lunes, mayo 31, 2010

La educación de los críticos


De Ignacio Echevarría solo he leído TRAYECTO, en el que consigna setenta reseñas –de un universo de casi trescientas realizadas por él hasta entonces-, con la que nos ofrece un panorama de lo es la literatura española contemporánea. Acepto que lo poco o mucho que sé de la literatura española contemporánea partió de esa publicación, que me sirvió de guía en principio, porque como todo trabajo de selección, están los que tienen que estar y faltan algunos nombres que con los años se han vuelto medulares o al menos para tomar en cuenta.
Lo que sí tengo muy en claro es que Echevarría tiene el requisito esencial para su labor: coherencia en la honestidad, despojado de sentimientos menores y ajeno a los revanchismos, tan característicos en el ámbito de las letras.
Es por ello que recomiendo la lectura del artículo La educación del crítico. Todo un tacle a las cuchipandas de la industria editorial.

...

Días atrás, el diario barcelonés La Vanguardia publicó una entrevista con Jonathan Galassi, veterano editor norteamericano, presidente de la prestigiosa Farrar, Strauss and Giroux. En la entrevista, Galassi se jacta de haber contribuido decisivamente al éxito en Estados Unidos de Roberto Bolaño, con la publicación de Los detectives salvajes, primero, y de 2666, a continuación. Las cosas no fueron exactamente como él dice, pero eso no importa ahora. Lo que tiene interés es la respuesta que da Galassi a la pregunta sobre las razones por las que estos dos libros no fracasaron, como supuestamente sí hicieron los anteriores del mismo Bolaño que previamente publicó en Estados Unidos la editorial New Directions. Explica Galassi que el secreto del éxito fue que “esta vez nosotros supimos preparar el momento y educar a la crítica”.
Frente a la reacción del entrevistador (“Esto no les va a gustar a los críticos...”), matiza Galassi: “Educar en un sentido amplio. Crearles expectativas, guiarles. Supimos hacerles descubrir a Bolaño...” Es fácil comprender el sentido que Gallasi da a sus palabras, pronunciadas con engolada candidez, y por eso mismo doblemente reveladoras.
Así que es tarea de los editores educar a la crítica... Hmmm.
Para encuadrar adecuadamente este supuesto, conviene recordar algo sobre lo que corren muchos malentendidos, y que Constantino Bértolo, en su libro La cena de los notables (Periférica, 2008), acierta a exponer con claridad. Dice Bértolo: “Contra lo que generalmente se piensa, la crítica no es una instancia mediadora entre el escritor y los lectores. Ese papel corresponde a los editores, cuyo trabajo consiste en proponer a la comunidad o mercado aquellas lecturas que en su opinión -criterio editorial- puedan satisfacer sus necesidades. El crítico analiza y valora esas propuestas, y por tanto su trabajo le sitúa entre la edición y los lectores. La práctica es engañosa y tiende a hacernos pensar que los críticos hablan de escritores cuando en realidad están hablando de propuestas editoriales”.
Leídas en este marco, las palabras de Galassi cobran un aire menos inocente, por cuanto admiten -reclaman, de hecho- ser traducidas al lenguaje empresarial y entendidas en términos de márketing. Esa tarea educativa a la que alude Galassi pasa a convertirse, entonces, en el conjunto de acciones destinadas a predisponer al crítico en favor de las propias propuestas editoriales, a engatusarlo, a intimidarlo, si hace falta, por medio de un alud de recomendaciones de toda suerte que crean un estado de opinión contra el cual el crítico difícilmente osará oponer su propia voz.
La graduación de dichas acciones es compleja. Las más convencionales se basan en la publicidad directa, los dossiers de prensa, los textos de cubierta, las fajas trufadas de llamativos eslóganes o de contundentes elogios, todo aquello a lo que el lector común está ya acostumbrado y que proclama la indiscutible excelencia de todos y cada uno de los libros que se publican. Luego están las entrevistas y ruedas de prensa con los autores, el intensivo incremento de su presencia mediática sirviéndose de cualquier pretexto. Entretanto, poco a poco viene importándose de los Estados Unidos el uso de los blurbs, breves juicios o dictados solicitados a personalidades de renombre a las que se procura por adelantado una copia del libro en cuestión para que, ya antes de su publicación, se sumen con entusiasmo más o menos espontáneo a la campaña de promoción. Y, antes, está la labor de fondo de los periodistas culturales, a los que se brinda generosamente oportunas ideas para artículos y reportajes que preparan el terreno y levantan expectativas (al modo en que, antes del reciente estreno de la película de Ridley Scott, han proliferado extensos y documentados artículos acerca de la figura legendaria de Robin Hood).
Es frecuente oír insinuaciones a propósito de la venalidad de la crítica, de sus corruptelas, de sus amiguismos. La mayor parte de las veces, tales insinuaciones producen más risa que irritación. Quien las hace se muestra ciego a los mecanismos que desde hace mucho suelen determinar el juicio de una crítica menoscabada, sumida en la desorientación y en la indigencia, para la que, cada vez más, el llamado periodismo cultural sirve de sucedáneo o de contrapeso.
Lo que Galassi viene a sugerir, con indisimulada satisfacción, es la creciente eficacia con que la industria editorial acierta a cumplir su empeño en reclutar a la crítica como herramienta de divulgación de sus propios contenidos, asumiendo ella misma esa tarea de instruir, de guiar previamente al crítico que, amedrentado primero, y luego agradecido, ha olvidado entretanto que era más bien a él a quien correspondía educar, guiar a los editores, tratando de hacer ver, a ellos y a los lectores, cuáles de sus propuestas guardan o no interés.

Hemil García Linares premiado


Durante el 2010 International Latino Book Awards se eligió este Mayo 25 a los libros ganadores en las diferentes categorías en el Javit Center de New York. Este año se presentaron la mayor cantidad de nominaciones desde que se creó el evento literario hace doce años.
El ganador en la categoría mejor libro debut en Español es el autor Hemil García cuyo libro Cuentos del Norte Historias del Sur” quedó en primer puesto.
Para ver la lista completa del concurso visitar:
Hemil García Linares (1971 Lima-Perú) Periodista y escritor. Publicó artículos en Perú y periódicos de Estados Unidos. Sus cuentos han sido antologados en México, Estados Unidos, y Argentina. Finalista en diversos certámenes literarios. Radica en Virginia, Estados Unidos donde labora como Editor de la revista Raíces Latinas. En su periplo americano desempeñó labores disímiles como intérprete, vendedor de autos, Bróker de Seguros y leñador.
Ha sido entrevistado en Perú y en Estados Unidos por diversos medios entre ellos el influyente periodista Jorge Gestoso. Asimismo el libro ha sido presentado en Grand Valle State University en el 2009 durante el “Mes de La Herencias Hispana”.
Lo anecdótico es que el libro ha sido publicado en Perú y no en los Estados Unidos. El autor trajo algunas copias del libro en su maleta y la embajada de Perú a través de su ministro consejero Luis Chang Boldrini tuvo a bien proponer el libro al concurso y sorprendentemente este fue elegido ganador frente a autores y editoriales más reconocidas.
Comprar el libro en línea www.hemilgarcia.com www.hemilgarcia.blogspot.com
Contactar al autor hemilgl@verizon.com
Celular. 001 703 328-5774 ( Estados Unidos)

viernes, mayo 28, 2010

Cuento de Junot Díaz: "Flaca"


Si aún no lees LA MARAVILLOSA VIDA BREVE DE ÓSCAR WAO, pues tienes que ponerte al día cuanto antes. Se trata –enemigo de la lectura quien lo dude- de una de las mejores novelas publicadas en la década. Todos los honores y premios recibidos (incluyamos el Pulitzer 2008) por Junot Díaz a razón de esta publicación, son más que merecidos. Tuve el enorme gusto de entrevistarlo el año pasado, para Literaturas.com. Pueden chequear aquí, si gustan (y advierto: no está entre las mejores entrevistas que he realizado, la honestidad por encima de la panudez).
Buscando información sobre Díaz encuentro un relato suyo –vía parada en El Boomerang- en la revista Eñe: “Flaca”.
La traducción es de Miguel Marqués.
(De nada.)


Se te solía ir el ojo izquierdo cuando estabas cansada o te encojonabas. Está buscando una salida, solías decir, y los días que nos veíamos se agitaba y se movía, y tenías que ponerte un dedo encima para que parara. En eso estabas cuando me desperté y te encontré sentada en el borde de mi silla. Aún tenías puesto eluniforme de profesora, pero te habías quitado el saco y te habías desabrochado los botones para que yo pudiese ver las pecas de tu pecho y el brassier negro que te había regalado. No sabíamos que eran los últimos días, pero deberíamos haberlo sabido.
Acabo de llegar, dijiste mirando por la ventana hacia donde habías parqueado tu Saturn.
Ve a subir las ventanillas.
No voy a quedarme mucho.
Te van a robar.
Ya casi me estoy yendo.
Te quedaste en la silla y yo sabía que no debía acercarme. Tenías un sistema minucioso que creías nos mantendría lejos de la cama: te sentabas en el otro extremo del cuarto, no me dejabas que te crujiera los dedos, jamás te quedabas más de quince minutos. Nunca funcionó.
Muchachos, les traje algo de cenar, dijiste. He hecho lasaña en las clases y traje las sobras.
Mi cuarto es pequeño y caliente. Nunca querías quedarte aquí (es como estar dentro de una media, decías) y siempre que los muchachos andaban fuera dormíamos en la sala, ahí fuera, sobre la alfombra.
La melena te hacía sudar y por fin te quitaste la mano del ojo. No dejaste de hablar ni un momento.
Hoy me llegó una nueva estudiante. Su mamá me dijo que tuviese cuidado con ella porque ve vainas.
¿Ve vainas?
Ve vainas. Pregunté a la señora si ver vainas le ayudaba en la escuela. En realidad no, pero a mí me ayuda algunas veces en la lotería del barrio, dijo ella.
Se suponía que debía reírme, pero me quedé mirando fijamente hacia fuera, donde una hoja con forma de manopla se había quedado pegada al parabrisas de tu carro. Estabas parada junto a mí. Cuando te vi, primero en nuestra clase sobre Joyce y luego en el gym, supe que te llamaría Flaca. Si hubieses sido dominicana, mis vecinos se habrían preocupado por ti, habrían dejado bandejas de comida ante mi puerta. Montañas de plátano y yuca ahogados en hígado y queso frito. Flaca. Aunque tu nombre fuera Veronica, Veronica Hardrada.
Los muchachos ya casi llegan, dije. Quizá deberías subir las ventanillas del carro.
Ya me estoy yendo, dijiste, cubriéndote de nuevo el ojo con la mano.
En teoría, lo nuestro no iba a llegar a nada serio. No nos imagino casándonos ni nada de eso y tú asentiste con la cabeza y dijiste que lo entendías. Luego singamos para fingir que nada doloroso acababa de ocurrir. Era como la quinta vez que nos veíamos y tú traías un vestido de tubo negro y unas sandalias mexicanas. Me dijiste que podía llamarte cuando quisiera, pero que tú no me llamarías a mí. Tienes que decidir cuándo y dónde, insististe. Si me lo dejas a mí, querré verte todos los días.
Al menos eras sincera, que es más de lo que puedo decir de alguna gente. Los días de entre semana nunca te llamaba, ni siquiera me hacías falta. Me mantenía ocupado con los muchachos y mi trabajo en Transactions Press. Pero los viernes y sábados en la noche te llamaba si no encontraba a nadie en los clubs. Hablábamos hasta que se alargaban los silencios. Al final preguntabas ¿Quieres que nos veamos?
Yo siempre decía Sí, y mientras te esperaba le explicaba a los muchachos que sólo era sexo, tú sabes, nada más. Y tú llegabas con una muda de ropa y un sartén para hacernos el desayuno, quizá las cookies que habías preparado para tu clase. Los muchachos te encontraban a la mañana siguiente en la cocina, con una de mis camisetas. Al principio no se quejaban, porque suponían que te marcharías y ya. Y para cuando empezaron a decir algo era demasiado tarde, ¿no es verdad?
Me recuerdo: los muchachos no me quitaban ojo de encima porque estaban seguros de que iba a quedar guillao. Razonaron que dos años no era poca cosa, aunque en todo ese tiempo no te hubiera reclamado como mía. Pero lo loco es que me sentía bien. Sentía como si el verano se hubiera apoderado de mí. Les conté a los muchachos que era la mejor decisión que había tomado nunca. Uno no puede estar rapando con blanquitas toda la vida.
Después de que me dieras una bola hasta mi casa esa noche, el Old Man y Stinky quisieron saber qué diantre estaba yo pensando.
Estoy pensando que deberíamos salir de bonche esta noche, dije yo. Tengo que buscarme una negra pronto.
Me acuerdo: nos conocimos en clase. Tú nunca hablabas pero yo sí, todo el tiempo, y una vez tú me miraste y yo te miré y te pusiste tan roja que hasta el profesor se dio cuenta. Eras whitetrash de las afueras de Paterson y eso se notaba en tu nulo sentido de la moda. Salías mucho con niggas. Yo te dije que tenías algo con nosotros y tu dijiste, enojada, No, eso no es así.
Me acuerdo: solías darme bolas a casa en tu Saturn.
Me acuerdo: la tercera vez acepté. Nuestras manos se tocaron en el asiento delantero, pequeñas fugitivas.
Ahora nos llevamos bien. Yo te digo Podríamos hacerle una visita a mi mamá, y tú niegas con la cabeza. Quiero pasar tiempo contigo, respondes. Si la semana que viene seguimos bien, iremos a verla.
Eso es todo lo que puedo esperar. No nos tiramos objetos el uno al otro, no nos dijimos cosas que pudiéramos recordar por años. Me miras mientras te cepillas el pelo. Cada cabello que se rompe es tan largo como mi brazo. No quieres dejarlo, pero tampoco quieres que te hagan daño. No es una situación nada fácil, pero ¿qué puedo decirte?
Manejamos en dirección a Montclair, no hay casi nadie en el Parkway. Todo está tranquilo y oscuro y los árboles brillan por las lluvias de ayer. Justo al sur de los Oranges, el Parkway atraviesa un cementerio. Miles de lápidas y mausoleos a ambos lados. Imagínate, dices señalando la casa más cercana, si tuvieras que vivir ahí.
Los sueños que tendrías, digo yo.
Asientes. Las pesadillas.
Parqueamos frente a la tienda de mapas y entramos en nuestra librería. A pesar de la cercanía del college, somos los únicos clientes, nosotros y un gato de tres patas. Te sientas en un pasillo y empiezas a buscar entre las cajas. El gato se te echa encima. Yo les doy una ojeada a las historias. Eres la única persona que conozco que puede pasar tanto tiempo en una librería como yo. Una sabelotodo de las que no se encuentran todos los días. Cuando voy a ver dónde estás, te encuentro leyendo un libro de niños, descalza y tocándote los callos que te han salido en los pies por el jogging. Rodeo tus hombros con mis brazos. Flaca, digo. Tu pelo a la deriva se engancha en mi barba de dos días. No me afeito lo suficiente para nadie.
Puede funcionar, dices tú. Sólo tenemos que dejar que funcione.
Ese último verano querías ir a algún sitio, así que planeé un paseo a Spruce Run, donde los dos solíamos ir cuando éramos carajitos. Tú te recordabas de los años e incluso de los meses de tus visitas; a lo más que yo llegaba era a Cuando Yo Era Muchacho.
Mira esa flor de zanahoria, dijiste. Te asomabas por la ventanilla, al aire de la noche, y yo te había colocado la mano sobre la espalda, por si acaso.
Los dos estábamos borrachos. Bajo la falda no llevabas más que unas medias con liga y llevaste mi mano a tu entrepierna.
¿Qué hacías aquí con tu familia?, preguntaste.
Miré el agua nocturna. Hacíamos barbacoa. Barbacoa dominicana. Mi papá no sabía, pero insistía una y otra vez. Preparaba una salsa roja que luego echaba a las chuletas y después invitaba a los desconocidos a comer. Era terrible.
Yo llevaba un parche en el ojo cuando era niña, dijiste. Quizá nos conocimos aquí y nos enamoramos entre platos de barbacoa mal hecha.
Lo dudo, repuse yo.
Lo digo por decir, Yunior.
Quizá estuviéramos juntos hace cinco mil años.
Hace cinco mil años yo estaba en Dinamarca.
Es verdad. Y una mitad de mí estaba en África.
¿Haciendo qué?
Trabajar la tierra, supongo. Eso es lo que todo el mundo hace en todos los sitios.
Quizá estuvimos juntos en algún otro momento.
No sé cuándo, dije yo.
Tú intentabas no mirarme. Quizá hace cinco millones de años.
Hace cinco millones de años no había gente.
Esa noche te quedaste tumbada en la cama sin poder dormir, escuchando las ambulancias que rompían el silencio de nuestra calle. El calor que desprendía tu cara podría haber mantenido caliente mi cuarto durante días. Yo me preguntaba cómo soportarías tu propio calor, el calor de tu pecho, de tu rostro. Apenas podía tocarte. Sin venir a cuento dijiste Te quiero. Por si te interesa.
Ése fue el verano de mis insomnios, el verano en que salía a correr por las calles de New Brunswick a las cuatro de la mañana. Sólo ese verano fui capaz de correr más de dos millas, cuando no había tráfico y las farolas volvían todo del color del papel de aluminio, incendiando las partículas de humedad sobre los carros. Me acuerdo de correr alrededor de las Memorial Homes, a lo largo de Joyce Kilmer Avenue, hasta más allá de Throop Avenue, donde sigue el Camelot, aquella locura de bar, todo quemado y entablado aún.
Pasé noches sin dormir. Cuando el Old Man volvió de UPS, yo estaba anotando las horas de llegada de los trenes que venían de Princeton Junction; se los podía oír frenando desde nuestro salón, un rechino justo al sur del corazón. Imaginaba que el no poder dormir significaba algo. Quizá lo explicara la pérdida o el amor o alguna otra palabra que decimos cuando es demasiado fokin tarde. Pero los muchachos no eran muy dados al melodrama. Oyeron mis vainas y dijeron No. Sobre todo el Old Man. Divorciado a los veinte años, con dos hijos en el DC a los que ya no ve. Me oyó y dijo Escucha. Hay cuarenta y cuatro maneras de superar esto. Mostró sus manos cortadas. La manera número uno es un trabajo.
Regresamos a Spruce Run una vez más. ¿Te recuerdas? Cuando las peleas parecían alargarse hasta el infinito, y siempre terminábamos en la cama, arañándonos como si eso fuera a cambiar algo. En un par de meses tú estarías viendo a alguien y yo también; ella no era más oscura de piel que tú, pero lavaba los pantis en la ducha y tenía el pelo como un mar de pequeños puños. La primera vez que nos viste te volteaste y subiste a una guagua que, yo sabía, no tenías que coger. Cuando mi jeva preguntó Y ésa, ¿quién era?, yo respondí Nadie, un cuerito blanco.
En esa segunda excursión me senté en la orilla y te miré salir trabajosamente del agua, miré cómo dejabas que el lago te frotara los brazos y el cuello delgado. Ambos teníamos resaca y yo no quería mojarme en absoluto. El agua cura, dijiste tú. El párroco lo dijo en misa. Llenaste una botella para llevársela a tu primo, que tenía leucemia, y a tu tía, que sufría del corazón. Tenías puesta la parte de abajo de un bikini y una camiseta, y una neblina difuminaba la superficie del agua y se entrelazaba sobre los árboles. Avanzaste hasta que el agua te bajó a la cintura y te detuviste. Yo te miraba fijamente y tú a mí. En ese momento, eso era amor, ¿no es verdad?
Esa noche te metiste en mi cama, increíblemente delgada, y cuando intenté besar tus pezones cruzaste tu brazo ante mi pecho. Espera, dijiste.
Abajo, los muchachos veían TV y gritaban.
Tú dejaste que el agua goteara de tu boca y estaba fría. Llegaste hasta mi rodilla y te volviste a llenar la boca con la botella. Yo escuchaba tu respiración, su levedad, escuchaba el sonido que el agua hacía dentro del recipiente. Y entonces me cubriste la cara, la entrepierna y la espalda.
Susurraste mi nombre completo y nos quedamos dormidos en un abrazo, y me recuerdo cómo a la mañana siguiente te habías ido, te habías ido del todo, y no había nada en mi cama o en la casa que pudiera demostrar lo contrario.

jueves, mayo 27, 2010

Jueves 27: Presentación de "Dos árboles", de Augusto Effio Ordóñez - Colección Underwood


Acabo de leer con mucho placer “Dos árboles”, de Augusto Effio Ordóñez. Sin duda, lo ubico entre los mejores de los nuevos narradores peruanos. Su libro LECCIONES DE ORIGAMI (Matalamanga) fue el más destacado en cuento del 2006, el cual está muy lejos de sufrir el envejecimiento prematuro que corroe a otras publicaciones que en dicho año fueron muy publicitadas. “Dos árboles” acaba de ser editado por la pulcra Colección Underwood y se presentará hoy jueves a las 6 p.m., en el Café Cultural de la Facultad de Estudios Generales Letras de la PUCP. Ezio Neyra y José Donayre serán los encargados de hablar de las enormes y evidentes virtudes del relato. Para los que aún no lo saben: “Dos árboles” también fue finalista del prestigioso Juan Rulfo 2007.
Pego la nota de prensa.


DOS ÁRBOLES
AUGUSTO EFFIO ORDOÑEZ
COLECCIÓN UNDERWOOD
Lanzamiento y presentación
Número 18 * Mayo 2010
La Colección Underwood, publicación de la Facultad de Estudios Generales Letras de la Pontificia Universidad del Perú, se enorgullece de anunciar la publicación de Dos árboles, del narrador peruano Augusto Effio Ordoñez. El lanzamiento de este nuevo número se realizará el día jueves 27 de mayo a las 6.00 PM en el Café Cultural de la Facultad de Estudios Generales Letras dentro del campus PUCP.
Sobre “Dos árboles”
La aparición de Lecciones de origami (2006) nos reveló a Augusto Effio como un narrador de oficio, consciente de la unidad de sus historias y del trabajo con el lenguaje. En el presente número, Effio nos narra una singular historia de amor entre un estudiante de derecho, heredero de una vieja estación radial de provincia llamada “Radio futura”, e Isabel, su joven compañera de clases, más interesada en el conocimiento de las plantas y las flores que en su propia carrera. Al conocerse, ambos descubren nostalgias comunes e iniciarán un regreso a la tierra natal, ya cambiados por el paso de los años y por las dificultades propias de todo regreso: la terrible imposibilidad de reencontrarse.
Dos árboles es una búsqueda personal, valiéndose del espectro emocional dado por las canciones de la nueva ola y asuntos herbolarios, para buscar aquella lejana flor de nuestra juventud.
El autor
Augusto Effio (Huancayo, 1977)
Augusto Effio Ordoñez
Abogado de profesión, ha obtenido el Copé de Plata (2004) y, en 2007, fue finalista del premio Juan Rulfo de Cuento-Radio Francia Internacional. Ha publicado el conjunto de relatos Lecciones de origami (Matalamanga 2006) y es uno de los cuentistas peruanos más interesantes de la última década.

Enrique Vila-Matas - DUBLINESCA

Jueves 27 - Conversatorio: Alonso Cueto y Jeremías Gamboa sobre LA VENGANZA DEL SILENCIO


Fecha: jueves, 27 de mayo de 2010
Hora: 12:00 - 14:00
Lugar: LIBRERÍA PUCP
Calle: Av. Universitaria 1801, San Miguel

Última novela de Alonso Cueto publicada por Planeta se presenta en Librería PUCP
El autor conversará sobre su libro con el escritor y periodista Jeremías Gamboa. La cita es el jueves 27 de mayo a las 12 p.m. en la Librería PUCP —Av. Universitaria 1801, San Miguel. INGRESO LIBRE
El Grupo Planeta presentará "La venganza del silencio", última novela escrita por el autor peruano Alonso Cueto en la Librería PUCP en un evento organizado por el Fondo Editorial de la Universidad Católica.
Con una magnífica prosa y un extraordinario manejo de la intensidad, el ritmo y la atmósfera en la que habitan sus personajes, Cueto invita a sus lectores a explorar los misterios y complejidades de una familia de la alta sociedad de América Latina. Además, sorprende y conmueve con su capacidad para retratar las fisuras de la condición humana, y demuestra que la familia es la última gran religión de nuestro tiempo.
“Escribí La venganza del silencio con una mezcla de placer, como una forma voluntaria de tortura, como siempre lo he hecho”, confesó Alonso Cueto a Grupo Planeta Perú antes del lanzamiento de su novela.
Cuando el amor y la mentira matan
Un hombre de la aristocracia de Lima aparece muerto en el medio de la calle, con un disparo en el corazón. Mientras las conjeturas se van apilando a su alrededor, el narrador –sobrino de la víctima– decide investigar quién podría ser el asesino. Entonces emergen los secretos en la vida de su tío muerto: su romance clandestino, su pasado oculto, sus relaciones verdaderas con los parientes. “El sobrino hace un viaje al interior del pasado y el presente de la familia y también de la sociedad latinoamericana”, explica Cueto.
En esta búsqueda no solo aparecerá la verdad sobre el crimen sino, sobretodo, los secretos lazos que han movido a los personajes de su familia. “Ser un familiar de sangre es un destino. Uno puede dejar de ser esposo o compañero de trabajo o amigo de alguien, pero no puede dejar de ser hijo, padre, hermano o primo”, señala Cueto, cuya novela El susurro de la mujer ballena fue finalista del Premio Planeta–Casamérica en 2007.
La venganza del silencio es, pues, una historia policial ambientada en los pulidos salones y corredores de una gran casona, por donde corren los vientos del pasado familiar. La geografía interior de esta casa, sus superficies relucientes, aparece como un determinante de la conducta de sus miembros.
El autor
Alonso Cueto (Lima, 1954) estudió Literatura en la Universidad de Austin (Texas), donde luego se doctoró con una tesis sobre Juan Carlos Onetti. Ha escrito una docena de libros de narrativa, entre cuentos y novelas. Algunas de sus obras más destacadas son La batalla del pasado (1983), El tigre blanco (1985) -con la que ganó el Premio Wiracocha-, Demonio del mediodía (1999) y Grandes miradas (2003). La hora azul (2005), con la que ganó el Premio Herralde ese año, fue elegida por la Casa Editorial de Literatura Popular, de China, como la mejor novela del bienio 2004-2005 escrita en lengua castellana. Con su novela El susurro de la mujer ballena (2007) fue finalista del premio Planeta-Casamérica y recibió elogios de la crítica tanto en Europa como en América Latina. También ha recibido el premio alemán Anna Seghers por el conjunto de su obra y la beca para escritores de la Fundación Guggenheim en 2002. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas.

THE CURE EN HUANCAYO - Texto de presentación


El pasado domingo 2, tuve el enorme gusto de presentar –junto a Iván Thays y Katya Adaui, en la clausura de la Feria del Libro Lima Norte- la segunda edición de THE CURE EN HUANCAYO (Bisagra Editores), de Ulises Gutiérrez.
Para dicha ocasión preparé un texto, el cual acaba de ser publicado Proyecto Patrimonio (Letras.s5.com).


Hoy en día resulta muy difícil leer cuentos que trasunten y dialoguen con eficacia tópicos tan distintos, como los cosmopolitas y andinos. Cuando nos enfrentamos a ellos, por lo general tenemos la sensación de que se escribe desde el desconocimiento, o por qué no decirlo: también desde el resentimiento, sin importar pues si el texto de ficción es logrado o no.
Ese no es el caso de Ulises Gutiérrez. En esta su primera entrega tenemos una voz que se nutre del deslumbramiento, de una mirada, digamos, feliz, canalizada en una sensibilidad que le permite por igual abordar esos dizque extraños tópicos que pocos pueden llevar a buen puerto.
Los cuentos de THE CURE EN HUANCAYO parecen estar signados por una suerte de susurro, como si la voz narrativa fuera audible y nos colocara de confidentes, sometiéndonos de a pocos a la natural incoherencia de sus personajes, haciendo nuestras sus peripecias, obnubilaciones y desamores.
Por lo general, cuando estamos ante el primer libro de un narrador, no tardamos en encontrar las indefectibles falencias, debidas por lo general a la poca pericia en la concepción estructura. La estructura en los cuentos de THE CURE EN HUANCAYO hace alarde de una precisión, especulemos, matemática. Cada componente del constructo ficcional cumple una función en la respectiva historia. Y esto no es pues un mérito menor, es la irrefutable muestra del oficio narrativo de Gutiérrez, por medio de la administración de los adminículos creativos constatamos la seriedad de su poética.
A lo mejor me equivoque, pero conocer a los personajes de Gutiérrez me ha llevado a barajar la posibilidad de la razonable sospecha de que el conjunto de relatos tiene la bendición de una sombra mayor: la del escritor japonés Haruki Murakami. Los protagonistas de Gutiérrez parecen llevar una vida normal, en algunos casos relativamente resuelta, pero aman, sí, aman como nadie, se desdoblan por la posibilidad de reencontrarse con el amor perdido, o el que nunca fue, sin que les preocupe las consecuencias, tal y como pasa con los adolescentes del cuento homónimo del libro, que esperan sin esperar una noche de buena música, koinonía alcohólica y amor; o como la mujer que en Punta del Este ve reconfigurado su futuro inmediato, signado por un amor en teoría prohibido(“La penumbra alumbra”); o el paulatino acercamiento entre un peruano y un ciudadano de Mongolía en una larga travesía en bus (“Viaje a la China”).
Mientras escribo estas líneas recuerdo una declaración del escritor Roberto Bolaño, en ella el chileno señalaba que el desarraigo era el acicate de su poética narrativa. Creo que todo escritor que se respete como tal, es en esencia un desarraigado, alguien que no pertenece a un contexto específico, es decir, libre. En este sentido, la variedad de temas que encontramos en THE CURE EN HUANCAYO es un axiomático ejemplo del desarraigo de Gutiérrez como escritor, lo que lo predestina, sin duda, a ser un buscador de historias, las cuales tendrán el aura del no-olvido.

miércoles, mayo 26, 2010

Rodrigo Fresán - EL FONDO DEL CIELO

Cuento de Martín Roldán Ruiz: "La madrina"


Uno de los libros de cuentos que la está rompiendo entre los colegiales es ESTE AMOR NO ES PARA COBARDES (Norma, 2009), de Martín Roldán Ruiz. Y lo está haciendo en buena lid, sin trampas.
ESTE AMOR NO ES PARA COBARDES fácilmente puede salirse de la onda juvenil; lo disfruté cuando leí en manuscrito y una vez ya editado, en él tenemos un acercamiento visceral a los microcosmos de las barras bravas; no es, como podría pensarse, una especie de loa a los integrantes de la “torcida” blanquiazul, los cremas también tienen protagonismo y no quedan tan mal. En fin. El asunto es que "La madrina" en principio formó parte del libro, sin embargo, por criterios de contenido –el mundo de las barras bravas- tuvo que ser retirado, decisión que yo también hubiera llevado a cabo, lo cual no resta en nada la calidad del relato.


Muy pocos saben por qué le dicen la Madrina. Muy pocos conocen el lugar en La Victoria, de dónde sale para ir a un punto donde convergen semana a semana miles de personas. Muy pocos entienden que a su edad siga en esos trotes. Muy pocos serían capaces de hacer lo que ella hace. Muy pocos, de tantos. Yo mismo no la conozco demasiado. Pero eso no fue impedimento para reprimir unas lágrimas de pena cuando me dieron la mala noticia.
“La Madrina ha fallecido” fueron las palabras con que me detuvieron los minutos para pensar en una vida que había tenido bastante cerca sin haber compartido mas que gritos de gol, saltos de campeonato, cánticos de triunfo y puteadas de derrotas. Sí, todo aquello que pertenece al modus vivendi de lo que yo llamo el Homo Tribuno, esa evolución –otros dirían involución– del Homo Sapiens moderno que habita las tribunas de los estadios. Sobre todo en el de Alianza Lima.
–¿Cómo fue, qué paso?
–No sé, sólo me dijeron eso.
No podía reprimir la curiosidad de saber cuál había sido el motivo de su muerte. Lo más probable era su avanzada edad o su infatigable vicio del cigarro. Tampoco descartaba una posible venganza de la barra de Universitario, el eterno rival, que de tanto perder bombos y banderas por culpa de nosotros buscaban una desesperada revancha con tal de hacernos sentir su odio. Y es que la Madrina de tanto ser conocida en la tribuna, se había convertido en un símbolo para la Barra Sur de Alianza que hasta las hinchadas rivales habían llegado a conocer, y algunas a respetar.
Por eso la pronta nostalgia de no volverla a ver, me hicieron recordarla siempre a unos metros del bombo; a veces con su estampita del Señor de los Milagros que ponía al frente para rechazar las malas vibras o neutralizar los avances del equipo rival. O, en su defecto, juntando sus manos en una plegaria prolongada de cuarenta y cinco minutos cada tiempo y un intermedio para el infaltable cigarrillo negro, que la acompañaba desde aquellas épocas, cuando el futbol era la alegría y no el moderno opio del pueblo con que algunos lo conceptualizan hoy.
Es que la Madrina era de aquellos hinchas de Alianza Lima, que rayaba con la militancia política o con la fe religiosa. Una Dolores Ibarrouri de las graderías, La pasionaria de la popular sur. Porque no era de los que van muy cómodos a las tribunas preferenciales. Tampoco era de los que se sientan a los costados aprovechando la sombra de la tarde, no. Ella se plantaba en medio de la barra sin miedo a nadie, y con su anciana voz cantaba las canciones que todos cantamos, gramputea las gramputeadas que todos lanzamos, hasta fustigaba la falta de compromiso tribunero de algunos pandilleros y comemocos que se la dan de muy bravos, solamente porque en las calles avientan una piedra al bulto: “Muchachos de mierda, qué saben ustedes de esto…Yo les voy a enseñar de cuando Alianza bajo a segunda y lo iba a alentar a la cancha del Potao”.
La veíamos llegar por la avenida Isabel la Católica junto a la menor de sus hijas. Su andar coqueto de jarana antigua, resaltaba su mediana figura que traía la camiseta bien puesta debajo de alguna chompa tejida en sus tardes de jubilada. En medio de caras que daban miedo, su rostro surcado por quiebres, paredes y huachitas, tenía la primera opción para encabezar las colas de ingreso al estadio. Su lugar ya estaba reservado: El paravalancha al lado izquierdo del bombo. Allí nadie se atrevía a tocarla ni siquiera en los empujones que se dan cuando la tribuna insinúa apagarse, ni en la más brutal avalancha de gol. Los que estaban cerca de ella, preferían mil veces golpearse, a que la Madrina sufriera algún golpe que podría ser mortal debido a su edad. Ella ni se inmutaba por eso. De pie todo el partido, sus sentidos los concentraba en esas once camisetas que de tanto verlas, le habían coloreado la vida de azul y blanco.
Muchas veces fue fotografiada, celebrada y entrevistada. Ella no se sentía nada más que una hincha anónima que sigue a su equipo a todas partes. Porque a esas alturas de su vida, ya nada importaba más que eso. Por tal motivo, el año pasado se aferró con todas sus fuerzas a uno de los buses que nos iba a llevar a la ciudad de Huaraz para el partido contra el Deportivo Ancash:
–No, madrina, bájate no puedes viajar con nosotros – le dijo uno de los encargados de la barra.
–Yo no me bajo de aquí –respondió la Madrina aferrándose al bus y a su nieto de once años que la acompañaba.
–Ya pe’ madrina, nos estás retrazando ya tenemos que partir.
–No, yo no me bajo, yo viajo, yo quiero ir a Huaraz.
–Déjala que viaje –dijo uno.
–Sí, causa, déjala – pidió otro.
–Tú taz huevón ¿Y si le da un infarto por la altura, acaso te vas a responsabilizar?
El encargado tenía razón. Pero al ver que la Madrina no tenía la más mínima intención de bajar, más los pedidos de la gente y el apuro por salir de una vez, lo hicieron aceptar. Y en medio de los cánticos, los tragos cortos y el humo de la marihuana, la Madrina viajó soñando con un triunfo de Alianza, en su descanso profundo de hincha apasionada. Pero, en la mañana, faltando pocos kilómetros para llegar a Huaraz tuvo que bajar aún somnolienta del bus, porque se había malogrado.
Como sea la gente comenzó a subirse a lo que llegara y con unos amigos trepamos a una camioneta que aceptó llevarnos. Al partir vimos a la Madrina junto a su nieto, y un buen grupo de hinchas con la angustia de quedarse varados en la carretera. Quisimos subirla, pero el chofer no se detuvo a pesar de nuestras amenazas y protestas.
Fuimos de los primeros en llegar a Huaraz y conforme iban llegando los demás, nos dábamos cuenta de que la Madrina no aparecía. “Putamadre, capaz se quedó botada”, nos decíamos.
En la tarde, faltando pocos minutos para que empezara el partido, nos encontrábamos en las afueras del estadio Rosas Pampa, repartiendo las entradas y preparando las banderas y los instrumentos. Estábamos algo preocupados porque la policía estaba revisando a cada uno que entraba, sobre todo a los de Lima. Por tal motivo no sabíamos si meter la pirotecnia para la salida del equipo o dejarla tirada por allí. De pronto hace su llegada un camión y vimos descender una figura de amplias arrugas y cabellos canos sobrecubiertos por el tinte de pelo color rubio. ¡Era la madrina, había llegado tirando dedo! Nos sorprendió, porque, la verdad, ya nos habíamos olvidado de ella. Lo primero que hizo fue pedirnos su entrada. No supimos si echarnos a reír o vitorear la tenacidad de esa anciana por ver al equipo de toda su larga vida. Hasta que alguien lanzó un Olélé, olálá la madrina es de Alianza, la madrina es corazón. Todos coreamos sin excepción. Nos habíamos alegrado por su llegada, pero también porque ella era la más indicada para que ingresara las bengalas y la pirotecnia, escondida entre sus ropas. Nadie iba a sospechar de una anciana y no era la primera vez que lo haría.
Cuando un amigo y yo le contamos de esto a nuestras enamoradas, ambas sin conocerse dijeron lo mismo: “¡Qué linda, a esa edad yo quisiera ser como ella!”. Y sí, pues, a esa edad la Madrina llevaba su pasión a donde podía. Pero la cruda realidad me trajo de vuelta de los recuerdos y me dije que ya no, que ya no seguiría en ese itinerario de estadios y goles, porque justo se había ido el mismo día en que disputábamos el partido más importante del año, la final contra el Cienciano del Cuzco por el campeonato 2006.
No sé pero esa sensación de pena cuando me dijeron que había fallecido, ya la había sentido días atrás en la fiesta por los treinticuatro años de la barra, fundada un 4 de diciembre de 1972. La Madrina brindaba con su eterno vaso de cerveza y su cigarrillo encendido, junto a un grupo de antiguos hinchas. Cuando me acerqué para saludarla, la madrina me dijo: “Feliz día ahijado…toma tu vaso y brinda que este año salimos campeones”. Yo la abracé le dí un beso en la mejilla y le dije:
–No tome mucho, madrina, no le vaya a dar un soponcio y se nos muere.
–No, mi hijo, yo no me muero y menos ahora que el equipo está embalado para salir campeón.
Sí pues, Alianza estaba embalado y en las fechas que restaban jugarse, pudo llegar al partido final para salir campeón. Pero, la vida le había negado a la Madrina estar presente como siempre había sido. Y ahora que el equipo saltaba a la cancha, entre el estruendo de miles de gargantas, bombardas, banderas y pirotecnia, me sequé las lágrimas que habían caído tras la mala noticia y lancé una mirada al paravalancha de atrás que la cobijaba siempre. Entre la penumbra, por el humo de las bengalas, el papel picado y la euforia, pude ver el lugar vacío donde antes la veía. Y también, como una alucinación, que la apretujada de hinchas iba abriendo permiso a una figura que con dificultad avanzaba hacia el mismo lugar. Era la misma figura que se acomodaba sobre el fierro del paravalancha y que creía no iba a ver nunca más… ¡Era la madrina!
Sí, allí estaba. Mi sorpresa fue tal que se me erizó la piel y sufrí como un mareo. ¡No podía ser, allí estaba mirando la salida del equipo! Tenía la eterna estampita del Señor de los Milagros en una mano y su cigarrillo en la otra. ¿Estaba viendo visiones o de verdad era un fantasma?­ ¿O era la alucinada de la yerba que fumaban cerca de mí? Por poco me da un infarto de pensar que estaba viendo una aparición. Después de la impresión no me quedó más que gritar: ¡Resucitó, resucitó! Y me acerqué.
–Madrina no se había muerto, está viva.
–¿Y quién te dijo eso? Sólo llegué un poco tarde.
Miré al amigo que minutos antes me había dado la mala noticia, sonreía cachoso porque se sabía descubierto. Lo tomé del brazo y le increpé señalando a la anciana:
–¿Oe, huevas, no qué se había muerto?
–Jajaja ¿Imbécil, no te has dado cuenta que día es hoy?
–No.
–Es 28 de diciembre,
–¿Y?
–Día de los Inocentes, pues idiota, jajajaja.
No supe si reír o molestarme por la broma, porque no me parece bien jugar con la vida de las personas, pero sí entendí una cosa. Al ver a la Madrina en su eterno sitio y en su prolongada plegaria de noventa minutos, en medio de los saltos, los cánticos y la vorágine de los goles que al final nos dieron el triunfo y el campeonato de ese año, una alegría que para la Madrina era de la últimas que Alianza le iba a dar en la vida, entendí lo que alguna vez había leído decir a un filósofo en un libro de mi época universitaria: “Nunca se es demasiado joven para morir ni demasiado viejo para volver a nacer”.

Taller: Para entender... el periodismo Gonzo - Pedro Casusol


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martes, mayo 25, 2010

Artículo de Carlos Calderón Fajardo: Leonardo Padura: El Miedo y la Violencia: La Literatura policial en América Latina (I)


Más que pertinente el último artículo de Carlos Calderón Fajardo, publicado en Letra Capital: El Miedo y la Violencia. La Literatura policial en América Latina.
Partiendo del análisis del prólogo de Leonardo Padura en la antología VARIACIONES EN NEGRO, de Lucía López Coll, CCF se pregunta, entre otras cosas, por qué el género policial no ha sido muy desarrollado en la narrativa peruana.
En este sentido pienso que sí hemos tenido importantes incursiones en el campo policial. El mismo CCF con LA CONCIENCIA DEL LÍMITE ÚLTIMO, Peter Elmore con ENIGMA DE LOS CUERPOS, Jorge Salazar con LA MEDIANOCHE DEL JAPONÉS, Vargas Llosa con ¿QUIÉN MATÓ A PALOMINO MOLERO?
Obviamente esta lista podría aumentar, si por el momento he mencionado algunas, se debe a que se acercan más a la categoría de lo podríamos llamar policial, pese a la enorme plasticidad que ha adquirido el género en los últimos años. Habría, entonces, que tener cuidado con la designación ya que correríamos el peligro de englobar a toda novela con la más mínima cuota de intriga y suspenso, como policial, lo que a todas luces sería un craso error, delatado por un aberrante desconocimiento de la tradición del policial.
Ahora, en mi experiencia lectora, y en lo que he podido hablar sobre el policial en el Perú con algunos amigos, percibo que no pocos asumen con irresponsabilidad la posible escritura de un policial. No debería ser así puesto que para llevar a buen puerto una empresa como esta, y así suene a lugar común, tendría que partirse de un feroz trabajo de campo, o sea, harta investigación, casi una labor reporteril para dotar de verosimilitud el argumento (así este se encuentre enmarcado en el policial de ideas).
CCF anuncia que habrá una segunda parte de su artículo, para lo cual espero explayarme un poco más.


Esta es una muy interesante antología del cuento policial en español Variaciones en negro de Lucía López Coll (Norma, 2003), con prólogo del escritor cubano Leonardo Padura: “Miedo y violencia: la literatura policial en América Latina” (2001).
En este interesante prólogo a la antología de Variaciones en negro, Padura nos ilustra sobre el nacimiento y largo viaje de la narrativa policial desde su nacimiento con Poe y Wilkie Collins hasta Dashiell Hammett y Raymond Chandler, es decir, un siglo de vida, que Padura caracteriza como “policial”, aquel cuento o novela donde existe un enigma y un personaje prototípico para develarlo. Esto que va a ser lo que caracterizó a la “novela de misterio” o “detectivesca”. Así hasta llegar a una de las obras maestras del género El largo adiós (1953) de Chandler, en donde al final de la novela el lector no recuerda quien fue el asesino. La novela policial se desplaza, desde ese momento de un misterio de difícil dilucidación a la existencia de un crimen.
En Variaciones…, figuran Manuel Vázquez Montalbán, Mempo Giardinelli, Paco Ignacio Taibo II, Ricardo Piglia, Leonardo Padura, el chileno Ramón Díaz, Rubem Fonseca y seis cuentistas más. Autores de siete países –Argentina, Brasil, México, Chile, Colombia, Cuba y España. Es decir ningún peruano–. ¿Por qué no aparecen escritores peruanos en esta antología? Por una de dos razones: o porque la narrativa policial peruana no es conocida por los cultores de este género, que son una especie de secta –se reúnen en eventos internacionales de novela negra–, figuran en premios como el “Semana negra de Guijón” o el “Premio Dashiell Hammett”, o no somos considerados porque no existen cuentos y novelas en la narrativa policial peruana con méritos como para ser considerada dentro de una antología continental. Pienso que la razón es la primera, la literatura peruana, salvo los nombres consagrados de Vargas Llosa y de Bryce, el resto de escritores no recibe la atención que merece, y menos en subgéneros como es el de la novela policial, habiendo escritores con méritos para tener mayor figuración en la llamada “narrativa negra”.
A pesar de casos muy meritorios, la novela policial no es un género muy practicado por los escritores peruanos. No llegan a cinco las novelas que valen a mí parecer ser tenidas en cuenta. Es extraño este desinterés, porque basta escuchar los noticieros de televisión y leer los periódicos para darnos cuenta que vivimos en una sociedad “criminalizada”, sobre la cual la literatura peruana no está dejando constancia, o al menos no al parecer en una cantidad significativa. Cualquiera de las historias que los peruanos seguimos con interés motivaría una excelente novela policial, sobre todo en la forma de un policial como interpreta Padura la novela policial latinoamericana, es decir, como literatura de miedo y violencia. La respuesta a este descuido de la novela peruana en una sociedad criminalizada estaría relacionada a nuestra renuencia a ser modernos, o si se quiere a ser “postmodernos”.
La novela policial latinoamericana no nace de la novela de enigma; nace de la novela negra, sobre todo de Raymond Chandler, Cain, Mac Donald, Chester Himes, que traen una propuesta estética. La novela policial Iberoamericana coloca no al detective o al policía en el centro sino al crimen y a la violencia en ciudades donde “conviven el crimen y la vida y la realidad más rampante y esencial de un universo abocado a todas las crisis políticas, económicos, morales y culturales”, escribe Padura. También dice Padura que este neo-policial iberoamericano, ortodoxo y multiforme, transita por caminos que van del subdesarrollo a la post-modernidad, que tomando “las armas de la novela gótica, el folletín de aventuras, y hasta las novelas de far-west… dan cuenta de sociedades cada vez más violentas, caóticas y descentradas como son las sociedades latinoamericanas”.
La relación de la novela policial latinoamericana con la postmodernidad, va a desarrollarla Padura en su libro de ensayos Modernidad, postmodernidad y novela policial (1999).
En la siguiente semana nos ocuparemos de la última novela de Padura: El hombre que amaba a los perros. En ella veremos un caso prototípico de los desplazamientos de la actual novela policial latinoamericana, centrada en el crimen, la violencia y el miedo.

lunes, mayo 24, 2010

Nada que contar, sólo una historia inolvidable

Si me preguntan por el mejor cuentista norteamericano que he leído –si me ponen a escoger entre Cheever, Carver, Wolff y Yates, claro está- no tengo dudas en nombrar a Richard Ford. Leerlo en su faceta de cuentista es una de las mejores experiencias que me ha pasado como voraz lector. Ford es merecedor de un altar, hay que prenderle velitas, porque en este narrador está La verdad. Es por eso que no dejo de recomendar sus libros de cuentos, como ROCKSPRINGS.
Ahora, como novelista no se queda nada atrás. Fuera de su conocido ciclo novelístico de Frank Bascombe, tiene una novela que hay que leer con los dientes apretados: INCENDIOS, a la que varias me he referido con justificado entusiasmo en este blog.
Cuando con mis patas converso de esta novela, llegamos a la conclusión de que se trata de la más personal de Ford, en la que tenemos como centro de especulación a la figura de la madre. Tarde o temprano, Ford tenía que dedicarle un libro a su progenitora y por ende saldar su deuda como hijo y también como escritor. Es por eso que me resulta sumamente agradable encontrar –en la última edición de Babelia, dedicada exclusivamente a la Feria del Libro de Madrid- una reseña de Benjamín Prado de MI MADRE, el libro de 79 páginas de Ford. Nada que contar, sólo una historia inolvidable.

...

Este libro no cuenta nada, excepto una historia inolvidable; es una autobiografía que narra la vida de casi todo el mundo y no enseña nada que no sepamos, pero nos obliga a aprenderlo. Todo eso parecen simples paradojas, pero no lo son, porque al escribir el retrato de su madre, una mujer cuya existencia resume diciendo que llevó "una vida que no requiere ningún comentario", pero que a él le dio "lo que una gran obra literaria conferiría a su lector devoto", lo que hace Richard Ford (Jackson, Misisipi, 1944) es ponernos en los ojos o lo que ya nos ha pasado o lo que nos espera: la pérdida de nuestros padres y, con ella, la de una parte esencial de nuestra identidad; y antes de eso, la entrada del dolor en una realidad que, de pronto, se llena de ambulancias, servicios de urgencia, transfusiones de sangre y noches que amenazan con ser la última y que te obligan a buscar tu sitio en la muerte de tus padres. Hay que tener cuidado al hacerlo para evitar después el remordimiento que tortura a Ford: ¿pudimos ser más generosos, ponerle más impedimentos a la mezquindad y al egoísmo?
Antes del final, el autor de Incendios descubre que investigar a nuestros padres nos lleva siempre a un territorio extraño por dos motivos: nos emparenta con otra época y nos hace ver como desconocidos a personas de las que pensábamos saberlo todo y a las que cuesta aceptar en otro papel que el de adultos responsables. Todo lo que no se puede imaginar es un misterio, y es difícil figurarse a nuestros padres como dos jóvenes despreocupados que lo pasaban bien y no miraban atrás, felices aunque atrapados "en un torbellino que no ofrecía en realidad un sitio adonde ir".
La muerte del padre lo cambió todo, y Ford explica que a partir de ese momento su madre empezó su propia cuenta atrás. El cáncer acabó el trabajo y Ford, que es uno de esos escritores en los que cada frase es un rastro que te obliga a ir a la siguiente, lo cuenta con emoción, sin patetismo, de modo que la simple vida de su madre exprese la complejidad de la existencia en general. Una pequeña joya.

El huracán de la historia

He venido leyendo las novelas del narrador cubano Leonardo Padura. Lo conocí a través de ADIÓS, HEMINGWAY, novela policial en la que tenemos a Mario Conde, jubilado teniente de la policía que se gana la vida vendiendo libros de segunda mano en una Habana –en pleno siglo XXI- que de postal no tiene nada. Conde es un escritor frustrado, la razón que lo llevó a abandonar las fuerzas del orden fue la de precisamente encontrar el tiempo para escribir, sabiendo que quizá jamás se le publique. La vida en la isla para Conde es puro sol y ron, hasta que un día recibe la visita de un policía amigo que le comunica que acaban de descubrir los restos de un cadáver en Finca Vigía, en donde Hemingway vivió. Junto a los huesos se encontró una placa del FBI, este detalle seduce a Conde, que no demora en volver a los cauces de la investigación.
Gracias a AH, he leído otras novelas de Padura, con Conde como protagonista. Sin embargo, no conozco sus novelas fuera del policial, de las que algunos entendidos me dicen que Padura no desentona para nada, hasta para algunos se trataría de lo mejor del autor. Tendré que leerlas entonces.
Una de estas novelas fuera del policial es pues su última entrega: EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS. A razón de la publicación encuentro una extensa entrevista de Fernando Bogado, publicada en la edición del domingo 16 en Radar Libros. Una buena razón para empezar a familiarizarnos con un narrador que merece ser leído en Lima lagris. A continuación, El huracán de la historia.


Leonardo Padura se ha hecho conocido en la literatura latinoamericana por las novelas policiales protagonizadas por el detective Mario Conde, y también por La novela de mi vida, biografía ficcionalizada del poeta José María Heredia. Ahora, tras varios años de trabajo, el autor cubano da a conocer El hombre que amaba a los perros, una perturbadora historia que une las figuras de León Trotski y de su asesino, Ramón Mercader, en una trama en cuyo centro se encuentran Cuba, el comunismo y los cambios políticos y culturales de las últimas décadas en la isla, centro obsesivo de su quehacer como escritor
Es muy compleja la relación que un hombre establece con un perro. No es solamente cuestión de darles de comer cada tanto ni tampoco la de asegurarse que cumplan una función primordial (cuidar nuestra casa cuando no estemos, dormir arriba de la cama en una noche de invierno para abrigarnos los pies) para luego restringir todas aquellas otras cosas que nos resultan peligrosas o atentan directamente contra la integridad de algún mueble. No, para nada: ninguna relación con un perro, ninguna verdadera, auténtica y plena, incumbe solamente eso. El verdadero meollo de esta cuestión parece salir a la luz en la última novela de Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros, en donde sus tres –condenados y atrapados– protagonistas no pueden dejar de exponer o experimentar ese secreto vínculo que los une al mundo canino.
Perros, entonces: perros y hombres a través de la historia, arrastrados casi por las fuerzas (¿naturales?, ¿simbólicas?) de ciertos acontecimientos, casi como promete arrastrar todo lo que existe el huracán Iván del comienzo de la novela, que amenaza con cortar al medio a Cuba. Un personaje, uno de los protagonistas, con el mismo nombre que el fenómeno natural, es menos huracán que víctima: escritor frustrado devenido veterinario, flamante viudo, no puede menos que recordar la miseria en la que se encuentra encerrado, tanto política como sentimentalmente, y comienza a recordar uno de los momentos más significativos de su vida, el momento en que, sentado en una de las playas cubanas en 1977, se encontró por primera vez con un misterioso hombre que paseaba a sus dos perros –dos galgos borzois, parte de la aristocracia canina de la isla– y los miraba, meditativo, chapotear en la espuma que dejan las olas sobre la costa. Su historia, la del hombre que amaba a los perros, revelará otro huracán: aquel que viene azotando al mundo desde el asesinato de León Trotski a manos del agente soviético-español Ramón Mercader.
En una entrevista que el escritor mantuvo con Radar Libros, Leonardo Padura confiesa que al misterioso título del libro en relación con su tema “vino solo, como una semilla que germina en el territorio propicio. Yo había leído hace mucho el relato de Chandler The Man Who Loved Dogs, y cuando vi que los perros eran un elemento que acercaba a los tres personajes protagónicos –Trotski, Mercader y el cubano Iván– pues me pareció el más acertado”.
Los galgos, los galgos rusos
Esa conversación entre Iván y el misterioso sujeto de los galgos a lo largo de algunos encuentros va a conformar un relato fragmentario que obligará al primero a inmiscuirse en la vida de quien hasta ese momento, tanto para él como para todos los cubanos, había sido un traidor a la causa socialista vinculado con las oscuras fuerzas del fascismo: apenas un sospechoso más de bogar por el fin de la utopía y que bien muerto está. ¿Qué es lo que le impide al personaje, con su demostrada habilidad para escribir historias, no usar esto como base para el gran texto que desde joven siempre esperó, pero que –por restricciones políticas, por frustraciones personales– nunca pudo realizar? El miedo, el mismo miedo que sintió alguna vez Trotski, el mismo miedo que sentirá luego Mercader, cuyas historias están escritas en tercera persona, como si fueran vistas no sólo por la escritura de Iván, sino también por los ojos de los defraudados, los tragados por esa misma utopía.
¿Cómo fue escribir esta novela en el actual clima político en Cuba? El libro destila por todos lados esta persistencia del miedo, y está clara la posición de los personajes con respecto a este factor. ¿Qué trabas o problemas vislumbraste al escribirlo? ¿Sentías que bordeabas o atravesabas un límite?
–Este ha sido un libro de muy larga concepción, definición, investigación, escritura y revisión, no sólo por los desafíos literarios que significó, sino también por sus contenidos. Por lo tanto, las situaciones en Cuba, aunque en esencia son las mismas, en determinados aspectos fueron variando con los años (no menos de cinco) que mediaron entre el inicio de la lectura de materiales con la intención de escribir y la finalización de la escritura, en 2009. Pero lo que está claro es que desde el inicio sabía que estaba trabajando un asunto que ha sido tabú en Cuba, del que no se había escrito incluso por falta de conocimiento de la profundidad y la perversidad de muchos de los aspectos que toco en el libro. Aunque en mis novelas yo siempre trato de llegar hasta los límites, e incluso un poco más allá, en este caso sabía que iba a desbordar muchos de ellos, pues la historia de los modos en que se pervirtió y degradó –hasta desaparecer– la gran utopía igualitaria del siglo XX resultaría un tema espinoso. La misma persistencia del miedo que persigue al personaje cubano de la novela creo que puede explicar en alguna medida mi relación con el texto, pero asumí el riesgo, pues aunque no intento ni pretendo hacer política con el libro, la novela va a tener muchas lecturas políticas.
¿Desde cuándo tenés esta novela en mente y cómo fue su proceso de escritura?
–Como antes te decía, la elaboración de esta novela fue muy prolongada. Creo, y lo digo al final del libro, que la necesidad de escribirla surgió en 1989 cuando fui por primera vez a la casa donde asesinaron a Trotski, en Coyoacán. Pero entonces yo no estaba ni intelectual, ni profesional o ideológicamente preparado para escribirla y ni siquiera pensé intentarlo –digo, de manera consciente–. Pasaron los años, supe de la presencia de Mercader en Cuba desde 1974 hasta su muerte en el ’78, empecé a leer sobre el tema, y sobre ese “renegado” desconocido (para los cubanos) que era Trotski y me fui acercando poco a poco a la posibilidad de escribir el libro. Algo decisivo para intentarlo finalmente fue la experiencia de la escritura de mi libro La novela de mi vida, donde la historia tiene un papel tan importante y en la que ensayo una estructura de historias paralelas y consecutivas. Entonces comencé a buscar información, a leer, a visitar lugares donde estuvieron esos personajes (desde Barcelona y Moscú hasta Copenhagen y Barbizon) y a medida que sabía más –pues discutía del tema con muchos amigos y me fui clarificando en lo que quería decir– comencé a escribir. Fue un proceso largo, de tanteos, en el que, por ejemplo, tuve que tomar grandes y dolorosas decisiones: después de haber escrito toda la línea de Trotski en primera persona, debí desecharla y escribirla de nuevo en una tercera objetiva, pues se me hizo evidente que jamás iba a tener la posibilidad de reflejar la manera de pensar de un hombre como él, ruso-ucraniano, judío, fanático, político en cada respiración de su vida.
Iván, el principal narrador, el único que usa la primera persona, reclama constantemente que no se sabía nada de Trotski. ¿La elección del tema tiene que ver con esta necesidad de revisar la historia del comunismo en Cuba a partir de sus puntos negros o vacíos?
–Tiene que ver sobre todo con la necesidad de superar la manipulación de la información, el ocultamiento de la historia, el engaño que significó todo aquello de que la URSS era el paraíso proletario. Y, por supuesto, tiene que ver con la verdad, o, al menos, con una parte de la verdad, o una visión de la verdad. Si bien Trotski no fue un santo, si bien fue un victimario cuando tuvo el poder en sus manos, creo que fue un hombre que luchó sinceramente por lo que quería y por lo que creía, pero le faltó capacidad para entender cabalmente quién era Stalin y a donde conduciría Stalin a la revolución. De todas formas, no es fácil entender qué puede pretender un hombre enfermo de poder y además desequilibrado como Stalin.
Pero de toda esa historia muy poca gente en Cuba tenía o tiene noticias. Todo lo que ocurrió en la URSS en esa terrible década de 1930 –colectivización, gulags, procesos de Moscú, desmontaje de la Internacional, pactos con los fascistas– fue tapiado por la desinformación o, cuando se sabía, calificado como propagada anticomunista, cuando lo cierto es que la peor faena que se hizo contra el comunismo no la hicieron los “imperialistas” ni la “burguesía”, sino el estalinismo, sus métodos, sus crímenes, su engaño, su política imperial... porque todo aquello no terminó en los años ’30, pues: ¿qué cosa fue el período de Brehznev sino una continuación del estalinismo por la vía del inmovilismo? ¿Qué fue la guerra de Afganistán? ¿Qué el silencio criminal de Chernobyl?... Era demasiado lo que se había ocultado y era inconmensurable nuestro desconocimiento.
Sabuesos
Las novelas policiales de Leonardo Padura Fuentes, nacido en La Habana en 1955 y aún residente en Mantilla, le han granjeado un nombre de referencia en la literatura internacional. Con su personaje de Mario Conde como protagonista –el detective de novelas como Paisajes de otoño (1988) o Adiós, Hemingway (2001)–, ha escrito textos en donde recurre a la intriga y la clásica melancolía de todo policial negro. En sus trabajos, sin embargo, ese sentimiento un tanto neblinoso que afecta a todos (es más un aire denso que se respira que cualquier otra cosa) adquiere una dimensión política, una consecuencia de la manera en que un país se administra o se relaciona con su pasado, una mirada triste que por momentos se cuela también en El hombre que amaba a los perros.
Te has hecho famoso en el ámbito literario por las novelas de Mario Conde, un “amigo” que el mismo Iván reclama en esta novela. ¿Creés que el afán investigativo de la novela negra y sus climas particularmente crepusculares te sirvieron para la escritura de El hombre que amaba a los perros?
–Todo me ha servido, pero sin duda la experiencia literaria que he ido obteniendo de mis libros anteriores, entre ellos las novelas policíacas de Mario Conde, me prepararon para esta novela que es peculiar en el sentido de que, antes de empezar, todos saben quién es la víctima y quién el asesino, por lo que debía crear una estructura capaz de atrapar al lector y llevarlo a través de casi 600 páginas. Si no hubiera escrito esas novelas negras, habría sido imposible entrar en ésta, pero igual lo habría sido sin mi trabajo como periodista de investigación en los ’80, o mi trabajo como ensayista. De las historias de Mario Conde, por supuesto, extraigo sobre todo la visión de la vida contemporánea cubana y, especialmente, el sentimiento de desencanto y frustración que ha caracterizado a una parte demasiado importante de mi generación en Cuba.
Por otra parte, creo que, en realidad, esta es la menos melancólica o nostálgica de mis novelas. Es más bien una novela triste, quizás desoladora, porque es una historia de fracasados históricos, de derrotados totales, de seres a los que la historia los devora, sean protagonistas o simples testigos, como es el caso de Iván. No es el mismo sustrato el que dejan las novelas de Mario Conde, donde también hay fracaso y sentido de pérdida, pero siempre queda una esperanza, quizás individual, una especie de posibilidad de redención que se logra por la vía de la amistad, de la literatura, de la complicidad, y hasta por la del amor... Pero, ¿qué les queda al final del libro a Trotski, a Mercader? No les queda ni siquiera la vida, ni siquiera la esperanza de futuro, y eso es más desgarrador que las melancolías.
El otro sentimiento que parece ser un efecto que el texto busca en el posible lector es la compasión. ¿Qué esperabas específicamente de este efecto?
–Podemos sentir compasión por estos personajes porque todos ellos son marionetas de la historia, aun los que más poder tuvieron, como el propio León Trotski, que casi dirigió un partido y que creó un ejército y dirigió represiones. Pero la manera en que fue destruida su vida y la de su familia por la obsesión enfermiza de Stalin es tal vez lo que más lo humaniza como personaje. En el caso de Ramón Mercader las cosas cambian: hay, posiblemente, un margen para la compasión, pero él tuvo la posibilidad de decir que no, y no convertirse en el asesino en que se convirtió por un fanatismo, más que por una ideología. Fíjate que quien llega a sentir algo parecido a la compasión por Mercader es Iván, pero es que Iván es un hombre tan golpeado –casi un santo, según su amigo Daniel– que no es raro ese sentimiento. Pero yo, como autor y como persona, no siento lo mismo... Y de Iván qué decir: por él sí que sólo podemos sentir compasión, y mucha...
Habías establecido un vínculo entre tu novela de 2002, La novela de mi vida, basada en un trabajo de ficcionalizar la biografía del poeta cubano José María Heredia, y tu actual trabajo, en donde ficcionalizás más de una biografía. ¿Hay algo premeditado en el hecho de que hayas dejado a Mario Conde y te hayas abocado a estos trabajos en donde tus largos años de periodista parecen funcionar como motor del trabajo de investigación?
–Yo no lo llamaría premeditación, sino necesidad. Creo que mi trabajo literario no podía encerrarse en el mundo de Mario Conde y la contemporaneidad cubana, por rica y contradictoria que esta sea. Yo necesitaba, en ambos casos, lanzar una mirada más universal, más abarcadora sobre determinados conflictos históricos que van desde la esencia de la “cubanía” y su destino histórico (su literatura, el exilio, las fidelidades) hasta un proceso mucho más abarcador como lo fue el desarrollo y caída de un proyecto utópico en el que tantos confiamos y todavía confiamos.
El personaje y narrador central del texto, el que tamiza toda otra biografía, Iván: ¿cuánto de tu biografía personal, de tu historia como escritor en la isla, hay en él?
–De mi historia personal, muy poco –a diferencia de Mario Conde, con el que comparto muchas características, gustos, fobias, y hasta fechas de cumpleaños–. Con Iván comparto una vida vivida en Cuba en la misma etapa histórica y, por tanto, experiencias generacionales que más o menos nos tocaron a todos los cubanos de mi promoción. El problema es que si Conde es metafórico, Iván es simbólico: en él se resumen, se amontonan casi todas las desventuras de una vida posible en la Cuba contemporánea, pero subrayadas con un sentido dramático que yo manipulé en la novela para que tuviese ese carácter simbólico.
¿Qué lectura podés hacer del ambiente literario cubano en el momento en que empezaste a mediados de los ’80 y la actualidad?
–Las cosas han cambiado muchísimo desde entonces y, en lo esencial, ha sido para bien. En aquellos años ’80, cuando casi todos los escritores de mi generación comenzamos a publicar, vivíamos todavía bajo los efectos ideológicos del “decenio negro” de los ’70, una época que se caracterizó por la ortodoxia más férrea y, con ella, por la represión y hasta marginación de muchos escritores incluidos Lezama y Virgilio Piñera. Era una época en la que siempre resultabas ser sospechoso de algo, en la que estabas en peligro de ser juzgado... Y castigado. La crisis de los años ’90, sin embargo, trajo un gran espacio de libertad, pues no sólo hubo crisis económica, sino transformaciones sociales y espirituales muy profundas y una buena parte de ese miedo que persiguió a Iván desapareció, junto con la comida, el dinero, la electricidad, el papel, los ómnibus, los cigarrillos. Y cuando tienes poco o nada que perder... Desde esa nueva perspectiva es que comenzamos a escribir en los ‘90 y es desde la que todavía hoy escribimos, con la posibilidad de editar nuestros libros fuera de Cuba, con una visión más crítica y hasta desencantada de la realidad, incluso con más apoyo de las instituciones culturales. Por todo eso, si en los ’80 casi todos escribíamos más o menos de los mismos temas y publicábamos en las mismas editoriales, hoy la literatura cubana es más diversa, está más descentrada geográficamente, es infinitamente más libre.