jueves, junio 28, 2012

domingo, junio 24, 2012

Cinco años de 'Generación Cochebomba' de Martín Roldán Ruiz



Texto leído el sábado 23 en La Casa de La Literatura Peruana, a razón de los cinco años de la publicación de la novela Generación Cochebomba de Martín Roldán Ruiz. Junto conmigo, estuvieron en mesa Angelo Prado, Carlos Torres Rotondo y el autor.

...



Lo mejor es empezar por las verdades contundentes: Generación Cochebomba, de Martín Roldán Ruiz, quedará como una de las novelas más ambiciosas y logradas del decenio 2000 – 2010. Novela coral y sucia a la vez. Novela de historia e historias. Novela de sensibilidad honesta, de esas que aparecen, y eso, cada generación.

Antes de escribir estas líneas, me preguntaba por las circunstancias que rodearon su publicación. Al respecto debo decir que Martín es mi amigo, pero no tengo la más mínima idea de cómo fue su proceso de edición, lo que sé es que la editó él mismo. Es que seamos francos, conozco pocos casos de novelas, o libros en general, que se hayan abierto paso por sí solos. Ni Martín ni su novela recibieron la ayuda tan característica de la “otra literatura”, la de los contactos en prensa, el amiguismo del crítico y la mención, previa evacuación en el baño, de renombrados narradores locales durante una cena.

En los últimos años se ha venido diciendo que la narrativa peruana debía encontrar nuevos cauces temáticos y estilísticos. Se pensaba que ya se había dicho todo con el realismo y sus variantes, que genuinas obras maestras entregó a la tradición narrativa peruana. Era hora pues de virar el discurso, de nutrirse de autores referentes de otras tradiciones y rescatando a los peruanos que habían desarrollado una poética a contracorriente del imperante realismo. Por un tiempo escuchaba a las nuevas voces referirse a Martín Adán (La casa de cartón), Gastón Fernández, José B. Adolph, Iván Thays, Clemente Palma como influencias patentes y latentes. Leía los textos de aquellos plumíferos y me resultaba evidente que estábamos en una etapa de búsqueda, en pos de una afirmación con la que no se debía fallar. Hubo buenos saludos, y claro, algunos exagerados. Más de uno pensó que el realismo había llegado a su final, y éramos testigos de lo que podría ser la germinación de una nueva vertiente narrativa, a la que tendríamos que soportar un lustro, por lo menos. Y así fue…

Una gran novela realista urbana, publicada a mediados de los noventa, fue, sin duda alguna, Al final de la calle, de Óscar Malca. Obviamente, consignar este título demandó de este escriba una fugaz criba en su memoria. En los noventa muchos se lanzaron a publicar libros insertados en el realismo sucio, los cuales no pocos eran deleznables y el hecho que haya sobrevivido solo uno, dice mucho, pues quedó el que debió, y encomiendo a los lectores a leerlo y desprejuiciarse desde ya, puesto que el realismo sucio, o el realismo, sí tuvo algo que decir, y en lo único que quedó, se dijo mucho. Ahora, a inicios de la década pasada tuvimos la aparición de la última novela de la calle y el rock, la hoy novela de culto Nuestros años salvajes de Carlos Torres Rotondo. Con ella, más de uno le puso un gran punto final al realismo escrito por los entonces escritores jóvenes.

Cuando creíamos que el realismo, realismo sucio, realismo urbano, o cómo diablos quiera llamársele, había muerto, se publicó Generación Cochebomba. Todavía recuerdo la noche que leí la novela. El poeta Armando Alzamora me había hablado de ella. “La tienes que leer, Brother”. Y fue el mismo Armando quien me presentó a Martín en De Grot (ex Negro Negro), una noche de abril de 2008. Aquella vez se me entregaron la novela y al llegar a casa empecé a leerla. Me gustó mucho su lectura, se sentía el fuego de la prosa y un trabajo estructural valioso que pocas veces he visto en autor debutante. En los meses siguientes llegué a dedicarle al libro más de un post en La fortaleza de la soledad, mi blog. Y en esto no tiene nada que ver que Martín sea uno de los líderes centrales del Comando Sur de Alianza Lima, tal y como algunos payasos decían por ahí.

Hace un momento dije algunas palabras sobre lo que deberíamos llamar La otra literatura. Como dije, Generación Cochebomba no necesitó de esa otra manera de sacar adelante una carrera creativa. Esta novela me ha brindado la posibilidad de experimentar lo que es la justicia literaria. He sido testigo de la mejor prensa y difusión que un autor puede anhelar: la del reconocimiento del lector de a pie, del boca a boca que hizo que esta publicación sea considerada uno de los puntos mayores del realismo en la tradición narrativa peruana. Estamos, señores, ante un clásico contemporáneo, y sin necesidad de las recomendaciones de Mario Montalbetti, Julio Ortega y Mirko Lauer, a quienes debemos los mayores desaciertos sobre autores peruanos en los últimos años.

Ahora. ¿En qué radica la vigencia de Generación Cochebomba? He pensando en una posible respuesta que haga el amago de acercarnos a su lozanía y vigor proyectivo. No puedo decir que sea el lenguaje, en absoluto. El estilo de nuestro autor deviene en funcional, no es protagonista, como sí en otras novelas y cuentarios que aparecieron en el año de su publicación. La novela que hoy celebramos no pudo erigirse debido a una elasticidad estilística, de haber sido estaríamos ante una mariconada percibida como posera y llevada a puerto desde la distancia, delatada desde las primeras líneas por su axiomática falsedad. Aquí nos topamos con un destilo duro y más de las veces conciso, creando de esta manera un aliento poético fiel al mundo que quiere representar: la de una generación de muchachos perdidos, indecisos en cuanto al derrotero a seguir en sus vidas, llenos de rebeldía y seguidores de un anarquismo drogo característico de la época.

Imagino que Martín es uno y todos los personajes. Y no es lugar común decirlo. Creo que más de uno de los presentes se ha sentido más que identificado con las varias sensibilidades plasmadas en estas páginas. He pensando en qué radica la contundencia de estas múltiples configuraciones. No es novedad que nuestro autor fue un actor estelar y también de reparto de las correrías diurnas y nocturnas que nos presenta Generación Cochebomba, y es en este detalle en donde descansa la fuerza nutricia de la novela. Generación Cochebomba fue escrita desde la cercanía y la distancia. La cercanía porque Martín conocía el mundo del que iba a escribir, de la distancia porque no se adentró en la empresa bajo el imperio tramposo de la inmediatez acicateada por el entusiasmo. ¿Qué quiere decir esto? Fácil: la madurez narrativa que se ve en Generación Cochebomba es hija de su madurez personal.

No es necesario haber sido parte de los ochenta para tener conocimiento de causa de lo que Martín nos cuenta; no es necesario imaginar si hubiéramos tenido que decidir entre Sendero Luminoso, la delincuencia y el rock. No tiene sentido lamentarnos. Solo basta acercarnos a estas páginas y vivir esas vicisitudes en la experiencia de la palabra, experiencia deparada por los genuinos escritores de raza.

Muchas gracias.

viernes, junio 22, 2012

miércoles, junio 20, 2012

Fiel reportaje, gran novela



Desde hace una semana vengo leyendo, releyendo y revisando pura literatura peruana. Tuve que hacer una pausa en mis lecturas placenteras, que no son necesariamente de ficción; estoy devorando ensayo, historia y rock. Sin embargo, hay responsabilidades que uno tiene que cumplir, no me gusta dejar nada para el final, detesto hacer en un par de días lo que pude en dos semanas. La razón: el martes 26 de junio tendré un diálogo público sobre Literatura peruana actual con la literata chilena Lucero de Vivanco en el Centro Cultural de España de Santiago de Chile.

En la documentación uno descubre lo que no es, se fue al tacho la idea de lector desordenado que tenía de mí, puesto que por esas cosas de la vida, involuntariamente tengo cientos de fichas con anotaciones de los libros de autores peruanos que he leído. En algunos casos me sorprendo, algunas de estas fichas datan de 2003. Cuando me comunicaron que no tenía que leer un texto en el diálogo (por eso es diálogo, pues), literalmente tuve que desahuevarme. Tengo hartos problemas para expresarme en público, es por eso que siempre hago uso de textos durante las presentaciones. De esa manera siento más seguridad, no se me nota el tartamudeo y en especial las interminables digresiones que a más de uno le ha hecho pensar que asisto dopado.

Ordeno las fichas en función a lo que hablaré. Narrativa peruana de la violencia política. Nuevos narradores peruanos. Herramientas virtuales. Nuevos poetas… Y llega el momento de la pregunta: ¿sería bueno dedicar algunos minutos a los escritores de no ficción? No lo pienso mucho. La respuesta es sí. La no ficción, al menos para mí, es también literatura. Y en ese campo hay publicaciones, digamos, más que interesantes. Es más, no pocos de estos escribas demuestran más dominio de las técnicas narrativas que aquellos que escriben ficción.

Entonces me concentro en la no ficción. Hago mi criba personal, de los nombres que sí o sí voy a consignar. Pero abordar este terreno te obliga a indagar en su tradición. Y allá voy. Me dirijo a los anaqueles y busco textos referenciales. Por ejemplo, por allí veo a Jorge Salazar, Julio Villanueva Chang, Ricardo Uceda… Sigo buscando y encuentro El caso Banchero (Barral Editores Peruana, 1973) de Guillermo Thorndike (1940 – 2009).

Tengo dos horas y media libres.

Suspendo lo demás. Dejo de lado las fichas. Apago el celular. Llamo a Yesenia para decirle que yo cerraré la librería. Desconecto el teléfono. Y pongo el cd Animals de Pink Floyd, a bajo volumen y en Repeat.

A releer o picar un par de centenares de páginas.

El tiempo vuela. Y me hago otra pregunta: ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para asignarle al gordo Thorndike el lugar que merece en la literatura peruana? La primera vez que supe de él fue por medio de El pez en el agua de Vargas Llosa, en donde nuestro Nobel literalmente trapea el piso con su cabeza. Los párrafos que le dedica son letales, duros y, aunque joda, verdaderos. Thorndike fue un gran escritor al servicio del Mal. Sus pecados políticos siguen siendo imperdonables para algunos celadores de las buenas costumbres y lo políticamente correcto. Sin embargo, no pocos le reconocemos y admiramos su dimensión de trabajo. ¿Cómo pasar por alto su biografía de Miguel Grau, o sino El año de la barbarie, Manguera, La revolución imposible y más y más?

Se supone que uno es un lector maduro, no puedo caer gratuitamente en exageraciones. Pero soy todavía presa del hechizo de las páginas que acabo de recorrer. Lo piensas una y otra vez, y te rindes ante una verdad, o la tuya: que este libro es una obra maestra. Y la comparas, pues, con otros históricos tacazos de no ficción, como A sangre fría de Capote, y dices entredientes que lo de Thorndike es muy superior. Solo hay que cambiar algunas cosas, para empezar: olvidarnos que ECB está ambientado en Perú.

Se ha hablado mucho de la maestría reporteril del autor, la cual despliega al momento de armar los inicios de Banchero, destacando su capacidad de trabajo, consignando la leyenda que otros tenían de él, “El Hombre no duerme, siempre está haciendo algo”. En apariencia, en los capítulos iniciales no pasa nada, lo que a fin de cuentas es una táctica, ya que se prepara el conflicto con una atmósfera sucia y rutinaria, con olor a calle, a piel sudorosa, centrada en aquellos que rodean al Hombre, cosa que se ingresa con fuerza a los tejes y manejes de su asesinato. Hasta antes del asesinato, ocurrido el primero de enero de 1972, Thorndike nos presenta un relato real, con datos perfectamente sustentados. Sin embargo, me lo imagino al gordo en problemas para barajar las teorías de este crimen que conmocionó al país. Muchas versiones se manejaban al respecto, había intereses políticos y económicos que jugaban en contra de las investigaciones, porque a nadie, relativamente pensante, daba por sentado que Juan Vilca, un hombrecito de metro y medio, haya doblegado, torturado y asesinado a alguien infinitamente más alto que él, y de paso violar a la secretaria que el empresario había llevado a su residencia en Chaclacayo para recibir el nuevo año.

¿Cómo relatar el crimen del que todos hablan?, se preguntó seguramente el gordo. No estamos ante una inquietud pasajera. De su respuesta y la ejecución de la misma dependía el avance de su investigación, si la dejaba a media caña o no. Entonces el autor decide seguir, pero en lugar de apostar por la polifonía, tal y como lo había llevado a cabo en el discurso sobre el imperio de Banchero, ahora apuesta por centrarse en José Santos Chichizola, el juez encargado del caso. Quiso la buena fortuna que el escritor lo conociera desde adolescente, con sus virtudes y defectos. Es por ello que su configuración nos lleva a un hombre honesto, a un ser humano convencido de los ideales de justicia, que tiene que enfrentarse a los circuitos secretos de poder que presentaban más de una traba. ¿Por qué nadie quiere saber la verdad? ¿Cuánto dinero está corriendo en esta cadena de mentiras?, pero sobre todo: ¿A quién se está protegiendo?

Thorndike reúne apuntes y entrevistas y se lanza a la máxima de la creación literaria: a la especulación de los hechos. Ya no le tiene que ser fiel al periodismo, sino a su propia inventiva, al novelista recio y sin escrúpulos que nos desnuda la podredumbre del poder judicial,  poniendo de manifiesto las fibras laxas del espectro político nacional.

El caso Banchero. Reportaje de largo aliento. Novela negra. Novela enigma. Novela de espionaje. Novela sobre nazis. Novela social.

No tienes que romperte la cabeza pensando en el género. Lo que vale es sumergirse en sus páginas y salir de ellas indemne.

domingo, junio 17, 2012

jueves, junio 14, 2012

martes, junio 12, 2012

El mejor Ampuero




Leo algunas nuevas publicaciones peruanas de ficción y no ficción. Lo hago mientras hago otras cosas y pienso que sería mejor concentrarme en esas otras “cosas”. Anoche cerré uno de esos libros. No podía más y tenía que buscar alguna reconciliación con el día. Es así que me dirijo a los anaqueles y empiezo a revisar. Aunque sea un cuento o relato de valía debe haber entre tantos lomos. De estos destaca uno de color verde.

Lo conozco.

Se trata de Gato encerrado (Peisa, 1998), el libro de crónicas, entrevistas y reportajes de Fernando Ampuero.

*

−¿No crees que Ampuero es un mal escritor? –me preguntó un par de noches atrás un joven teórico literario de 48 años. Bebíamos cervezas y estábamos a la espera de una pizza de chorizo.

−¿En qué sentido?

−Todo lo que escribe es malo− afianza su postura el teórico.

*

Prendo un Pall Mall rojo y mi idea inicial es revisar el libro. Picar alguna entrevista o crónica. A la hora me doy cuenta de que voy más de la mitad. Entonces decido seguir adelante y completar la relectura.

*

−Bueno, Ampuero no es mi narrador favorito. Sin embargo, tiene cuentos que me han perseguido por buen tiempo. Hay uno que deberías leer, “Voces”. Y sus novelas, sin ser la gran cosa, son risueñas.

−Ya, pero Ampuero es malo –vuelve a la carga el teórico.

−Una pregunta, estimado.

−Por favor, dime Gabriel.

−¿Has leído a Ampuero?

*

A diferencia de otras publicaciones, Gato encerrado se mantiene con mucha vida, el autor destila conocimiento de causa de lo que escribe, una “verdad” que hoy en día se encuentra poco. O sea, no hay duda de que los textos peruanos de no ficción atraviesan un momento expectante, se escribe bien y hay varias publicaciones que corroboran esta eclosión, pero estas no pueden limitarse a los logros en cuanto a lenguaje −¿habrá quien crea que un texto, sea literario o de no ficción, se justifique por el solo hecho de estar bien escrito? – ni a los cruces de información que estos trabajos requieren.

Sumemos también los recursos de ironía y humor de los que Ampuero hace uso, por momentos, pareciera que funge de gran anfitrión, de alguien que te invita una fuente de chita frita, más cervezas heladas, para dar paso a sus anécdotas. Ese tono es el que se impone en las cuatro secciones de GE: “Sobre mitos y escándalos”, “Vidas soñadas”, “Bucles, retratos, pañuelos” y “Ronda de seductores”.

*

−Contesta, carajo. ¿Has leído a Ampuero? –me revientan los largos silencios después de una pregunta.

−Por supuesto que sí. En la universidad lo hemos estudiado. Le hemos sacado la mierda a sus mamarrachos.

−¿A qué mamarracho de Ampuero le han sacado la mierda?

−A todos, Gabriel. A todos. Ese tipo no tiene compromiso político, social, es frívolo. Su prosa es pobre.

−¿A qué libro le han sacado la mierda?

−¿Por qué defiendes a ese tipo?

−No lo defiendo. Pero noto que tu valoración parte de un prejuicio. Juraría que jamás lo has leído y que repites como loro lo que algunos dicen de él. Mezquindades literarias no van con este pechito. Ampuero no Hemingway, lo sé. Pero tampoco es un pésimo escritor. Se trata de un playbloy, ahora jubilado, al que le gusta escribir.

−¿Me estás diciendo acomplejado?

−Sí. Acomplejado y prejuicioso.

−Pero ese tipo siempre ha estado en los medios. Es una mentira del mercado, un producto de las grandes editoriales.

−Refresca tu memoria. A Ampuero lo echaron del Comercio peor a que a un perro sarnoso. ¿Te acuerdas de los Petroaudios, no? Contesta, ¿te acuerdas o no?

−Sí.

−Entonces de dónde sacas lo de la falta de compromiso. No hay que usar un polo sucio rojo de PCP, o uno del Che, para tenerlo… El pata no es santo de mi devoción, pero su actitud de firmeza moral ante un acto de corrupción mayor, habla bien de su ética personal.

−Ya, pero igual, tiene ayuda de los medios.

−Al tío no lo veo en El Comercio desde hace tiempo, ni siquiera aparece en el crucigrama de El Trome.

−Es un argollero. Cuando estuvo en El Dominical promocionaba a sus patas.

−Lo que recuerdo es que rescató El Dominical. Antes de asumir la dirección, el suplemento sí estaba corroído por una argolla huachafa, en donde se leían textos de presentación disfrazados de reseñas, entrevistas que antes habían sido publicadas en webs y el favoritismo a ciertas editoriales, no grandes, sino independientes. Es verdad, con Ampuero también hubo argolla, pero esta venía con estilo. El tío le puso nivel al Dominical y eso no lo consigue cualquiera, se notaba la mano del periodista.

−Ya, ya. Ampuero es maravilloso.

−Ni cagando. En El Dominical permitió la publicación de un par de reseñas que me enfermaron. Nunca había visto tamaña muestra de sentimiento menor –dije.

−Ampuero es un producto de los circuitos secretos que dirigen la cultura en este país de mierda –hice memoria y no habíamos tomado más de dos chelas. Tenía que ser cauteloso, lo peor no es enfrentarse a un posible borracho, sino a un resentido colérico.

−Bueno, sin ayuda del Comercio, su última novela El peruano imperfecto va por la tercera reedición. Creo que por algo la gente lo sigue leyendo, ¿no? Repito: Ampuero no es Hemingway, ni Salinger, ni Fitzgerald. Pero lo que escribe gusta a la gente. No le veo nada de malo a ello.



*

Los textos incluidos en la publicación aparecieron en su momento en la revista Caretas. Hay varios que aún retumban en la memoria, como “La Parada y las niñas prostitutas”, que para mí es lo más completo que se ha escrito sobre el mundo de La Parada, allí el escriba se sumerge como uno más, nos relata el paso a paso en pos de la nota, hurgando en el argot del hampa y definiendo los parámetros sobre su tópico a desarrollar. O sea, imaginen a Ampuero caminando de madrugada, sorteando a los cargadores, observando y escuchando; oliendo y, por qué no, comiendo de los potajes de las mamachas (“Madre, una sopa verde más y su porción de mote para la familia, para llevar, por fa”), mirando sin miedo a los tipos de los ajeno. En este reportaje no hay lugar a medias verdades, si lo hubiera escrito desde la distancia, el texto no funcionaría, tendría la pinta de los reportajes que vemos hoy en día en Somos. Ni hablar del perfil dedicado a Tatán, “Tatán, gángster clásico (1925 – 1962)”, en donde el escritor destila maestría narrativa.

También habría que prestar atención a sus acercamientos con Borges, Tola, Bianca Jagger y Magda Portal. Mención aparte merecen las entrevistas. Hago memoria y la que le hace en Cuba a García Márquez podría figurar entre las mejores al genial colombiano (aunque bueno es saberlo: el hombre de Cien años de soledad no ha sido muy generoso en conceder entrevistas). Ampuero se las ingenia bien para llamar la atención del Nobel, que luego de varios intentos logra desprenderlo de la compañía de Fidel Castro y su séquito. Tampoco obviemos los buenos diálogos con Ribeyro, Sábato, José Luis Cuevas, Moria Casán y el “Indio” Fernández. Esta sección de entrevistas pudo coronarse de inolvidable, que lo es en realidad, si hubiera obviado la de Allen Gisnsberg, a quien abordó en New York. Imagino a Ampuero feliz, es otra, pero también desolado al darse cuenta de que había un problema en el audio. Es por ello que la entrevista solo consta de 3 preguntas. Definitivamente, su inclusión en la sección obedeció a razones editoriales.

*

−Está bien. No he leído a Ampuero –me dice el crítico cuarentón. En su rostro se dibuja la paz de la verdad.

−Es bueno limpiarse el alma. El mundo no se te acaba si no lo has leído. Si te gusta lo que escribe, bien. Si no, no hay problema. Solo que no repitas como papagayo lo que escuchas de otros. Es por eso que la literatura peruana se encuentra hasta las huevas, no le prestamos atención a los que deberíamos: los libros.

−…

−¿Has escuchado? –nos sirven la pizza de chorizo.

−…

−Come nomás.

*
En fin, señores, Gato encerrado nos muestra al mejor Ampuero.

lunes, junio 11, 2012

Sueños de Perec



Te despiertas, sudando y temblando. No sientes cansancio, sino una pasajera y brutal curiosidad por lo que acabas de soñar e intentas dar con los detalles irracionales de los interminables segundos que terminaron sumiéndote en una ambarina perplejidad. Pero la inquietud dura poco, el día empieza y las prisas son más importantes que los vericuetos del sueño que a nada estuvo de matarte. Quieres escribir, aunque sea anotar, sobre lo que has vivido en la realidad paralela, pero no lo haces; te espera la ducha, el desayuno, los planes del día. En fin, culpa de los distractores y de nosotros mismos, consolándonos con relatar el sueño con amigos y conocidos frecuentes.

La cámara oscura (Impedimenta, 2010) no es el mejor libro del celebrado e influyente creador francés George Perec (1936 – 1982). Pero en lo personal, es el que más se acerca a su mundo, a la mente, a esa cocina canábica en la que se cuecen las cimientes de su poética, no solo proyectada en la literatura, sino también en el cine y la pintura. Documento inquieto, nada racional; suprema cólera para los realistas y amantes del 2 más 2. Por momentos cada uno de los 124 sueños resulta pesado. Hasta el más fanático de su obra se tomaría un merecido respiro, pero entiéndase la mentada pesadez como una suerte de crisol de violencia canalizada en esa morosidad poética capaz tumbar al lector más entrenado, puesto que la fuerza de los sueños se justifica en las descripciones excesivamente detalladas de los mismos. Poesía, pues, pura, en donde no hay lugar para los senderos lógicos y lecturas corridas en media hora, que nos presenta más de un lazo que delinea la radiografía de sus celebradas novelas, hallando más de un punto con la irregular El secuestro, W o recuerdo de infancia, Las cosas y la contundente Un hombre que duerme.

Las preguntas se me imponen por sí solas. ¿Me habría gustado La cámara oscura siendo un lector casto sobre la literatura de este francés? Lo más probable que no. Leí la publicación acuciado por el espíritu del fisgón, tengo el malsano vicio de ubicar los fluidos motivacionales de los creadores que admiro y este libro cumplió con expandir mi ignorancia sobre el trabajo de Perec. De lo contrario, de haber salido con inquietudes satisfechas, con respuestas redondas, mi ánimo sería otro. Los autores que idolatramos, o empezamos a idolatrar, tienen el poder de hacernos más ignorantes sobre ellos en cada acercamiento. Su fuerza centrípeta, siempre lo he creído, se solaza hasta en títulos que no gozan del saludo unánime.

La cámara oscura no es más que una estela ectoplasmática que nos impele a seguir adelante, es decir, a continuar (re)leyendo más a Perec.

domingo, junio 10, 2012

Entrevista: Leonardo Valencia


“Me interesa el punto de disonancia que la literatura tiene frente a la realidad”


En la presente entrevista converso con el reconocido narrador ecuatoriano Leonardo Valencia sobre su excelente libro de ensayos El síndrome de Falcón (Paradiso Editores, 2008).




Los textos que conforman El síndrome de Falcón fueron escritos y publicados entre 1994 y 2007. El libro se publica en 2008. Se colige entonces que hiciste una selección, y también una especie de depuración, puesto que se ubican lejos de la noticia efímera.

Sí, hubo una selección de los escritos que me parecían menos ocasionales. En realidad cuando los escribí, incluso el artículo más sencillo y digamos ocasional, siempre me preocupó que pueda ser leído con el paso del tiempo. Debe ser un defecto de oficio literario. A veces hasta en una columna de opinión, planteada la reflexión, reviso que cada párrafo esté ceñido. Esta especie de poda es provechosa, primero porque se percibe el alcance de la puntuación necesaria. Segundo porque el lenguaje, al revés de lo que parece, tiende a la expansión, prolifera que no hay manera de pararlo. Más allá de esto, la selección de alguna manera era una forma de hacer una revisión y balance de una etapa y, sospecho, mi perspectiva frente a lo que había escrito en ficción hasta ese momento. El libro se publicó el mismo año que Kazbek y con la que siento que se abrió una nueva etapa luego de El libro flotante de Caytran Dölphin.

Ahora, me resulta patente la distancia que marcas con respecto a la literatura de tu país, Ecuador. No reniegas de ella, pero dejas en claro que la narrativa de tendencia realista no ha permitido, por generación, la realización de otras opciones de narrar. Lo explicas muy bien en el ensayo que titula la publicación. La figura de Falcón, que tenía que cargar a Joaquín Gallegos Lara, figura máxima del realismo en Ecuador, por el solo hecho de sentirse importante ante los demás, deviene en una proyección brutal.

Ese fue el planteamiento de fondo que me di cuenta que subyace en todas mis reflexiones de esos años. Cuando empecé a hacer la selección de los textos constaté que los autores que abordaba –novelistas, poetas o cineastas- habían tenido una gran libertad de desplazamiento en distintas tradiciones culturales. No tuve claro desde el principio que el libro se titularía como está ahora. Fue cuando lo revisé completo que me di cuenta de esa coincidencia. Y una vez publicado entendí que, esencialmente, El síndrome de Falcón es una crítica, desde mi experiencia ecuatoriana y latinoamericana, a los nacionalismos y a sutiles formas de autocensura de corrección política. Esto me entusiasmó porque a partir de la crítica de lo propio, no del correcto elogio de la tradición nacional, pude entender mi relación con el resto del mundo. Aunque esta reflexión solo es una tercera parte del libro, en realidad es el eje central. Desde esa perspectiva mi acercamiento a la obra de autores no ecuatorianos, como Ishiguro, Ribeyro o Vargas Llosa, pasó por ese filtro. Sigo convencido de que el problema es utilizar o entronizar el realismo literario como vehículo ideal para la representación nacional. Sirve para la sociología y la historia, incluso para la historia de la literatura, pero socava esa extraña libertad del escritor que, en última instancia, no tiene una dependencia de tales ámbitos, aunque se nutra de ellos. Me interesa el punto de disonancia que la literatura tiene frente a la realidad.

Algo que me ha gustado bastante es el tono autobiográfico que empleas. Esto no quiere decir que los textos adolezcan por su susceptibilidad. Los acercamientos que realizas de Juarroz, Vila-Matas, Westphalen y Ribeyro, por ejemplo, están signados por la experiencia directa.

Es que mi punto de vista, limitado o parcial, es el de un escritor. Mi reflexión está mediada por mi propia emoción. El aparato teórico siempre es fascinante, pero es parcial y neutro. A veces la teoría levanta muros por los que no se puede ver esa verdad pequeña pero propia. Es una verdad frágil, por supuesto, pero esa fragilidad es la que le puede dar un brillo en la oscuridad de lo correcto, de lo que debe ser, de las representaciones instituidas de la cultura o la literatura. Leer, además, es una experiencia vital. No puede ser menos vital entonces reflexionar sobre la lectura.

Te acabo de hacer referencia al tono autobiográfico, lo que me lleva a saber en qué momento de tu experiencia de lector empezaste a forjar tu tradición literaria personal. En tu tradición, como se ve, hay poco lugar para los escritores ecuatorianos.

Bueno, no es tan cierto. Sí que hay espacio para escritores ecuatorianos, pero porque me fascinaron siempre y no porque necesariamente fueran ecuatorianos. Me habrían apasionado igual si hubieran sido de otros países. Mis dos autores ecuatorianos fundamentales son Juan Montalvo y Pablo Palacio. Con Montalvo hay un aspecto biográfico y cultural con el que me identifico a mi manera, pese a la distancia, por tratarse de un autor del siglo XIX. Su desarraigo, su apertura cultural, su independencia, y ese plano consciente de que estaba entre dos aguas: su naciente país y la tradición de la literatura lo sometió a situaciones que no dejan ser inquietantes, como que su libro mayor, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, lo mantuviera inédito tantos años. De hecho, terminó siendo póstumo. El siglo XIX, y el caso de Montalvo, dicen tanto de la cultura latinoamericana, que no se puede pasar tan rápido por ese siglo. Con Palacio en cambio el aspecto biográfico no me interesa tanto, pero sí su sentido literario: esa escisión que está en cualquier párrafo suyo, una especie de ironía permanente que te deja ver distintos niveles que no lo agotan simplemente en lo que cuenta sino en cómo lo cuenta y la libertad frente al medio del que cuenta. Y a quien le debo mucho es a la poesía ecuatoriana. Muchos de los poetas ecuatorianos fueron buenos traductores y por ellos empecé a leer, muy joven, poesía traducida de Verlaine, Valéry, Baudelaire, entre otros. Si tuviera que fijar un momento en el que se empezó a perfilar mi perspectiva de una tradición literaria personal, quizá el momento ocurrió a los veinte años, cuando me marché a vivir a Perú. Tenía que elegir que autores llevaría. Fueron muy pocos. Los que te he mencionado. Y entre ellos un autor con el que siempre he discutido en mis escritos: Jorge Enrique Adoum y su novela Entre Marx y una mujer desnuda, que ejemplifica el momento más crítico del síndrome de Falcón.

En “Fragmentos para un adiós a la novela” de la sección ‘Sobre la escritura’, declaras tus principios creativos en tu faceta de creador. No he leído tu novela El libro flotante de Caytran Dolphin, a la que te refieres en “Fragmentos…”, mas sí Kazbek. Sin embargo, ello no es óbice para calificarte como un narrador que avanza desde los costados, en su sentido de exploración por nuevas formas.

Es poco profesional lo que te voy a decir, pero no veo a la novela como un trabajo que hay que acabar y pasar a otro asunto. Me cuesta deshacerme de lo que escribo. Para mí una novela es una experiencia vital, incluso luego de concluirla. Envidio la capacidad de escritores que publican muchos libros, pero no es mi caso. Quizá tendría que ser más exacto: escribir es un ritmo de vida, un espacio secreto al que remito mi rutina. Sin él, no encuentro sentido. Hasta debo sentir ese extraño dolor de no haber podido escribir durante un día para sentirme vivo y reaccionar. Y cuando escribo, cuando he escrito al menos una página o un párrafo tolerable, puedo vivir mejor. Pero no puedo pasar tan rápido por lo escrito. Esto significa que cada libro es un correlato de la vida que voy viviendo, y por lo tanto repetir una forma sería hacer que mi propia vida se convirtiera en un calco de etapas anteriores. No sé si me he explicado lo suficiente, pero solo después de mucho tiempo he entendido que es cierto que escribir es una forma de vida. No sólo es cuestión de que me pueda aburrir repetir una forma –cada una de mis novelas es formalmente diferente– es que desde las entrañas me debe salir algo distinto, porque algo en mí también ha cambiado. Es una dualidad la que vivo: por una parte me interesa la reflexión minuciosa del mecanismo de cada novela, pero por otra necesito “sentir” o “emocionarme” con una forma nueva para poder pensarla y comunicar a través de ella.



¿A qué crees que se deba el silencio al que estuvo sometido la obra de Pablo Palacio? Es decir, das a entender que con él se abren nuevas puertas para los narradores ecuatorianos. Las referencias a Palacio, a la fecha en Latinoamérica, crecen cada vez más.

En última instancia lo resumiría diciendo que no sé entendió que la novela es una forma de alta poesía sin finalidad más allá que su propia expresión. El correlato desde la ubicación del lector es que éste lo que quiere es una historia y un lenguaje que funcionen por sí mismos, que lo atrapen y sumerjan en la ficción, sin que haya otros determinantes. Que en una narración están implicados muchos factores –sociales, psicológicos, históricos, políticos–, no lo discuto. Pero reducirlo a eso, es matar su ambigüedad. La escritura, la literatura, tiene que mantener su esencia de enigma expresivo, inasible siempre. Esto se malinterpreta fácilmente como una apuesta por lo lírico, por haber dicho “alta poesía”, o con lo embrollado y oscuro, por haber hablado de “enigma”. No es ninguna de estas dos cosas. Ahora bien, Palacio fue reconocido también en vida, pero fue un reconocimiento intuitivo de pocos lectores y críticos. Los dogmas lo quisieron marginar, y lo marginaron. Además de que estuvo indefenso por su final trágico. Pero sus libros demostraron que tenían ese caparazón de tortuga de la gran escritura: resistió el paso del tiempo y volvió a sacar la cabeza del caparazón cuando vinieron nuevos lectores.

Me gustaría saber cómo ves a la nueva narrativa latinoamericana, en conjunto. Uno de los varios aspectos que me gustan de tu libro es que no necesariamente se tiene que conocer la tradición narrativa ecuatoriana para entenderla. Cada país tiene su propia tradición, sus escritores luchan contra sus propias taras, no pocas veces impuestas por el oficialismo literario.

Me encantaría hacer un panorama tan vasto sobre la literatura de una veintena de países, pero sería inútil y terminaría remitiendo a tópicos muy conocidos. Sólo puedo percibir algún indicio, y es que mucha de la producción de novela ha caído en demasiadas concesiones al sistema editorial. Hay poco riesgo, no sólo en el ámbito de las historias, sino sobre todo en el de la textura de lo escrito. Hay novelas con historias interesantes, pero su lenguaje se mantiene en una media adecuada para un supuesto lector estándar. Pero esto ni siquiera es un problema latinoamericano, es un problema mundial debido a la conversión de ámbito editorial en empresas globales. En pocos escritores hay esa música perturbadora del estilo, y en quienes la encuentro resulta que son escritores lejanos al ruido literario. Pienso en Levrero, en las primeras novelas de Rey Rosa, en algunas de Oliverio Coelho o Alejandro Zambra, o en las de Ena Lucía Portela o Patricia de Souza, o en un librito de Alejandro García Schnitzer, Requena. Tienen una prosa que queda resonando y sabes o intuyes que en algún momento volverás a leerlos porque no escuchaste todo lo que dijeron. A veces esa pérdida del ritmo ocurre también en registros diferentes al de la novela. Otras veces renace, en cambio, en el ensayo.

Hace no mucho hice un post en mi blog sobre El síndrome de Falcón. En él hice hincapié en el parricidio con conocimiento de causa que se dejaba ver en tu libro. Está demás decirlo: todo escritor forma su propio canon, pero este no debe ser un salto de garrocha para con la tradición a la que se pertenece.

Por supuesto que no se trata de un salto de garrocha. Más bien es lo contrario: hay que leer a fondo la tradición del propio país y entonces saber en qué medio has nacido. Lo que no acepto es la pacatería del escritor sumiso que no sabe decir que no está de acuerdo con lo que se quiere pontificar. Peor, claro, es el que lo dice y no ha leído nada porque lo desautoriza en bloque. De eso hay mucho en nuestros países. Una de las cosas que aprovecho al vivir casi veinte años fuera de Ecuador es que puedo leer y releer su literatura sin compromisos. Sin embargo, también por el tiempo que llevo fuera, entiendo que es inadmisible, en la tradición de la lengua castellana, pretender remitirse a una sola habitación de la Gran Casa. Sería como los hikikomori japoneses que no quieren salir de su cuarto. A mí me encanta visitar las habitaciones mexicanas, peruanas, argentinas, chilenas, colombianas, bolivianas o cubanas. E incluso es fundamental salir al barrio. Entonces también aprovecho y me voy por barrios extremos. Probablemente un escritor no es el más indicado para hacer el mismo ese panorama. Lo que ocurre es que tampoco encuentro críticos o historiadores de la literatura que lo hagan bien. El tema de lo latinoamericano no es un problema de cantidad, sino que es un gran problema metodológico.

En ese post deslicé también una especulación en relación a los años que viviste en Lima. Quizá los motivos pudieron ser laborales, pero en este libro nos encontramos con más de una mención a Lima. Es por eso que dije que Lima te significó un lugar de escape y así puedas desarrollar la sensibilidad creadora que venías cimentando y que tenías amarrada.

Lima fue un accidente afortunado. Lo cierto es que yo quería marcharme de Ecuador desde que tenía 18 años. Lo intenté en Colombia –casi muero en un choque de automóvil en Bogotá– y luego en Europa, pero no resultó en ese momento. Y el día menos pensado me ofrecieron un trabajo en Lima. Te confieso que estaba aterrado porque, a pesar de que habían capturado al líder de Sendero Luminoso y el país empezaba a salir del terror, no era un destino muy buscado. Para mí fue providencial, porque me permitió esa independencia que necesitas a los veinte años y además tuve la suerte de encontrar una generación de poetas y narradores brillantes. Haber escuchado a Westphalen, a Ribeyro, a Cisneros, leer los poemarios que iba publicando Watanabe, y luego la conversación con escritores contemporáneos como Thays, Helguero, Bellatin, Patricia de Souza, Ricardo Sumalavia, Eduardo Chirinos o Fernando Iwasaki, o ese joven perpetuo que es Carlos Calderón Fajardo, lo he considerado siempre mi escuela secreta. Por primera vez encontraba interlocutores que no estaban afectados por lo que yo había dejado en Ecuador. Luego encontré en mi propio país una generación mucho más joven con la que he tenido un diálogo más o menos parecido, pero nunca igual. Nunca dejaré de agradecerle a Perú lo que me dio. Y viviría en Lima muy feliz si no fuera porque la humedad literalmente me mata de asma.

El síndrome de Falcón es, en todo sentido, un extraordinario libro de ensayos. Sin embargo, percibo que ha pasado un tanto desapercibido, como si fuera una rareza. ¿Existe la posibilidad de que se vuelva a editar?

Puede ser culpa mía. No tengo agente literario y soy un mal gestor para enviar manuscritos a editoriales e insistir. Como mi editorial ecuatoriana estaba interesada se lo di pero no me he preocupado por reeditarlo en España. Por eso me sorprende que de tanto en tanto me escriban lectores y que el libro haya tenido un camino por su cuenta. Ahora me recomiendan publicarlo en formato e-book. Aunque precisamente por lo que hemos hablado de mi experiencia peruana, donde empecé a escribir esos ensayos, sería estupendo que se reeditara en Lima. No sé por qué ahora me acuerdo de un libro de ensayos de Ribeyro que nunca conseguí: La caza sutil. A veces es hermoso saber –ahora que hay tantos, demasiados libros– que hay un libro por el que debes seguir esperando y que quizá nunca encuentres. Pero el día que lo encuentres será algo más que un día corriente. Así que espero algún día leer La caza sutil.

Fotografía del autor: Albarrán Cabrera
Entrevista publicada en Proyecto Patrimonio (Letras.s5.com)

sábado, junio 09, 2012

domingo, junio 03, 2012

Voraz y empedernido lector



En estos últimos días he estado pensando en la obra de Guillermo Niño de Guzmán, en lo influyente que ha sido en los proyectos que he emprendido. Por ejemplo: las antologías de nueva narrativa peruana que he preparado (incluyendo la tercera que se viene en julio próximo) tienen a su florilegio En el camino como sombra mayor. Y más de una vez he declarado que su primer libro Caballos de medianoche (1984) se ubica entre los mejores, en cuento, de la literatura peruana. No es para menos, a diferencia de muchos cuentarios, Caballos… se yergue en juventud y lozanía en cada relectura, no le salen canas, ni arrugas, ni patas de gallo, como a otros…

Los seguidores de la narrativa peruana sabemos que Niño de Guzmán publica poco. A la fecha lleva solo seis títulos. No es de los que asumen la literatura como si se tratara de una carrera de caballos. Uno o dos libros por década le parecen más que suficientes. Sin embargo, no todo en él es ficción, también tenemos al Niño de Guzmán articulista y ensayista. En esta faceta tiene dos publicaciones que debemos considerar: La búsqueda del placer (1996) y Relámpagos sobre el agua (1999).

En ellos yace la inquietud que siempre le voy a reconocer (y admirar): la del empedernido lector comprometido con los libros que le gustan. Quizá por su grado de ambición, La búsqueda… abrume un tanto, como si el autor hubiese apilado a la fecha todos sus textos sobre literatura, deviniendo en un resultado que linda con lo irregular. No ocurre lo mismo con Relámpagos…, en donde sí es posible constatar el buen criterio de la escogencia.
He leído a no pocos escritores escribir sobre literatura. Y solo algunos llegan a proyectar en mí el afán por conocer precisamente los títulos y autores consignados. En este sentido, le debo a Niño de Guzmán más de lo que yo podría imaginar. Este libro llego a mis manos en el momento indicado, en meses en los que me encontraba sumido en la desazón, al borde del desánimo absoluto, más o menos a fines de los noventa. Quería ser un lector metódico, ordenado en lecturas... Hice todo lo posible por serlo. Y me alegra haber fracasado en la empresa… Lo recuerdo bien: me compraron el libro en el Virrey del centro. Ese día era mi cumpleaños y como buen escorpio me lancé en la noche a devorar sus páginas.
Al menos para mí, me es un libro infinito. Me explico: durante años me sirvió de guía de lectura y he vuelto más de una vez a recorrerlo, puesto que Niño de Guzmán no solo te expone el perfil de un determinado de escritor, también te sitúa en un contexto, te recrea una época y cumple con lo que casi nadie: te contagia su pasión voraz por la lectura. Por estas páginas nos encontramos con plumas capaces de afianzar vocaciones, como Carver, Onetti, Hemingway, Cortázar, Miller, Lowry, Ginsberg, Oé, Durrell, Capote, Rimbaud, Celine, Faulkner, Salinger y demás.
De en cuando en cuando me pregunto si Niño de Guzmán viene preparando otra selección de artículos y ensayos literarios. Muchas veces su firma, ya sea en un suplemento, página de cultura o revista, me significaba el descubrimiento de un nuevo autor al que sí o sí leería en los próximos días.