX.
Y vaya que lo consiguió.
El año 1975 le fue inolvidable porque publicó su obra maestra, la summa de todas sus cualidades, la cantera de todas sus obsesiones, la altura celestial de su estilo y el mejor ejemplo de lo que podía hacer en complejidad estructural. Nos referimos a El legado de Humboldt. Novelón por donde se le mire. Son varias las lecturas que motiva esta proeza, siendo la de la relación entre la vida y la literatura los factores que sostienen su estructura difícil, pero que en el oficio de este genial narrador, quedan en segundo plano, porque lo que Bellow nos cuenta por medio de su protagonista, el joven escritor Charlie Citrine y la relación de este con su amigo el trajinado poeta Humboldt von Fleischer, sensibilidades individuales y complementarias en las que Citrine pone en entredicho lo conseguido como escritor, como literato, como hombre de familia, bajo la sombra del ánimo literario que ha conducido sus vidas, es el éxito del primero y el continuo fracaso del segundo, quien como última voluntad le deja un legado al joven que atraviesa por un axiomático punto muerto de su existencia, en el que sus logros literarios, su vida académica, su relación sentimental y lo que él piensa de sí mismo, están a nada de acabar con él. Este legado le sirve a Citrine para que encuentre su esquina del alma, el entendimiento sensorial de su vida que ha cursado un constante cúmulo de errores de los que se da cuenta tras la muerte de quien fuera su mejor amigo. Citrine se justifica y se encuentra pensando en Humboldt y esta empresa no necesariamente significa la redención para él.
1976 fue otro año inolvidable para Saul Bellow, pues El legado de Humboldt obtuvo el premio Pulitzer y a él se le concedió el Nobel de Literatura. Es cierto que han sido más los desaciertos de la academia sueca al conceder su galardón en literatura. Absolutamente nadie puso en entredicho que se le haya otorgado a Bellow, puesto que se le entregó a un autor que no vivía de la obra ya hecha, sino a uno que seguía en sus plenas facultades creativas. Además, los años han arrojado otra impresión: El Nobel no benefició a Bellow, por el contrario, fue Bellow quien benefició al Nobel. Es decir, con Nobel o sin él, nuestro escritor ya ha quedado en los anales de la narrativa como el mayor narrador en lengua inglesa de la segunda mitad del siglo XX.
Si repasamos nuestros faros de influencia, sea como lectores o escritores, se tiene a Bellow como el mayor, y como se dijo, nadie puede considerarse lector de novelas, mucho menos escritor, si no ha frecuentado sus libros. Como todo suele ocurrir en el mundo de hoy, no nos sorprende que haya lectores y escritores que solo lo conozcan como una suerte de referencia canónica a la que habría que leer más adelante. Pues bien, poéticas como las de Philip Roth, Bernard Malamud, Norman Mailer, Allen Ginsberg y E. L. Doctorow, que tanto vienen alimentando a la novelística y cuentística de entre siglos, por las que no pocos llevan a cabo devociones condimentadas de la religiosidad de la literatosis, no tendrían razón de ser sin la influencia de Bellow. Bellow escribió de sí mismo, sin actitud ceremonial, sin creérsela, en testimonio de absoluta libertad creativa, aprendiendo a mirar y escuchar, cualidades que un narrador como él las tuvo y de las que sacó provecho.

…  

Publicado en SB / Revista Lucerna 9

miércoles, febrero 22, 2017


intereses

Sabemos que la institucionalidad de este país puede ser una mierda, como sabemos también que lo es el sistema que la sostiene. Cuando lo anormal es regla y lo normal es suceso, ese es pues nuestro querido Perú.
Por ello, nos podemos sentir ligeramente satisfechos, aunque sea podríamos respirar un poco, reafirmar fugazmente nuestra fe en el sistema, creer que aún impera en nuestra sociedad una reserva moral, o si gustas, la puedes llamar sentido común.
Ya era hora. Estaban pasando piola. Mucho Odebrecht y poca atención a los narcodólares de la tienda naranja, y, claro, demasiada conchudez de esta exigiendo profilaxis en la política nacional.
Por ello, se saluda que la Fiscalía incluya a la líder naranja, Keiko Fujimori, en la investigación que por lavado de activos le sigue al también líder naranja Joaquín Ramírez. Así es, el hombre que se portaba con el dineral de la campaña presidencial de la hija del ex dictador.
Sin embargo, no causa extrañeza que pocos medios den cuenta de esta noticia. Lo sabemos, y de sobra: los grandes medios de comunicación han demostrado eficiencia en nobles objetivos: la noticia estratégica para no chocar con sus intereses, como hoy, políticos. Pienso en El Comercio, en Perú 21, desentendidos como medios de comunicación de referencia, convertidos en empresas que cuidan precisamente sus empresas. 
Ese es el periodismo peruano del presente siglo, y al parecer no pocos periodistas están felices con pertenecer a él. El cuestionamiento y la búsqueda de la verdad no son sus medios ni sus fines, les basta y les sobre con la docilidad.

martes, febrero 21, 2017

poeta leyenda

Una entrevista de Renzo Porcile al crítico literario y editor Abelardo Oquendo hizo que ponga patas arriba mi casa, puesto que no encontraba mi ejemplar de la poesía completa de Javier Heraud. Me refiero a la que publicó Campodónico, cuyo cuidado de edición estuvo a cargo del catedrático y poeta Hildebrando Pérez.
Así es. Esa edición: la que lleva una portada de motivos selváticos de Claude Dieterich.
Encontrar este libro me hizo pensar en los otros poemarios que deben estar desperdigados por la casa, quizá ocultos en algunas cajas de libros. No lo pienso, buscaré las otras joyas bibliográficas en estos días.
De las respuestas de Oquendo, me centro en lo que dice del biopic sobre Heraud, En busca de Javier de Eduardo Guillot. En este sentido, comparto el temor del crítico, porque podríamos estar ante una película sin nervio, sin luces sobre una vida truncada por la tragedia. No me refiero a que la película sea mala, sino a algo peor: que se nos muestre un Heraud idealista, sin tormentos, ni demonios, que un día decidió abandonar sus estudios de cine en La Habana para embarcarse en un proyecto revolucionario continental.
Heraud murió acribillado en Madre de Dios, en 1963. Tenía 21 años. No pasó mucho tiempo para que comenzara a edificarse sobre él una leyenda, la misma que se ha impuesto a lo interesante de su propuesta poética. Creo que no estamos cayendo en la mezquindad valorativa. Heraud no fue un gran poeta, pero sí uno que a su corta edad demostró ser dueño de una envidiable sensibilidad para el ejercicio poético. Obviamente, habló del poeta en base de lo leído, poco o nada sirve especular sobre un posible derrotero que no llegó a desarrollar.
De Heraud he escuchado muchas cosas, cada cual más sublime que otra, hasta llegué a pensar que murió casto. Entiendo, en parte, la imagen que sus compañeros generacionales han proyectado de él, tan recto, tan puro, tan comprometido con las luchas contra las injusticias que sufrían pueblos como el peruano. Heraud era un hijo natural de una época politizada por la efervescencia de la Guerra Fría. Resultaba normal que cualquier joven simpatizara con causas revolucionarias y Heraud es la perfecta metáfora de las mismas. 
Sería interesante que la película de Guillot venga signada por una exploración en el lado humano de Heraud, abordando sus imperfecciones, sus desaciertos, manifestando sus demonios personales. Solo así tendremos un Heraud más humano, es decir, más perdurable.

lunes, febrero 20, 2017


domingo, febrero 19, 2017

623

Ya la vi. El día que veamos por televisión a Toledo, esposado, bajando del avión, en el Jorge Chávez, ese día más de uno llorará. Al menos, esta es la impresión que he podido recoger sobre el tema en los últimos días. Si recibió lo que la fiscalía dice que recibió como coima, y según los indicios parece que fue así, pues que pague por sus faltas. Pero también sé, como persona informada, que su coima no afecta la imagen de su buen gobierno, como tampoco la gesta que lideró en el 2000 contra la dictadura fujimontesinista. Claro, de esta situación hacen eco los becerriles de la política naranja, que últimamente vienen ejerciendo una abierta campaña moralista que a los pensantes nos impulsa a la risa, pero ello no quiere decir que esta resonancia no tenga eco en su feligresía, entregada a los recuerdos del asistencialismo. Basta escuchar sus discursos, la poca capacidad argumentativa que los mismos exhiben con orgullo.
Toledo se ha convertido en el chivo expiatorio de la bomba Odebrecht. Hasta el momento no pasa nada con García, ni los Humala, como tampoco pasa nada con Kenji Fujimori. Hablamos de sujetos políticos que en un país normal ya estarían bajo una investigación, sea por tráfico de influencias, lavado de activos y narcotráfico.
Por ello, se hace necesario que aparezcan nuevas voces políticas, porque solo estas nos podrán evitar el tufazo de la catástrofe que será la guerra electoral de las elecciones presidenciales del 2021. Así de hasta las huevas estamos, porque estos destapes de Odebrecht han beneficiado a los seguidores naranjas. Esta percepción la podemos ver todos los días en las calles, percepción que no encuentra su contrapeso en otras alternativas, peor cuando los llamados moralizadores también van maculados de esta corrupción importada. 
Urge, pues, la aparición de nuevos sujetos políticos.

youtube es insuficiente

A menos que me equivoque, en los próximos días se estrenará el programa de televisión Entre libros.
No hace falta explicar mucho, aunque la redundancia siempre es buena: un programa de televisión dedicado a la producción libresca es por demás necesario, no solo en un país que necesita a gritos de la promoción de la lectura, sino porque lo libresco es lo mejor que puede ostentar este país. La literatura es el baluarte de nuestra cultura. Seríamos ociosos y malintencionados si la comparamos con las otras manifestaciones culturales peruanas.
Ya era hora que volvamos a tener un programa de televisión de esta característica: de una hora de duración. En este sentido, destaquemos la apuesta del canal estatal, que para eso está, para promover programas que, a diferencia de los que transmite la producción privada, no están sujetos a los mandatos de la teleaudiencia.
En lo personal, no tengo duda alguna de las capacidades literarias e intelectuales de sus conductores, los escritores Alonso Rabí y José Carlos Yrigoyen. Al segundo lo conozco, y al primero no, pese a que exhibe muestras de cariño hacia mí cada vez que puede… Y sé también que a medida que vayan corriendo las emisiones, sus desaciertos los irán corrigiendo, porque todo se puede mejorar puesto que partimos de la base ya señalada.
Sin embargo, no podemos desatender la posible existencia de una tara que signó al inmediato antecedente de EL. Así es, me refiero a Vano oficio, que durante muchos años condujo el escritor Iván Thays, también en la misma casa televisiva que ahora alberga a los conductores de este nuevo programa cultural.
Queda claro que el problema con Thays jamás fue su capacidad, porque antes de conductor, era/es un gran lector. No reconocerle esta cualidad, sería un acto de sublime mezquindad.
Bien sabemos que la tara en VO fue otra: una abierta negación a la pluralidad. Para cualquier seguidor atento de la literatura peruana, le resultaba imposible entender por qué jamás se invitó a escritores de legítimas resonancias como Miguel Gutiérrez y Jorge Pimentel. No vamos a negar que por medio de este programa pudimos ver y escuchar a escritores capitales de nuestra literatura contemporánea, pero también fuimos testigos de muchísima cachina. Por ello, cuando se recuerda el “aporte” de VO, lo asociamos como un programa de televisión pautado por el sentimiento menor y el rancio capricho de su conductor, peor si indicamos que estas políticas personales las llevó a cabo en el canal oficial. Este señalamiento no puede ser pasado por alto, porque todo programa televisivo del canal oficial está llamado a cumplir una tácita función: construir la memoria audiovisual de la cultura peruana. Las críticas a VO son pertinentes, porque su conductor tuvo mucho tiempo para corregir su política personal excluyente y, sencillamente, no le dio la gana. Son de antología, por ejemplo, las razones que esgrimió para no invitar a Gutiérrez (sabemos ahora que el discursillo de las diferencias políticas e ideológicas fueron meros pretextos para no invitar al autor que lo mandó a comprar pan, tamales y café después de leer el mecanoscrito de un libro que le entregó cuando joven). No menos antológicas fueron las razones que manifestó para no invitar a escritores jóvenes valiosos en plena construcción de poéticas que venían gozando del saludo de la crítica y de la atención de la lectoría. Claro, podemos entender esta política personal si estuviéramos recordando un programa privado, en el que si gustabas, podías invitar al sobrino de la prima del padre de la hija del vecino del asesor de la secretaria del amigo del editor de la amiga de infancia del tío de Vargas Llosa.
Esta reflexión mañanera, previa a la sensación de resaca dominguera, obedece a que las quejas hacia Thays ahora serán nada contra posibles reparos que se le formulen a Rabí e Yrigoyen. Pensemos en esta eventualidad: un estado de Facebook, en el que se exprese con argumentos y ejemplos la más mínima prueba de exclusión y falta de pluralidad en EL, hecho que puede resultar letal, mucho más que un artículo o carta publicado en un medio tradicional.
Por otra parte, la aparición de EL sucede en un momento por demás especial para literatura peruana. Las redes sociales han puesto en evidencia la radiografía de nuestra comunidad literaria: todos sus representantes se consideran merecedores de atención. La falta de (auto)crítica nos ha arrojado esta realidad de espanto, en la que ha quedado prohibida la honestidad valorativa sobre los libros que se publican, al punto que los Likes de las portátiles de los autores pesan más que las lecturas atentas.
Obviamente, hoy en día tenemos muchas plataformas de difusión, como Youtube. Hasta los autores peruanos menos visibles tienen su video en donde nos hablan sobre sus “indiscutibles” logros literarios. Pero ahora con la aparición de un programa sobre libros patrocinado por el canal oficial, Youtube les será insuficiente. Más de uno estará atento a su mail o Inbox, listos para responder con una carita feliz la invitación a la consagración que les significaría aparecer en señal abierta. 
Que los problemas sean otros en EL, no la falta de pluralidad. Todo se puede solucionar con estilo, buen gusto, inteligencia y buena voluntad.

sábado, febrero 18, 2017


dialogar para entender

Un video del colectivo Conmishijosnotemetas ha encendido, y viene encendiendo, más de un comentario en nuestra fauna letrada e intelectual.
En principio, es posible detectar una actitud recuurente del pensador peruano: sentirse intelectualmente superior a los grupos religiosos que conforman el mencionado colectivo. Para tal fin, el discurso utilizado viene pautado por la soberbia y la intolerancia. Por más que se tenga razón en cuanto a este colectivo, al que, valgan verdades, ha visto destruido cada uno de sus argumentos, ejemplo de ello lo tenemos en el video que circula desde hace unas horas, video en el que un patita confirma la sospecha que se tiene sobre la comunidad cristiana peruana: su nula capacidad argumentativa, aunque habría que reconocer su contribución que ha traído su campaña, como el verbo “homosexualizar”.
Esta nula capacidad para la argumentación es pues una radiografía vergonzante para una comunidad, como la evangélica, que ha ido creciendo exponencialmente en las últimas décadas, comunidad a la que no le ha interesado en lo más mínimo construir un discurso sólido por el cual transmitir sus principios. Si esta comunidad cree que el discurso es juzgar, pues seguirán siendo vistos como conservadores ultramontanos.
Sin embargo, las actitudes de los que defienden el programa del nuevo currículo escolar distan de lo que podríamos esperar de los intelectuales, o de los que creen serlo, puesto que cometen los mismos yerros que critican cuando defienden otras causas. Como ya señalamos, este discurso intolerante viene escanciado con altanería y pedantería, la de aquel que se sabe más porque se asume como avanzado, privilegiado, en una sociedad conformada por acémilas.
Lo que vemos en este fuego cruzado de estupideces y patanerías intelectuales es el reflejo de lo que tanto adolece la sociedad peruana: capacidad para dialogar, escuchar e intentar entender. Se pueden brindar muchos significados de la palabra cultura, pero ante todo, la cultura es diálogo. Por medio del diálogo entendemos al otro y en el intercambio de conceptos podemos llegar a las soluciones que más convengan a las partes en conflicto. Los llamados a dialogar no están honrando este principio básico de la cultura. No piensan en la facción contraria, solamente la juzgan en su desinformación, haciendo alarde de sus recursos cognitivos, taladrando al “enemigo”, sin darse cuenta que esta facción contraria es la que se atreve a hablar, llevados por sus creencias, gozando de la anuencia de millones de peruanos no necesariamente evangélicos. Por ello, no nos debe sorprender lo que ocurrirá el próximo 4 de marzo: una población de millones en las calles, que hará palidecer a las marchas en las que participan nuestros pensadores, intelectuales y activistas pop.
Hizo falta convocar mesas de diálogo desde hace mucho tiempo. Saavedra fue un excelente ministro. Como persona informada sé de los profundos cambios que llevó a cabo en los circuitos de su cartera ministerial, pero cometió el error de no consultar sobre los cambios que pensaba hacer en el currículo escolar. No quiso ni le interesó dialogar con los educadores que pensaban en contra de sus postulados pedagógicos. Este diálogo debió darse hace tres años, con el suficiente tiempo para analizar, cruzar información y discutir. Eso se debió hacer. Pero como no ocurrió, ahora somos testigos de lo que vemos a diario: un festín de intolerancia.

viernes, febrero 17, 2017

622

Me levanto temprano. El jugo de naranja y el café para empezar la mañana. Pasos previos para el duchazo.
Una vez listo, abro un archivo en Word para la reseña de la buena novela Geografía de las nubles de Luis López Aliaga. Aunque antes de teclear, decido releer algunas páginas de esta novela que, para su mala suerte, ha sido muy mal promocionada por estos lares, puesto que es mucho más de lo que consigna de Chocano. Pero bueno, también sé que no puedo esperar mucho de nuestro maravilloso periodismo cultural
Acabada la relectura, recuerdo el periplo de anoche, cuando me dirigía al Centro, viéndome obligado a bajar del taxi porque el tráfico estaba más insoportable que de costumbre, a causa del cierre de calles y avenidas. La razón, simple: La marcha contra la corrupción.
Es lo mejor que se puede hacer. Bajarse del taxi y caminar. Llamé a Charlotte para decirle que llegaría algo tarde. Y creo que llegué más tarde de lo pensado, porque caminé despacio, cuidándome de no sudar, con mayor razón cuando has olvidado tu mochila en casa, en donde aparte de libros, llevas también los bloqueadores. Así de fregado me encuentro, hasta de noche debo usar bloqueador.
Cuando llegué al Palacio de Justicia, un penoso sentimiento se apoderó de mí. La realidad era la que valía, lo demás es genuina demagogia: la marcha fue un fracaso.
Poca gente. Poco ánimo. Mucha politización. Y hasta donde sé, luchar contra la corrupción va más allá de preferencias ideológicas y políticas. Una marcha como esta, tan necesaria en estos tiempos de destapes, tiene que ser capitaneada por personas y colectivos libres de señalamientos. Desde la promoción de la misma, varios hablaron de ella, arrogándose una autoridad que solo confiere el oportunismo rancio, tal y como lo hizo la simpática e inteligente Verónika Mendoza. Con su injerencia, una necesaria marcha como esta se maculó, impresión también compartida por muchos simpatizantes de izquierda. Mendoza, antes de liderar causas justas, tendría que aclarar lo de las agendas de su ex amiga íntima Nadine Heredia, también mejorar su discurso político, que obedezca más a principios, no a temores de “sacadas en cara”, porque temor es lo que signa su tibio discurso, que la lleva a mostrarse laxa y servil y distraída, a saber: la situación de los presos políticos en Venezuela. 
El día se pinta en su cauce habitual, pero la presencia de una cucaracha virtual quiebra el orden de mi Facebook. La cucaracha virtual hace lo suyo: me menta la madre, y se da tiempo para insultar a otros autores en sus propias cuentas, todo en menos de cinco minutos, al punto que uno de ellos lo manda a la genitalia de su madre. No puedo hacer captura de su insulto, pero otra punta ya lo ha hecho y lo testimonia en los comentarios. Entonces le mando un Inbox a “Cachetada nocturna”, y le digo para hoy en la noche. “Cachetada” acepta el reto. Pero cambia de parecer cuando le sugiero que vaya solo y que solo me eximiré de sacarle la mierda si se porta con una donación pecuniaria con el albergue de niños de Piura. Entonces “Cachetada” desaparece de la fas virtual, anula su cuenta de Facebook. Me quedo unos segundos más, a ver si regresa al paraíso artificial, pero “Cachetada” ha desaparecido. Bueno, aunque sea que se porte con la donación. Tiene que hacer algo, porque podrá salvarse de mí, pero no de la furia de Niunamenos, menos de Conmishijosnotemetas. 

jueves, febrero 16, 2017

apoyo a cardenal

Luego de un día consagrado a la música y la lectura, decido dar un par de vueltas por las esquinas. Pero antes hay que nutrirse de información, es menester averiguar qué es lo que viene pasando en el mundo. Hay que abandonar la burbuja de cuando en cuando.
En este acopio de info me entero de la putada que le están haciendo al poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal. Porque eso es: una putada proveniente de las mismas entrañas de un gobierno de izquierda, dirigido por Daniel Ortega, un ex luchador social convertido en un dictador zurdo a la usanza del estilo Siglo XXI.
Pero lo que me sorprende, aunque en realidad no debería sorprender, es el apoyo que viene recibiendo el poeta de 92 años, apoyo no suscrito a principios ideológicos ni políticos, sino dependiente de una esencial solidaridad. A las cosas hay que llamarlas por su nombre: el abuso es abuso, sin importar de dónde provenga este, así de la rancia derecha o de la izquierda periclitada.
Así como hay políticos peruanos de izquierda que cuidan mucho sus palabras para condenar lo condenable, también están los escritores que cuidan sus palabras para condenar o elevar una queja, más aún cuando el destinatario de la crítica es una figura de la izquierda latinoamericana, tal el caso de Ortega, que en algún baúl debe tener guardado los principios sociales por los que dice luchó toda su vida. 
Lo que esperaba, sí, era el apoyo masivo de nuestros escritores locales, teniendo en cuenta su preferencia por los ideales de izquierda, pero luego me di cuenta de que muchos de estos especímenes tienen direccionado su pensamiento crítico, o mejor dicho, la indignación del mismo. Como señalé, esperaba, a causa de las horas del fallo judicial que perjudica a Cardenal, ser testigo de manifiestos y adhesiones, pero no. Cardenal es poeta. Ortega un dictador de izquierda, es decir con poder, y ya sabemos contra qué no luchan nuestros escritores, muchos de ellos autodenominados reservas morales.

miércoles, febrero 15, 2017

Entrevista a Mónica Ojeda

Cuéntanos primero sobre el proceso de escritura de Nefando. Te lo digo porque es posible detectar una madurez, entre el equilibrio de la construcción y la temática de la novela. Esta es la primera impresión que me deja la lectura.

La verdad es que soy una escritora caótica, así que te mentiría si te dijera que tenía un esquema o una ruta definitiva cuando empecé a escribir la novela. Mi proceso de escritura es abrazar el caos que hay en mi mente (que es muy grande y siempre gana todas las batallas), y darle su espacio para luego trabajar con él. Es decir, el orden vino después de que le permití al caos desatarse y ensuciarlo todo. Por eso, escribí Nefando con apenas unas cuantas intuiciones: sabía que quería escribir sobre experiencias físicas y psíquicas difíciles de palabrar, sobre la infancia y lo expuestos que estamos a la violencia en esa época, sobre la Deep Web… Había, incluso, pensado ya algunos personajes, pero no tenía idea de qué forma iba a tomar todo al final. Fui haciendo el camino sobre la marcha, así que fue 50% planificación y 50% improvisación. Me gusta escribir de ese modo. Me gusta que la escritura sea un proceso de descubrimiento y de asombro.



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621

El lunes, en la tarde noche, mientras caminaba por el Malecón Harris, vi lo que más de una amistad me decía de los crepúsculos, en especial para los que viven cerca del mar: la poética maravilla de los tubos de nube, que generan un impacto entre lo lúdico y lo tenebroso. Bastaba ver cómo quedaba la isla San Lorenzo, a la que inmortalicé en mi Instagram. Claro, más de uno podría decir que este impacto visual es cosa de todos los veranos, pero no. El cambio climático viene generando esta clase de espectáculos que bien haríamos en aprovechar.
Luego de la contemplación del crepúsculo y alucinar que la isla cercenada podría motivar más de un relato de terror, me encaminé al Juanito, pero no por unas chelas, sino por algo simple, nutritivo de acuerdo a las exigencias del capricho: una Coca Cola y un pan con jamón del país. Sin embargo, mientras caminaba no podía ser ajeno a la indignación que me producía el Cristo del Pacífico, el regalo de Odebrecht al Perú durante el segundo gobierno de Alan García. Verlo iluminado, como si fuera una presencia benigna, no era más que una burla, una burla al trabajo honesto de millones de peruanos. No resulta gratuita la ola de indignación que viene motivando más de una protesta.
Si yo fuera el alcalde de Chorrillos, lo sacaría del espacio que ocupa en el Morro Solar, sin importar si me compete hacerlo o no. Si no tengo la suficiente moral para llevar a cabo ese acto, por lo menos me animaría el aplauso social de cara a las próximas elecciones municipales. Un acto como ese generaría más de un adhesión ciudadana. Hay que pensar, pues.