domingo, marzo 31, 2013


domingo, marzo 24, 2013


miércoles, marzo 20, 2013


lunes, marzo 18, 2013

'En la cárcel de Falconer' de John Cheever





Días atrás decidí ordenar mi biblioteca. Mientras colocaba los libros en los nuevos anaqueles, encontré una novela que compré en una perdida y lejana noche del segundo lustro de los noventa. Por aquella época devoraba todas las películas de La Filmoteca de Lima, cuando esta quedaba en el lugar que nunca debió abandonar: El Museo de Arte. Estaba desconcertado, la película, la tercera del día, La noche, de Michelangelo Antonioni, me había dejado con más preguntas que certezas.

Cada vez que salía de la filmoteca, casi siempre pasadas las diez de la noche, o bien me dirigía al centro o a mi casa. Esa vez me decidí por la segunda opción. Y cuando eso ocurría, caminaba hacia el paradero de la Av. Wilson con Paseo Colón. Allí, en un espacio de treinta metros de vereda, se ubicaban algunos vendedores de libros. Me ponía a ver someramente los títulos, la mayoría de los cuales no despertaban mi interés. Pero lo hacía, ya que abrigaba la esperanza de encontrarme con el “Gordo” Padilla, que sabía de títulos, y bastante, pese a no tener una voraz costumbre lectora. Nunca fuimos amigos, pero sintonizábamos en ciertos temas y cuando me lo encontraba le pedía que me consiguiera algunos libros. El tipo prestaba atención a lo que le decía, como la vez que le hablé de mi creciente interés por la narrativa norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, o sea, Malamud, Bashevis Singer, Bellow, Himes, Kerouac, Wolfe y demás.

Cada vez que lo hallaba sabía que algo bueno, o quizá muy bueno, me llevaría a casa. Y esa noche de tentadora lluvia y creciente frío y salvadores cigarros, él me alcanzó, como si hubiese estado esperando mi llegada, En la cárcel de Falconer de John Cheever (1912 – 1982).

“Este es norteamericano. Parece que es bueno”, dijo.

La novela venía en formato de bolsillo, por cuenta de Ultramar Editores, 1980. No tuve necesidad de revisar sus páginas. Me bastaba con que estas no se desprendieran. Compré ese ejemplar y otros más. Al rato le hablé al “Gordo” de la película de Antonioni. Él también la había visto, muchos años atrás.

Al llegar a casa, me puse a escuchar música. Me tendí en la cama con la idea de picar algunas páginas de la novela de ese autor que desconocía por completo. No sé desde cuándo soy un animal de costumbres, me recuerdo leyendo tres o cuatro libros a la vez, turnándome, como quien busca un respiro inquieto entre título y título, pero me mantuve en las páginas de Cheever hasta bien avanzada la mañana, y no porque estuvieran muy bien escritas, que indefectiblemente lo están, sino debido a una extraña sensación que me transmitían, sensación, digamos, de acelerado hastío existencial, que despertaban en mí la frustrada intención de grito, grito de odio y rabia, experiencia que hasta esos instantes solo me habían deparado los cuentos de Onetti.

Cheever nos presenta la disección de la fisonomía moral de Ezekiel Farragut. Farragut es bisexual, es profesor, es sumamente inteligente, está casado con Marcia, con quien tiene un hijo llamado Peter; Farragut se encuentra en la cárcel de Falconer, condenado a diez años, por haber asesinado a su hermano.

En el presidio nuestro protagonista pasará revista a su vida, una vida marcada por la depresión y la carencia de plenitud vital, que aprendió a combatir en la guerra, en cuyo contexto empezó su adicción a las drogas, siendo su desaforado consumo lo que lo mantenía en un nivel aceptable de interacción social, logrando de esta manera lo que sin ellas: ser un individuo más.  Lo peor de la condena de Farragut no es perder el amor, si es que alguna vez lo hubo, de Marcia; ni el cariño de su hijo que sencillamente no lo quiere ver; ni el constante abuso de los carceleros; ni conformarse con los romances ocasionales que pueda tener con otros presos; ni la suciedad presente en cada centímetro de las paredes de Falconer, sin contar a la población de gatos que doblega a la de los reclusos, gatos que ahuyentan ratas y ratones, pero que a cambio del favor, dejan el asfixiante hedor de sus orines… Lo peor de la condena de Farragut es su forzado alejamiento de las drogas, no tenerlas como instrumento de adaptación. Sin embargo, este personaje, desde ya emblemático y que tranquilamente podríamos situar con el Bob Arctor de Una mirada a la oscuridad de Philip K. Dick y el Alexei Ivanóvich de El jugador de Dostoievski, y gracias a la maestría narrativa de Cheever, que aquí recoge lo mejor en estilo de Chéjov y Fitzgerald, se abre de ese cerco para convertirse en metáfora de la ansiedad.

Por eso, no estamos ante una novela sobre la experiencia carcelaria, menos sobre la abstinencia de las drogas, que bien pudo ser, y hasta cierto punto parecer. La abstinencia de las drogas es un pretexto, una estrategia narrativa que le permitió al autor calar en lo que le interesaba: la ansiedad como tópico universal, ansiedad que desmenuza y destruye el ADN emocional de cualquiera.

Durante años busqué más títulos de Cheever. Además, había averiguado de su prestigio de cuentista formado en las canteras de The New Yorker. Y por más que lo intentaba, no encontraba nada, lo cual me exasperaba porque siempre me he considerado un eficiente “busquero” de libros. Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar desde inicios de la década anterior. Hoy en día sus libros están a la mano y no hay justificación alguna para no leerlos. No leer sus novelas, no leer sus cuentos, no leer sus diarios es, sencillamente, darle la espalda a la gran literatura.

viernes, marzo 15, 2013


miércoles, marzo 13, 2013

En BS 4: Entrevista a Rodrigo Fresán



Para el cuarto número de Buensalvaje tuve la oportunidad de entrevistar al escritor argentino Rodrigo Fresán.

Sobre la entrevista como tal, soy el menos indicado para dar una opinión. La entrevista está y son ustedes, potenciales lectores, los que deben desmenuzarla. Sin embargo, no me sentiría nada bien si paso por alto la generosidad intelectual y discursiva de Fresán y la buena onda de siempre de Dante Trujillo.

En los próximos días haré un post sobre esta nueva edición de la revista.

Pueden leer la entrevista aquí.

lunes, marzo 11, 2013


sábado, marzo 09, 2013


miércoles, marzo 06, 2013

lunes, marzo 04, 2013

'Relámpagos sobre el agua' de Guillermo Niño de Guzmán






Cuando leo sobre literatura, prefiero los textos de respiro impresionista. Durante buen tiempo me preguntaba qué queremos decir cuando decimos “impresionista”. Hasta donde sé, su uso es muy frecuente entre los celadores de la literatura cada vez que emiten una opinión desfavorable sobre uno de corte académico. En lo personal, no tengo ningún problema con este tipo de discurso, no tiene nada de malo que la jerigonza teórica sea entendida por un universo reducido. El problema radica cuando se les ubica por encima de los de divulgación. Con este tipo de arbitrariedades jamás estaré de acuerdo.

Días atrás estuve leyendo Psychotic Reactions And Carburetor Dung del legendario crítico de rock Lester Bangs. En sus páginas una postura iluminó aún más mis noches de insomnio: “Siempre estaré a favor de la Verdad Emocional”.

Escribir con el corazón y la mente, desde la más caprichosa susceptibilidad para dar cuenta de los libros, discos y películas que nos han gustado o no. Obviamente, la Verdad Emocional, o impresionismo si gustas, puede quedar delimitada hacia aquello que te arrobó, como a lo que no, ejerciendo si es el caso, y en todo derecho, un ajuste de cuentas. Me uno, entonces, y salvando las distancias, a los que ejercen esta opción discursiva, como Harold Bloom, Ignacio Echevarría, James Wood, Enrique Vila-Matas, Christopher Domínguez Michael, Rodrigo Fresán, Ricardo Piglia y Alejandro Zambra, que han hecho y hacen crítica literaria desde el terruño de la Verdad Emocional.

En esta tendencia la literatura peruana se ha visto beneficiada con una más que interesante serie de títulos que recomiendo: El sol de Lima de Luis Loayza, Celebración de la novela y El pacto con el Diablo de Miguel Gutiérrez, Sueños reales de Alonso Cueto, Viaje de ida de Fernando Ampuero, La estación de los encuentros de Peter Elmore, La caza sutil de Julio Ramón Ribeyro y La verdad de las mentiras de Mario Vargas Llosa. Títulos rubricados por un exquisito espíritu de divulgación.

Pues bien, Relámpagos sobre el agua (Jaime Campodónico, 1999) me resulta excluyente. Antes de leerlo, ya me consideraba un declarado seguidor de su autor, Guillermo Niño de Guzmán (Lima, 1955), a razón, obvio que lo deduces, del magnífico cuentario Caballos de medianoche (1984), de lejos el mejor primer libro de autor peruano en décadas.

No tengo la costumbre de meter mano a mis libros, pero mi ejemplar de Relámpagos… debe ser uno de los más subrayados. Lo leí en una época adrenalínica en que leía con una voracidad desordenada, época que me deparó grandes lecturas, como también de las otras, puesto que también leía estupidez y media por el mero orgullo de acabar un libro. En este sentido, Niño de Guzmán orientó mis lecturas y relecturas. Y ahora puedo decir que lo mucho o poco que sé de literatura contemporánea, se lo debo en buena medida a ese ejemplar que llevé por dos años, dentro de mi mochila, a cualquier lugar que iba, en especial a librerías y bibliotecas. Era mi biblia y no me separaba de ella.

El autor la hace fácil. Nos habla de los libros de sus escritores favoritos. A diferencia de otro título suyo del mismo corte, La búsqueda del placer (1996), en este no hay plumas peruanas, sino latinoamericanas (Onetti, Cortázar), norteamericanas (Hemingway, Faulkner, Fitzgerald, Miller, Kerouac, Ginsberg, Bukowski, Capote, Salinger, Carver), francesas ( Rimbaud, Celine, Genet, Malraux), japonesas (Endo, Oé),  inglesas (Durrell, Lowry),  una española (Muñoz Molina), una escocesa (Stevenson), un ruso (Aguéev) y una sudafricana (Gordimer)… Veamos bien esta constelación: sin exagerar, estamos ante una auténtica bomba Molotov capaz de activar la curiosidad lectora de quien sea. En esa lista hay para todos los gustos. Nos topamos pues con una irrefutable prueba de pluralidad literaria. Es por ello que nos resultan adictivos los acercamientos a voces tan distintas como Kerouac y Gordimer, Ginsberg y Malraux, Genet y Oé… En cada uno hay un despliegue de generosidad informativa y rigurosidad valorativa que retumba en nuestra mente aún después de haber retumbado. Queremos leer a cada pluma consignada, leerlo todo en el acto. Además, Niño de Guzmán siembra datos, no solo literarios, de sus autores favoritos, entonces la bomba Molotov se convierte en una tóxica telaraña invisible de referencias bibliográficas que encuentran cobijo en nuestra memoria lectora.

Por ejemplo: “Onetti: historia de un viejo lobo” debe ser uno de los más crudos retratos que haya leído sobre el hacedor de La vida breve. Como bien tenemos que saber, Hemingway es el autor insignia de Niño de Guzmán, pero también lo es Onetti, cuyo hastío existencial recorre todas las páginas de su celebrado primer libro. En más de un pasaje, nuestro voraz lector brinda un tributo abierto al uruguayo, identificándose con él, pero se trata de un tributo ejercido desde el trauma, el mal recuerdo, una especie de castigo por haberse acercado a su obra a edad temprana; es que, según él, para leer a Onetti se necesita algo más que curiosidad, algo que hoy en día superficialmente llamamos “experiencia de vida”.

Esto es lo que dice luego de releer a Onetti para escribir su artículo: “Su relectura me ha llenado de melancolía, de pesadillas, de malos recuerdos… Nostalgia del fango, suelen llamarla… La sentí aquella noche aciaga que asistí a la inmolación de un amigo con una mujerzuela en un night club de mala muerte, luego de la boda de la mujer de la cual estaba enamorado, cuando en realidad era yo quien aspiraba a ese acto de expiación. La sentí también esa otra madrugada en que quise ahogar una pasión desatinada entrando al mar en plena oscuridad, buscando la corriente que me arrastrara consigo. Como sin duda la sentí aquella vez que fui en pos del fin en mitad de un túnel, luego de dos meses de languidecer en una cama sin posibilidad alguna de levantarme”.

La lectura acuciosa y pasional es también una labor detectivesca. El verdadero lector es un detective. Y lo que tiene que descubrir no es un desenlace, menos la costura narrativa, ni hablar de la biografía del estilo. Lo que halla y descifra un detective como Niño de Guzmán son esos instantes de revelación que nos reconcilian con la vida, instantes de revelación de la representación del teatro de la realidad y que aparecen ante nuestros ojos como maravillosos e imperecederos relámpagos sobre el agua.