jueves, enero 31, 2013


martes, enero 29, 2013

Pasolini - Pound (1967)


sábado, enero 26, 2013


martes, enero 22, 2013

El documental del gonzo




 

Con la muerte del escritor gringo Hunter S. Thompson (1937 – 2005), la literatura de no ficción perdió a uno de sus más grandes referentes. El periodismo gonzo dejó de existir, el periodismo gonzo era él, su principio y fin. Los demás: solo patéticas caricaturas de malditismo impostado.

El gonzo, tal y como le gustaba que le llamen, llevó una vida signada por el exceso y el constante quiebre de los límites, exceso y quiebre que también se reflejaba en su escritura, nutrida por un vesánico estilo con el que dio cuenta de los años más revoltosos y salvajes de la juventud estadounidense sesentera y setentera.

Cuando se supo de su suicidio, la noticia no sorprendió a nadie; por el contrario, muchas de sus amistades y seguidores de su obra  sabían que su decisión había estado pautada, durante decenios, por una inexplicable dilación, en una especie de intermitente coqueteo tanático.

A tres años de su muerte, el autor de los imprescindibles Miedo y asco en Las Vegas, La gran caza del tiburón y Los ángeles del invierno, tuvo por fin su documental, documental llamado a ser definitivo, el carpetazo final a las habladurías sin fundamento que giraban sobre su vida.

Gonzo: The Life And Work Of Dr. Hunter S. Thompson (2008) es una obra que cumple con las expectativas. El director Alex Gibney, sabedor de las trampas que significa caer en la ruleta del anecdotario, hace lo más inteligente: centra su trabajo en los años de plenitud vital, literaria y periodística del gonzo. No pudo hacerlo mejor, puesto que es precisamente en esa etapa de rebeldía en la que cimentó su fama (leyenda negra) y poética, una actitud ante la vida que por más que intentó, no pudo igualar después. En medio de tanta revuelta, su figura resultó descollante y su manera de reportear influyente para varios compañeros generacionales. Al respecto, nos topamos con el testimonio de Tom Wolfe, iluminador y tributario, al punto que declara que sin Los ángeles del infierno, jamás hubiera escrito el que considero una de las piedras angulares del nuevo periodismo: Ponche de ácido lisérgico.

El ritmo narrativo empleado por Gibney nos recuerda al vértigo literario de su protagonista “ausente” y la excelente y sentida lectura de Johnny Depp se enriquece con las imágenes de archivo del gonzo. Ni qué decir del buen oído (gusto) del director, puesto que la banda sonora es en sí misma otra protagonista, las canciones son idóneas, reflejan el espíritu de época, destacando por sobre todas el “Spirit in the Sky” de Norman Greenbaum.

A pesar de algunas incoherencias de contenido, como el amorío de Thompson con la cantante de Jefferson Airplane, Grace Slick, pero consignando en imágenes el “It´s no Secret” con Toly Anderson, el presente documental no solo tiene el poder de contagiar interés en quienes recién conocen a Thompson (imperdonable a estas alturas), sino también la de afianzar conciencias y cimentar vocaciones. Para qué más.

Reescribir

 
 
 
La verdad: no tengo la más mínima idea de cómo fue que empecé a escribir reseñas. Aunque reseñas no es propiamente lo que hago. Simplemente recomiendo libros, guiado y ayudado por los pocos recursos que tengo como lector impresionista. Carezco de las armas teóricas para hacer “reseñas” propiamente dichas, y en parte me alegra esa carencia, porque de haberla tenido, fácil no hubiera leído todo lo que he leído.
Más de uno piensa que este servidor es crítico literario. Para nada. Ni crítico, ni literato. Solo un lector que escribe, que administra un blog, que antologa, que es librero, que escucha rock, que ve todas las películas posibles y que vive en la medida en que sus fuerzas le permitan.
Durante un tiempo escribí reseñas. Para Siglo XXI, diario de Castellón al que le estoy muy agradecido por la posibilidad de escribir de libros que me gustaban. Sin embargo, por esas cosas de la vida, estuve revisando mi archivo de reseñas y me di con más de una sorpresa, la principal de estas: mi ingenuidad y voluntaria falta de análisis. Me causó vergüenza ajena “ver” la sarta de opiniones que emitía, ya sea a favor y en contra, y no quiero pensar en las motivaciones que tuve al momento de hacerlas. Muchos de esos libros los he releído en estos años y definitivamente ya no soy el que era; he cambiado, pienso, y hasta siento que a la fuerza, placentera por cierto, he madurado como lector.
La reescritura es también escritura, nueva escritura. La escritura es como el agua, hay que cambiarla, sino se pudre, fermenta. Los textos no son estáticos. En este sentido, de cuando en cuando, cogeré al azar una de esas reseñas, las releeré y las someteré a mi escrutinio. Es decir: las volveré a escribir y lo más probable es que dinamite las ideas que plasmé, pero algo me dice que repotenciaré mi gusto y admiración por aquellos libros que llegaron a mis manos cuando más los necesitaba.


sábado, enero 19, 2013


jueves, enero 17, 2013

'El desierto y su semilla'

 
 

En primer lugar, El desierto y su semilla (451 Editores, 2007) es una novela, pero a la vez no.
En segundo lugar, El desierto y su semilla no es una novela, pero a la vez sí.
Y en tercer lugar, El desierto y su semilla es, ante todo, y sin perdernos en las taxonomías de los géneros, una genuina obra maestra.
Supe de este libro hace ya buen tiempo, gracias a un post de Rafael Reig. Entonces, comencé a cruzar más información sobre la publicación. Ante la aparición de cada nuevo dato, mi interés por devorarla iba convirtiéndose en obsesión. Tenía que leer esta novela, no-novela, o lo que fuera, a como dé lugar. Para tal fin, me contacté con todos los libreros e importadores locales. Los resultados fueron nefastos. No conocían el título de marras, mucho menos a su autor: el argentino Jorge Baron Biza, que se suicidó en el 2001, a tres años de la publicación de este libro. Se suicidó en su mejor momento, cuando empezaba a recibir una avalancha de elogios, tanto de críticos y lectores.
Baron Biza siempre quiso ser escritor. Anhelaba forjarse una sólida carrera literaria. Pero no. El autor tenía un gran talento, pero ese talento, ese oscuro nervio narrativo, solo lo podía poner al servicio de la escritura de El desierto y su semilla. Nada más. Pudo vivir del reconocimiento que le venía deparando su falsa novela, pero también era consciente de que todo lo que escribiera después iba a resultar menor, una mera caricatura, una obligada comparación a esa novela-no-novela en la que lo único de ficción era el cambio de nombre de sus tres protagonistas.
Por eso Baron Biza se suicidó. O mejor dicho: esa fue una de las razones que lo llevaron a arrojarse “desde la duodécima planta de una casa de pisos de la ciudad de Córdova”, como señala Vila-Matas en la contraportada del libro. Las otras razones, o la razón: su padre Raúl Baron Biza, figura referente e incómoda de la historia política y cultural de Argentina durante la primera mitad del siglo XX. Un maldito en todo el sentido de la palabra. Millonario, escritor de novelas pornográficas, duelista, conspirador y hueleguiso de los poderes de turno. Un hijo de puta que legó una estela de desgracia s su mujer Clotilde Sabattini y sus hijos María Fernanda y Jorge. Ninguno pudo aguantar. Al igual que el esposo y padre, se suicidaron.
Como dije, aquí lo único que podríamos calificar de ficción son los nombres: Raúl Baron Biza, Arón; Clotilde, Eligia; y Jorge, Mario. Raúl y la bellísima Clotilde se conocen en 1936 y no demoran en sumergirse en un torrente pasional que los lleva a casarse, sin importar la diferencia de edades, él de treinta y seis, ella de diecisiete. A partir de ese momento el matrimonio entra en un círculo vicioso de reyertas, separaciones y reconciliaciones animadas por el fragor sexual. Pero Clotilde, tras más de un intento durante decenios, decide divorciarse ahora sí, sacarse de una vez a ese tipejo de su vida. Raúl parece entender, acepta la situación. Los abogados de ambas partes acuerdan pues una reunión en la que se explicarían los detalles de la firma de los papeles de divorcio. El lugar acordado: el departamento de Raúl. Raúl es un hombre de mundo, un gran anfitrión. Y como tal, no podía ser menos en la reunión. Mientras servía copas de whisky, separa la destinada a Clotilde. Cuando le alcanza la copa, ella extiende la mano para recibirla, entonces él arroja el contenido de la misma en su rostro. La copa contiene ácido, vitriolo, que la quema y la desfigura. Así empieza la novela-no-novela que transcurre en dos senderos paralelos.
En uno de ellos se nos cuenta el proceso de reconstrucción del rostro de Eligia. Los médicos argentinos hacen lo que pueden por detener el desgaste paulatino de su piel, o lo que queda de esta. Mario es el encargado natural para cuidarla. Se hace uso del hijo más inútil, pues.  Madre e hijo viajan a Milan, gastan lo poco que queda de la fortuna familiar, pero los galenos italianos poco pueden hacer, le sugieren a Mario que no deje de velar por ella, mienten y Mario sabe que ellos mienten, pero les sigue el curso, les sigue el curso sin más, refugiándose en el alcohol y en las noches en las que solo puede desear el placer y consuelo del sexo sin conseguirlo. Se autodestruye y le gusta autodestruirse. En el otro sendero, tenemos la vida de Arón. La metáfora de la historia política argentina del siglo XX.
He recomendado la lectura de esta novela-no-novela a muchos amigos y conocidos. Cuando les comento que ya van cuatro veces que la releo, me dicen que algo anda mal en mí. A lo mejor sí. No se puede frecuentar y admirar la desgracia, dicen. O sea, reconocen la maestría narrativa del autor. Eso es indudable. Pero también reconocen que su lectura resulta incómoda, lo cual es cierto.
Dije incomodidad. Eso es: vuelvo a estas páginas por incomodidad. Si un texto, sea o no de ficción, no es capaz de cuestionarte, no sirve de nada. La literatura, la que queda con nosotros, no es solo aglomeración de lindas palabras canalizadas en un estilo trabajado. Pensar así, aparte de injustificable ignorancia, es reducir la esencia de aquello que llamamos literatura.


miércoles, enero 16, 2013


domingo, enero 13, 2013


viernes, enero 11, 2013

En BS 3: 'El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia'

 
 

Acaba de salir el tercer número de la revista Buensalvaje. Lo estoy leyendo y puedo decir que está muchísimo más que recomendable. Por mientras, les dejo mi reseña  de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron.
 
 
La última novela del argentino Patricio Pron pone en entredicho lo que con ligereza se viene diciendo del poco interés de los nuevos narradores latinoamericanos para con la historia política de sus países.
El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia es, por donde se la mire, una novela política. Escrita en un registro autobiográfico y apelando en estructura a un curioso cruce formal (informes policiales, notas de prensa y declaraciones), que en contados tramos debilita la narración, Pron nos entrega una muy buena novela que transmite más en lo que no cuenta que en lo que enuncia. Como bien consigna el autor citando a Antonio Muñoz Molina: “una gota de ficción tiñe todo de ficción”. Es así como debe leerse este libro, como una ficción, no como una autobiografía, pese a que quieran vendérnosla como tal.
En la novela hay un tono íntimo, y me gusta: es duro y cruel y nada confesional. Nuestro narrador protagonista llega a Argentina procedente de Alemania. Le urge ver a su padre, quien está postrado en la cama de un hospital; sin embargo, el descubrimiento de unos folios en el escritorio de su progenitor lo lleva a hurgar en el pasado de sus padres, que fueron periodistas y activistas peronistas.  Esos folios son la investigación emprendida a razón del extraño asesinato de Alberto Burdisso. ¿Quién es este Don Nadie?, se pregunta el hijo. Sigue leyendo los folios y se entera de que Burdisso fue hermano de Alicia, gran amiga de su padre, periodista y activista como él, y una de las tantas víctimas de la dictadura militar de 1977. ¿Quién fue mi padre? ¿Quién fue Alicia? ¿Quiénes somos nosotros? Preguntas que de a pocos intenta responder nuestro ahora inesperado detective.
Pese a que la historia corre el riesgo de perderse gracias a los ya señalados registros, que es lo que finalmente perdura. En esta novela queda la marca del espíritu de verdad y compromiso, su hechura no obedece a estrategias comerciales. Aquí el lector es también protagonista.


miércoles, enero 09, 2013


martes, enero 08, 2013

No envejece




No recuerdo bien el momento en que escuché por primera vez de la antología McOndo, pero sí recuerdo la segunda: en un perdido día del segundo semestre de 1997, en San Marcos. Aquel día se presentaba en el auditorio de la facultad de letras el primer número de la revista-libro Ajos y Zafiros. Minutos antes de la presentación como tal, una sensibilidad perversa empezó a repartir un volante, en donde se atacaba al director de la revista. Uno de los puntos de ataque tenía que ver con la antología que motiva este post, decía más o menos así: “hay que ser un ignorante para calificar a McOndo de antología valiosa”.

A partir de ese momento apunté en mi agenda mental la lectura de McOndo (Mondadori, 1996), de los narradores chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez. No era la Lectura y distaba de serme obligatoria. Aún así, sabía que tarde o temprano ese libro pasaría por mis armas.

Los años pasaban y aún no me sumergía en sus páginas. No leía McOndo pero a la vez sí, ya que comenzaba a devorar los cuentarios y novelas de los autores que la integraban, como Edmundo Paz Soldán y su excelente Amores imperfectos, a Leonardo Valencia, Juan Forn, Ray Lóriga, José Ángel Mañas, Rodrigo Fresán, Jordi Soler y Jaime Bayly. Recién a mediados de 2003 pude enfrentarme al libro en cuestión.

Pues bien, en esa época atravesaba una etapa de posería intelectual; creía que para ser un buen lector, había que ser lo menos impresionista posible. Era pues un insoportable opinólogo, un esforzado especialista en libros caletas, que sin razón alguna descalificaba a las publicaciones literarias de tendencia comercial. Bajo ese espíritu leí McOndo.

El prólogo ‘Presentación del País McOndo’ me “pareció” demasiado jalado de los cabellos, sus ataques al Boom latinoamericano, específicamente al realismo mágico, me resultaban gratuitos. Era la frivolidad, una autocelebrada frivolidad en estado de gracia… Cuando lo cierto era que había que estar en onda, los hijos de la escuela del resentimiento decían que esta antología era una porquería y yo no podía ir a la contra.

Un tiempo después, y a lo mejor cansado de tanta narrativa inflada, y sobre todo de tanto florilegio de narrativa hispanoemaricana cuyos prólogos hacían alarde de un excesivo conocimiento inútil, los cuales no transmitían ni mierda, y para colmo, sí, para colmo, se llegaba a justificar bajo ese registro la elección de soberanos bodrios narrativos disfrazados de “cuentos significativos”, fui volviendo a mi primera condición de lector, la del salvaje lector, aquel que buscaba algo más, algo más que bonitas palabras juntas.

 Con este regreso me reconcilié con muchos libros que en su momento ninguneé y vilipendié. En este sentido, McOndo me significó un grato redescubrimiento.

Esta antología marcó una pauta, puso en la mesa ciertos senderos temáticos y estilísticos que, guste o no, marcan el devenir actual de la narrativa escrita en castellano. Hasta el momento de su publicación, no existía un discurso frontal contra la presencia del realismo mágico. Como bien puede deducirse del prólogo: se esperaba que los entonces chibolos narradores latinoamericanos siguieran esos senderos. Por ejemplo, los programas de escritura creativa de USA y las grandes editoriales querían secuelas de El amor en los tiempos del cólera. Había pues un encajonamiento en cuanto a la imagen de lo que tenía que ser el plumífero que escribía en castellano, cuando lo cierto era que más de uno ya había empezado a forjar su crisol creativo, no necesariamente deudor de su tradición literaria, el cual repotenciaba con otros discursos de la cultura popular, el cine, la series de televisión…

Una antología debe ser siempre una respuesta. No puede quedarse en un inofensivo espíritu conciliador, de castrado muestreo. Una antología tiene que ser frontal. Es una respuesta a algo, una antología no es un tono al que se va a chupar y bailar. Las antologías valen por sus prólogos, se leen por sus prólogos. Y por más punto de desencuentro que tenga con el escrito por Fuguet y Gómez, debo resaltar su valentía. Fácil ese prólogo les habrá valido más de una puteada a lo largo de los años. Y en estas puteadas contribuía mucho Fuguet, como cuando declaró en una entrevista que se había escogido por Perú a Bayly porque era el peruano más conocido en el exterior… No obstante, resulta admirable el trabajo de escogencia. En este tipo de trabajos la escogencia es tan importante como el prólogo. Además, estoy seguro de que más de un seleccionado no se sintió, ni se siente, ni se sentirá identificado con los puntos argumentativos de la dupla chilena. Por otra parte, esta dupla tuvo buen ojo en la convocatoria, más de uno, empezando por el propio Fuguet que, junto a Gómez, se autoconvocó por Chile, es hoy en día una voz referencial –todos han pasado la base cuatro− de la narrativa escrita en castellano. Pienso en Lóriga, Paz Soldán, Fresán, Forn y Valencia.

A las antologías, así estas nos gusten o no, las legitima el tiempo. McOndo, a comparación de otras antologías de narrativa latinoamericana e hispanoamericana que nacieron y nacen muertas, mantiene una frescura que no hay que dejar de celebrar.


viernes, enero 04, 2013


miércoles, enero 02, 2013