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la biografía de balzac


Siempre me he considerado un activo lector de biografías. Las he leído de todo tipo y de todos los colores, pero con el tiempo y la inevitable madurez he aprendido a enfocarme en las que valen la pena. Me refiero pues a las biografías monumentales, en las que no solo es importante el biografiado, sino también la prosa y el punto de vista del biógrafo, punto de vista que no necesariamente debe ser zalamero y laudatorio.
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Pues bien, centrémonos un momento en el caso peruano, puesto que no deja de ser inquietante la ausencia de una tradición de biografías de nuestros axiales nombres literarios y culturales. Al respecto, meses atrás conversaba con una amiga sobre las posibles razones del por qué no teníamos biografías de Vallejo, Eguren, Arguedas, Martín Adán. Biografías inscritas en las parcelas de la ambición, contundencia y calidad, no en los senderos de los manuales y boletines informativos. Recuerdo que le dije que teníamos muy buenas biografías, pero de autores menores, en las que pesa más la leyenda y el torrente vital que el legado literario en sí, como la de Chocano por cuenta de Luis Alberto Sánchez y la de Luis Hernández de Rafael Romero Tassara. Un ligero paneo al asunto nos lleva a la que quizá sea la única biografía cuyo personaje conjugue la calidad literaria con el voltaje de la experiencia. La he vuelto a revisar en estos días y no tengo duda que Valdelomar. El Conde Plebeyo de Manuel Miguel de Priego va sobrevivir a las arrugas del olvido. A lo mejor, alguno dirá que sobre Valdelomar ya tenemos la joya que escribió Sánchez, pero lo que él hizo fue recrearnos una época de bohemia y excesos, no una vida específica. Entonces, podemos deducir que tenemos una ineludible tarea pendiente: rescatar a los autores medulares de nuestra tradición literaria. Ahora, si nos alejamos del imaginario literario, sería mezquino no consignar la biografía más grande que se haya escrito en nuestro país, grande no solo por extensión, sino por su grado de proyección, que debería ubicar a Guillermo Thorndike en un lugar de privilegio en la cultura peruana. Ya es hora que empecemos a dejar de lado los pecados políticos de Thorndike y apreciar su talento y dimensión de trabajo en sus deliciosos tomos-ladrillos sobre Miguel Grau. 
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A fines del año pasado me pidieron que escriba sobre uno de los más grandes novelistas del siglo XIX. Acepté el encargo sin dudarlo, porque desde hacía buen tiempo quería escribir sobre Balzac. Aunque el proyecto de la revista, en la que saldría el artículo, no se concretó, el proceso de su escritura hizo que me reencontrara con algunas novelas del narrador francés. Acababa de releer El primo Pons y no sentía otra cosa que no fuera inmensa gratitud y rendida admiración.  Qué manera de cerrar el ciclo novelístico de La comedia humana.
Pasaron algunas semanas de la relectura y seguía preso del ánimo balzaciano, entonces busqué entre los anaqueles de mi biblioteca el libro que me acompañaría en los próximos días, libro que iba a excluir a las novelas y ensayos que estaba leyendo. Una biografía escrita por un A1. Porque solo un A1 podía biografiar a Balzac.
Por eso me gustan las biografías monumentales: Balzac (Editorial Jackson, 1948) del austriaco Stefan Zweig.
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En poco más quinientas páginas, Zweig nos muestra la radiografía de su ídolo tal y como era: egocéntrico, desaseado, huachafo, enamoradizo, oportunista, mala leche. Para Zweig, “La bestia que escribía” Balzac era un arribista sin remedio. Y contra lo que muchos escritores puedan pensar del oficio narrativo del francés, este no lo concebía como una actividad sagrada, la escritura no le significaba un destino, sino el único camino para escalar socialmente.
Nuestro escritor fue un hombre que vivió endeudado, además, tenía el trauma de no haber asimilado sus raíces. Deseaba ser tratado como un noble, como un integrante conspicuo de la alta sociedad gala. Para ello, había que salir de pobre y guiado por ese fin es que escribía endiabladamente, cobrando por adelantado para despilfarrar inmediatamente lo cobrado. Dormía poco y escribía literalmente dopado debido a los litros de café que bebía. De a pocos empezó a forjarse una fama de buen escritor, por lo tanto, tenía seguidores y seguidoras, entre estas, una dama de abolengo y fortuna con la que termina casándose. En principio, ese era parte de su plan, casarse con una señorona y seguir escribiendo y publicando hasta ser totalmente aceptado.
Pero de la misma forma en que Balzac se entregaba a la creación de sus novelas, ese mismo ahínco lo ponía en las mujeres. A Balzac no le gustaba su mujer, al mayor novelista del XIX no le podía gustar una sola mujer. Para Zweig, Balzac era un soberano hormonal que muy bien pudo escribir un diario de pornógrafo, al punto que especula que el número de sus amantes es apenas superado por el número de hojas que utilizó para escribir. Empero, nuestro ídolo hormonal se enamoró, se enamoró de la señora Hanska, a la que le envío miles de cartas, en las que se hacía pasar como un incomprendido por la sociedad, de artista entregado a la sublime labor creativa que lo llevaba a rehuir de los placeres carnales. Balzac amó a la señora Hanska, pero ella no supo respetar la memoria de quien la amó y por la que hubiera dejado de lado esa empresa que lo hacía producir novelas a niveles industriales.
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Pero volvían los demonios, los fantasmas, los complejos.
Balzac no deja de ser despreciado. Para muchos representantes de la alta sociedad resulta inadmisible aceptar que un hijo de campesinos sea el escritor más grande de su tiempo. En el capítulo “1836. El año de los desastres” se nos ofrece un ejemplo, entre varios, de lo que muy bien podríamos catalogar de sentimientos menores. Un tal Buloz, dueño del influyente diario Revue de Paris, armó un complot para desprestigiarlo en vida. Para ello, se valió de un incumplimiento del escritor al no entregar en la fecha convenida una novela por encargo, por la que se le había pagado por adelantado, la cual iba a ser publicada por capítulos en el diario.
Buloz convocó a la segunda división de las letras francesas, que se prestaron al juego de denigrarlo en las páginas del diario. Se produjo pues un bombardeo de tinta, no se titubeó en burlarse de su gordura, fealdad y falso título nobiliario. Pero estos ataques no afectaban a Balzac, que recibía noticias de las invectivas mientras se regodeaba sexualmente en tríos con muchachas que venían desde Nanterre para ser desvirgadas por él. Entonces Buloz ideó una nueva forma de atacarlo. Redactó una carta que sería firmada por los integrantes de la primera división de las letras de Francia, pero en esas firmas faltaba la del quizá único escritor a la altura de Balzac: Victor Hugo.
El autor de Los miserables le reprochó al dueño del diario su actitud mezquina y barriobajera; hizo lo mismo con sus colegas de oficio, que quedaron sorprendidos por la inesperada llamada de atención, puesto que todos ellos aceptaron firmar la carta creyendo que él también lo haría.
Pero en la mente de Balzac se gestaba algo, algo que pondría a prueba toda su capacidad inventiva. Se aísla para embarcarse en la escritura de su obra mayor, la que más trabajo le demandó, La ilusiones perdidas. Con esta novela, Balzac termina afianzándose como respetado miembro de las letras de su país. El resto de su vida transcurre en el aura de respeto a su obra. Empero, el respeto literario no sintonizaba con el de sus acreedores, quienes no dudaron embargar su casa minutos después de su entierro. En el “saqueo” solo encontraron muebles antiguos y millares de papeles escritos, millares de papeles que fueron vendidos al peso para envolver queso y pescado en los mercados de París.
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Si hoy en día sabemos de la existencia de este genio de la novela, se lo debemos al barón Spoelberch De Lovenjoul, millonario, culto, inteligente y febril admirador de Balzac. El barón De Lovenjoul dejó de lado su vida acomodada y se dedicó a recorrer los mercados, en los que compró muchísimos kilos de queso y pescado para rescatar los manuscritos de Balzac. Además, compró la casa en la que vivió, se adueñó de los derechos de edición de todos sus libros, implementó librerías para vender a precio de costo los ríos balzacianos, aseguró las traducciones en toda Europa y contrató a estudiantes de letras con el objetivo de crear el Archivo Balzac.
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Balzac es la cumbre literaria de Stefan Zweig, cumbre a la que le dedicó quince años de investigación. Ahora, esta publicación bien puede ser un milagro literario. El editor, y también amigo, de Zweig, Richard Friedenthal, dudó hasta el último instante en meter la biografía a la imprenta. Zweig nunca le aseguró que se trataba de la versión final, puesto que horas después de enviarle a Londres un sobre con indicaciones generales del manuscrito, el austriaco y su esposa habían decidido suicidarse en Brasil. Friedenthal no supo qué hacer. Felizmente, la perplejidad le duró dos semanas, puesto que ordenó los capítulos, suprimió redundancias y editó Balzac para la posteridad.
Publicado en Lee por gusto.

lunes, febrero 03, 2014



sábado, febrero 01, 2014