lunes, marzo 31, 2008

Quipu 2 - Álvaro Díaz Ávila

El segundo autor elegido en esta nueva etapa del Proyecto Quipu es Álvaro Díaz Ávila, chiclayano de veinticuatro años, que estudió periodismo y que ahora dice dedicarse a algo “que no tiene nada que ver con eso”. Para esta quincena los jurados fueron Daniel Salas y Gustavo Faverón. Se le recuerda a quienes quieran participar que pueden enviar sus cuentos o poemas al correo gfaveron@gmail.com. Los cuentos no seleccionados para una quincena serán considerados para las quincenas siguientes.

EL JARDÍN DE LOS ONANISTAS
¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué soy yo aquí? Soy un pincho parado.
(Fue lo que dijo el poeta chiclayano Juan Ramírez Ruiz en una reunión de amigos una noche cualquiera).

Bruno ha desaparecido y nadie sabe dónde está. Hace meses que salió de su casa y se perdió para siempre de la vida de todos. Hasta ahora lo siguen buscando, pero creo que ya sin esperanzas de encontrarlo. A medida que los meses han ido avanzando, el recuerdo de Bruno se ha convertido en un fantasma que se filtra en nuestras vidas, en nuestras conversaciones y en nuestros sueños. Ayer soñé, por ejemplo, que a Bruno se lo llevaba un cohete espacial que decía con letras negras “La Incertidumbre”. Por eso, yo al menos, no he dejado de pensar en él ni en las posibles razones de su desaparición; una desaparición que al principio resultó extraña, pero que después regresa a nuestras especulaciones como una escalofriante consecuencia lógica, como si el destino de Bruno se hubiera condenado a sí mismo a evaporarse, a desintegrarse voluntariamente en su propio y patético drama de un artista que no sabe quién ser.

Un día me dijo: “No sé lo que pasa, pero siento que todas las chicas con las que he estado son la misma, todas han sido la misma mujer solo que con diferente cuerpo, como si en cada una de ellas se repitiera un mismo prototipo, una misma forma de ver la vida”. Esa idea lo estuvo torturando por mucho tiempo. La vida de Bruno, como sus mujeres, se repetía constantemente desde niño, como dando círculos sobre lo mismo, y por alguna razón que no entiendo, un día Bruno se da cuenta de eso. Esas cosas no las entiendo. Era como si, de pronto, Bruno hubiera decidido despertar, o en todo caso, lo hubiesen despertado de manera imprudente y empezara a darse cuenta de que la vida consistía en algo más. Bruno a cada instante nos decía que de chico pensaba que la vida le tenía guardada una sorpresa, nadie se lo había dicho pero él estaba convencido de eso, y él mismo ha vivido --nos dijo-- como si su vida no fuera su verdadera vida, porque su verdadera vida vendría luego, y sería distinta, más divertida, pero eso lo pensaba desde niño, pero ha ido creciendo y creciendo y me he sentido muy pequeño, muy defraudado, todo es tan difícil, tan grande, tan lejos de mí, ahora me he convencido de que la vida no me tenía guardado nada, vida pendeja, y ahora estoy caminando a oscuras. Sus palabras.

¡Ay! Qué habrás estado esperando de la vida, Bruno. Antes Bruno vivía feliz y triste, triste y feliz, su vida de lo mismo: sus canciones de siempre, su madre, los programas de televisión de siempre, sus amigos de siempre, sus enamoradas --todas iguales-- de siempre, sus tormentos cotidianos de siempre, su maniática sensibilidad de siempre, todo mezclado en un torrente de emociones que lo demolían diariamente y lo hacían componer canciones bonitas; sí, bonitas, pero nunca totalmente desgarradoras, bonitas pero que nunca terminaban por decir lo que él realmente sentía, bonitas pero no realmente buenas; y Bruno descubrió eso también y se regañaba a sí mismo, y se deprimía, se ofuscaba y sufría una pequeña desesperación interna. Una pequeña desesperación interna que yo supongo es la misma que siente alguien que se da cuenta que su vida es una farsa. O la misma desesperación interna de alguien que pudo ver su futuro a través de una ventana y lo que vio fue un túnel muy oscuro y casi infinito. Cosas así sin exagerar.
La vida de Bruno empezó a cambiar. Primero, con ligereza, con repentinas y extrañas decisiones y cambios de humor, y luego con más fuerza e intensidad hasta llegar a convertirse en un verdadero delirio melancólico. Hasta llegar a convertirse en un sueño confuso o surrealista. O algo así, porque con Bruno la realidad simplemente dejaba de ser la realidad; como cohetes que llevan escritos las palabras “La Incertidumbre”. De plano, confieso que la idea me entusiasmó, a mí me parecía realmente divertido que un artista mediocre y sin confianza en sí mismo como él llegara a ensimismarse y a interrogarse tanto sobre su propia vida, que lo haya hecho desconectarse con la realidad. Porque yo conocía muy bien la vida de Bruno, de su timidez, de sus historias corrientes, de sus amoríos con discreta emoción, de sus sufrimientos adolescentes y anodinos, de las cuatro o cinco bandas, libros y películas que forman su reducida enciclopedia cultural, de su incapacidad de acercarse a los riesgos y tomar decisiones trascendentales, de almacenar en su mundito interior sólo programas de televisión de infancia, de su romanticismo empalagoso como el chocolate. En el fondo y en apariencia, Bruno era un niño. Uno lo miraba y era imposible resistirse a su encanto de chiquillo inquieto y dulce; hablabas con él y creías que hasta hace un rato había estado jugando en un jardín escolar. Había cumplido veinticinco años pero aún llevaba dentro de sí la inconsciencia y la espontaneidad de un niño; no he conocido a alguien tan espontáneo como Bruno, era impensable encontrar en él una premeditación, o una interrogación exagerada de las cosas. Bruno hablaba y se comportaba desde su “yo”, su único y valioso “yo”. Un niño Bruno condenado a ser atravesado por sus emociones, a dejar que la vida lo traspase sin pensar demasiado, sin profundizar mucho en nada, la contradicción de una lágrima en constante caída acompañada de una sonrisa eterna. Pero Bruno cambió y yo la verdad esas cosas no las entiendo. ¿Cómo es que un chico ordinario como Bruno pudo volverse líricamente loco? O hermosamente loco, o fascinantemente loco, o entrañablemente loco. Por lo general la gente no cambia así, drásticamente, y entonces a lo mucho Bruno se deprimía una o dos noches, pero hubiese regresado a su mediocridad cotidiana, porque así somos los chicos ordinarios, y porque Bruno, como cualquier otro chico ordinario, olvida inconscientemente las preocupaciones que pudieran estremecerlo, y eso porque carece de profundidad. Y así, sin dramatismos, se podía pasar la vida hasta morir en dulce ignorancia. Sin embargo Bruno se despertó un día y un cohete llamado “La Incertidumbre” se lo llevó de su mundo para depositarlo en el planeta de todos nosotros. Desde entonces Bruno preguntaba sobre la vida, la muerte y el sentido de las cosas y al principio uno lo escuchaba y se reía, porque nadie pensó que las cosas se irían tomando demasiado en serio. Por mi parte yo ya empezaba a observar la vida de Bruno con especial gozo --en realidad me moría de la risa--. Me convertí en seguidor silencioso de su progreso de artista confundido, afanoso en conocerse a sí mismo. La personalidad de Bruno se hacía –graciosamente-- más compleja y contradictoria. Dentro de él empezó a nacer –graciosamente-- su otro yo autodestructivo y malsano. Y Bruno se quedaba largos ratos en silencio, mirando el techo. El techo. Y Bruno caminando de aquí para allá buscando un pensamiento. Un pensamiento. Probó la marihuana, aunque fracasó en sus locas ganas de volverse un adicto porque le incomodaba sobremanera su efecto. Bruno sufriendo por el tiempo, a quién denominó su principal enemigo. Esta angustia por el tiempo perdido se desencadenaba de un momento a otro, cuando él advertía que lo que estaba haciendo no servía de nada para sí mismo, entonces, por ejemplo, en mitad de una película a la cual Bruno no le encontraba “esencia”, se paraba y se iba, ¿a dónde?, a estar conmigo mismo, nos decía. O de pronto, una mañana a Bruno lo veías corriendo, literalmente, diciendo que aquel “fantasma de vacío” lo perseguía y no había que dedicarle más tiempo, por eso corría porque tenía que coger un libro, o escuchar un disco.

Su primer trastorno fue la paranoia con su voz. Empezó a preocuparse por su voz, estaba convencido de que su voz no era la misma siempre, que cambiaba constantemente conforme a su estado de ánimo, o a lo que él llamaba su “fuerza interior”. Se convenció tanto a sí mismo de esa idea, que uno de verdad empezaba a notar las diferencias, entonces a veces se le notaba seguro, con buena pronunciación, hablando con énfasis cada palabra, y otras, se le notaba cansando, frágil, incluso hasta tartamudeaba. Era el reflejo de estados interiores, y por eso, lo que añoraba, era una voz suave y áspera, una voz suave que se dilatara con el viento.

Pasaba todo esto y a mí me parecía que todo lo que hacía Bruno lo apañaba de ternura e ingenuidad. Yo lo miraba, y lo convertí rápidamente en mi héroe personal, aquel personaje cotidiano y ordinario que hace todo lo posible por revelarse contra su destino de la eterna repetición de lo mismo. En el fondo, Bruno anhelaba apasionarse con algo, no sé si habrá llegado a esa conclusión, pero estoy seguro de que lo que Bruno buscaba era aquella pasión que le diera algo de sentido a su vida. Pero la pasión siempre le fue esquiva, desaparecía de su ser como arena entre las manos, llegaba a su vida como relámpagos fugaces, verdaderos y efímeros momentos donde realmente “sentía” la vida, aunque eso se desvanecía rápidamente y regresaba a su frivolidad diaria. De eso trata su locura, de aquel delirante deseo de agarrarse de aquello que lo hiciera sentirse vivo, era un náufrago que se hundía en el mar de la convencionalidad, y donde la única salvación era lo trascendente, lo inmortal y lo superior. Pero el camino a ello no era el conocimiento ni la intelectualidad, sino la pasión, es decir, la sangre en las venas, la presión en el estómago, la exaltación de los sentidos, la emoción pura, y en los últimos meses que lo vimos luchaba por alcanzarlo, o al menos jugaba a que luchaba.

En todo ese tiempo Bruno mantuvo una relación con Leila, su última novia, a quien amenazaba con dejarla mil veces, de las cuales cumplió tres, para luego regresar a los brazos de la pobre y confundida Leila, convencido de que no podía vivir sin ella, pero atormentándose porque en el fondo no la soportaba por ser tan convencional e incapaz de entenderlo. Pero Bruno la necesitaba, eso era evidente. Leila era la primera oyente de sus canciones, la única discípula de sus doctrinas, la cómplice infalible de sus proyectos. Leila estaba allí siempre porque lo amaba, porque le creía todo. Y si quiero ser tajante en este punto, diría que si alguna vez Bruno llegó a ser algo de lo que pensó para sí mismo pues lo fue para Leila. Y fue Leila la primera en convertir la desaparición de Bruno en un suceso místico, y por ratos, cuando se emocionaba, en profético. Porque Leila sentía que lo estaba perdiendo, que se le escapaba de sus brazos, que lo veía y era como si no estuviera, como un vacío, y Bruno con sus besos le estaba diciendo adiós. Cuando empecé a escribir esta historia indudablemente lo primero que hice fue buscar a Leila y hablar sobre Bruno. Leila fue la única testigo de los últimos días con nosotros. Me hice muy amigo de ella y pude sacarle detalles muy personales. Leila me cuenta por ejemplo que los últimos cinco días casi no salía de su cuarto para nada. Bruno aún vivía con sus padres y ellos se preocupaban por alimentarlo, aunque ya casi no tenían ninguna comunicación. Salvo Leila, quien se quedaba a dormir con él y hacían el amor de vez en cuando. Me contó incluso que en el acto sexual Bruno actuaba de manera rarísima; se colocaba encima, escondía la cabeza entre el cuello y el hombro de Leila y no decía nada y no emitía ningún ruido, solo escondía la cabeza y se movía por unos segundos hasta terminar. Las últimas veces habían sido así y para Leila se convirtió en un acto casi de gratitud. Ella entendía eso como que Bruno salía de su refugio en sí mismo para aplacar lo más rápido posible esa necesidad “desagradable”. Esa fue la palabra que utilizó Bruno para referirse al deseo sexual: desagradable. Y con esa palabra escuché --y también entendí-- otro de los grandes tormentos que soportaba Bruno casi en silencio: su incontenible apetito sexual. Yo no lo sabía, pero Bruno nunca había dejado de masturbarse. El sexo parecía envolverlo, sofocarlo, torturarlo tanto que lo odiaba. Era una adicción secreta que lo consumía todos los días, pues no podía dejar de pensar en sexo, y eso, decía él, era la más terrible de sus desgracias porque lo separaba de su esencia artística y espiritual, cosas de Bruno. Cuando me contó esto Leila yo me reí, pero ella me dijo no te rías. Para Bruno esto era muy serio. Un día Bruno estuvo pensando tanto en el asunto que soñó algo escalofriante. Soñó que unos hombres viejos vestidos de niños jugaban en un enorme jardín, y mientras jugaban se estaban masturbando. Es decir que mientras corrían y daban vueltas se estaban cogiendo el pene. Y no paraban de masturbarse hasta que se juntaron entre ellos y se tiraron al pasto para tener un orgasmo casi simultáneo, y todos a la vez entraron en un trance delirante de gritos y sonidos para luego descansar como niños con un dedo en la boca.

Hace varias semanas que estoy tratando de escribir esta historia. La corrijo y la reescribo constantemente. Tengo miedo de no expresar exactamente lo que pasó y sobretodo, no quiero reflejar dramatismos. Porque aquí todo tenía el aspecto de broma, un chiste corriente que deja de ser gracioso en el momento en que Bruno desaparece de verdad. Hasta antes de ese momento Bruno es cándido, travieso, frágil, pero nunca valiente, nunca capaz de cumplir lo que hizo luego. Y fue justamente ese sueño que me contó Leila lo que realmente me motivó a escribir. Me quedé muchos días pensando en aquel sueño y llegué a entenderlo como un simbolismo de su vida y me pareció un sueño fantástico. Entendí que Bruno era uno de aquellos viejos que corría por todo el enorme jardín sin parar de masturbarse, porque el estar en constante masturbación era su manera de “negar” la realidad, de no aceptarla, de satisfacerse consigo mismo y no necesitar de nada más que su cuerpo. Entonces Bruno prefiere masturbarse y seguir jugando en ese enorme jardín que era el mundo, para luego dormir con un dedo en la boca. Y así y así hasta hacerse viejo.

Estoy seguro de que Bruno se dio cuenta de eso y por eso tampoco dejó de pensar en aquel sueño, y su graciosa y exagerada desesperación por cambiar tuvo que ver con que quería dejar de ser ese viejo que no dejaba de masturbarse. Porque para mí su instinto sexual solo componía una parte de su compleja personalidad, y en realidad su masturbación era generalizada, es decir, vivía masturbándose con sus manías, con sus miedos, con sus complejos, con su ternura; gozaba con todo su ser y se acostumbró tanto a eso que no quería vivir en otro mundo que no sea con su propia satisfacción. Pero por alguna razón que no entiendo, Bruno quiere romper esa burbuja, ese mundito interior de autosatisfacción. Se sintió vacío, se sintió niño, se sintió inmaduro.

Una noche, meses antes de su desaparición, hablamos acerca de su futuro. Aquella vez Bruno había estado tocando sus canciones; estaba excesivamente inquieto, expresivo y de buen humor, hablaba y cantaba con graciosa vanidad, una vanidad repentina y exagerada, producto más de la exaltación y del vino que de su verdadera y frágil personalidad. Lo que pasa es que Bruno sabía que estábamos disfrutando de él, de sus manías al hablar, de sus canciones tiernas, de su voz, aquella original voz de tonalidades fuertes y ásperas que le dieron algo de estilo. Y en eso estábamos, escuchándolo cantar y hablar, hasta que, no sé por qué ni de dónde salió, decidimos increparle sobre su futuro como músico. Lo que recuerdo es que la idea inicial no tenía otra pretensión más que la de alentarlo a que pensara un poco más en lo que puede hacer con su música, a manera de un regaño de amigos. Según nosotros, era una forma de darle a entender que nos parecía demasiado bueno como para que siguiera desperdiciando su tiempo, aunque no teníamos tampoco ni idea de qué es lo que se debe hacer para llegar a algo, así que, mientras la conversación avanzaba nuestra idea se convirtió en una serie de comentarios torpes e inútiles sobre lo que debía hacer Bruno con su vida. ¿Qué más podía hacer Bruno?, quizá ninguno de nosotros se había preguntado eso de verdad, después de todo tenía su banda, había grabado, como pudo, sus canciones en un disco que repartió a sus amigos, tocaba constantemente en conciertos locales y cada vez estaba componiendo mejores canciones en un proceso creativo que él encontraba necesario y motivador; pero ¿Bruno era lo suficientemente bueno como para llegar a algo más? Esa noche nos comportamos como unos tontos, y nos pasamos largo rato deliberando sobre el destino de nuestro amigo Bruno, quien minutos antes estaba jugando de lo lindo a ser un cantante especial, sensible y seguro de sí mismo, pero después de haber sido sermoneado por nosotros empezó a sufrir un entristecimiento envolvente que parecía devorarlo y que se reflejó claramente en su semblante pálido, en su mirada fija sobre la nada y en sus comentarios que se fueron reduciendo a monosílabos distraídos y lacónicos. A veces me inclino por pensar que esa noche empezó a cambiar algo dentro de Bruno.

En una de sus últimas noches con Leila le dijo mientras miraba las estrellas por la ventana: “yo creo que el último día de mi vida será como este, mirando las estrellas y sin haber entendido nada”

Marzo del 2008

Traffic Sound - "Meskalina"




Traffic Sound, sexteto compuesto por Jean Pierre Magnet (vientos), Luis Nevares (batería), Freddy Rizo Patrón (guitarra), Willy Thorne (bajo), Willy Barclay (guitarra) y Manuel Sanguineti (voz), es el grupo más importante en la no tan sostenida historia del rock peruano.

Como muchos grupos que aparecieron en los años sesenta, los TS empezaron con covers, en 1970 recopilaron los singles en el álbum “A Bailar A Go Go”. En cuanto a su producción original, la agrupación estuvo marcada por una inclinación hard rock, condimentada con la mejor psicodelia, que a medida que iban desarrollándose incorporaron tonalidades de la música andina y afrolatina. Entregaron tres álbumes que no tienen pierde: “Virgin” (1969), “Traffic Sound” (1970) y “Lux” (1971).

De estos tres álbumes, de cabeza me quedo con “Virgin”, en él se encuentra el tema que abre este post, “Meskalina”. Obviamente que el video no tiene nada que ver con la intención del sexteto, pero nadie puede negar que es un buen pretexto para disfrutar de su música una y otra vez

Nancy Valen - Galería






Quizá muchos no la ubiquen, pero la mujer a la que dedico esta galería de imágenes tuvo un paso fugaz por la serie televisiva más vista en todos los tiempos, Baywatch. Nancy Valen (Florida, 1965) dio vida a la Capitán Samantha Thomas. En los pocos capítulos que la vi, pues me impactó, y no por su fisonomía, por siaca; sino porque ella siempre exudó lo que tanto me gusta y seduce de la mujeres: el carácter, basta un gesto, una mirada, una palabra, para darme cuenta si lo tienen o no. Cada día estoy más seguro que la ausencia de carácter que veía en Pamela Anderson, Nicole Eggert, Erika Eleniak, Carmen Electra y Gena Lee Nolin es la razón de peso, y fundamento, por la que nunca me llamaron la atención. Aunque este quinteto siempre despertó el entusiasmo de muchos.

sábado, marzo 29, 2008

Histórica Semifinal de La Copa Libertadores (2004)



Los Semifinalistas de La Copa Libertadores 2004: tres equipos de raigambre (los argentinos Boca Juniors y River Plate, y el brasileño Santos F.C) y uno de mantequilla (el colombiano Once Caldas), los cuatro en pos de la gloriosa copa del continente.

Como manda la FIFA: no se puede jugar una final con dos equipos de la misma federación. Ergo, los argentinos tienen que matarse entre ellos.

(Los brasileños ya se alucinan en la final. Piensan más en su posible rival, Boca o River. Y pecan de soberbios con el Once Caldas. Tomarán su partido como mero trámite, están seguros de que la tradición terminará imponiéndose a la buena suerte de los cafeteros.)

La atención del mundo futbolero está clavada en Buenos Aires. Por razones de seguridad, se dispone que los partidos de ida y vuelta se jueguen sin hinchas del equipo visitante. Obedeciendo a la tradición, se jugará de noche. Se tira la moneda, cara River, sello Boca. Boca es el dueño de casa en el encuentro de ida.

Jueves 10 de junio – La Bombonera.

La Bombonera arde. Los de River llegan palteados. Es la primera vez que juegan un clásico sin hinchas. Su historia les demanda sí o sí una Libertadores. Desde 1996 no saben lo que es campeonar en el histórico certamen. El equipo que salta al gramado: Lux, Garcé, Ameli, Tuzzio, Rojas, Mascherano, Huasín, González, Gallardo, Cavenaghi y López. En la banca, como máximo referente en condición de DT, Leonardo Astrada.

Los de Boca saben bien la consigna: sacar una clara ventaja para tener cierta tranquilidad en el partido de vuelta. Vivirán en una semana lo mismo que está pasando River. El DT, Carlos Bianchi, es un viejo zorro., sabe dominar la presión. Hay experiencia en el cuadro: Adbondanzieri, Calvo, Schiavi, Burdiso, Rodríguez, Villarreal, Cascini, Vargas, Caneo, Barijho y Barros Schelotto. Un suplente de lujo: Carlos Tévez. (Palermo, el goleador oportunista de siempre, se encuentra calentando banca en el Villarreal de España.) No hay nada mejor para un hincha de Boca que dejar en el camino al eterno rival, y con mayor razón cuando el sendero a limpiar conduce al galardón deportivo que los ha convertido, en los últimos años, en dioses vivientes en todo el mundo.

Desde el pitazo inicial el encuentro es arduo; codazos, patadas y cabezazos se propinan, abierta y solapadamente, los jugadores. El árbitro, el también argentino Claudio Martín, se hace de la vista gorda. La experiencia le dicta que las tarjetas hay que guardarlas para la segunda etapa, así es que solo apela al puteo para calmar a los protagonistas de la noche.

Bordeando los 30 minutos, el mellizo Guillermo Barros Schelotto desborda por la banda derecha, en dirección a la tribuna norte, y lanza un centro que sobra a la defensa de River, Tucsio y Ameli se confían:

- Tú pues.
- ¿Yo?
- Sí, tú, boludo.

Discuten tanto que no se percatan de Schiavi, ese limitado defensa central, que consciente de que está en el área chica, y para no hacer roche no intentando nada, se lanza en una suerte de palomita, entre los dos defensas, dejando desairado al campeón olímpico Germán Lux.

Gol de Boca. Bianchi cumple el primer objetivo: ponerse en ventaja.

A partir del gol, Astrada reputea a sus dirigidos a irse con todo por el empate. Aunque el irse con la desventaja de un gol no es un mal negocio.

Cerca de los 35 minutos ocurre lo que el árbitro tanto teme: Cascini es derribado por Gallardo. Ambos reaccionan con suaves frentazos. ¿Los boto o no los boto?, se pregunta Martín. Bótalos nomás, te está viendo el mundo entero vía TV, le dice su conciencia. Roja para ambos.

- ¿Me expulsás a mí, boludo? – Cascini, literalmente, pecha al árbitro.

Recuerda, Claudio, todo el mundo te está viendo por TV. Estás quedando mal. Qué jodida es la voz de la conciencia para el árbitro. Este aprovecha su corpulencia desplegada en un metro 90.

- Sí, enano de mierda. A ti te estoy botando-

Claudio Martín también pecha a Cascini. Su pechada la siente muy bien el mediocampista. Jamás en su vida lo han pechado tan fuerte. Qué roche, lo pechó el árbitro, dice entre dientes Bianchi desde el banco. Cascini, tragándose el roche, se retira…y entra en discusión con Gallardo. Como los chatos son bravos para entrar en peleas, y con mayor razón si estas son gratuitas, están a punto de irse a las manos. Llegan Schiavi y López para separarlos. No tardan en sumarse los demás, entre ellos el arquero boquense Adbondanzieri, quien intenta calmar a Gallardo con una gran verdad:

- Oye, atorrante, ¿tú crees que estás en el Mónaco? Vete, mierda.

Le duele en el alma las palabras del ex suplentón de Óscar Córdoba. Jura venganza inmediata. Tuzzio se lo lleva. Ahora el quilombo es entre Ameli y Cascini, el defensa de River lo ubica con un par de lapos en la cara. Gallardo se desprende de Tuzzio, regresa corriendo al núcleo de la reyerta, solapa se acerca por detrás de Adbondanzieri, y cumple su venganza: le araña la mejilla izquierda. Sangre en el rostro del arquero.

Lux calma los ánimos exaltados de su colega de puesto. Entra la policía. Los equidistas son separados. No pasa mucho tiempo para que el juego se reinicie.

Martín pita y en medio de insultos de todo calibre, los jugadores se van al descanso de entretiempo.

Para la segunda mitad, Martín proyecta lo que resta: parará el juego brusco desde el saque. Lo del primer tiempo no debe repetirse. El segundo tiempo es más disputado que el primero. Se nota que Astrada les metió un con café con menta a sus dirigidos. Bianchi no tiene la preocupación del primer tiempo: la presión es para las gallinas, piensa.

River es puro amor propio, pero sin ideas claras poco o nada puede hacerse. En más de una ocasión Martín se ha tragado rojas fijas. A tres minutos del final, le regala una a Garcé. Menos mal, piensa Astrada, no me botaron a un inamovible.

17 de Junio – El Monumental.

Como es de esperarse, en El Monumental no cabe ni un alfiler. Las gradas llenas de hinchas con banderas rojiblancas. Durante la semana, las mujeres del tarot han dictaminado que River pasará a la final. Y ahora, el árbitro es otro, alguien no tan inseguro como Martín, el mejor árbitro de Argentina, Héctor Baldassi.

Hay tres cambios en el equipo local: Nazzuti, Coudet y Montenegro. Los xeneizes, por su parte, refrescan el once con Perea, Ledesma, Cagna y Tévez. Todos tienen muy bien grabado en el disco duro la consigna de Bianchi para estos partidos: la presión es para ellos. Y sus pupilos siguen al pie de la letra lo indicado. Baldassi no se deja amedrentar, cuando el juego da visos de exaltación, vuelve todo a la calma con una amonestación verbal o una amarilla. En este primer tiempo, la figura es la sufrida hinchada de River.

En el segundo tiempo, los locales entran tensos. No se está cumpliendo lo ensayado en toda la semana. En cambio, los de Bianchi salen relajados. A los 20 segundos, Baldassi, con todo el estadio puteándolo, expulsa a Vargas. Astrada se quiere morir. Por primera vez, desde que se inicio este partido de vuelta, la hinchada rojiblanca queda sumida en un frustrante mutismo. Pero la alegría aflora, como un chorro de semen que baña la noche: a los 5 minutos, Lucho González pone en ventaja a River con un golazo, desde fuera del área, que hace nula la volada de Adbondanzieri. Con ese gol, González acaba de firmar un suculento contrato al otro lado del charco.

Astrada no está para idioteces. Sus recuerdos como jugador aún siguen latentes. Lo fácil es esperar los ataques de Barros Schelotto y Tévez, pero también es peligroso, porque los dirigidos por Bianchi tienen algo que los suyos no: experiencia copera. Si el joven DT apuesta por el empate, pues no tiene la más mínima idea de cómo afrontar los penales. Por ello, arriesga: ingresa el chileno Marcelo Salas y Adbondanzieri comienza a ser la figura.

Cada toque de balón exuda nervio y exaltación. No pocos, ya sea en el estadio, o en todo el mundo, empiezan a tantear su listita de nombres para los penales. Muchos apuran sus listas al ver la estúpida expulsión de Sambueza a los 39. Astrada y su cuerpo técnico ordenan a todos a defender la ventaja, a colgarse como sea de los parantes.

A los 42 minutos, Bianchi realiza un extrañísimo cambio: saca al experimentado Cagna, e ingresa el jovenzuelo Cángeles. Como es de esperarse, Cagna se queja:

- Oye, pelado, ¿por qué me sacas?
- Yo sé lo que hago.
- No, dime por qué diablos me sacas.
- Ya sal, carajo.

Nadie entiende el ingreso de Cángeles. Empero, el pelado Bianchi llega a tener la razón: el punto más flojo de la defensa millonaria es Nassuti, es lentísimo y poco hábil con el balón. Y en menos de un par de minutos, Cángeles ya lo está bailando.

Rojas, el capitán de River, se da cuenta de ello. Le grita a Nassuti:

- Oye, vente a defender aquí. Yo me encargo de parar al pibe ese.

Nassuti no refuta. Obedece.

Rojas está decidido a quebrarle pierna al movedizo Cángeles. A los 44 minutos, el jovenzuelo desborda por la banda izquierda, Rojas aplica la carretilla sin éxito, el tiro sale en dirección al centro del área, Nassuti intenta despejar, pero Tévez le gana por milésimas de segundo en la anticipación. El rostro de Germán Lux es la impotencia de todos los hinchas de River.

Gol de Boca. Tristeza total en El Monumental. El equipo millonario suma, a su veleidosa historia reciente, una desazón más. Con el empate, Boca se va a la final de La Libertadores.

Así es el fútbol, piensa Baldassi. Se gana o se pierde, es un simple juego, piensa nuevamente Baldassi. El fútbol es un deporte que hermana, vuelve a pensar Baldassi. Mejor pito de una vez y todos a sus casas, dice para sí Baldassi…pero…¿qué hace este imbécil?, se pregunta Baldassi al ver la celebración de Tévez.

Tévez, o El Apache, celebra su tanto provocando a la silenciosa hinchada de River. Se quita la camiseta, la besa, y con sus brazos aletea como una gallina…

Baldassi lo expulsa.

- Jefe, ¿por qué me expulsás?
- Por payaso.
- Es solo una celebración…
- Fuera mierda.

El árbitro le hace una seña al cuarto hombre. Le indica con los dedos de la mano izquierda cuatro minutos de tiempo adicional. ¿No que ibas a dar solo dos minutos?, se pregunta el cuarto hombre. Digita en el tablero el 4.

River no tiene nada que perder. Nada está dicho hasta el pitazo final. Los pocos hinchas de Boca infiltrados en El Monumental celebran con quietud y mutismo la clasificación a la final, una vez más. Los minutos adicionales corren lentamente.

Minuto 48 (y 20 segundos). Tiro libre desde la izquierda para River. Cavenaghi, el goleador del equipo, ante la falta de precisión de sus compañeros, se para frente a la pelota. Los comentaristas radiales y televisivos discuten la decisión del goleador: el ángulo de tiro es para un centro, su presencia es más útil en el área chica. La pelota se pasea en el aire, Salas se adelanta dos pasos, peina la pelota hacia atrás. Como Nassuti no es un privilegiado técnico, la defensa de Boca lo descuida, ven con más peligro cualquier acción del chileno y López. La peinada llega directo a la pierna izquierda de Nassuti, quien piensa pararla y rematar con su pierna menos torpe, la derecha. Pero se arma de valor y remata en primera con la izquierda, la pelota adquiere una velocidad indefinida, ni rápida ni lenta, como para que Adbondanzieri se tire y la coja, linda para quemar tiempo, pero el ex suplentón de Óscar Córdoba cree que más tiempo ganaría con un saque, y la deja pasar, pero la caprichosa realiza un movimiento involuntario de medio centímetro a la derecha, se topa con el parante izquierdo y entra al arco. Gol de River. El segundo gol que le ofrece al equipo de Núñez su última oportunidad de llegar a la final: los penales. Nassuti grita el que es el gol más importante de toda su carrera. Schiavi no lo puede creer, tampoco Barros Schelotto.

Los segundos restantes son de mero trámite.

Se vienen los penales. Por River: Salas, Montenegro, Cavenaghi, González y López. Por Boca: Schiavi, Álvarez, Ledesma, Burdisso y Villarreal.

Tanto Lux como Adbondanzieri, los arqueros de la selección argentina, intuyen casi todos los tiros de penal. La buena ejecución lleva a muchos a pensar en una segunda ronda de disparos en el clásico “mete gol gana”. Maxi López, la revelación del fútbol argentino, quien con poco tiempo de jugador, ya tiene un contrato casi firmado con el Barcelona de España, camina despacio para la última ejecución de su equipo. El disparo de López es displicente, avisado, sin fuerza. Adbondanzieri intuye, como es de esperarse, y evita el gol y abre la ventaja para los visitantes.

¿Derecha o izquierda? ¿Colocado o fuerte? Estas son las dos preguntas de Villarreal. Si anota, será recordado por el mundo entero. Mira a Lux sin mirarlo. Lo decide en el acto: su disparó irá colocado, a la izquierda del portero. Toma vuelo, emprende carrera y en el último segundo manda a la mierda lo decidido. Emplea la tradición penalera del “a lo que salga”. Su ejecución es fortísima, al centro del arco. Lux piensa por un momento no moverse. Demasiado tarde. Todo el equipo de Boca corre tras el héroe de la jornada, Villarreal alucina que está celebrando con toda su hinchada en La Bombonera.

(En Youtube puede encontrarse, por partes, los dos partidos de esta ya histórica Semifinal de la Libertadores. Un partido de 180 minutos (sin contar los penales)que de lejos es el mejor encuentro copero de esta década. Y uno de los más vibrantes, de infarto por decir lo menos, de la fecunda historia del certamen futbolístico por excelencia del continente americano.)

jueves, marzo 27, 2008

Cela

De Camilo José Cela pueden decirse muchas cosas. A veces, ciertos escritores a quienes admiramos, se nos caen, pasajeramente, por cuestiones que poco o nada tienen que ver con su producción literaria. Recuerdo muy bien, hace ya varios años, cuando me enteré que el autor que me había regalado horas de sumo placer con “La familia de Pascual Duarte”, “La colmena” y “Viaje a la Alcarria” había sido en vida un aplicado soplón del franquismo. No niego que se me desmoronó. Sin embargo, al segundo mes de mi indignación gratuita hacia él, mi enamorada de entonces no tuvo mejor idea que regalarme dos novelas suyas que no había leído: “Cristo versus Arizona” y “Madera de boj”.

Para “Cristo versus Arizona” necesité una buena sentada de domingo en la mañana hasta la noche. Sin interrupciones de por medio, sin el humo del cigarro que fastidiara la vista y totalmente aislado de todo. En esta novela de casi trescientas páginas (38 líneas por cada una) me regocijé con el conocido lenguaje lírico del autor, el cual, como muchos deben de saber, ha sido siempre el código de barras de su indiscutible calidad, pero con el “pequeñísimo” detalle de que en la novela estaban ausentes los signos de puntuación. Es de lejos, una de las novelas experimentales más logradas que he leído, amparada en un feroz uso del monólogo interior que en ningún instante pierde su ritmo y que en sus líneas no dejan de florecer nutridas imágenes de desgarramiento existencial. Al terminarla, tuve la sensación de haberme fumado todos los tronchitos quincenales de aquel año.

Con “Madera de boj” la cosa fue distinta, la leí como leo normalmente una novela: con algo de música (dependiendo de la hora y el ánimo), con cigarros y dispuesto a entrar en acción ante cualquier eventualidad. Pero con ella me ocurrió lo que pocas veces: era tan seductora la prosa de Cela que una y otra vez volvía sobre sus páginas, la leía como si se tratara de un poemario escrito para mí, a medida que avanzaba me crecía la sensación de que lo último que deseaba era que el libro se termine. Si la memoria no me traiciona, fácil la habré leído cinco o seis veces en esos poéticos diez días que adrede demoré en leerla. Semanas después, vi a Juan José Armas Marcelo, en su programa sobre libros que tenía en TV Española, decir que “Madera de boj” será considerada, en no más de cinco años, como la obra cumbre de Cela. Pues le di toda la razón. “Madera de boj” es su LIBRO.

Y fue así que mi estúpida animadversión por Cela, gracias a estas dos novelas, desapareció al toque. Si fue o no un soplón del franquismo, poco me importa. Por chispoteadas personales no me iba a privar nunca más de releerlo.

Este pequeño post tiene una razón de ser. No nace de la nada. Pues bien, hace media hora terminé la lectura del tercer tomo de “Confesiones de Escritores. Los reportajes de The Paris Review”. En él hay una entrevista, que desconocía por completo, a Cela. La misma fue realizada por Valerie Miles en 1996.

En la entrevista, entre otras cosas de sumo interés, se da cuenta de la llegada de Cela a la Alcarria en un Rolls Royce conducido por una modelo morena de rostro, según la descripción de Miles, muy parecido al de Lisa Bonnet (deducción mía) y cuerpo, de acuerdo al entusiasmo de Cela, acorde con el de Norelys Rodríguez (deducción mía, también). Como es de suponer, aquel acto fue cubierto por toda la prensa.

Más allá de este toque frívolo, Cela relata algo que yo no conocía. Miles le pregunta, en evidente clave de chongo, por la modelo con la que llegó a la Alcarria, y este estira, a lo mejor sin querer, su respuesta:

“¿Y la joven y atractiva conductora mulata, todavía está con usted?

No, ya no está conmigo. Ahora conduce mi mujer. Las autoridades me quitaron el registro.

¿En serio? ¿Por qué?

Bueno, simplemente porque no estoy de acuerdo con las regulaciones de tránsito. Pero dado que son leyes… la idea de tener que ponerme un cinturón de seguridad y parar en los cruces y semejantes insensateces. Dicen que hay que parar y mirar a ambos lados cuando se llega a un cruce. No. Una vez le dije a un juez: “Sé muy bien que la ley no puede someterse a la razón, pero le demostraré sobre un pizarrón que la teoría china es cierta: cuanto menos tiempo pase uno en el cruce -¡hay que acalerar!- menos probabilidades hay de que se produzca un choque”. Me dijeron que estaba equivocado y, bueno, dado que negaron la evidencia, quemé mi registro y eso es todo. Esto pasó después de que atropellé a un Biscuter, un pequeño automóvil de dos asientos que se fabricaba en España. Iban cinco personas en el coche. Las cinco murieron, naturalmente.

¿Las cinco?
Bueno, me siento muy mal al respecto. En aquella época tenía un Jaguar. Me limito a lamentar lo sucedido, pero eran cinco personas muy estúpidas. Estaban completamente ebrias, en un automóvil pequeño que pretendía entrar a la autopista principal desde un camino lateral. No, no. Fue horrible. Y después de matarlos, bueno, por supuesto que uno lo lamenta. Bueno, al menos lo lamenta un poco. ¡Tal vez menos de lo que se podría pensar! Eh, tenga cuidado al escribir esto, van a pensar que soy un salvaje.

No se preocupe, señor Cela, tendré cuidado con lo que ponga en la entrevista.

No, diga que sólo había cuatro personas en el auto… oh, esto es realmente horrible, ¿no? Qué espantoso.
Imagen, Camilo José Cela

miércoles, marzo 26, 2008

POEMARIO DE LUIS EDUARDO GARCÍA


Es doblemente estimulante saber que uno de los manuscritos que leíste y releíste, dejará su condición de texto “virgen” para adquirir el formato de libro, y así, de esta manera, pueda ser apreciado y valorado por muchos.

Pues bien, luego de dos largas sesiones edificantes, vía telefónica y personalmente con el responsable de Revuelta Editores, estoy en condiciones de anunciar la publicación del poemario del extraordinario poeta trujillano Luis Eduardo García.

Conocí a Luis Eduardo en el marco de la Feria Internacional del Libro de Trujillo, en febrero del 2007. Me lo presentó el narrador Óscar Pita Grandi. Y estoy segurísimo de que la tarde que pasamos los tres, junto con Leonardo Aguirre, en la cevichería JR, quedará muy bien guarecida en nuestras conciencias, esto a razón por todo lo que se conversó, principalmente, y también por todo lo que se comió y por todo lo que se bebió.

Este poemario marca el esperado retorno literario de Luis Eduardo. Casi trece años de silencio editorial en los que él ha sabido dar fuerza a versos, cargados de imágenes sugerentes y estimables respiros reflexivos, que de hecho más de uno levantará la cabeza al leerlos.

Para quienes no conozcan del todo su trayectoria, pues diré que es uno de los catedráticos más respetados de La Universidad Privada del Norte de Trujillo, en donde enseña Periodismo Literario y Fundamentos del Periodismo. Es autor de los poemarios “Dialogando el extravío” (1986), “El exilio y los comunes” (1987) y “Confesiones de la tribu” (1992); del libro de cuentos “Historia del enemigo” (1996); y de “Tan frágil manjar” (2005), libro de entrevistas, ensayos y crónicas. En 1985 ganó el VI concurso El Poeta Joven del Perú. Mantiene desde 1986, en su ciudad natal, una página de reseñas y comentarios literarios en el suplemento dominical del diario La Industria.

La publicación saldrá en el mes de julio.

Imagen, Luis Eduardo García.

miércoles, marzo 19, 2008

The Ox (John Entwistle)

No es la primera ni la última vez que escribo algo sobre The Who. Si llegara a estar en la situación de pedir un último deseo en la vida, pues sería feliz escuchando toda la discografía de The Who en pleno “entierro”.

Ninguno de los integrantes de esta agrupación me despierta más simpatía y admiración que John Entwistle (fallecido en el 2002 debido a una sobredosis). Cada vez estoy más que seguro de que él sigue siendo el bajista más grande en la historia del rock. Evidentemente hay muy buenos, entre jóvenes y ya trajinados, pero ninguno se le acerca, están a años luz de lo que el popular The Ox hacía con el bajo.

Como saben, el hombre de las letras de las canciones en The Who era ese loco endemoniado con tendencias “epilépticas” llamado Pete Townshend. Sin embargo, hay un tema que me gusta muchísimo, que no paro de escuchar y que, en mi voluble impresión, es uno de los más subvalorados entre la fanaticada de la banda; me refiero a “My Wife”, del Who´s Next (grandiosa producción, no a la altura del Quadrophenia, que de todos modos tiene que escucharse). “My Wife”, fue creada por The Ox y, obviamente, era cantada por él. A lo largo de los años varios desubicados han osado interpretarla, llegando incluso a imitar la inmutable postura de The Ox, pero como dicen, no hay mejor tributo que la imitación. Lo cierto es que si se dan gustazo de escuchar algunos discos de The Who, podrán, sin mucho esfuerzo, darse cuenta de que Entwistle era el cerebro, el alma, el ritmo de The Who; prácticamente el Who´s Next no sería lo que es sin él.

A continuación, “My Wife”, Entwistle junto a Roger Daltrey y Pete Townshend en Detroit (27 de junio del 2000), con otro baterista; para ese entonces el grupo no contaba con el siempre cumplidor Kenney Jones y sin el vesánico suicida Keith Moon (este sí se merece un futuro post).



Imagen, The Ox.

lunes, marzo 17, 2008

QUIPU - Julio Meza

Para la primera edición quincenal de esta nueva etapa de Quipu, se recibieron seis decenas de textos de jóvenes autores (no todos llegaron a ser revisados, muchos de ellos se juntarán con otros cincuenta textos llegados en los últimos quince días). Los jurados encargados de esta primera selección fueron Javier Gárvich y Ernesto Carlín, quienes eligieron de común acuerdo los dos cuentos enviados por Julio Meza, subrayando sobre todo uno de ellos, “El árbol”. Julio Meza (Lima) tiene veintisiete años, es un abogado graduado en la PUCP que ahora se dispone a estudiar literatura en esa misma universidad. Ha publicado un libro de cuentos, Tres giros mortales, en la editorial Casatomada que dirige Gabriel Rimachi. Administra un blog de crítica de rock llamado Atrapa la Luz (www.atrapalaluz.blogspot.com).
El árbol

Al este de un cielo de nubes blanquecinas, el sol se levantaba con su característico vigor matutino (parecía un hombre luminoso que se despereza exhibiendo una panza abultada) y, con su fuerza natural, lanzaba sus rayos amarillos que producían iridiscencias en las rocas de los cerros imponentes. Varios metros más abajo, en el pueblo, las tejas rojizas y las ventanas de las fachadas brillaban por el emerger de la mañana, y estos pequeños resplandores formaban raras constelaciones que podían verse desde las lejanías. En la plaza, la iglesia mayor proyectaba una sombra alargada, que aumentaba de tamaño hasta atravesar el asfalto, ingresar al jardín central y refrescar la banca de madera que acogía a un mendigo. A una cuadra, en la calle que conducía al río de aguas tranquilas, se encontraban las casas de las personas más pudientes, y, por ello mismo, el sector más cuidado y agradable de todo el valle. Una de esas construcciones, que se ubicaba en una esquina concurrida, era la del señor, un hombre de edad avanzada, pero con un cuerpo tan recio que daba la idea que los años, en vez de afectarle, le habían dado una fibra invencible. Frente a su puerta principal, por donde recibía las visitas de sus pares, se ubicaba el resultado de las décadas completas que había llevado en ese lugar: un árbol de raíces profundas, tronco grueso y firme, y ramas y hojas de una gran abundancia.
-¡Cuánto se demora este bruto! -dijo el señor, saliendo a la vereda para buscar al jardinero.
A una centena de metros, el jardinero venía caminando lentamente, como si reflexionara con paciencia antes de dar cada paso. Sobre su espalda encorvada, y en una bolsa de rafia, llevaba sus herramientas de trabajo, algunas ropas y un frasco con gasolina. “Pero qué rico”, pensó, luego de sentir el calor del ambiente en su cuerpo, y se puso a silbar. La melodía que brotaba de sus labios era en apariencia alegre, pero tenía una corriente subterránea que la tornaba melancólica y, en algunos momentos, hasta vertiginosamente triste. Por más que se esforzó (puso un dedo en su boca y junto los dientes), no logró evitar el aire oscuro de su música. “Parece que mi interior me manda un mala señal”, caviló, y, sin embargo, continuó soplando con ritmo.
Luego de pasar por una bocacalle, vio al señor, que exhibía un rostro de exasperación, y recién avanzó con rapidez, pues entendió que estaba llegando tarde. “Uy, el señor está amargo, creo”, pensó.
Ya delante de su patrón, bajó sus cosas y saludó con verdadero cariño: - Señorcito, buenos días. ¿Cómo se encuentra hoy?
-A ti que te importa cómo estoy -respondió el señor, agresivamente-. Debiste aparecer hace media hora.
-Sí, señorcito -dijo el jardinero, bajando la cabeza-. Pero no se moleste. Al fin y al cabo, he llegado ya, ¿no?… Dígame, ¿para qué soy bueno?
-Primero, la próxima preséntate más temprano -manifestó el señor-, porque de lo contrario no te daré ningún encargo -y, relajando su mal carácter, señaló el árbol-. Bueno, ¿ves a ese?
-Sí.
-Deseo que lo hagas caer.
-Pero… -dijo el jardinero, mirando el árbol por un momento- ese está sano y fuerte. ¿Por qué quiere que lo baje?
-¡A ti qué te interesan mis razones! -el señor volvió a encolerizarse-. ¡Sólo córtalo!
-Como desee, entonces -aceptó el mandado el jardinero -. Lo haré lo más pronto que pueda.
-Espera -agregó el señor, rascándose la cabeza-. Si te lo cuento, tal vez trabajes con más ganas.
-A ver, señorcito.
-Mira, sucede que mi mujer está muy enferma -se explicó el señor-. Ella cree que va a morirse. Pero considera que eso no sucederá hasta que cante un ave de mal agüero. Y en el único lugar en que se puede colocar dicho animal es en ese árbol. Por lo tanto, mientras no exista esa planta fregada, ningún pájaro se hará escuchar.
-Entiendo, señorcito -dijo el jardinero, respetuosamente.
-Bueno, ahora me voy -finalizó el señor-. Tú ya sabes cuál es tu trabajo.
Mientras se retiraba el señor, el jardinero se paró delante del árbol y lo observó con atención: bajo el sol intenso, tenía un aire majestuoso y superior, como de alguien importante. “Además”, pensó él, “parece de ánimo duro y voluntad terca, igual que un señorón de esos”. De inmediato, el jardinero se acobardó, y contrajo el cuerpo hasta juntar la quijada con el pecho. Su meditación le indicaba que debía mostrar respeto, pues no estaba tratando con un igual. Pero, luego de unos segundos, cuando se dio cuenta que estaba frente a un árbol, se irguió por completo, se colocó en posición de pelea, y dijo en tono desafiante: -No me vencerá ni con su porte de señor ni con nada… ¡Y, por último, no permitiré que le haga daño a la señora!
Desde la perspectiva del jardinero, el árbol pareció responder a sus palabras: se agitó ligeramente, como si se estuviera riendo ante su amenaza.

***

-Ha llegado su fin, señor árbol -se animó el jardinero, levantando la tijera de podar-. Ahora sabrá de mi oficio.
Con una minuciosidad de artista, y sobre su escalera de tablas, empezó cortando las ramas más pequeñas. Para alguien no avisado, daba la sensación de estar realizando una labor de peluquería, pero trasuntada a los oficios que requieren las plantas. Luego de varios minutos, cuando terminó con su tarea, y dejó al árbol sólo con su enramado grueso, tomó el machete y, con golpes secos, acabó por tirar abajo esos brazos marrones y tortuosos. Ya con la cara y el pecho manchados de tierra, descendió al suelo, y procedió a alistarse para el trabajo más arduo: quebrar el tronco. Empuñando el hacha con ambas manos, taló una y otra vez, deteniéndose a ratos para secarse la frente o beber agua de una botella de vidrio. Media hora después, cuando estuvo a punto de concluir (sólo faltaban tres o cuatro hachazos), cogió la soga y, con mucha precisión, la envolvió a un lado del tronco. A continuación, tiró con potencia, hasta que, tras el grito “¡cuidado abajo!”, el árbol cayó vencido, desplomándose en su integridad.
-Le dije que acabaría con usted -soltó el jardinero, dibujando una media sonrisa-. Ahora, pues, le verá el señor.
Mientras tanto, el sol seguía gobernando con ímpetu, lanzando sus rayos como si estuviera dando su bendición a todos los seres existentes. En respuesta, las flores abrían sus pétalos de colores, invitando a que cayera en su interior un poco de la energía dorada que se desperdigaba por el campo; y los animales, con una alegría que manifestaba éxtasis, jugaban desplazándose de un lugar a otro y produciendo una bulla disonante pero feliz. Más allá, sin embargo, un conjunto de nubes albas, que poco a poco se volvían de un gris espectral, acechaban como fantasmas, y expandían su sombra tensa por algunos bastos territorios. A su vez, el viento, al que parecía fastidiarle la claridad del día, exhalaba hacia el este, ora con suavidad, ora con una potencia desgarradora, y, lentamente, desplazaba a los copos blancos del cielo a su encuentro con el astro rey.
Avanzando sin apuro, el jardinero se acercó a la casa y tocó la puerta. De inmediato, el señor se asomó y preguntó qué deseaba.
-Ya he acabado, señorcito -dijo el jardinero, con tono alegre-. Puede decirle a su señora que esté tranquila. Nada le va a pasar.
-Oye, ¿pero tú estás bruto? -se molestó el señor y, estirando un dedo, indicó-. ¡El árbol sigue allí!
-¿Qué? -se impresionó el jardinero, volviéndose-. Pero si hace un rato…
-¡Cumple con tu tarea, so vago! -concluyó el señor, y lanzó la puerta.
Estupefacto, el jardinero le puso los ojos al árbol con una cólera ardiente: este se hallaba con su tronco intacto, sin ninguna rama quebrada y con su mechón de hojas llenas de una vida arrogante.
-No me la va a hacer -reventó el jardinero, colérico-. ¡A mí no me la va a hacer!

***

En las alturas, el viento, que había soplado con una fuerza liberada, empujó las nubes a lo largo de varios de kilómetros y, habiendo logrado su propósito inicial, oscureció el ambiente de tal forma que todo se tiñó de una coloración ceniza. Las nubes, con su naturaleza ahora abultada y negra, expedían relámpagos incesantes y provocaban la sensación que, de un momento a otro, iban a explotar definitivamente. El sol, del que ya sólo se podía observar cierto resplandor y algunas de sus lanzas brillantes, moría sin luchar y estático, como si le hubiera sido suficiente su breve reinado.
-Con que sí, ¿no? -dijo el jardinero, destilando amargura.
Con movimientos presurosos, se sacó la chompa y el polo, y se amarró una faja de cuero alrededor de la cintura. Sin esperar un instante, cogió su hacha y, furiosamente, golpeó el árbol en su base. Repitió este acto numerosas veces, sin descanso ni para tomar un suspiro, hasta que logró dejar al aire libre el centro mismo del tronco. “Tendrá que derrumbarse”, pensó el jardinero, dirigiéndose al árbol. “A las buenas o a las malas”. Prosiguió con rabia cada vez más intensa, como si, en un arranque de locura, estuviera asestándole cuchillazos homicidas a una víctima que estuviera a punto de fenecer. Luego de uno minutos, con su entorno lleno de astillas de madera, el árbol empezó a inclinarse hacia la izquierda. Dejando la cuerda que uso anteriormente a un lado, lanzó terribles puntapiés contra la corteza pelada, y, rechinando estremecedoramente, el árbol se derrumbó.
-¡Le dije que no podría conmigo! -se exaltó el jardinero-. ¡Se lo dije!
Para que no haya duda de su logro, siguió asestándole tajos al árbol caído. Con el rostro y la espalda húmedos de sudor caliente, le dio duro a las ramas, casi sin distinguir las que eran pequeñas de aquellas de mayor tamaño. En quince minutos, y exhibiendo unos dedos encallecidos, tuvo a sus pies un enorme montículo verde y castaño. A continuación, aprehendió otro instrumento (una sierra), y prosiguió con el tronco desnudo. Sin conmoverse por la savia que se derramaba a manera de sangre, hirió progresivamente el cuerpo tendido, hasta sacar la primera rodaja de madera. Tres cuartos de hora después, no existía tronco, sino una docena de trozos circulares. “Aquí no acaba la cosa”, le dijo al árbol, mentalmente, mientras jadeaba de cansancio. “Sólo ha comenzado lo bueno”. Con el hacha, y ya gastando las últimas energías que le restaban, destrozó las mencionadas piezas y, como si fuera a prender una fogata, acumuló leña en grandes cantidades.
-¿Quién es el señor, pues? -dijo el jardinero, completamente cansado, pero orgulloso-. ¡Ahora dime quién es el señor!
-A quién le hablas, loco de mierda -gritó el señor, desde el interior de su casa.
El jardinero se volteó y, dirigiéndose al señor con un tono triunfante, le anunció: -¡Ya terminé! ¡Venga usted a ver cómo quedó!
El señor abrió la puerta y quedó callado, como si estuviera pensando la manera más punzante de responder un insulto.
-¡Tarado! -soltó por fin, y agregó, con la mirada ardiente: -¡Pero si allí esta el árbol! ¡Acaso tratas de reírte de mí!
Estupefacto, el jardinero dirigió su cabeza hacia atrás y, con las articulaciones temblorosas, se encontró con el árbol íntegro, tan igual como lo había visto a su llegada.
-¡Carajo, termina de una buena vez o ya no querré más tus servicios! -indicó el señor, y se marchó golpeando la puerta.
El jardinero, jalándose de las crenchas, gritó: -¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡No le dejaré vencer! ¡No!

***

Explotando por un frenesí agresivo que le enfermaba la cabeza, el jardinero no reflexionó un momento, sólo se dejó llevar por el mero arranque del impulso, y empezó a empapar el árbol con la gasolina que tenía en una botella. Mojó la parte más expuesta, desde las zonas visibles de las raíces, hasta el tronco que se perdía por las ramas entreveradas. Como su pulso era descontrolado (no aguantaba la irritación que le producía haber sido derrotado dos veces por el árbol), manchaba el suelo y sus propios pies calzados con sandalias. Finalmente, empapó un trapo y, llevado por un afán piromaniaco, lo encendió con fósforos y lo arrojó al árbol. Este ardió como una antorcha gigante y crepitó sin cesar, expulsando densas humaredas negras.
-¡Le derroté! -saltó de alegría el jardinero-. ¡Ahora sí le derroté! -y se puso a reír con carcajadas enajenadas-: ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!
El sol había desaparecido por completo, sin dejar siquiera un modesto rastro de su presencia. Las nubes, que eran las nuevas gobernantes del cielo, lucían un negro intenso y, además de reventar en fragorosos espasmos de luz, echaban rayos como si fueran brujos vengativos. El viento, perdiendo toda coordinación, soplaba a mansalva, entreverándose en desorden y careciendo de un sentido claro. De un momento a otro, se escuchó un tronar más fuerte que todos lo anteriores, y, por un instante, se vivió una atmósfera paralizada, como si el tiempo se hubiera detenido en una fotografía.
Y, con violencia, llovió.
-¡No! -chilló el jardinero-. ¡No se liberará de esta!
Las llamas del árbol, que habían crecido considerablemente, empezaron a apagarse, y el humo brotó en espirales como una serpiente encantada de su canasta. El jardinero, sin esperar un segundo, y con movimientos torpes por la desesperación, echó más gasolina, y, por casualidad, se empapó el pecho y las piernas.
¡No le dejare ganar! ¡No! -aulló, y, sin ninguna razón, volvió a lanzar risotadas-: ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!
En seguida, prendió fuego. El árbol se envolvió en llamas, pero no con el mismo brío de antes. Con lo ojos desorbitados, el jardinero se puso a silbar, como lo hizo al principio del día. Pero ahora, acompañado de su música, también bailó, dejando huellas largas sobre el barro. Su tonada era exaltada, y hacía referencia a un triunfo supremo y una alegría espiritual. Era una melodía propia de fiestas carnavalescas, pues estaba compuesta de partes jubilosas y de un ánimo lujurioso. Pero, en lo profundo, tenía un aire lúgubre, que indicaba la melancolía que produce la proximidad de la muerte. Sonaba como el anuncio festivo y resignado de alguien que, pese a sus esfuerzos sobrehumanos, fallecerá.
El jardinero bajó mecánicamente la cabeza y, sin sorprenderse, descubrió que tenía la bota de su pantalón encendida. Ya sin cordura, se bañó con lo que restaba de gasolina, mientras expedía a grandes aullidos:- ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!
Y, con el cuerpo en fuego a lo bonzo, gritó-: ¡Así usted morirá! ¡Morirá!
Y corrió a abrazarse al tronco del árbol: fuego y fuego se unieron y, hasta consumirse, no se apagaron.

***

No pasó mucho (de dos a tres horas) para que las nubes se desgastaran en su trance líquido, pues, a medida que evacuaban agua, se consumían al igual que cuerpos afectados por la hambruna. En un momento dado, desaparecieron del horizonte, y se presentó, con un aura renovada, quien gobernaba en un principio: el sol. Este, despidiendo su luz brillante, impartió una vida nueva a la atmósfera, que se mostró caliente y acogedora como una madre. El viento, por su lado, se relajó por completo, y únicamente se hacía sentir a manera de una brisa fresca que relaja los rostros y mueve con sutileza las cosas dóciles.
El señor salió de su casa y se encontró con una escena pavorosa: desperdigadas por el piso, había un hacha, una sierra, una soga, un recipiente y una tijera de podar; más allá, un cuerpo calcinado, que sólo mostraba como piezas intactas sus dientes blancos, se exhibía con un gesto furioso y tenso; y, al lado, el árbol se levantaba íntegro y con la vida lozana del que ha renacido.
-Pero… -se dijo el señor, sorprendido-. ¿Pero qué ha pasado?
De pronto, un ave negra se posó sobre una de las ramas gruesas del árbol. El señor, que la había visto llegar, cogió algunas piedras e intentó espantarla.
-¡Fuera! -decía-. ¡Fuera, monstruo!
Sin hacerle caso al señor, el ave negra abrió el pico y, haciendo primero unos gorgoritos, cantó con una sencillez sublime. Luego, esquivando uno de los proyectiles que le lanzaron, se marchó.
-¡Maldita! -le gritó el señor, alzando los puños-. ¡Maldita ave de mal agüero!

***

En la noche, bajo una luna colmada de reflejos, la esposa del señor murió luego de un vómito de sangre.



El día del al revés

-Ya te lo he dicho-, dijo el abuelo, acomodándose el chullo que cubría su caballera hirsuta y negra-. Lo que pasa es que no quieres creerme.
Una porción luminosa del sol, casi su tercera parte, despuntaba entre los cerros verdes señalando el comienzo de la jornada. Las nubes, que hacía sólo unas horas habían lucido oscuras y tumultuosas, pues durante la madrugada había llovido en toda la zona con una fuerza torrencial, ahora se mostraban livianas al igual que pequeños copos de algodón. Debido a esto, el cielo estaba sumamente despejado (tenía una transparencia relajante), y, sin mucho esfuerzo, se podía distinguir el color del pecho de las palomas que sobrevolaban en las alturas.
-Pero es que es imposible-, manifestó el niño, rascándose la cabeza-. Eso parece un cuento.
Disfrutando del ambiente, el abuelo y el niño se encontraban acomodados sobre unas bancas de madera, en un rincón del patio. En el contorno, había puertas que conducían a habitaciones de dimensiones pequeñas, que albergaban a los viajantes que llegaban al pueblo por las fiestas del santo patrón. El abuelo obtenía algún dinero por el alquiler de esos cuartos, pero, en vez de ser conocido por su faceta de arrendatario, la gente lo distinguía como aquél que había leído mucho y contaba relatos. Quizás, por ese motivo, su forma de hablar era como un hombre de la ciudad.
-Te lo repetiré- dijo el abuelo, fastidiado -. Cuando llega el 16 de enero, un pedacito del mundo se pone al revés.
-Hoy es esa fecha, y no ha pasado nada- manifestó el niño, con un gesto de suspicacia-. Te he chapado la mentira.
-Bueno, piensa lo que quieras- se cansó el abuelo. De forma maquinal, sacó una bolsa con hojas de coca, y se puso a masticarlas, mientras guardaba un silencio sepulcral. Luego de unos momentos, con el cachete hinchado por la acumulación de la hierba, continuó-: Te contaré lo que sucedió hace exactamente quince años. ¿Conoces el ataúd de los pobres?
-¿Cuál es ése?- preguntó el niño, extrañado.
-Es ese ataúd que se encuentra en el velatorio de la municipalidad. Es el que sirve para llevar a los cadáveres de los indigentes desde la capilla mortuoria hasta la fosa común. Ese ataúd sólo se conserva en buen estado por sus duras tablas y su excelente barnizado… Bueno, el hecho es que los seres humanos son siempre los que van a ese ataúd. Hombres y mujeres, de todas las edades, se dirigen a su compartimiento, y lo ocupan por un lapso de tiempo. Pero, de repente, un 16 de enero, el ataúd fue hacia los hombres y las mujeres. Aunque no lo creas, el dichoso ataúd salió de su morada y empezó a perseguir a la gente por la calle. Abría y cerraba su tapa como si fuera una boca enorme, y volaba sobre su base de la misma forma que lo hacen los espíritus. Pese a que las personas huyeron en estampida, el ataúd atrapó a una viejita cegatona que barría la vereda. Sólo así tranquilizó su hambre maléfica. Al día siguiente tuvimos que enterrar a la viejita.
-Eso no ha sucedido- soltó el niño, e hizo una mueca de sorpresa tan graciosa que le provocó una risita al abuelo-. Tengo que ir a ver ese ataúd.
Sin despedirse, el niño partió en seguida, levantando una breve estela de tierra seca. Corrió a lo largo de tres cuadras, llegó a la plaza principal (en donde numerosas palomas comían migas de pan) y, esquivando las bancas y los jardines de flores vistosas, se dirigió hacia el velatorio. Cuando llegó a ese lugar, con mucha cautela, y respirando agitadamente, pues sentía que un miedo inevitable crecía en su interior, abrió su portón de metal. En la habitación, que, debido a las ventanas cerradas, tenía una atmósfera lúgubre, encontró el referido ataúd. Estaba colocado sobre un armazón de bronce, lo rodeaban unas lámparas de focos apagados y, cerca a la cabecera, tenía una cruz de ornamentación barroca.
“Pero el ataúd no vuela ni come gente”, pensó el niño. Iba a adentrase para ver de cerca al protagonista de la historia del abuelo, pero fue interrumpido por el guardián.
-¿Qué haces aquí?- le preguntó, con un rostro de amargura-. Éste no es un espacio para pequeños. Vete de una buena vez.
El niño miró al guardián, luego al ataúd, y se marchó sin decir una palabra.
De regreso en la casa, halló al abuelo en el mismo lugar, mascando coca y, como una iguana, calentando el cuerpo con los intensos rayos solares.
-Me has engañado- soltó el niño-. El ataúd ni siquiera tiembla.
El abuelo emitió una sonrisa, y respondió: -Por supuesto que el ataúd no se mueve. Te dije que eso sucedió hace quince años. Ahora el ataúd descansa tranquilo, como un animal sedado.
-Ah ya -dijo el niño, con ojos de molestia, pues percibía que le habían tomado el pelo-. ¿O sea que el ataúd se quedará quieto para siempre?
-No necesariamente -mencionó el abuelo- Mejor te cuento otro hecho que aconteció hace 25 años, en un 16 de enero tan similar al que vivimos hoy.
-A ver -dijo el niño, con un tono de suspicacia-. Comienza.
-Bueno -soltó el abuelo, metiéndose más coca en la boca-. ¿Conoces a la partera y la tendedera?
-Sí -respondió el niño, preocupado porque esta vez los personajes eran de carne y hueso-. Son amigas de mi mamá.
-Entonces podrás preguntarles a ellas si miento o no –dijo el abuelo, tranquilo y sin remarcar que planteaba un desafío-. Bueno, aquí va la historia… Lo que sucede siempre es que los individuos, para llegar a esta tierra, salen del vientre materno. Algunos con facilidad, otros con dificultad, pero todos pasan alguna vez por entre las piernas de sus madres. Pero un 16 de enero, en el que caía un aguacero con una furia espantosa, la partera fue llamada al hogar de la tendedera. Aquélla creía que iba a ayudar en un nacimiento común, uno semejante a los tantos otros que había visto pasar por sus experimentados ojos. Pero, cuando llegó a su destino, se encontró con algo monstruoso. Un recién nacido, todavía con el cordón umbilical intacto y con manchas de sangre en el cuerpo, pugnaba por introducir su cabeza en la vagina de su madre. “Ayúdeme”, le dijo la tendedera a la partera. “Haga que mi hijo se meta en mí”. La partera, aterrorizada porque nunca antes le habían hecho un pedido igual, se quedó quieta, sin saber cómo enfrentar la situación. “¡Ayúdeme, por Dios!”, agregó la tendedera. “¡Acaso espera que lo haga sola!”. La partera venció su temor e, impulsada por la fuerza del deber que exige todo oficio, puso las manos a la obra. A la mañana siguiente, cuando en el horizonte podía apreciarse un arco iris, la tendedera tenía a su hijo en su interior.
-No puede ser -dijo el niño, con un mohín que indicaba tanto escepticismo como perplejidad-. Tengo que comprobarlo.
Sin decir más, el niño partió de inmediato. Se dirigió al puesto de la tendedera, que se ubicaba frente a un descampado, en el cual se acumulaban las palomas, pues aprovechaban los charcos que había dejado el temporal para beber diminutos sorbos y mojar sus plumas. El niño llegó a su destino agitado, ya que había acelerado como si lo persiguiera el demonio. Desde una distancia de pocos metros, observó a la tendedera (una mujer entrada en años y con una contextura extremadamente delgada) que atendía con solicitud a sus clientes.
“Pero si no está embarazada”, caviló el niño, decepcionado. Por un instante quiso interrogar a la tendedera sobre lo que, según el abuelo, había pasado hacía 25 años. “Mejor no lo hago. Podría pensar que estoy loco. Pues lo más probable es que lo que me ha dicho el abuelo sea mentira”.
Pensativo, el niño retornó donde el abuelo. Tenía muchas preguntas que realizarle sobre el ataúd y la tendedera, y, sobre todo, deseaba saber por qué le contaba esos embustes.
Cuando retornó a la casa, el sol se había elevado de entre los cerros llenos de pasto y, con una potencia soberbia, brillaba en el punto más elevado, justo en la perpendicular a la tierra. Las escasas nubes que restaban se habían alejado gracias a un viento suave, que aliviaba a la gente del calor sofocante que se había apoderado de la atmósfera. Las palomas, en especial las jóvenes, dejaban los nidos y aprovechaban el ambiente agradable para ir de techo en techo jugueteando.
En el patio, el niño no encontró al abuelo. En el sitio que había ocupado, que aún estaba tibio por el calor de las sentaderas del viejo, sólo había algunas hojas de coca, ordenadas de una manera muy particular: formaban la frase 16 de enero.

***

Caminando por el atrio de la iglesia principal, el niño reflexionaba sobre los relatos que le había descrito el abuelo. Abstraído, se sentó en las escaleras de piedra y puso su cabeza sobre la palma de sus manos. Muy cerca, veía cómo un bebe, de aproximadamente dos años de edad, perseguía a las palomas, intentado agarrarlas sin conseguirlo. Saliendo de sus cavilaciones, el niño sonrió por la ingenuidad del bebe. Sin embargo, su gesto cambió de pronto. Sin que haya una advertencia previa, variaron los papeles en la escena que veía: las palomas empezaron a perseguir al bebe. Éste escapaba dando pasos zigzagueantes, hasta que, a causa de su torpeza, cayó de bruces al piso. Las palomas lo recogieron y, sujetándolo con sus patitas agudas, se lo llevaron, desapareciendo en el horizonte amarillo.

sábado, marzo 15, 2008

Moby - "Extreme Ways"

lunes, marzo 10, 2008

"Tristram Shandy: A Cock and Bull Story" (2005)


Hace varias semanas, en una conversa con unos patas, había escuchado que la pela “Tristram Shandy: A Cock and Bull Story” ya podía ubicarse en Lima. Ni bien escuché el dato pues no dudé en mostrar mi desaforado entusiasmo.

-Pero sólo la puedes conseguir en VCD –dijo quien ofreció la primicia.

Me bajó totalmente los ánimos. No suelo ver pelas en ese soporte. Sin embargo, en vista de que ya estaba el VCD, pues era cuestión de días y horas contadas para que “llegue” en DVD. Así es que cogí el cel y llamé a mi pata César, el mayor proveedor de pelas de verdad del Perú, para que me llame al toque ni bien la tenga.

Hace unos días, en plena tarde soleada, recibí la bendita llamada. Y salí al toque a comprarla (Polvos Azules, Pasaje 18, stand 17, Block 40…De nada…).

“Tristram Shandy: A Cock…” no es una adaptación, ni libre ni lineal, de “La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy” de Laurence Sterne, libro por el cual Enrique Vila-Matas se derrite y que no deja de recomendar cada vez que puede, sino que da curso del "desarrollo" de la filmación de la película basada en el texto de Sterne. En otras palabras: el cine dentro del cine. Su director, el para nada menos ingenioso Michael Winterbotton (“24 Hour Party People”, “Welcome to Sarajevo”, “Code 46”, “The Road to Guantánamo”, etc.), demuestra una vez más el buen ojo que tiene para elegir a los actores, ninguno decae ni está demás, llevándose las palmas Steve Coogan (Tristram Shandy, Walter Shandy, Steeve Coogan) y Rob Brydon (Toby Shandy, Rob Brydon). Para quienes no ubiquen a este último, pues interpretó al envidioso y contreras periodista Ryan Letts en “24 Hour...”.
Pero volviendo a este trabajo de Winterbottom; Coogan y Brydon, en sus homónimos roles, abren y cierran la película, para variar, discutiendo. Más o menos esto es lo que recuerdo del inicio:

Los dos actores en plena sesión de maquillaje.

Brydon: Somos co-protagonistas. “Tristram Shandy” es Steeve Coogan y Rob Brydon. De hecho, si fuéramos por orden alfabético, que es, creo, lo justo, sería Rob Brydon y Steve Coogan.
Coogan: Sí, pero sería ridículo.
La pantalla en negro.

Y aparece Coogan, ya en el papel de Tristram Shandy, citando una sentencia de Groucho Marx: “El problema con escribir un libro sobre ti mismo es que no puedes jugar. ¿Por qué no? La gente juega consigo misma todo el tiempo.” Y la remata con un “Soy Tristam Shandy, el personaje principal de esta historia, el protagonista.”

Saliéndome un poquito del tema… Creo que no existe actor a quien no le quede mejor el rol de irredento ególatra que a Coogan. La primera vez que lo vi fue en “24 Hour…”, y pensé que ya no haría otro papel similar, pero tiempo después mi causa Jim Jarmusch lo convoca para “Coffee and Cigarrettes”, para que junto a Alfred Molina (actorazo injustamente subvalorado) dieran vida al mejor segmento de esa película, “Cousins”. Y Coogan, una vez más, en un rol terriblemente ególatra. Hay que reconocerlo: lo hace extraordinariamente bien.

Como es de esperarse de una mente inconforme como la de Winterbottom, en este trabajo no solo nos ceñimos a las manías y pugnas de Coogan y Brydon, sino también a los vaivenes emocionales de los actores de reparto, a la impaciencia de los productores, a los cambios de última hora del guionista que sabe que es imposible resaltar un punto álgido del texto literario en el que se apoya el film, a los amoríos abiertos y escondidos que hay en todo grupo de trabajo (de antología la declaración de amor de Brydon por Gillian Anderson, quien da vida a la viuda Wadman y a sí misma), etc., etc., etc.
Y ya en el plano emocional, casi se me parte el corazón al ver al legendario Tony Wilson (1950 - 2007), quien no se queda para nada corto en su entusiasmo por la novela de Sterne, mientras queda con Coogan para una entrevista.

En líneas generales, me gustó muchísimo esta película. Aunque eso sí, hay que aclarar que no se trata de lo mejor de Winterbottom, pero vaya que sí es de visión obligatoria; por un lado porque se trata de un trabajo totalmente original en cuanto a estructura, y por otro porque es casi un hecho de que no llegará nunca a las salas limeñas, a lo mucho podemos cruzar los dedos para que se cole en la programación del festival de cine de La Unión Europea que, como bien saben, se realizará a mitad de año.

domingo, marzo 09, 2008

Video: En defensa de Melissa Patiño



Youtubeando encontré este video. Lo subió el poeta Rodolfo Ybarra.

Montero Glez - XXXII Premio de Novela Azorín

Algunas actividades no previstas me han tenido alejado de absolutamente todo. Pero no hay nada mejor que volver a la normalidad que dando una buena noticia que celebro a más no poder. Pues bien, mi pata el escritor español Montero Glez acaba de alzarse con el XXXII Premio Azorín de Novela con la obra "La pólvora negra", la cual está ambientada en España, en los primeros años del siglo XX, y en la que se recrea el intento de asesinato de Mateo Morral contra el rey Alfonso XIII. Sobre el proceso de escritura e investigación de la novela, Montero, a lo largo de dos años, lo estuvo compartiendo con los lectores de su blog La Trinchera Cósmica.
Tengo la certeza de que este galardón ya está originando en España opiniones encontradas. Montero es un pata que no tiene pelos en la lengua para decir lo que piensa, hay muchos que lo admiran, muchos que lo odian, pero en lo que casi todos concuerdan es en el hecho de que se trata un muy buen escritor. Y en mi opinión personal, pues es el mejor narrador de estilo, hoy en día, en lengua castellana. Para comprobar lo que digo, o para refutarlo, pues pueden leer sus libros, de los cuales pueden encontrarse en Ibero "Sed de Champán" y "Cuando la noche obliga", ambos en Random House Mondadori, Colección 21.
Como algunos saben, una de las cosas que me gusta mucho es entrevistar a escritores. Lo único que me anima a hacerlo es que la obra del entrevistado me guste, nada más. Desde el 2006 a la fecha tengo alrededor de cincuenta entrevistas, las cuales se han publicado en Proyecto Patrimonio (o Letras.s5), Siglo XXI y Literaturas.com. Cuento esto, no porque quiera tirarme la pana, sino porque la primera entrevista que hice para un medio fue precisamente a Montero Glez, la cual apareció en el segundo número de la revista Pelícano, dirigida por Ana María Falconí y Miguel Ildefonso. Si la quieren chequear, entren aquí.
La premiada "La pólvora negra" sale en un mes. Por mi parte estaré esperando con muchas ansias para devorarla.
Y desde aquí, mis felicitaciones totales para el tremendo irreverente.
Algunos links sobre Montero:
Sobre la obtención del premio Azorín:
Imagen, Montero Glez.

lunes, marzo 03, 2008

Idioteces (Alva Castro, para variar) & Melissa Patiño


El panzón Luis Alva Castro está con roche, cada día es más evidente su incapacidad para brindar las más mínimas garantías de seguridad, no sabe qué hacer para proyectar cierta imagen de eficiencia, como sea tiene que mandar un flash que lleve al imaginario colectivo a pensar, siquiera un ratito, que no tenemos a un cojudazo como Ministro del Interior.

Alva Castro es consciente de que si no la hace bien con el par de cumbres internacionales que se vienen, pues terminará sepultándose políticamente, pero ahora sí en serio, ya no de "mentiritas".

Como este sujeto es un improvisado que fue nombrado como ministro para no haya resentimientos en las huestes de Alfonso Ugarte, no tiene ni idea de cómo garantizar estabilidad en estas cumbres. Pero ojo, apristas, tranquilos con las medidas que vayan a tomar, que el apuro no los lleve a cometer las barbaridades de antaño, tal y como lo señala Nelson Manrique hoy en Perú 21 con Cumbres Borrascosas... ¿Se acuerdan de las matanzas de los penales? A los que no, pues pueden averiguar, con toda confianza, ya sea con Alan García o Luis Giampietri.

Cuando las cosas, en materia de seguridad y prevención, se hacen apuradas, se llegan a cometer excesos realmente imperdonables, carentes de toda lógica, las cuales las asemejan, a lo mejor sin querer, con las artimañas de todo gobierno dictatorial.

Es por eso que no puedo quedarme callado con el abuso y atropello que en estos momentos está sufriendo Melissa Patiño, joven poeta que viajó a Ecuador para el II Encuentro de la Coordinadora Continental Bolivariana y que a su regreso se la confundió como integrante del MRTA. Las razones que exhiben las bestias comandadas por Alva Castro son, bajo todo punto de vista, ridículas, por no decir execrables.

Y sin exagerar, lo que Patiño está viviendo le puede ocurrir a cualquiera. Así de simple. A nadie se le puede privar de su libertad por su pensamiento e ideología.

He recibido algunos mails múltiples en los que se anuncia que para el día de mañana, martes 4, a las 4:30 p.m., se realizará un recital poético frente a la Dircote en solidaridad con Patiño.
POSDATA / 4 DE MARZO
6: 00 a.m. Acabo de leer en Zona de Noticias un mail de Carlos Calderón Fajardo sobre Melissa Patiño. A diferencia de él, no conozco a MP, pero tengo muy buenas referencias suyas. Al igual que el escritor, espero que la policía se porte como es debido, y se la libere si es que no se encuentran pruebas de peso para acusarla de terrorismo.
En Puente Aéreo, La inocencia del poeta.

Imagen, de derecha a izquierda: Melissa Patiño, Florentino Díaz, Enrique Verástegui y Armando Alzamora.