domingo, junio 30, 2019

chismes


Despierto relativamente temprano, la atmósfera se manifiesta transparente, el silencio de la tranquilidad social y no por ser necesariamente domingo. ¿A lo mejor se deba a que de sentirnos la peor selección de fútbol pasamos a estar entre las cuatro mejores de Sudamérica? Puede ser, muchas cosas contribuyen a esa sensación y poco o nada importa si el triunfo de ayer ante Uruguay haya sido justo o no. Algún día tenía que tocarnos, y más allá de que en las últimas ediciones del certamen hayamos llegado a instancias de expectativa, queda todavía la sensación de los años en que nos quedábamos en la fase de grupos de la Copa América y si en caso clasificábamos a la siguiente era para regresar con la canasta llena de goles.
En la madrugada estuve en una reunión y al llegar a casa prendí el televisor.
Otra vez el partido.
No tenía mucho sueño, tomé agua, preparé café y me puse a revisar Aquellos años del Boom (Debate) de Xavi Ayén. Así estuve hasta la tanda de penales.
Como recuerdan algunos, este título circuló hace algunos años en RBA, pero en esta ocasión viene con información adicional y un corte significativo de páginas. Igual, sigue siendo una publicación voluminosa que aborda los entresijos del Boom latinoamericano.
No es un libro de crítica, sino uno que transita por la dimensión periodística, que como acabamos de señalar, brinda información más que atractiva, pero que está aderezada con ese condimento que hoy en día muchos “moralistas” de redes condenan: el chisme.
Aquí el chisme, aparte de bueno, es la sal en la gran mayoría de tramos, incluso se impone por no pocos momentos como el verdadero protagonista de la publicación, mediante el cual nos permite conocer las flaquezas y fortalezas de los actores estelares de una generación literaria que recibió la atención del mundo entero y cuyos ecos en la narrativa en español continúan ejerciendo un magisterio epifánico, solo Roberto Bolaño ha sido capaz de enfrentar a los mounstros de esa galaxia del Boom. 
Ya les contaré más.

viernes, junio 28, 2019

fuerza, tola



Cuando pensamos en la obra del artista José Tola, ¿qué es lo primero que tenemos en mente? ¿Qué sensación nos invade al punto de apreciar y admirar aquello que racionalmente no nos brinda justificación alguna para ello? Sin duda, la violencia interna que proyectan cada uno de sus cuadros. Admirar su arte nunca fue cuestión de contemplación, sino de obligado compromiso ante una transmisión que inquieta y horada los sentidos. Pero su caso es aún más especial. Pensemos en la persona. Pocas veces hemos podido ver la coherencia entre vida y obra, cada cual nutriendo a la otra, como una justificación volcánica que no admite las medias verdades. En un medio cultural en que los artistas cuidan mucho sus palabras, en el que también somos testigos de la puesta en escena del relacionismo, Tola nunca se perdió en quedar bien con la platea. Decía lo que pensaba y hacía lo que quería. Es decir, es un artista auténtico que nada le debe a la leyenda que los otros han forjado de él. Tola lo sabe, aún más en estas horas difíciles en las que batalla con un cáncer galopante. Fuerza.



9.90



Una fugaz mirada a las redes sociales nos depara una realidad maravillosa: no hay escritor malo en la literatura peruana. Todos son excelentes, la crítica los saluda y sus estados de Facebook derrochan la cosmética discursiva de los mensajes a la nación. Likes y rebotes como cancha, que hacen creer al chancateclas un autor de éxito, ya sea como el heredero rabioso de Roberto Bolaño o el suplente conservador de Mario Vargas Llosa.
Sin embargo, tanta belleza no dura para siempre, la pesadilla impone su ritmo cuando el escribiente apaga su Laptop y se desconecta de Internet. En cuestión de segundos se da cuenta de que el histrionismo revolucionario y la actitud denunciante no están seduciendo, algo viene ocurriendo, puesto que el diálogo que debería existir entre las luces virtuales y la preferencia de los lectores, sencillamente no existe. Patatús a la vista: el exitoso libro que promocionó día y noche, aquel título que recibió más de mil Likes y por el que gozó de felicitaciones de toda índole, conforma el selecto grupo de 9.90 soles de las ofertas de la cadena de Librerías Crisol.
La enseñanza es dura y hay que aprender: el lector decide, es el verdadero prestidigitador, no el reseñista, ni hablar de las entrevistas promocionales y los adelantos. El poder del boca a boca pertenece al lector, que no cree en la payasada autopromocional, tampoco en las tretas de difusión de las editoriales. De su chicote no se salvan los veteranos, como Iván Thays, ni los “jóvenes” Ezio Neyra, Leonardo Aguirre, Francisco Ángeles, Alexis Iparraguirre y muchos más. ¿Ni siquiera las últimas novedades, tipo Te seguiré a todas partes del conocido periodista Umberto Jara, que pasó de 24.90 a costar 15 soles menos? Aquí algo no funcionó. Quienes compraron el libro a precio oficial sienten consternación.

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En la Yugular / Caretas

jueves, junio 27, 2019

picando a wg


Un día agitado, pero productivo. Sensación de tranquilidad al final, con ganas de huevear un toque antes de regresar a casa y ponerme a ver la última película de Brian de Palma. Busqué un café y lamenté encontrarme lejos de aquel que conocí hace un par de días. Pero vi uno, cerca de Dos de Mayo, a cuadra y media de la Av. Arequipa. Era el café que me ayudaría a soportar con dignidad el tráfico de la hora punta.
De mi mochila extraigo una novela de Wilhelm Genazino, Una mujer, una casa, una novela. La leí el mes pasado y ahora me acompaña en algunas reuniones. Genazino falleció a fines de 2018. Para variar, su muerte pasó casi desapercibida para la prensa cultural latinoamericana, bueno, tampoco se trata de un autor conocido por el gran público. Si nos ceñimos a las caprichosas taxonomías, diríamos que Genazino es un autor de culto, es decir, un escritor para escritores. Hasta hace un tiempo no había asunto que me fastidiara más que esa calificación de “escritor para escritores”, de la que se aprovechaban tantos cantamañanas narrativos al paso, de esos que hablan como buenos, dueños de la autopromoción que no calza con la forzada seriedad del discurso literario que venden con la etiqueta de la extrañeza.
Me gusta Genazino. Picaba las páginas de su novela mientras observaba en el televisor del café un espectáculo de ballet danés, al menos eso fue lo que entendí de la franja del canal de cable. Me concentré en los pasos de una de las bailarinas, de cabello negro y espigada, relativamente alta para esta práctica profesional, al menos eso es lo que sentencian los entendidos en la materia, aunque para mí ese criterio me parece una idiotez.
La sensación tras el fugaz recorrido de la novela: satisfacción. El alemán posee una prosa diáfana, cualidad casi imposible de conseguir, más cuando en esta claridad se presenta una densidad conceptual que seduce, con el poder epifánico de abstraer al lector, en esta ocasión, agradecido. Genazino cuenta la vida sin contarla, la piensa en sus mínimos sucesos cotidianos. De alguna manera, y pensando en el ánimo del verbo, recordé Stoner de John Williams. (Cuidado, no las estoy equiparando; y ojalá este dato del norteamericano anime a alguien a buscar la novela de Genazino.) Bien sabemos que en la novela de Williams tenemos un narrador protagonista mayor y en la de Genazino uno que está retirándose de la adolescencia. En ambas sensibilidades hay una luz: la verdad emocional. No son poseros, ni efectistas, no rehúyen de su configuración moral, han asumido sus defectos. 
Claro, lo de Genazino merece un pequeño post, pero especial. Haré uno para los próximos días.

miércoles, junio 26, 2019

poeta indignado


Hace un rato estuve ordenando mi cronograma de actividades de las próximas Fil y Antifil, que no son muchas, lo cual me alivia. En verdad, no hay nada más burocrático y agotador que estar agendando actividades  literarias, pero no me quejo de las de este año (participaré en un homenaje y en un conversatorio (podrá ser polémico), y presentaré una novela que la rompió y el que podría ser el cuentario del año). Pues bien, me encontraba en esas profundas cavilaciones, en un pequeño, escondido y acogedor café de la Residencial San Felipe, el cual pretendo convertir en mi segunda oficina, cuando recibí la llamada de un joven poeta. Este ser no demoró en contarme su drama, que resumo así: se dio cuenta de que había sido estafado por un impresor que le prometió publicar su poemario, el cual escribió febrilmente durante mes y medio. No sé cómo tuvo acceso a mi número de celular, pero no importa, él acababa de timbrar y yo cometí la torpeza de responder un número que no tenía registrado. Me dio detalles de la “editorial” y le dije que podía ayudarlo siempre y cuando hablara de su situación, pero este ser me dijo más o menos esto: “no puedo, no quiero que me vean como autor estafado. ¡Yo valgo por mi obra!”.
En vez de mandarlo a la mierda, le di ánimos, los suficientes para que no dejara de trajinar en el inacabable universo gaseoso de la indignación. 
Seguí en lo mío, pero tampoco me siento ajeno al malestar de aquella joven promesa poética. Como él, hay muchos en esta comarca, rubricados por la cólera silenciosa, ese grito contenido por albergar una rata en el culo. Fácil: si no das la cara, no sirve de nada.




martes, junio 25, 2019

rescate: "ecb"


Más de una vez he escrito sobre el buen momento de las editoriales llamadas grandes. Si hoy son proyectos rentables, se debe a la apuesta por los libros de no ficción. ¿A qué se debe este fenómeno?, me pregunto. La respuesta no es tan rebuscada. Siempre he tenido el convencimiento de que en este país se lee, pero las preferencias de los lectores no apuntan a la ficción.
Por no ficción podemos entender varias cosas, son muchos los registros que bien exhibirían ese rótulo y seguramente en no pocos de ellos encontraremos títulos de valía. De lo que sí no tengo duda alguna es de la narrativa de no ficción, de la que ostentamos un puñado de libros y autores que conformarían una pequeña tradición a mirar con atención. Por eso, me resulta imposible no recomendar el rescate de Planeta de El caso Banchero de Guillermo Thorndike.
Si hay un autor al que se le han cerrado todas las puertas de difusión, ese es Thorndike. Sus errores políticos y eclipses éticos siguen generando resistencia en la oficialidad cultural peruana. Al respecto, puedo entender esa actitud, pero lo que no se puede negar es el interés que siguen despertando sus libros, como este que recomiendo, que fue escrito a contrarreloj tras el asesinato del exitoso empresario Luis Banchero Rossi en enero de 1972. 
ECB es un clásico silencioso. En este proyecto, Thorndike puso en el asador todos los recursos narrativos de ficción al servicio de un caso real. ECB no solo incomoda y es atractivo como lectura, nos ofrece también un testimonio de época que nos permite entender un poco más este país.



domingo, junio 23, 2019

cercanía a vll


Un artículo de José Ovejero circula en silencio, sin los rebotes ni saludos respectivos, pero sí comentado en la valentía de los chats. En el texto, el autor español refuta la tesis de Mario Vargas Llosa de su última entrega en Piedra de Toque.
Al parecer, la discusión sobre la Bienal tiene para rato. No podemos esperar menos, por tratarse de un evento llamado a convertirse en uno de los más importantes del imaginario literario en castellano. La fiesta estaba lista, pero cayó una bomba, la carta pública firmada por casi cien autores.
A diferencia de VLl, Ovejero argumenta y explica, no cae en los lugares comunes de nuestro Nobel, que no encuentra un discurso creíble ante la evidente catástrofe: su Bienal quedó herida.
Entre los puntos que brinda Ovejero, uno que por fin se toca públicamente: la cercanía de autores, editores, agentes y gestores a la galaxia personal de VLl.
A eso hemos llegado: agradar en lugar de construir una obra capaz de defenderse sola y que suscite, de darse el caso (y la vida no termina si no), la atención de VLl.  Me los imagino en un chifa, en donde también está VLl y su corte. Al Nobel se le cae un wantán y todos los candidatos a la aceptación se lanzan tras esa masa grasienta con relleno. No solo hablamos de especímenes locales, también foráneos. 
Una Bienal como esta merece una logística capaz de armar las mesas de discusión en base a la diferencia de opinión. No es descabellada esta propuesta, basta revisar la trayectoria de VLl para darnos cuenta de que si hay algo que le gusta es precisamente la argumentación encontrada, en conflicto. Alguien le ha hecho creer que el besamanismo es el camino. Ya es lugar común: VLl no tiene que demostrar nada y en verdad no hay voz narrativa contemporánea capaz de coger la posta de su legado literario. Esa debe ser la tarea para los autores ansiosos del lícito reconocimiento, intentar y trabajar en proyectos que vayan más allá de las modas editoriales. Eso tiene que ser un escritor, no una parodia del arribismo.


viernes, junio 21, 2019

"reseñas"


Leo algunos libros beneficiados por el programa Estímulos Económicos del Ministerio de Cultura. Algunos bien justifican su lectura, en cambio otros me hacen pensar en que no existe rasgo alguno de calidad, los cuales me generan sospechas razonables sobre los criterios de los jurados calificadores. Como fuere, ya habrá tiempo para escribir de ello, sea por aquí o en los otros espacios de opinión que dispongo.
Mientras avanzaba en la lectura de uno de estos libros que valen la pena, ingreso un toque a las redes, para ver cómo van las cosas en nuestro pueblito literario. Y veo, para variar una vez más, una secuencia de vivezas que ya se han vuelto práctica normal.
Pensemos pues en las “reseñas”.
No vamos a negar que en este circuito todos se ubican y no tendríamos que extrañarnos que entre autores y comentaristas exista una proximidad amical. No es culpa de nadie que el reseñista tenga amigos talentosos, como tampoco habría que alarmarnos de la genuina amistad del autor con el comisario de ocasión. Ese no es el problema. Lo que sí es cuestionable es que no se mencione esta relación cuando circulan los textos valorativos. Este fenómeno lo veo más en la poesía que en la narrativa, puesto que en ella cunde el ego sobredimensionado y engañado, que convierte en mera flatulencia el que vemos en narrativa.
La canción es así: X comenta el poemario de Y, que “está de la putamadre…”.
Me parece paja que se escriban de poemarios y de la situación actual de la poesía peruana, pero una dosis de franqueza no vendría nada mal, hasta podría reprimir nuestra tendencia a pensar mal.
Este tema da para más. Prometo volver a tocarlo. 
Mientras tanto, me reencontraré con la discografía de Elliott Smith.



la ira de vll



El último artículo de Mario Vargas Llosa en su columna Piedra de Toque, Nuevas inquisiciones II, generó muchos comentarios. Tanto en la primera entrega como en esta última, el Nobel de Literatura arremete contra las agendas del feminismo, las cuales confunden reivindicación con reconocimiento a la calidad literaria. En este aspecto, no hay mucho que discutir, ya que quien desee estrellarse en la sinrazón, pues tendría que prestar atención a los libros que prefiere la lectoría: la mayoría firmados por hombres. A la lectoría no le importa la cuota de género, sino la epifanía y la conexión con el autor (¿negaremos que Isabel Allende es una de las plumas en castellano más leídas del mundo?).
Lo que sí debemos subrayar es el ánimo egocéntrico del artículo, que es toda una defensa de la Bienal de Novela que lleva su nombre. Aunque Vargas Llosa no lo reconoce, la carta pública Contra el machismo literario, firmada por casi cien autores (entre los que encontramos aberrantes oportunistas locales), se llevó el protagonismo en el certamen realizado en Guadalajara. En este sentido, pudo brindar razonables luces en pos de futuras mejoras y no cerrarse en el manoseado criterio de la “calidad”, porque si algo no estuvo bien en la Bienal fue precisamente la logística de la misma. Prueba mayor: la nómina de novelas finalistas, que no es dato menor, más si nos referimos a libros publicados y que como tales debieron competir en base a la legitimidad otorgada por los lectores enterados y la crítica. 
Entendemos la ira de Vargas Llosa, pero no podemos sintonizar con su mirada atemporal, que lo lleva a malinterpretar la carta pública, ¿en qué parte o en qué línea se sugiere que se invite a mujeres como “bulto”? Vargas Llosa resbala en lo que más detesta: la intolerancia a la opinión contraria, lo que devino en una flojísima argumentación y un cierre autoritario.

academia desconectada


Muchos dicen, y no sin razón, que a esta nueva generación de mujeres y hombres peruanos le falta muchas cosas. Los más pesimistas la tildan de inculta e ignorante, impresión que adquiere consistencia cuando uno los escucha hablar, o cuando toma como modelos toda representación popular teñida de ignorancia, malgusto y otras maravillas del facilismo imbécil. No puedo contradecir esa realidad, pero tampoco puedo negar que hay una facción que se destaca por su espíritu crítico y afán de información.
Digo esto por lo que acabo de leer en el portal IDL-Reporteros, que reproduce un artículo del diario El Búho sobre una conferencia llevada a cabo el pasado sábado en el Palacio Metropolitano de Bellas Artes de Arequipa. En el evento participaron los fiscales del caso Lava Jato José Domingo Pérez, Rafael Vela, el juez Richard Concepción Carhuancho y los periodistas Gustavo Gorriti y Graciela Villasis. 
Hay muchas cosas que decir al respecto, cada exposición estuvo signada por la legitimidad ética y moral. Pero sí me gustaría subrayar lo siguiente: no es gratuita la presencia de jóvenes en el evento, muchos de ellos estudiantes universitarios y de institutos. Qué mejor respaldo moral que ese, que saluda y reconoce la capacidad y la dimensión ética de los ponentes, en especial la del fiscal José Domingo Pérez, de quien no olvidemos lo siguiente: meses atrás el catedrático sanmarquino Marcel Velázquez cuestionó en Twitter su tesis a razón de un mal empleo de citas. No está mal cuestionar faltas y errores, pero el dato fue aprovechado por la banda congresal fujimorista, que emprendió una campaña de desprestigio contra Pérez justo cuando las investigaciones estaban en su tramo más sensible. A lo mejor Pérez no fue un alumno destacado, pero eso poco importa a la luz del trabajo que viene realizando junto a los fiscales del caso Lava Jato, labor calificada en el mundo entero como histórica, en donde cada fiscal se viene enfrentado a un ejército de abogados consorciados al servicio de poderosas mafias empresariales. Lo de Velázquez es una cruel metáfora de desconexión de la academia con los sucesos que viene experimentando el país. Cuando esta opina, lo hace hasta las huevas, embarrándose y delatándose de oportunista. Este país necesita una academia que no se solace en la falsa consagración de veinte gatos, sino que sea activa y coherente con sus principios: reflexionar y denunciar todo acto de corrupción. De esta manera volverá a tener credibilidad.

miércoles, junio 19, 2019

pakula


Me levanté temprano y sintonicé Fox Classics. En ese canal vi en la madrugada La conversación (1972), obra maestra de F. F. Coppola. Es una película que conozco bien y que asocio con otra muy buena, Klute (1971), de A. J. Pakula. Al respecto, no sería nada descabellado que algún cineclub programe una retrospectiva de la obra de Pakula, que merece una oportunidad de difusión entre los nuevos cinéfilos. Sus películas caerían como anillo al dedo en estos días en los que la política peruana no solo se estrella en la inconsistencia de su demagogia, sino también en las ciénagas de la corrupción, la conspiración, incluso el asesinato.
En las películas de Pakula hay política pero a la vez no. Eso es lo paja de su propuesta, que aborda la política desde sus márgenes, desde el detalle del gesto y la necesidad hormonal camuflada de conservadurismo a la espera de la eclosión. Pakula juega con las pulsiones y ambiciones de sus personajes, ansiosos de poder y de las gollerías dentro de él. Pakula no reduce el poder a la política, es más bien un explorador de las grietas del poder. 
Un ciclo de películas suyas no solo edificaría, también la rompería.

martes, junio 18, 2019

a. merini


En estos días regreso y también vuelvo a descubrir la poética de la italiana Alda Merini.
Cuando me sumergí en las páginas de Delito de vida. Autobiografía y poesía (Vaso Roto, 2018), recordaba muy poco (casi nada) de lo que en su momento leí de ella. Al respecto, no tengo problema alguno si acepto que esta vendría a ser la primera vez que la conozco (la experiencia sobre la memoria). Como fuere, lo importante es que escarbo, por el momento, principalmente en su vida, signada por la tribulación y la tragedia. Entre las fatalidades que le sucedieron, estuvo la de haber pasado cerca de veinte años en manicomios. Se entiende que no era una mujer normal, pero no en el sentido de mostrarse contraria a las imposiciones sociales de la sociedad italiana de mediados del siglo pasado, sino que a diferencia de muchos artistas, a Merini poco o nada le importó curarse de sus traumas y pesares, a saber, no huyó de las peligrosas parcelas de la hipersensibilidad. La futura poeta encontró la justificación vital en la práctica poética, no como medio, sino como fin. Y claro, se dedicó a vivir y afrontó en esa determinación lo bueno y lo malo. Vida y poesía en una sola actitud, no como complemento una de otra.
Ojalá la puedan conocer más.
Releerla si es el caso. 
En la red hay mucha información sobre esta poeta a disposición del interesado. Ojalá alguien pesque esta recomendación.



lunes, junio 17, 2019

editores


Tras un fin de semana ajetreado, de inevitables celebraciones, que detesto tanto como las otras que suceden en el año, un entusiasta lector me deja un mensaje, que leo recién hoy en la mañana. En verdad, gratifica que aún existan interesados en saber cómo van las cosas en el mundo editorial peruano, que asumo como una señal saludable, ya que este conocido, de animarse y de contar con los recursos básicos en su momento, podría desempeñarse como un editor que forje un llamativo catálogo. Tiene lo esencial para serlo: pasión por la lectura y olfato editorial, características que bien llevadas no solo te permiten construir prestigio, sino también lo más importante en estos tiempos de fines concretos: ser rentable y poder cumplir con los sueldos. 
No hay mucho que decir de las grandes editoriales. Ellas ya están encaminadas, gusten o no, cumplen su función. Lo que sí me preocupa es la situación de los sellos independientes, de los que no veo las entregas que se supone deberían presentar por estos meses, sin necesidad de esperar a la FIL de julio. Esta suerte de silencio ya va por su cuarto año consecutivo, solo que ahora no se puede negar lo evidente: la crisis de propuesta. No es que no haya editores independientes, ojo que me refiero a los de verdad, no a esos oportunistas que a duras penas han leído treinta libros en la vida y que no han entendido ninguno, a los protagonistas de antes que presentaban novedades de interés, algunas de estas con el poder de cambiar la mirada de la narrativa peruana del momento, lo mismo podría decirse de la poesía. Se extraña ese riesgo, ¿a qué se deberá la nulidad actual? Ojalá sea el momentáneo aburguesamiento, realidad inevitable para parar la olla.


viernes, junio 14, 2019

varela ilumina


Hurgando en publicaciones ochenteras encuentro una entrevista del recordado Jorge Salazar a Blanca Varela.
Cada vez que encuentro noticias y entrevistas a Varela, las devoro. Varela no solo me gusta por su poesía, sino también por su actitud, abierta y sincera, y no menos polémica. Me hubiese gustado conocerla, y vaya que tuve la oportunidad, pero como suele pasar, evado los momentos estelares.
La entrevista de Salazar a Varela fue publicada en 1983 en la revista Caretas. No es una que destaque por su extensión, pero en su brevedad es más que contundente.
Días atrás conversaba sobre la nulidad de la poesía peruana de hoy. Ya no hablo de su crisis, que como tal tiene atajos para salir de ella, que en estos asuntos podríamos llamar chispazos. En este sentido, las respuestas de Varela brindan una “salida” del vacío discursivo de la poesía peruana actual, pero de estas hay una que nos revela la esencia del ejercicio poético. Esa es pues la solución, no para ser mejores (eso ya depende de cada quien).
La sobreexposición termina por aniquilar el crisol discursivo del poeta o aspirante a tal. Las redes, recitales y colectivos que son vientres de alquiler, entre otras maravillas de la difusión mal llevada, han contribuido a que el vate local esté más interesado en la construcción de su imagen, lo que suscita la consecuencia del descuido: la morfología plástica/imbécil de la palabra. El problema nunca ha sido la falta de talento, menos la formación personal de la influencia. Es algo más sencillo: la postura ante la poesía. Varela no se la creía, ni pretendió forzar un estado de luz. Varela dice: “Yo escribo para pasar desapercibida y creo que lo consigo; escribo para “mi otro lado”, esa parte invisible que tenemos y a la cual pocos le dan tiempo; para mí el escribir es regalarle tiempo a ese otro que llevo en mí”.
Capa. 
Si gustas, puedes leer la entrevista aquí.


miércoles, junio 12, 2019

chicotazo de realidad


Ayer en la noche, tras una conversa con un autor que estimo mucho, me dediqué a caminar, como quien mata el rato hasta las nueve. Tenía dos horas aparentemente libres, que quise utilizar leyendo, pero por más que busqué un café ideal para hacerlo, el ruido de la hora punta desanimaba mi intención. ¿Qué quedaba? No mucho, al menos intentar que el hueveo sea más o menos productivo, como recorrer algunas exposiciones. Esa fue mi idea, pero en el trayecto a la sala Miro Quesada Garland, vi un local de Librerías Crisol.
Entré.
Recordé que en estos días hay ofertas en Crisol.
Me puse a ver los títulos, algunos interesantes, otros no tanto. Llamó mi atención la presencia de torres de libros de ficción peruana. Vi los nombres de los autores, muchos de mi generación, alucinados de exitosos cuando tuvieron que promocionarlos, quejosos ante la poca atención de la crítica pero satisfechos con “la respuesta” de los lectores. La realidad ha demostrado que esa narrativa de la consagración es tan vacía y falsa como la moda narrativa del yo. 
Que tu libro aparezca en las ofertas no debe ser motivo de trauma, así este se halle en una columna hecha con esmero. A lo mejor, mediante esa oferta, tu título encuentre su lector. Como digo, aparecer en la oferta no debe generar más análisis de lo que ya es obvio. Lo que sí es preocupante es no aceptar la contundencia de la realidad: más allá de las redes, no eres ni mierda.


domingo, junio 09, 2019

azar


En la mañana me animé por ver una vez más Drunk-Punch Love, la ya célebre película del norteamericano Paul Thomas Anderson. La mayoría de mi generación nos acercamos al universo PTA gracias a esa obra mayúscula llamada Magnolia. (Sé, porque es inevitable, que no faltará el caletista ilustrado que señale algunas falencias formales, que tiene toda película. Felizmente, los caletistas se venden solos ante el mundo, y no solo en cuestiones cinematográficas: suscitan reparadoras culpas ajenas.)
Ver DPL me despierta certezas y dudas, y para mi bien son más las segundas, gracias al componente subrepticio en la obra de PTA, al menos la comprendida por sus cuatro primeras películas, en las que puede apreciarse la dimensión del azar, que en manos de este director cumple un rol narrativo coherente y revelador, no es usado como una salida a la deficiencia de la trama o estructura, tal y como llevan a cabo no pocos cineastas menores.
Son muchos los directores a los que vuelvo, pero si tuviera que elegir la obra de uno, que para mí ya es recurrente, esa es la de PTA, del mismo modo pienso en la poética del canadiense Denis Villeneuve, de quien recomiendo Incendies, obra maestra por donde se mire. 
Ahora que veo la pobreza de nuestra cartelera, que no debería lamentar, porque más lamentable son las colas que se forman para ver los bodrios de estreno, sería bueno que alguien pesque esta recomendación. Acercarse a PTA no solo es buen cine signado por una estética propia, es también la seguridad de tener una compañía permanente de buen gusto, detalle que necesita a gritos esta sociedad feliz en dinero pero a la que le falta construir dimensión cultural.



sábado, junio 08, 2019

Henry Miller: la biografía salvaje de uno mismo

Volver a Henry Miller no es más que un retorno a la biografía salvaje de uno mismo. Es quizá la experiencia más epifánica que he tenido en mi pasión por la lectura. No quiero caer en el lugar común, pero a veces los lugares comunes se justifican cuando llevas a cabo un ejercicio de memoria y te descubres potenciándote como lector precisamente con los libros de Miller, libros que leías como novelas cuando lo cierto era que no eran novelas, pero cuando los leías no pensabas en el género sino que estabas entregado al placer de la lectura, al menos, para tu sensibilidad de joven rebelde que bordeaba los veinte y quería vivir, bajo el amparo de la experiencia de la palabra, lo que Miller te contaba en los Trópicos, porque a eso aspirabas, con mayor razón si era la primera vez que lo leías, es decir, ser parte del arribo al submundo del yo mediante otra voz y sensibilidad. 
Las cosas, para valorarlas, hay que hallarlas en la esencia de su sencillez: había que tener la suficiente fuerza testicular para escribir lo que Miller escribía, había que tener el ego hecho pedazos para ser capaz de exponer tal y como él exponía todas sus miserias humanas, miserias distribuidas en diferentes niveles de esplendor. Este esplendor, que podríamos tildar también de recuento, fue lo que llamó más mi atención en el inicial acercamiento a Miller. 
¿Había ser humano que haya sufrido más que él?, me pregunté más de una vez. 
A la fecha no recuerdo cómo es que llegué a su obra. Quizá los flashes referenciales se hayan dado en una lejana noche de un perdido día de mediados de 1997, en un bar del Jirón Quilca. 
Cuando llegó el momento en que había que leer a Miller, me puse a buscar en serio sus libros. Tanta referencia al sexo había motivado la libido de un lector que en esos años se encontraba en su plenitud hormonal. Buscaba los libros como si estuviera buscando revistas pornográficas. La búsqueda la llevaba a cabo en un estado de excitación, me encontraba y me sentía caliente cuando me sumergía en los anaqueles de las librerías y en las librerías de viejo, como las que aún persisten en el centro de la ciudad. 
Claro, a quien le toque leer estas líneas la pregunta le viene de cajón. ¿Acaso los libros de Miller eran difíciles de encontrar? Al respecto, el nuevo lector debe saber que en esos años poco o nada se sabía de él. Lo mismo podríamos decir de los narradores y poetas de la Beat Generation, que solo eran conocidos en círculos literarios muy estrechos. Se sabía de ellos, obviamente, eran escritores que habían sido las sombras presentes en las poéticas que se escribieron en Perú a partir de los años sesenta, pero aún no calaban en el lector interesado, en el letraherido que solo lee por placer, sin el interés de hacer una trayectoria literaria. Autores como Miller habían permanecido en el imaginario de los entendidos, aún no traspasaban el coto que les permitiera ser leídos por el gran público lector, sin importar cuán estrecho sea este en realidad. 
Más de una vez había visto los Trópicos, empero me fue casi imposible dar con ellos. No por nada en aquellos últimos días había estado escuchando de Miller. Nada nace de la nada. Todas las cosas son una interminable secuencia. Y esa secuencia era más que obvia. Los vendedores de libros me decían que últimamente estaban comprándose sus libros. Me preguntaban si en verdad era tan bueno como decían. No sabía qué responder. Y sí, me sorprendía no encontrar los libros de ese autor que podía encontrarse en Oveja Negra, en Bruguera, Sudamericana, es decir, en las colecciones populares que en su momento dejabas pasar porque no había tanto apuro por tenerlas, no eran la prioridad, posponías su compra porque en otra ocasión, si en caso te sobraban algunos soles, te los ibas a llevar de todas maneras. 
Conseguí leer los libros de Miller gracias a la fotocopia de Trópico de Cáncer que me proporcionó una amiga estudiante de literatura de San Marcos. Llegué a casa y terminé de leer esa novela que no era novela en el lapso de no más de siete horas. Trópico de Cáncer no era una novela. 
A partir de esta impresión comenzó a germinar mi aprensión contra todo aquel que hablara de Miller valiéndose de los lugares comunes por los que su obra fue censurada en Estados Unidos. Como se supone, se hablaba de este autor valiéndose de la leyenda negra que lo calificó como el “Demonio de la sociedad norteamericana”. Me sorprendió que ni los años transcurridos hicieran que sobreviva el Miller que quedaba e importaba. Si bien es cierto que se trató de una novela calificada de réproba y por la que se le censuró a razón de la temática sexual calificada por los celadores de las buenas costumbres como pornográfica y obscena, no percibí en ella ni una sola pizca de atentado contra las buenas costumbres. En esta impresión no tuvo nada que ver el hecho de que la haya leído como lee todo joven rebelde un libro de un autor que catalogan de maldito. Lo que llamó mi atención, que descubriría muchos años después, con la experiencia que te depara la pericia lectora, fue el hechizo que me generaba su prosa. 
Luego de Trópico de Cáncer, pasé a completar el díptico con el de Capricornio. Pero la inquietud permanecía. Me seguía preguntando a qué se debía la dificultad de encontrar los libros de Miller. La respuesta la tuve en esas semanas de búsqueda. No era para menos, William Burroughs acababa de morir. A razón de su muerte se había originado una fiebre que hizo que durante algunos meses sus libros fueran inubicables y también los de Miller. De alguna manera, eran autores hermanados por la desdicha. En sus últimos años, Burroughs había hecho proselitismo por Miller, seguramente bajo la motivación de querer mantener en el imaginario la presencia de su obra y qué mejor que hacerlo que con la mención de un autor que había sido su paradigma. Los títulos de Burroughs y Miller siempre habían estado a la mano de los lectores, el segundo, obviamente, tenía muchísimos más que el primero, y por ser tantos se perdían o sonaban a cosa rara en los recuerdos inmediatos del vendedor de libros. Con algo de suerte, encontrabas El almuerzo desnudo, mas no así los títulos ajenos a los Trópicos, ocultos en las estanterías de las librerías, fondeados en los anaqueles de los puestos de libros de segunda mano o en costales que almacenaban los títulos que eran catalogados como hueso. Más allá de sus dos libros más conocidos, lo cierto era que no se le leía en mucho tiempo, ni siquiera era un autor al que se le tomara como una referencia de la literatura norteamericana del siglo XX. 
En cierta ocasión, preguntándole por lecturas a un profesor de literatura de San Marcos, este me dijo que debía buscar libros más contemporáneos. Eran pues los años de eclosión y descubrimiento de Raymond Carver, del inicio de la devoción que provocaba el rescate editorial de los libros de Bukowski, el creciente nuevo interés por las voces de la Beat Generation. Demasiados intereses juntos, no había lugar para Miller. Por esa razón, este profesor me sugirió que debía leer lo nuevo, a los herederos de los maestros como Chéjov, es decir, Carver, solo Carver. Para este profesor Miller era una figura caduca. Yo escuchaba y prestaba atención, con mayor razón cuando con estas referencias me sacudía de las lecturas decimonónicas que me seguían retumbando desde la adolescencia. 
De alguna manera empezó a nombrarse a Miller. No había bar en que no escuchara de él y en los artículos de las fugaces revistas noventeras era mencionado, bueno, era nombrado en función de sus dos libros más conocidos. La razón la supe de la forma en que me enteraba de las cosas, por medio de una revista llamada Generación X, la cual coleccionaba y que bien puedo atribuir a uno de mis tantos pecados literarios de juventud, pese a que la revista marcó una época, después de cinco ediciones para luego desaparecer hasta el día de hoy. En uno de sus artículos, se hablaba de la muerte de Allen Ginsberg. Ese número de la revista, si no me equivoco el cuarto, no lo había leído. 
Fue pues la muerte del poeta beat lo que hizo que en paralelo se activara mi interés por Miller. Tengamos en cuenta que la figura de Miller había servido de inspiración a no pocos escritores de tendencia vital de la segunda mitad del siglo XX, siendo los integrantes de la Beat Generation los discípulos más aplicados. 
Si Miller tuvo un nuevo ingreso en el imaginario de los lectores peruanos, o un ingreso con la pierna en alto en quienes lo descubrían, se debió a la muerte de Ginsberg. Ginsberg, a la muerte de Jack Kerouac, se había convertido en el único militante de un discurso que tenía acogida en los jóvenes rebeldes del mundo antes de ser absorbidos por el sistema neoliberal. Una de las cosas que hizo Ginsberg antes de sucumbir en aroma de poesía, fue recordar sus años formativos. Prácticamente no dejaba de mencionar en donde sea los libros de Miller, aprovechando los discursos y recitales que brindaba en el mundo entero. A comparación de Burroughs, Ginsberg destilaba genuina admiración. 
Más de una vez he barajado la idea de que los lectores de entre siglos conocemos más a Miller gracias al autor de “Aullido”. La lógica, para esa edad de ebulliciones hormonales, era acercarse a Miller por el costado, por una tangente, la más conocida por todos. Bien podía o no gustar Miller, y en mi caso me gustó, ya que había algo en su prosa y en su actitud, actitud que no dudaba en mostrarlo como el ser humano más infeliz de la historia. 
Y vaya que Miller era lo que bien podemos catalogar de irrefrenable infeliz. Si tuviéramos que reforzar esta impresión, haríamos lo correcto en llamarlo de la misma manera en que llamamos a ciertas personas hoy en día: un “salado”. A Miller le salía todo mal, absolutamente todo. Era pobre, conflictivo, las mujeres no se fijaban en él, buscó las oportunidades para ser publicado y estas se le cerraban. 
Los motivos de su fracaso pueden llenar tranquilamente más de veinte folios de absolutas desdichas. La literatura, la gran literatura, tiene una cantera irrebatible de autores signados por el fracaso, pero por más que repasemos a los más fracasados, si de este repaso hacemos una lista de solo cinco nombres, en ella tendríamos que consignar a Miller. 
Cuando leíamos a Miller supimos que hubo alguien que las pasó más putas que uno. Y esa lectura creciente de su obra iba reforzando una actitud, quizá una sin la total conciencia de la situación que se vivía, pero que forjaba una seguridad vital en quienes quisimos hacer algo cuando nadie parecía dispuesto a hacer nada. Esta impresión bien puede sonar muy antojadiza, pero en lo que me tocaba ser testigo, en especial luego de las extenuantes marchas, ya sea en el Centro Histórico como en San Marcos, pude ver a no pocos líderes estudiantiles, entre hombres y mujeres, leyendo las ediciones populares de los Trópicos, como si la lectura de ese par de libros fuera una suerte de combustible que reforzaba una actitud ante la inmediatez de la vida. Claro, no se podía comparar las actitudes, pero nunca dejó de parecerme una curiosidad ver a líderes estudiantiles, o escritores de relativa influencia entre los nuevos y aspirantes a escritores, teniendo en su manos los libros del norteamericano. Llamaba mi atención y me llevaba a pensar en qué es lo que había en Miller. Percibíamos algo más que escenas sexuales explícitas, éramos en esencia partícipes de un hechizo que no entendíamos pero que no nos importaba entender porque la lectura de los Trópicos venía relacionada con la experiencia que vivíamos bajo la influencia de la poesía de los poetas malditos o, en todo el caso, el respiro contra el hastío que leíamos en Rimbaud, Verlaine y Baudelaire. 
Si leíamos a Miller para entenderlo, íbamos a fracasar. A Miller había que sentirlo y en esa búsqueda de conexión encontrábamos un remezón. 
¿Qué tipo de remezón? Seguramente uno parecido a la experiencia de la lectura de la poesía, como la de los poetas malditos. Pero ante todo, y esto lo supe mucho tiempo después, lo que sostenía la poética de Miller era la actitud, una fe ciega en un proyecto de escritura que se justificaba en su práctica misma, en la fe ciega en un salvaje ejercicio de memoria. 
Es que era eso: Miller era un salvaje de la memoria. No he logrado encontrar a otro escritor que escriba al nivel de Miller, a otro que haya exprimido tanto la memoria como lo hizo él. Si tuviéramos que hablar de una poética de la memoria en el sentido más enfático del término, teniendo en cuenta que toda obra de ficción es uno de los trajes de la memoria, Miller vendría a ser uno de sus más grandes exponentes. No será el mejor, pero sí el que le dio una valía y una ambición que elevó la memoria a los cielos, haciendo que otros que también escribieron bajo el respiro de la memoria parezcan genuinos enanos o, siendo más suaves, talentosos entusiastas a los que les faltó precisamente memoria y más arrojo para igualar al maestro. 
No es para menos: Miller escribió más de cincuenta libros en los que habló de sí mismo. Una proeza como esta, en lo personal, no se la conozco a nadie. Miller, como se indicó, elevó la memoria. Pero ¿cómo lo consiguió? ¿Acaso era un escritor dotado para hablarnos de lo mismo una y otra vez? No es poca cosa lo que nos legó, decir que a la fecha su poética ejerce un magisterio no es una exageración: la poética de Miller justifica la narrativa que se viene escribiendo hoy en día. 
Miller es la marca de agua que se puede detectar en la novelística contemporánea. Su radiación no ha sido rápida ni expansiva, ha demorado, creo que más de la cuenta, en asentarse en el imaginario de los lectores y escritores. Y está bien que haya sido así, porque de a pocos su obra ha ganado una legitimidad literaria que termina por aplastar el criterio impresionista que lo tuvo durante décadas como un autor que solo sobrevivía por su leyenda de sujeto atraído por el escándalo, guiado bajo una clara actitud de provocación. Esta leyenda fue germinada y reforzada por sus propios lectores, quienes también tenían objetivos literarios, y que no pocos trataron de imitar, dejándolo todo en pos de la hechura de un proyecto literario que moría en las ciénagas del entusiasmo. Al respecto no hay mucho que indagar en los potenciales motivos, puesto que el proyecto de Miller exigía para justificarse una coherencia de vida que al final alimentaba la escritura, algo que casi nadie, me atrevo a aseverar, está dispuesto a concretar. 
Miller es un padre literario pero un padre literario sin hijos. Los que escriben teniendo a Miller como principal paradigma, no conocerán otro camino que la frustración. Así de bestia es su herencia, que caricaturiza a los que traten de ser como él. 
Hablamos pues de un escritor único en todos los sentidos. La impronta de Miller no es una marca de agua, es más bien un sello de alto relieve del que no puede escapar ni el más ducho de los narradores. 
Por lo general, los grandes narradores necesitan de puertas de entrada, o ventanas, para quedar insertados en las coordenadas de la sensibilidad de los lectores. Durante mucho tiempo se ha dicho y se viene diciendo que las puertas de entrada a la obra de este norteamericano irreverente han sido los Trópicos. Una mirada somera podría dar la razón a esa hipótesis, sin embargo, y como los años de lectura no pasan en vano, habría que empezar a subrayar el hecho de que Miller exhibe más de una puerta, que contadas al vuelo, nos llevaría a veinte vías de acceso a su obra. Los Trópicos ejercen un poder de hechizo y fascinación en quienes se acercan por primera vez a su obra. Pero ¿qué ocurre cuando leemos los títulos de La crucifixión rosada (Nexus, Plexus, Sexus), Primavera negra, Nueva York ida y vuelta, El tiempo de los asesinos, El mundo del sexo, Los libros en mi vida, La sonrisa al pie de la escala, La sabiduría del corazón? Uno no solo refuerza la impresión que se tenía de las novelas de los Trópicos, sino que llega a una certeza inexorable: que estamos leyendo a un escritor al que se le debió de reconocer más en vida, ya que si hubo algún escritor del siglo XX que mereció una mayor difusión literaria, sin hacer uso de su leyenda de escritor maldito, ese fue Miller. Si los Trópicos son las puertas de entrada, estas otras obras vendrían a ser la confirmación de su condición de grande. En otras palabras, hablamos de un autor al que se puede acceder por cualquier libro, que a su vez contiene también muchas puertas y ventanas de entrada, no son textos lineales en absoluto. En esta poética, lo último que podemos esperar, es un orden, una estructura pensada. En sus páginas jamás ha habido espacio para el raciocinio. Lo suyo ha sido el sueño, la crítica lúdica, el desenfado y la provocación temática. 
Miller supo que no iba a poder desarrollarse como escritor en New York. New York le hastiaba y le daba la espalda, por otra parte, sus inquietudes por escribir no eran del todo claras. Quería ser escritor, pero no sabía cómo encaminarse hacia ese fin. No se veía cómodo escribiendo como los demás y si no escribía como los demás no le iban a publicar. Algo que podría parecer muy sencillo, se convirtió en una disyuntiva existencial para el joven irreverente que vivía de esporádicos trabajos mal pagados. Había que irse, salir del contexto. Su propuesta literaria, si es que la tenía, iba más allá de la ortodoxia. Es cierto que tuvo una fugaz formación académica, pero fue ante todo un autodidacta, un lector voraz, sus lecturas venían pautadas por un irrefrenable desorden, sus intereses pasaban por la filosofía, poesía, ensayo y memorias. 
La crisis económica de la Gran Depresión fue motivo más que suficiente para que en 1930 abandonara New York y emigrara a París. París era la ciudad de sus héroes de las novelas decimonónicas, la ciudad de sus poetas favoritos, la ciudad en la que los ensayistas que leía escribieron sus libros. Había pues una actitud romántica en su huida a esta ciudad, pero las cosas no estuvieron marcadas por la buenaventura. 
Miller sufrió en París. Sufrió una pobreza peor de la que pasó en su ciudad natal. Sufrió de amor, puesto que conoció a Anaïs Nin, quien sería su amante y por quien dinamitaría el poco ego que le quedaba. Pero también conoció el circuito literario de la época, frecuentó los círculos poéticos y culturales, aplicando un filtro con el que guiaría sus preferencias, la comodidad de su sensibilidad, la que encontró en el discurso del surrealismo. 
En el surrealismo Miller halló el cauce que tanto necesitaba no solo para potenciar su estilo y sus temas, sino también la justificación de los mismos. No quería ser un remedo de los maestros de la época, sino encontrar su voz y, a partir de ese encuentro, empezar a forjar su poética. No demoró mucho. Los folios que venía escribiendo durante años no eran sino el ejercicio inconsciente de lo que haría después. Lo que llevaba escrito le sirvió para pulir su prosa y en el surrealismo, en el libre flujo de la conciencia, el aún joven Miller encontró el camino. Por eso, si leemos cualquiera de sus libros, en estos Miller escribe de sí mismo, no desde las parcelas de la imaginación, al punto que cada desgracia contada, cada instante de felicidad de relativa duración, eran experiencias que él había vivido. No fue un hombre que proyectara su vida por proyectarla, se dio cuenta, a lo mejor desde los años en que trabajaba en empleos fugaces y en los que era rechazado por todo tipo de editoriales, de que en el registro narrativo del “yo” iba a poder encontrar el sendero que le permitiera escribir libros que con el paso de tiempo recibirían el saludo que él consideraba justo. No exageramos si decimos que los libros de Miller dan cuenta del sufrimiento humano, que critican las convenciones morales y muestran una manera de llegar a la libertad del individuo a través de la confrontación del miedo. Miller, como gran lector de filosofía y religión, tenía la idea de que la mejor manera en que una persona puede llegar a conocerse era a través del miedo y su consecuencia natural, el sufrimiento. A excepción de un libro suyo, todos los demás radiografían su sufrimiento. Sin embargo, es en El coloso de Marusi donde Miller alcanza la cima artística. En este libro Miller relata su amistad con Lawrence Durrell, quien lo invita a Grecia a pasar una temporada, una temporada que lo equilibra emocionalmente y es precisamente ese equilibro el que también conduce su prosa hacia grados de transparencia que contradicen lo que leemos en otros de sus libros. Somos testigos de un Miller en estado de paz, sus descripciones de los paisajes son genuinos pincelazos narrativos, su trato con la gente del lugar destila una bonhomía casi ausente en su obra. En muchos pasajes, Miller parece entregado a querer seguir viviendo en Grecia, como también a morir allí. No es gratuita la referencia al Coloso, por medio de esta llegamos a una cuasi verdad: Miller escribía de acuerdo a su estado de ánimo, no escribía bajo un plan, lo suyo era la espontaneidad que recibió del registro surrealista. No pocos lectores se preguntan qué pasó después, por qué Miller no siguió en la senda del Coloso, sus libros posteriores siguieron nutriéndose del aire escéptico y escandaloso de su obra anterior. Vino la Segunda Guerra Mundial. Esa fue la razón. La Segunda Guerra terminó por matar la poca esperanza de paz que Miller había transmitido en su libro ambientado en Grecia. Por una cuestión natural, Miller regresó al discurso transgresor, desordenado. La paz emocional que encontró en Grecia jamás la volvió a plasmar en ninguno de sus textos. Más aún, Miller se hizo más virulento. Pero esta virulencia ya no la escribió en Europa, sino ahora en su país, asentándose en Big Sur, en donde construyó su cuartel que con los años se convertiría en punto de encuentro de sus lectores que venían desde distintas partes del mundo. 
Es cierto que su poética viene marcada por una prosa que puede aturdir al lector. Hay en ella una densidad y ramificación discursiva que exige al lector entrenado una concentración mayor. No hay que ser ligeros al respecto. Leer a Miller puede ser una experiencia iluminadora, pero llegar a ella se torna difícil y es en esa dificultad donde descansa la fuerza y riqueza de su literatura. El aserto de Lezama Lima sirve para entender la poética del norteamericano: “solo lo difícil es estimulante”. Es pues la prosa de Miller la que ha venido imponiéndose en las últimas décadas, y guarda el secreto de su epifanía y revelación. Ya no más fama de obsceno y provocador. En el silencio, Miller ha ido asentando un magisterio del que inexplicablemente no se está hablando. Hay que tener mucha fuerza y arrojo para decirlo, pienso, en estos tiempos en que poco se señala a los maestros que ejercen una presencia latente. Sumemos también la cantera de la que él se nutría. Ya mencionamos la importancia del surrealismo en su poética, pero es hora que se reconozca la otra gran influencia que empleó en su discurso incendiario. 
Su paso por Francia marcó su compromiso con el surrealismo. Sin embargo, este compromiso no sería lo que es sin la presencia de la sombra a la que se cobijó, es decir, el proyecto A la busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Más de una vez lo he dicho: Proust está en las alturas, en los cielos, y en la tierra quedan Faulkner, Hemingway, Céline, Malraux, Durrell, García Márquez et al. Miller encontró a Proust e hizo suyo lo mejor del maestro: la digresión y el flujo de los recuerdos. No solo eso, Miller mató al maestro, puesto que abordó la herencia del francés desde la calamidad de su vida, quitándole el refinamiento del gurú, no siendo pues una copia barata, tal y como muchos intentaban al querer imitarlo. 
No exageramos al decir que Proust es el padre de Miller y Miller su discípulo más aplicado. Miller no solo elevó la memoria, también la puso en bandeja para que las posteriores generaciones de escritores escribieran en confianza desde la memoria y el yo. El grado de radiación del norteamericano lo podemos percibir en los registros del diario, la memoria, el ensayo, el híbrido, el testimonio y la novelística del yo. Estos registros se vienen vendiendo como novedad, pero no caigamos en las mentiras de las etiquetas editoriales. Nada nace de la nada. Miller es el padre del híbrido que signa a la narrativa contemporánea. Se ha leído a Miller sin necesidad de leerlo. Se lee a Miller sin leerlo desde Bukowski a Karl Ove Knausgård, desde John Fante a Emmanuel Carrère, por citar algunas relaciones. Obviamente, esa radiación también la vemos en lo que se viene leyendo en la narrativa peruana contemporánea. Otra cosa es que no se reconozca esa influencia. En realidad son muy pocos los que la reconocen y no lo hacen por un aberrante desconocimiento. Paradójicamente, Miller es reconocido por los lectores y, es justo señalarlo, porque él escribía pensando en los lectores y no en los escritores o aspirantes a escritores, tampoco escribía pensando en el reconocimiento inmediato, se asumía como un gran escritor y escribía de acuerdo a ello. Tampoco olvidemos que las desgracias que vivió, el sino que dirigió su vida, le confirió una libertad que reforzó su estilo y le dio el impulso para escribir lo que le vino en gana. No tenía nada que ganar, mucho menos nada que perder. Su intención fue legar un proyecto que lo sobreviva, más de medio centenar de títulos en los que hablaba de sí mismo, del asombro que le provocaba el mundo y las personas que conocía. Hablamos, pues, de una esponja humana dispuesta a macerar la experiencia y el dolor. Para Miller, absolutamente todo era literatura.



Publicado en la revista Lucerna # 7
Y en Sur Blog.

jueves, junio 06, 2019

parodia de sí mismo

Si tuviera alguna sugerencia, así esta no sea nada nueva, esa es la de alejarse de las redes sociales por algunos días. Sucede que este apego por la realidad virtual se ha convertido en el reemplazo de la vida real. Esa es la razón por la que vemos a tanto huevonazo enquistado en los caprichos del rebote y los likes. Pensemos en nuestros intelectuales/artistas, que sin importar la preferencia ideológica, demuestran una tierna incapacidad de conexión, a saber, con las vicisitudes de la vida política nacional. 
Me los imagino levantándose temprano, removiendo el café hasta la aparición del remolino amarillento, lucubrando el post del día mientras revisan al vuelo las webs de los diarios y revistas peruanos, a la caza del tema a canibalizar, haciendo filtro de lo que podría gustar más a la platea. Más de una vez me he preguntado cómo así una red social como Facebook ha calado tanto en la sociedad peruana. No hay que pensarlo más de la cuenta, la razón es más sencilla de lo que parece: Facebook es el refugio de la esencia chismosa del peruano sin importar su formación ni condición social. Da igual si lo dices abiertamente o en la valentía del Inbox, lo que se impone es la opinión antojadiza sobre cualquier asunto. Esto trae una consecuencia natural: el peruano de a pie no cree en el intelectual/artista, y de yapa, también se burla de este. Cómo no burlarse cuando estos nos ofrecen Setups diarios de indignación, en los que la chacota y la falta de calle van de la mano. En eso se ha convertido el intelectual/artista de estas tierras: en parodia de sí mismo.