miércoles, febrero 27, 2013


Cortázar

lunes, febrero 25, 2013

Macedonio Fernández

 

sábado, febrero 23, 2013


viernes, febrero 22, 2013

Colombiano de culto




Sabía algo del narrador colombiano Rafael Chaparro Madiedo (1963 – 1995). Sabía que murió joven, víctima de lupus, y que a la fecha es un autor de culto, pero tan de culto que más de un dizque ecléctico de la lectura habla de su obra sin haberla leído. Digamos, pues, que sin proponérselo, este autor ya alcanzó la posteridad.

Llevaba años buscando su emblemática novela Opio en las nubes. Y esta llegó de la mano de un viajero de a pie, de un pata que ha recorrido toda Latinoamérica tirando dedo, y estoy seguro de que el mismo Chaparro lo eligió desde el más allá para entregármela.

Pues bien, la espera valió la pena. Claro que sí.

Ahora, no hay mejor estación para leerla que en verano. No sé qué sensación tendría si la hubiera leído en primavera o invierno. Como me dice la experiencia, son los libros los que llegan a ti. La novela en cuestión me trasladó a esos lejanísimos meses de verano en los que me veía felizmente forzado a no hacer nada, meses de verano en que esperaba la llegada de la noche para recién empezar el día, el día dedicado a las cervezas, cigarros, marihuana, mujeres, cervezas, tragos cortos, las lecturas y, obviamente, a la mejor etapa del rock.

En Opio en la nubes hay harto rock, y del bueno, pero entre líneas se percibe la sensualidad y el sabor de la salsa, sensualidad y sabor regentada por sus más de diez personajes-protagonistas a los que solo les importa dejar la piel al final de la jornada, personajes de carne y hueso, aunque no necesariamente humanos, que se desplazan en una ciudad innominada, Bogotá a lo mejor, pero una Bogotá con mar, cuya brisa enciende en ellos los arranques más desaforados.

Protagonistas, sí. Una novela coral, también. Una novela sin un tronco argumental, tanto mejor. Una novela de estructura desordenada, a propósito. Su pensando desorden no es gratuito, en absoluto. Si no fuera así, su hacedor no hubiera tenido la libertad creativa de inyectar el gran flujo poético que exhibe su prosa, flujo que se refocila en la variedad de voces que testimonian los avatares, amores, desilusiones de estas sensibilidades de marcado respiro disidente; disidencia contra la nada, una patada artera, y merecida, a un contexto abúlico y apabullante que amenaza arrebatarles lo mejor que tienen: la juventud. Juventud que desfila, animados por las drogas de todos los planetas, en bares y cafés de nominación psicodélica: Bar La Gallina Punk, Bar Kafka, Bar Anaconda, Bar Los Moluscos, Bar La sucia mañana del lunes, Bar Triste México, Bar La Cosa Divina, Café Del Capitán Nirvana, Opium Streap Tease…

Microcosmos en conflicto. Aquí nadie es feliz. Tampoco infeliz. Pero esa nada emocional no les impide eclosionar y vaya que les gusta... No le temen a nada, viven porque sí y en este río de vitalismo aprendes, aprendes en especial de mujeres como Amarilla y Marciana, que irrumpen con sus extensos y líricos monólogos ante la mirada atónita y postura lánguida de sus amantes y amigos que las aman y desean, impartiendo un magisterio perdurable de amor, ternura y sexo. Chaparro conoció bien a las mujeres, pero también a los hombres, su Gary Gilmour, que por momentos parece la parodia de una parodia de James Dean, pero Gilmour no solo es parodia, es de esos tipos capaces de matarse por la revolución, sin importar cuán disparatada sea esta, hace las cosas por el mero hecho de hacerlo, como si su vida estuviera regida por la consigna del no aburrimiento, consigna que también hacen suya Max, Daisy y La Babosa, hasta Lerner, el gato tímido. Tan loco era Chaparro que hasta los animales y las plantas hablan en esta novela.

Hoy en día más de uno se sube al bus Chaparro Madiedo, como sea quieren cogerse del estribo. No es para menos. Opio en las nubes la vio putas durante años. No fue muy bien saludada. Y eso que fue publicada en 1992, a buena distancia de aquellos lustros (de la primera mitad del siglo pasado) en donde había poca tolerancia para la experimentación, poca apertura mental para las nuevas formas y escasa sensibilidad para detectar lo original. A paso de tortuga la novela fue abriéndose paso, empezó a generarse hinchas, cófrades, que la querían para sí y nadie más, algo parecido a la devoción que despiertan algunas bandas en el siempre indefinido rock alternativo, y como estas, ya ha sido captada/rescatada, pero para bien, por Troppo Editores de España, que al menos en teoría le asegura una justa difusión. Ese es el destino de los grandes libros, no ser tan caletas. Aunque la edición que cayó en mis manos pertenece a Babilonia de Colombia, un tanto rústica, sencilla, pero con un apreciable buen gusto en su diseño.

martes, febrero 19, 2013


lunes, febrero 18, 2013

'Incendios' de Richard Ford




Cada quince días aparecerá, en Lee por Gusto de Perú 21, un texto en el que daré cuenta de un libro cuya lectura me fue excluyente y que no obedece a la inmediatez de la novedad editorial. Mi columna se llamará Lecturas de Madrugada y la primera entrega es sobre la novela Incendios de Richard Ford.





El merecido reconocimiento del escritor norteamericano Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944) se debe, en gran medida, a la descomunal prensa que ha tenido su trilogía novelística protagonizada por Frank Bascombe, inolvidable personaje de El periodista deportivo, El día de la independencia y Acción de gracias. Novelones, sin duda; novelones que deben figurar en cualquier biblioteca que se respete.

Sin embargo, esta famosa trilogía ha presentado más de un obstáculo a la difusión de las otras entregas del autor. Por ejemplo: Rock Springs, delicioso cuentario que fácil debe estar entre lo mejor del género breve de la segunda mitad del siglo pasado. Minimalismo en estado puro, minimalismo con harto nervio y sangre. A lo mejor suene exagerado, pero RS es muy superior a la obra en conjunto de la argollita (de la que Ford también era miembro) conformada por Raymond Carver y el gran Tobias Wolff.

Algunos de los relatos de RS, como "Novios" e "Imperio", exploran el tema de la infidelidad en las parejas. La búsqueda del consuelo y cariño del otro (otra) provienen de un pensado y duro proceso emocional de sus personajes, que no tienen otra opción que aceptar la realidad, realidad que los obliga a hacer suya una inevitable reivindicación, es por ello que encuentran sin buscar la anhelada aventura sentimental y sexual que los salve de la muerte en vida.

En este sentido, la novela Incendios (Anagrama, 1991) vendría ser el spin off del tópico de la infidelidad abordado en RS.

Y Ford no se guarda absolutamente nada en ella…

Estamos en 1960. Una pundonorosa familia, compuesta por Jerry (el padre), Jean (la madre) y Joe (el hijo adolescente), abandona su tranquila Lewison a razón del jefe de hogar, que quiere hacer dinero aprovechando el boom petrolero en Great Falls, Montana. Sin embargo, las cosas empiezan a salir mal: Jerry no consigue la riqueza que imaginaba, lo que le obliga a buscar trabajo en lo que siempre se ha desempeñado: como instructor de golf en clubes privados. Jerry es un tipo apuesto, inteligente y de contextura atlética; sin embargo, se convierte en víctima de la rutina de su empleo, sin querer se ha transformado en un ser apático, y esta apatía termina recargándose al ser despedido a causa de las lluvias de cenizas de los incontrolables incendios en los bosques de Great Falls.

Por otro lado, Jean es una mujer que a sus treinta y siete años mantiene el esplendor de sus años juveniles: bellísima, inteligente y con una curvilínea silueta… Ella y Jerry se quieren mucho, pero el paro laboral, el maldito desempleo, saca a flote sus latentes problemas de pareja… Cansado de no hacer nada, Jerry decide enrolarse en las brigadas que intentarán apagar los incendios de los bosques, cosa que lo lleva a alejarse de casa… Tres días de ausencia en los que Jerry se desentiende de todo… Tres días de ausencia en los que la vida de Joe es marcada… Tres días de ausencia en los que Jean se enamora de Warren Miller, un viejo empresario exitoso, con problemas para caminar, tremendamente feo, pero con la misma necesidad de afecto y cariño que Jean.

Esta es una novela sobre los deseos y la insatisfacción, y es contada por un testigo privilegiado y también el menos indicado: por Joe, quien muchos años después rememora esos días en los que vio a su madre besar y hacer el amor con un hombre que no era su padre. Esta experiencia lo llevó a conocer los sentimientos de los adultos a patada limpia. Sin embargo, es mediante la escritura (“exorcismo”) sobre la infidelidad de su madre que aprende a no caer en el criterio ramplón de juzgar por juzgar, sino que llega a entender, o en su defecto aceptar, la incoherencia de las emociones, no solo de ella, sino la de todos los seres humanos.

La prosa de Ford se muestra como una protagonista velada e inquietante, que enriquece las descripciones de los escenarios de Great Falls, las actitudes de Jean, Warren y Jerry, y, muy en especial, el recorrido que en solitario realiza Joe por una ciudad que no conoce y de la que desea huir. Podría asociarse el estilo del autor con el de Ernest Hemingway, pero basta una mirada un poco más acuciosa como para declararlo heredero de Anton Chéjov. Además, Ford sí ingresa a las sensaciones de sus personajes, los muestra tal y como son, con sus alegrías, frustraciones y perplejidades; son presas de la violencia interna de los sentimientos encontrados, de la que no logran librarse del todo, ni siquiera en una de las escenas cumbre: cuando Jerry prende fuego a la casa de Warren, impulsado, y esto es lo extraño, no por el hecho de que este haya estado teniendo una aventura con su esposa.

Esta novela me la prestó, a mediados del 2009, el escritor Carlos Torres Rotondo –Buco−, y por más que lo intenté, no pude no devolvérsela. La leí en una madrugada, dejando para otras noches las novelas que estaba leyendo; resultó pues un acto excluyente, y fue excluyente porque se trataba de la novela más sucia, dura y salvaje que leía en mucho tiempo. Quizá la más intensa de los últimos cinco años.  Y no era para menos, puesto que ni bien la terminé me sentí otra persona, quizá más fuerte y libre de ciertas taras y prejuicios. Es decir, una cura interior que solo puede depararte la verdadera y gran literatura.

Incendios es otra cosa. E inevitable no preguntarse ante la sospecha razonable de si en verdad Ford vivió lo que aquí nos cuenta. Novelas como esta no se pueden escribir desde la distancia, menos desde los terruños de la imaginación, sino desde la más cruda memoria.

domingo, febrero 17, 2013


sábado, febrero 16, 2013


viernes, febrero 15, 2013


lunes, febrero 11, 2013



domingo, febrero 10, 2013

Buco, otra vez



El rock peruano es un tema harto sensible, del que muchísimos se han llenado la boca, cuando en realidad ninguno le ha dedicado la debida importancia que demandaba. No es lo mismo ser un especialista en artículo que uno en largo aliento, puesto que si hay algo que indefectiblemente notamos en Demoler y Se acabó el show es la envidiable dimensión de trabajo de Carlos Torres Rotondo –Buco en adelante.

Pues bien, las comparaciones entre ambas publicaciones vienen al caso, pero estas tienen que abocarse a señalar sus grandes diferencias, no su contenido valorativo, puesto que en Demoler se hablaba de nuestra primera escena rockera, la comprendida entre 1957 y 1975, al punto que se llegó a decir, y al respecto no creo que haya duda alguna, y sin ánimos chauvinistas, que el mejor rock que se hacía en Sudamérica era el de estas tierras. Se trataba de un libro, bajo ciertos matices, enteramente musical.

Ahora en Se acabó el show. 1985, el estallido del rock subterráneo (Mutante, 2012), Buco pone sobre la mesa a toda una generación, generación que vivió la década más complicada y sangrienta de la historia del Perú contemporáneo. Generación de la desazón, la desesperanza, el exilio y el frenesí. Una generación que lo tenía todo para perder, pero una facción de esta, sabiendo que iba a perder, se lanzó a la realización de una utopía: la música de la furia. Había que gritar, la única opción. Y hubo mucha gente a la que le gustó esta propuesta que sintonizaba con lo que sentía, propuesta que también se hizo presente en otras manifestaciones artísticas. No era para menos, todos estaban inmersos en la misma mierda.

Se acabó el show presenta algunas trampas, placenteras e intelectivas, por cierto. Y la mejor manera de disfrutarlo no es asumirlo como un libro, sino como un documental. ¿Libro objeto?, se preguntara alguno. (Llámalo como quieras, potencial lector.) Lo que sí tengo en claro es que el formato en el que se nos narra el estallido del rock subterráneo era el idóneo. Durante el proceso de su lectura, tenía la sensación de estar ante una narración en 3D, como golpes canábicos en medio de la frente que enriquecían los testimonios de los casi cincuenta personajes convocados, convocados a quienes no les interesa quedar bien con la verdad de la historia oficial –fácil es hablar de la historia oficial desde la distancia – sino con su verdad, verdad mezquina, ególatra e irritante, pero que guarda relación con la violencia emocional que los llevó a hacer no poco, puesto que en medio de las discrepancias y chismes y los pocos recursos, se llegó a formar un circuito en donde la música venía repotenciada con el voltaje lírico de sus letras. No había pues espacio para lo fino y bien trabajado. La gente quería poguear y sacarse la mierda pogueando y olvidarse que vivían en un país que no les ofrecía absolutamente nada, salvo frustración.

Lo que es evidente es que la presente publicación se hubiera visto mermada en el formato de libro que conocemos. Los recortes de prensa, afiches de conciertos, fotografías, manifiestos y demás, no son elementos aditivos de la historia, no juegan al efectismo, son más bien parte del discurso central, discurso en donde el zurcido invisible de Bucco es no menos que magistral, llevando a buen puerto la negación de su voz –que vimos en primera persona en Demoler− en pos de una presencia ausente en cada testimonio, testimonio coral, en especial en aquellos grupos que alimentan y retroalimentan a la primera camada de rock subterráneo: Leuzemia, Narcosis, Guerrilla urbana, Zcuela cerrada y Autopsia.

En los últimos años viene creciendo el interés por la historia del rock peruano. Son cada vez más las personas que no solo lo consumen, sino que también leen sobre el mismo. Pero los registros textuales eran pocos, por decir algo. Y en esa escasez de textos, abundaban los que se escribían por el mero hecho de cumplir, reflejado en laxas investigaciones, o sea, poca ambición por parte de sus especialistas de turno. Se hacía necesaria la presencia de un escritor que no solo sea un intelectual, sino también un comprometido con su tema. Y para bien de todos, ahora lo tenemos.

Ese es Buco, ¿quién más?

Lo que ha hecho este autor es impresionante y me alegra que seamos testigos directos de su proeza, porque lo que logró solo lo logran los elegidos: Buco escribió Demoler y editó/escribió Se acabó el show, es decir: la tradición del rock peruano.

No se diga más.

jueves, febrero 07, 2013


miércoles, febrero 06, 2013

Profetas de la ciencia ficción - Philip K. Dick


martes, febrero 05, 2013

La poesía empieza por casa

 
 
Las antologías de poesía son lo que más abundan en la literatura peruana. En ellas tenemos de todo, absolutamente de todo. Para bien o para mal, son necesarias, fungen de entes cartográficos. La historia de la poesía peruana está en sus antologías. Allí vemos lo más grande, lo perdurable, como también las rutas torcidas de sus antologadores, carcomidos de sentimientos menores. Lo mismo podría decirse de las antologías disfrazadas de muestra, que por lo general suelen ser lo más bajo e improvisado que pueda existir, salvo excepciones, salvo excepciones.
Hace un rato me preguntaron por una antología representativa de la generación del sesenta. En principio se me vino a la mente Los nuevos (1967) de Leonidas Cevallos. Antología canónica, una suerte de fotografía escrita de lo que pasaba en su contexto, que para algunos, entre los que me incluyo, se hace necesario releer cuantas veces sea posible.
Tenía el libro en cuestión en manos. Sin embargo, levanté la mirada y vi el lomo de Generación poética peruana del 60 (Universidad de Lima, 1998), de Edgar O´Hara y Carlos López Degregori. Conocía ambos títulos. Y como tenía tiempo libre, me puse a hacer lo que hago en mi tiempo libre: leer. En este sentido, para un lector no hay nada mejor que comparar. La mayoría de las veces resulta estimulante hacerlo.
A comparación de Los nuevos, la presente antología, disfrazada de muestra, tenía una ventaja, puesto que se forjó bajo un universo ya establecido por el tiempo. Sus encargados tuvieron que escoger de lo bueno que quedó de esa generación, es por ello que su selección, aparte de fuerte, no experimenta el envejecimiento prematuro, envejecimiento prematuro que por momentos contamina al florilegio de Cevallos.
En el prólogo, cuyo título encabeza el post, se hace énfasis en los caminos recorridos hasta antes de la salida de Los nuevos. Los nuevos significó el punto de llegada, la meca, de lo transitado en cuanto a estilo y temática durante los sesentas. Sus vates forjaron obra bajo el influjo de la “tradición anglosajona y francesa (Pound, Eliot, Perse)”, poéticas no ajenas a las convulsiones políticas y diferencias ideológicas, es decir una poesía política, pero sin discurso político, en “solidaridad política con la imagen de la Cuba revolucionaria”. Pues bien, y aunque no se diga ni en Los nuevos ni en esta antología disfrazada de muestra, queda en evidencia la influencia mayor de estos otrora poetas sesenteros, al menos para mí: Bob Dylan.
Ahora, lo que hace el dúo de antólogos disfrazados de compiladores es más que plausible. Nos entregan un amplio espectro de poemas referentes,  sueltos e incluso poemarios íntegros, a la fecha inubicables (no los hallas ni en Mercadolibre)… En espera del otoño de Javier Heraud, Las palomas y la fuente de Mario Razzeto, Ausencias y retardos de César Calvo, David de Antonio Cisneros, Charlie Melnik de Luis Hernández, Los encuentros de Reynaldo Naranjo, Chloe de Antonio Claros, Sol interior de Joaquín Martínez Pizarro, Elogio de los navegantes de Juan Ojeda, De la voz y el estío de Raúl Bueno, Los días hostiles de Carlos Henderson, Casa nuestra de Marco Martos y En los cínicos brazos de Mirko Lauer… A ellos se suman Rodolfo Hinostroza, Arturo Corcuera, Luis Enrique Tord, Manuel Ibáñez Rosazza, Mercedes Ibáñez Rosazza, Julio Ortega y Winston Orrillo.
Veinte poetas que nos brindan un panorama completo, muy completo, de una década valiosa para la tradición poética peruana. Es posible ver  el trabajo de alfarería que se reconfigura en cada uno de sus poemas, en ellos es posible notar no solo la sensibilidad, sino también los nuevos cauces que en cuanto a forma van emprendiendo. Poesía de aprendizaje, sin más, en franca búsqueda del yo poético y en onda con el “Arte poética” de Heraud.
Toda selección viene con sus límites. Un lector atento de poesía peruana se dará cuenta de que hay algunas ausencias, pero el dúo de antólogos disfrazados de compiladores marcó bien su criterio de escogencia, tejiendo un puente cronológico entre Corcuera (1935) y Lauer (1947). A lo mejor una injusta arbitrariedad, pero en este caso necesaria.
Este imprevisto acercamiento hizo que volviera valorar lo que pensaba de ciertos poetas de esa generación, en especial con aquellos que nunca he podido sintonizar: Corcuera, Naranjo, Orillo, Hernández, Tord, Lauer y Martos. Y ahora sé, por milésima vez, porque nunca me transmitieron nada.
Si Los nuevos es la cumbre, Generación poética peruana del 60 es el sendero a esa cumbre. El paisaje que ofrece es diverso y desafiante y el mero hecho de recorrerlo vale la pena. Como suena.

lunes, febrero 04, 2013

¿Imposible amor?



Una de las cosas que siempre me ha gustado de Alonso Cueto es esa aparente facilidad con la que saca adelante sus novelas. Digamos que estamos ante un discípulo aprovechado de Chéjov y Carver, en cuanto a estilo. De su rica obra, algunos títulos me son predilectos, como La hora azul, Deseo de noche, El susurro de la mujer ballena y La batalla del pasado.

Cuerpos secretos (Planeta, 2012) es su última entrega. Y seamos francos: se trata de una muy buena novela. Pero la misma no es de lo mejor de su producción, aunque si esta fuera firmada por otro autor, estaríamos hablando de una novela consagratoria. Esto es lo que les pasa a los grandes: tienen que lidiar con hijas (porque las novelas son eso: hijas) con más experiencia y contundencia.

Sabemos que los intereses narrativos de Cueto siempre se han movido en los conflictos existenciales de las sensibilidades de la clase media y alta limeña. Y si la memoria no me es tramposa, es la primera vez que el autor sale de sus caminos temáticos ya recorridos --y dominados en los libros señalados líneas arriba-- para abordar ahora una realidad que solo había explorado de perfil, nunca de manera frontal: la clase emergente. De manera frontal porque si no fuera así, no estaríamos ante una un cruce violento de realidades, en donde priman las diferencias sociales, raciales y económicas; cruce canalizado en sus dos protagonistas: Lourdes de Schon y Renzo Lozano Quispe.

Lourdes pertenece a la clase alta, tiene la vida comprada y ostenta cuarenta años bien llevados. Renzo, de veinticinco, de origen provinciano, cuya única aspiración en la vida es tener su propia academia de matemáticas en Los Olivos.

Entre ambos nace un romance. ¿Parece imposible, no? Obvio.

Sin embargo, lo que los une no es la dependencia sexual ni la mera atracción física, sino la insatisfacción que despiertan en ellos las realidades a las que pertenecen. Lourdes llega al punto límite de su vida, está cansada del continuo baile de máscaras, de la frivolidad que la rodea, de las infidelidades de su esposo, no se siente mujer y tiene todo el derecho del mundo a serlo, es un ente mecánico que sonríe y aguanta. Renzo es idealista, muchacho esforzado, pero también sufre del hartazgo que le depara su realidad inmediata, por ejemplo: el mal gusto de los que nunca tuvieron y que ahora tienen. Lourdes y Renzo se encuentran lejos de lo que algunos tarados designan como “aristotélicamente imposible”, sino que resulta verosímil su romance, siempre y cuando se comprenda el vacío que los coloca en el borde de la vida misma, esas ganas de vivir que ya no pueden reprimir más. Como es lógico, en el tratamiento el autor narra mejor lo que conoce, la geografía emocional y sensorial de Lourdes, y evidencia más de un óbice en cuanto a la de Renzo (hizo falta un mayor trabajo de campo).

El romance entre una mujer mayor y un hombre menor no es suficiente para una novela que pretenda ser un espejo de la sociedad peruana actual. Ni hablar. Y eso lo sabe su autor, es por ello que recurre a otros registros, como el policial y el melodrama. Muy en especial en el policial, género tan permeable en la novelística contemporánea, en el que es todo un capo. Por medio del policial Cueto hace posible que su novela se ramifique y cuestione, porque eso es lo que depara Cuerpos secretos: un constante cuestionamiento a las taras de todos sus protagonistas, como el esposo de Lourdes, José, y el amigo de Renzo, Félix. Cada personaje aquí es un elemento simbólico de una realidad mayor, realidad mayor que hostiga a los amantes y a la que deciden enfrentar, motivados por la honestidad de un amor que se nutre de la oportunidad de llevar adelante una tan anhelada segunda vida.

sábado, febrero 02, 2013


viernes, febrero 01, 2013

Aquí hay poesía

 
 

Es cierto que la poesía peruana en los últimos treinta años (o quizá un poco más) experimenta un franca caída libre. Ya no estamos en los decenios maravillosos, cuando la cantidad de poemarios publicados no sentía divorcio alguno con la calidad. Ahora debemos hurgar, dejar de lado los amiguismos o favores. Visto así, no digo gran cosa; sin embargo hay repetirlo cuantas veces sea necesario. Hoy en día estamos en la casi “nada” poética, “nada” repotenciada por los ánimos ocultos al momento de valorar, se nos miente de manera descarada y pobres de aquellos que creen y hacen suyas esas mentiras, entonces corremos el riesgo de seguir en el círculo vicioso de la mediocridad, porque la poesía, muchacho/muchacha, no es solo ritmo y efectismo verbal, es también compromiso vital con lo que escribes, puesto que solo así, por más bueno, regular y malo que seas en tu comunión con ella, llegarás a hacer algo mínimamente honesto.
Porque la poesía es honestidad. En la poesía no hay lugar para lo falso. Un chorrito de falsedad (posería), lo pudre todo. Así de simple. Así de dura y pendeja es la poesía, y más aún la de nuestra tradición, quizá la mejor en castellano.
Semanas atrás leí el último poemario de Victoria Guerrero, Cuadernos de quimioterapia (Paracaídas Editores, 2012). Y lo volví a leer la noche de ayer, motivado por la visita de un poeta, que admiro y respeto, con el que estuve conversando de, vaya novedad, de poesía peruana contemporánea, rememorando en algo las sesiones de su ya mítico taller de poesía que dirige, algo más de dos décadas, en una universidad nacional.
Cuando hablamos de la poética de Guerrero, coincidimos en una conclusión: Guerrero es lo más importante que le ha pasado a la poesía peruana en los últimos treinta años. Su poesía, ante cada entrega, no ha experimentado otra cosa que no sea el fortalecimiento, proyectando en el lector una lozanía discursiva, haciéndola más fresca y vigorosa, en comparación con otras propuestas –algunas de ellas, a la fecha, canónicas o en vías de serlo – a las que no solo ya le han salido canas, también visibles arrugas.
Hay que tenerlo en cuenta desde ya: Guerrero debe figurar entre nuestras cinco voces poéticas vivas más importantes. Claro, si incluimos a nuestros queridos muertitos, estaría un “poco” más atrás. Pero esta es nuestra realidad, una grata realidad, porque estamos ante una pluma que indefectiblemente tiene todos los requisitos para dejar escuela, tradición personal; escuela y tradicional que estoy seguro a ella no le interesa impartir. Porque es una poeta de verdad. Lo suyo es escribir y lacerarse en la poesía, cimentar incomodidad en ella misma, disponer del sufrimiento personal-familiar (ver el pequeño sobre que acompaña la presente entrega), siendo este el único canal con el que atraviesa los tópicos que le conocemos desde El mar, ese oscuro porvenir, título bisagra en su obra. Tópicos que ya le conocemos, pero ahora bajo una voz íntima que grita y llora, llevando la indignación y decepción personales hacia una interpretación del mundo de hoy; hacia una desacralización de referentes poéticos no solo en castellano; hacia una postura política, porque estamos ante un poemario político; hacia una estado de violenta contemplación ante las oleadas de las enfermedades, la enfermedad, violenta contemplación que arde con la verdad de la palabra, su palabra.
Cuadernos de quimioterapia, no apto para lectores fáciles, mucho menos ingenuos.