jueves, junio 28, 2012
domingo, junio 24, 2012
Cinco años de 'Generación Cochebomba' de Martín Roldán Ruiz
Texto leído el sábado
23 en La Casa de La Literatura Peruana, a razón de los cinco años de la
publicación de la novela Generación Cochebomba
de Martín Roldán Ruiz. Junto conmigo, estuvieron en mesa Angelo Prado, Carlos
Torres Rotondo y el autor.
...
Lo mejor es empezar por
las verdades contundentes: Generación Cochebomba,
de Martín Roldán Ruiz, quedará como una de las novelas más ambiciosas y
logradas del decenio 2000 – 2010. Novela coral y sucia a la vez. Novela de
historia e historias. Novela de sensibilidad honesta, de esas que aparecen, y
eso, cada generación.
Antes de escribir estas
líneas, me preguntaba por las circunstancias que rodearon su publicación. Al
respecto debo decir que Martín es mi amigo, pero no tengo la más mínima idea de
cómo fue su proceso de edición, lo que sé es que la editó él mismo. Es que
seamos francos, conozco pocos casos de novelas, o libros en general, que se
hayan abierto paso por sí solos. Ni Martín ni su novela recibieron la ayuda tan
característica de la “otra literatura”, la de los contactos en prensa, el
amiguismo del crítico y la mención, previa evacuación en el baño, de
renombrados narradores locales durante una cena.
En los últimos años se
ha venido diciendo que la narrativa peruana debía encontrar nuevos cauces
temáticos y estilísticos. Se pensaba que ya se había dicho todo con el realismo
y sus variantes, que genuinas obras maestras entregó a la tradición narrativa
peruana. Era hora pues de virar el discurso, de nutrirse de autores referentes
de otras tradiciones y rescatando a los peruanos que habían desarrollado una
poética a contracorriente del imperante realismo. Por un tiempo escuchaba a las
nuevas voces referirse a Martín Adán (La
casa de cartón), Gastón Fernández, José B. Adolph, Iván Thays, Clemente
Palma como influencias patentes y latentes. Leía los textos de aquellos
plumíferos y me resultaba evidente que estábamos en una etapa de búsqueda, en
pos de una afirmación con la que no se debía fallar. Hubo buenos saludos, y
claro, algunos exagerados. Más de uno pensó que el realismo había llegado a su
final, y éramos testigos de lo que podría ser la germinación de una nueva
vertiente narrativa, a la que tendríamos que soportar un lustro, por lo menos.
Y así fue…
Una gran novela
realista urbana, publicada a mediados de los noventa, fue, sin duda alguna, Al final de la calle, de Óscar Malca. Obviamente,
consignar este título demandó de este escriba una fugaz criba en su memoria. En
los noventa muchos se lanzaron a publicar libros insertados en el realismo
sucio, los cuales no pocos eran deleznables y el hecho que haya sobrevivido solo
uno, dice mucho, pues quedó el que debió, y encomiendo a los lectores a leerlo
y desprejuiciarse desde ya, puesto que el realismo sucio, o el realismo, sí tuvo
algo que decir, y en lo único que quedó, se dijo mucho. Ahora, a inicios de la
década pasada tuvimos la aparición de la última novela de la calle y el rock,
la hoy novela de culto Nuestros años
salvajes de Carlos Torres Rotondo. Con ella, más de uno le puso un gran
punto final al realismo escrito por los entonces escritores jóvenes.
Cuando creíamos que el
realismo, realismo sucio, realismo urbano, o cómo diablos quiera llamársele,
había muerto, se publicó Generación
Cochebomba. Todavía recuerdo la noche que leí la novela. El poeta Armando
Alzamora me había hablado de ella. “La tienes que leer, Brother”. Y fue el
mismo Armando quien me presentó a Martín en De Grot (ex Negro Negro), una noche
de abril de 2008. Aquella vez se me entregaron la novela y al llegar a casa
empecé a leerla. Me gustó mucho su lectura, se sentía el fuego de la prosa y un
trabajo estructural valioso que pocas veces he visto en autor debutante. En los
meses siguientes llegué a dedicarle al libro más de un post en La fortaleza de
la soledad, mi blog. Y en esto no tiene nada que ver que Martín sea uno de los
líderes centrales del Comando Sur de Alianza Lima, tal y como algunos payasos
decían por ahí.
Hace un momento dije
algunas palabras sobre lo que deberíamos llamar La otra literatura. Como dije, Generación Cochebomba no necesitó de esa
otra manera de sacar adelante una carrera creativa. Esta novela me ha brindado
la posibilidad de experimentar lo que es la justicia literaria. He sido testigo
de la mejor prensa y difusión que un autor puede anhelar: la del reconocimiento
del lector de a pie, del boca a boca que hizo que esta publicación sea
considerada uno de los puntos mayores del realismo en la tradición narrativa
peruana. Estamos, señores, ante un clásico contemporáneo, y sin necesidad de
las recomendaciones de Mario Montalbetti, Julio Ortega y Mirko Lauer, a quienes
debemos los mayores desaciertos sobre autores peruanos en los últimos años.
Ahora.
¿En qué radica la vigencia de Generación
Cochebomba? He pensando en una posible respuesta que haga el amago de
acercarnos a su lozanía y vigor proyectivo. No puedo decir que sea el lenguaje,
en absoluto. El estilo de nuestro autor deviene en funcional, no es
protagonista, como sí en otras novelas y cuentarios que aparecieron en el año de
su publicación. La novela que hoy celebramos no pudo erigirse debido a una
elasticidad estilística, de haber sido estaríamos ante una mariconada percibida
como posera y llevada a puerto desde la distancia, delatada desde las primeras
líneas por su axiomática falsedad. Aquí nos topamos con un destilo duro y más
de las veces conciso, creando de esta manera un aliento poético fiel al mundo
que quiere representar: la de una generación de muchachos perdidos, indecisos
en cuanto al derrotero a seguir en sus vidas, llenos de rebeldía y seguidores
de un anarquismo drogo característico de la época.
Imagino
que Martín es uno y todos los personajes. Y no es lugar común decirlo. Creo que
más de uno de los presentes se ha sentido más que identificado con las varias
sensibilidades plasmadas en estas páginas. He pensando en qué radica la
contundencia de estas múltiples configuraciones. No es novedad que nuestro
autor fue un actor estelar y también de reparto de las correrías diurnas y
nocturnas que nos presenta Generación
Cochebomba, y es en este detalle en donde descansa la fuerza nutricia de la
novela. Generación Cochebomba fue escrita
desde la cercanía y la distancia. La cercanía porque Martín conocía el mundo
del que iba a escribir, de la distancia porque no se adentró en la empresa bajo
el imperio tramposo de la inmediatez acicateada por el entusiasmo. ¿Qué quiere
decir esto? Fácil: la madurez narrativa que se ve en Generación Cochebomba es hija de su madurez personal.
No
es necesario haber sido parte de los ochenta para tener conocimiento de causa
de lo que Martín nos cuenta; no es necesario imaginar si hubiéramos tenido que
decidir entre Sendero Luminoso, la delincuencia y el rock. No tiene sentido
lamentarnos. Solo basta acercarnos a estas páginas y vivir esas vicisitudes en
la experiencia de la palabra, experiencia deparada por los genuinos escritores
de raza.
Muchas
gracias.
viernes, junio 22, 2012
miércoles, junio 20, 2012
Fiel reportaje, gran novela
Desde hace una semana
vengo leyendo, releyendo y revisando pura literatura peruana. Tuve que hacer
una pausa en mis lecturas placenteras, que no son necesariamente de ficción;
estoy devorando ensayo, historia y rock. Sin embargo, hay responsabilidades que
uno tiene que cumplir, no me gusta dejar nada para el final, detesto hacer en
un par de días lo que pude en dos semanas. La razón: el martes 26 de junio
tendré un diálogo público sobre Literatura peruana actual con la literata
chilena Lucero de Vivanco en el Centro Cultural de España de Santiago de Chile.
En la documentación uno
descubre lo que no es, se fue al tacho la idea de lector desordenado que tenía
de mí, puesto que por esas cosas de la vida, involuntariamente tengo cientos de
fichas con anotaciones de los libros de autores peruanos que he leído. En
algunos casos me sorprendo, algunas de estas fichas datan de 2003. Cuando me
comunicaron que no tenía que leer un texto en el diálogo (por eso es diálogo,
pues), literalmente tuve que desahuevarme. Tengo hartos problemas para
expresarme en público, es por eso que siempre hago uso de textos durante las
presentaciones. De esa manera siento más seguridad, no se me nota el tartamudeo
y en especial las interminables digresiones que a más de uno le ha hecho pensar
que asisto dopado.
Ordeno las fichas en
función a lo que hablaré. Narrativa peruana de la violencia política. Nuevos
narradores peruanos. Herramientas virtuales. Nuevos poetas… Y llega el momento
de la pregunta: ¿sería bueno dedicar algunos minutos a los escritores de no
ficción? No lo pienso mucho. La respuesta es sí. La no ficción, al menos para
mí, es también literatura. Y en ese campo hay publicaciones, digamos, más que
interesantes. Es más, no pocos de estos escribas demuestran más dominio de las
técnicas narrativas que aquellos que escriben ficción.
Entonces me concentro
en la no ficción. Hago mi criba personal, de los nombres que sí o sí voy a
consignar. Pero abordar este terreno te obliga a indagar en su tradición. Y
allá voy. Me dirijo a los anaqueles y busco textos referenciales. Por ejemplo,
por allí veo a Jorge Salazar, Julio Villanueva Chang, Ricardo Uceda… Sigo
buscando y encuentro El caso Banchero
(Barral Editores Peruana, 1973) de Guillermo Thorndike (1940 – 2009).
Tengo dos horas y media
libres.
Suspendo lo demás. Dejo
de lado las fichas. Apago el celular. Llamo a Yesenia para decirle que yo
cerraré la librería. Desconecto el teléfono. Y pongo el cd Animals de Pink Floyd, a bajo volumen y en Repeat.
A releer o picar un par
de centenares de páginas.
El tiempo vuela. Y me
hago otra pregunta: ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para asignarle al gordo
Thorndike el lugar que merece en la literatura peruana? La primera vez que supe
de él fue por medio de El pez en el agua
de Vargas Llosa, en donde nuestro Nobel literalmente trapea el piso con su
cabeza. Los párrafos que le dedica son letales, duros y, aunque joda,
verdaderos. Thorndike fue un gran escritor al servicio del Mal. Sus pecados
políticos siguen siendo imperdonables para algunos celadores de las buenas
costumbres y lo políticamente correcto. Sin embargo, no pocos le reconocemos y
admiramos su dimensión de trabajo. ¿Cómo pasar por alto su biografía de Miguel
Grau, o sino El año de la barbarie, Manguera, La revolución imposible y más y más?
Se supone que uno es un
lector maduro, no puedo caer gratuitamente en exageraciones. Pero soy todavía
presa del hechizo de las páginas que acabo de recorrer. Lo piensas una y otra
vez, y te rindes ante una verdad, o la tuya: que este libro es una obra
maestra. Y la comparas, pues, con otros históricos tacazos de no ficción, como A sangre fría de Capote, y dices entredientes
que lo de Thorndike es muy superior. Solo hay que cambiar algunas cosas, para
empezar: olvidarnos que ECB está ambientado
en Perú.
Se ha hablado mucho de
la maestría reporteril del autor, la cual despliega al momento de armar los
inicios de Banchero, destacando su capacidad de trabajo, consignando la leyenda
que otros tenían de él, “El Hombre no duerme, siempre está haciendo algo”. En
apariencia, en los capítulos iniciales no pasa nada, lo que a fin de cuentas es
una táctica, ya que se prepara el conflicto con una atmósfera sucia y
rutinaria, con olor a calle, a piel sudorosa, centrada en aquellos que rodean
al Hombre, cosa que se ingresa con fuerza a los tejes y manejes de su
asesinato. Hasta antes del asesinato, ocurrido el primero de enero de 1972,
Thorndike nos presenta un relato real, con datos perfectamente sustentados. Sin
embargo, me lo imagino al gordo en problemas para barajar las teorías de este
crimen que conmocionó al país. Muchas versiones se manejaban al respecto, había
intereses políticos y económicos que jugaban en contra de las investigaciones,
porque a nadie, relativamente pensante, daba por sentado que Juan Vilca, un
hombrecito de metro y medio, haya doblegado, torturado y asesinado a alguien
infinitamente más alto que él, y de paso violar a la secretaria que el
empresario había llevado a su residencia en Chaclacayo para recibir el nuevo
año.
¿Cómo relatar el crimen
del que todos hablan?, se preguntó seguramente el gordo. No estamos ante una
inquietud pasajera. De su respuesta y la ejecución de la misma dependía el
avance de su investigación, si la dejaba a media caña o no. Entonces el autor
decide seguir, pero en lugar de apostar por la polifonía, tal y como lo había
llevado a cabo en el discurso sobre el imperio de Banchero, ahora apuesta por centrarse
en José Santos Chichizola, el juez encargado del caso. Quiso la buena fortuna
que el escritor lo conociera desde adolescente, con sus virtudes y defectos. Es
por ello que su configuración nos lleva a un hombre honesto, a un ser humano
convencido de los ideales de justicia, que tiene que enfrentarse a los circuitos
secretos de poder que presentaban más de una traba. ¿Por qué nadie quiere saber
la verdad? ¿Cuánto dinero está corriendo en esta cadena de mentiras?, pero
sobre todo: ¿A quién se está protegiendo?
Thorndike reúne apuntes
y entrevistas y se lanza a la máxima de la creación literaria: a la
especulación de los hechos. Ya no le tiene que ser fiel al periodismo, sino a
su propia inventiva, al novelista recio y sin escrúpulos que nos desnuda la
podredumbre del poder judicial, poniendo
de manifiesto las fibras laxas del espectro político nacional.
El
caso Banchero. Reportaje de largo aliento. Novela
negra. Novela enigma. Novela de espionaje. Novela sobre nazis. Novela social.
No tienes que romperte
la cabeza pensando en el género. Lo que vale es sumergirse en sus páginas y
salir de ellas indemne.
domingo, junio 17, 2012
jueves, junio 14, 2012
martes, junio 12, 2012
El mejor Ampuero
Leo algunas nuevas
publicaciones peruanas de ficción y no ficción. Lo hago mientras hago otras
cosas y pienso que sería mejor concentrarme en esas otras “cosas”. Anoche cerré
uno de esos libros. No podía más y tenía que buscar alguna reconciliación con
el día. Es así que me dirijo a los anaqueles y empiezo a revisar. Aunque sea un
cuento o relato de valía debe haber entre tantos lomos. De estos destaca uno de
color verde.
Lo conozco.
Se trata de Gato encerrado (Peisa, 1998), el libro
de crónicas, entrevistas y reportajes de Fernando Ampuero.
*
−¿No crees que Ampuero
es un mal escritor? –me preguntó un par de noches atrás un joven teórico
literario de 48 años. Bebíamos cervezas y estábamos a la espera de una pizza de
chorizo.
−¿En qué sentido?
−Todo lo que escribe es
malo− afianza su postura el teórico.
*
Prendo un Pall Mall
rojo y mi idea inicial es revisar el libro. Picar alguna entrevista o crónica.
A la hora me doy cuenta de que voy más de la mitad. Entonces decido seguir
adelante y completar la relectura.
*
−Bueno, Ampuero no es
mi narrador favorito. Sin embargo, tiene cuentos que me han perseguido por buen
tiempo. Hay uno que deberías leer, “Voces”. Y sus novelas, sin ser la gran
cosa, son risueñas.
−Ya, pero Ampuero es
malo –vuelve a la carga el teórico.
−Una pregunta,
estimado.
−Por favor, dime
Gabriel.
−¿Has leído a Ampuero?
*
A diferencia de otras
publicaciones, Gato encerrado se
mantiene con mucha vida, el autor destila conocimiento de causa de lo que
escribe, una “verdad” que hoy en día se encuentra poco. O sea, no hay duda de
que los textos peruanos de no ficción atraviesan un momento expectante, se
escribe bien y hay varias publicaciones que corroboran esta eclosión, pero
estas no pueden limitarse a los logros en cuanto a lenguaje −¿habrá quien crea
que un texto, sea literario o de no ficción, se justifique por el solo hecho de
estar bien escrito? – ni a los cruces de información que estos trabajos
requieren.
Sumemos también los
recursos de ironía y humor de los que Ampuero hace uso, por momentos, pareciera
que funge de gran anfitrión, de alguien que te invita una fuente de chita
frita, más cervezas heladas, para dar paso a sus anécdotas. Ese tono es el que
se impone en las cuatro secciones de GE:
“Sobre mitos y escándalos”, “Vidas soñadas”, “Bucles, retratos, pañuelos” y
“Ronda de seductores”.
*
−Contesta, carajo. ¿Has
leído a Ampuero? –me revientan los largos silencios después de una pregunta.
−Por supuesto que sí.
En la universidad lo hemos estudiado. Le hemos sacado la mierda a sus
mamarrachos.
−¿A qué mamarracho de
Ampuero le han sacado la mierda?
−A todos, Gabriel. A
todos. Ese tipo no tiene compromiso político, social, es frívolo. Su prosa es
pobre.
−¿A qué libro le han
sacado la mierda?
−¿Por qué defiendes a
ese tipo?
−No lo defiendo. Pero
noto que tu valoración parte de un prejuicio. Juraría que jamás lo has leído y
que repites como loro lo que algunos dicen de él. Mezquindades literarias no
van con este pechito. Ampuero no Hemingway, lo sé. Pero tampoco es un pésimo
escritor. Se trata de un playbloy, ahora jubilado, al que le gusta escribir.
−¿Me estás diciendo
acomplejado?
−Sí. Acomplejado y
prejuicioso.
−Pero ese tipo siempre
ha estado en los medios. Es una mentira del mercado, un producto de las grandes
editoriales.
−Refresca tu memoria. A
Ampuero lo echaron del Comercio peor a que a un perro sarnoso. ¿Te acuerdas de
los Petroaudios, no? Contesta, ¿te acuerdas o no?
−Sí.
−Entonces de dónde
sacas lo de la falta de compromiso. No hay que usar un polo sucio rojo de PCP,
o uno del Che, para tenerlo… El pata no es santo de mi devoción, pero su
actitud de firmeza moral ante un acto de corrupción mayor, habla bien de su
ética personal.
−Ya, pero igual, tiene
ayuda de los medios.
−Al tío no lo veo en El
Comercio desde hace tiempo, ni siquiera aparece en el crucigrama de El Trome.
−Es un argollero.
Cuando estuvo en El Dominical promocionaba a sus patas.
−Lo que recuerdo es que
rescató El Dominical. Antes de asumir la dirección, el suplemento sí estaba
corroído por una argolla huachafa, en donde se leían textos de presentación
disfrazados de reseñas, entrevistas que antes habían sido publicadas en webs y
el favoritismo a ciertas editoriales, no grandes, sino independientes. Es
verdad, con Ampuero también hubo argolla, pero esta venía con estilo. El tío le
puso nivel al Dominical y eso no lo consigue cualquiera, se notaba la mano del
periodista.
−Ya, ya. Ampuero es
maravilloso.
−Ni cagando. En El
Dominical permitió la publicación de un par de reseñas que me enfermaron. Nunca
había visto tamaña muestra de sentimiento menor –dije.
−Ampuero es un producto
de los circuitos secretos que dirigen la cultura en este país de mierda –hice
memoria y no habíamos tomado más de dos chelas. Tenía que ser cauteloso, lo
peor no es enfrentarse a un posible borracho, sino a un resentido colérico.
−Bueno, sin ayuda del Comercio,
su última novela El peruano imperfecto
va por la tercera reedición. Creo que por algo la gente lo sigue leyendo, ¿no?
Repito: Ampuero no es Hemingway, ni Salinger, ni Fitzgerald. Pero lo que
escribe gusta a la gente. No le veo nada de malo a ello.
*
Los textos incluidos en
la publicación aparecieron en su momento en la revista Caretas. Hay varios que
aún retumban en la memoria, como “La Parada y las niñas prostitutas”, que para
mí es lo más completo que se ha escrito sobre el mundo de La Parada, allí el
escriba se sumerge como uno más, nos relata el paso a paso en pos de la nota,
hurgando en el argot del hampa y definiendo los parámetros sobre su tópico a
desarrollar. O sea, imaginen a Ampuero caminando de madrugada, sorteando a los
cargadores, observando y escuchando; oliendo y, por qué no, comiendo de los
potajes de las mamachas (“Madre, una sopa verde más y su porción de mote para
la familia, para llevar, por fa”), mirando sin miedo a los tipos de los ajeno.
En este reportaje no hay lugar a medias verdades, si lo hubiera escrito desde
la distancia, el texto no funcionaría, tendría la pinta de los reportajes que
vemos hoy en día en Somos. Ni hablar del perfil dedicado a Tatán, “Tatán,
gángster clásico (1925 – 1962)”, en donde el escritor destila maestría
narrativa.
También habría que
prestar atención a sus acercamientos con Borges, Tola, Bianca Jagger y Magda
Portal. Mención aparte merecen las entrevistas. Hago memoria y la que le hace
en Cuba a García Márquez podría figurar entre las mejores al genial colombiano
(aunque bueno es saberlo: el hombre de Cien
años de soledad no ha sido muy generoso en conceder entrevistas). Ampuero
se las ingenia bien para llamar la atención del Nobel, que luego de varios
intentos logra desprenderlo de la compañía de Fidel Castro y su séquito.
Tampoco obviemos los buenos diálogos con Ribeyro, Sábato, José Luis Cuevas,
Moria Casán y el “Indio” Fernández. Esta sección de entrevistas pudo coronarse
de inolvidable, que lo es en realidad, si hubiera obviado la de Allen
Gisnsberg, a quien abordó en New York. Imagino a Ampuero feliz, es otra, pero
también desolado al darse cuenta de que había un problema en el audio. Es por
ello que la entrevista solo consta de 3 preguntas. Definitivamente, su
inclusión en la sección obedeció a razones editoriales.
*
−Está bien. No he leído
a Ampuero –me dice el crítico cuarentón. En su rostro se dibuja la paz de la
verdad.
−Es bueno limpiarse el
alma. El mundo no se te acaba si no lo has leído. Si te gusta lo que escribe,
bien. Si no, no hay problema. Solo que no repitas como papagayo lo que escuchas
de otros. Es por eso que la literatura peruana se encuentra hasta las huevas,
no le prestamos atención a los que deberíamos: los libros.
−…
−¿Has escuchado? –nos
sirven la pizza de chorizo.
−…
−Come nomás.
*
En fin, señores, Gato encerrado nos muestra al mejor Ampuero.
En fin, señores, Gato encerrado nos muestra al mejor Ampuero.
lunes, junio 11, 2012
Sueños de Perec
Te despiertas, sudando
y temblando. No sientes cansancio, sino una pasajera y brutal curiosidad por lo
que acabas de soñar e intentas dar con los detalles irracionales de los
interminables segundos que terminaron sumiéndote en una ambarina perplejidad.
Pero la inquietud dura poco, el día empieza y las prisas son más importantes
que los vericuetos del sueño que a nada estuvo de matarte. Quieres escribir,
aunque sea anotar, sobre lo que has vivido en la realidad paralela, pero no lo
haces; te espera la ducha, el desayuno, los planes del día. En fin, culpa de
los distractores y de nosotros mismos, consolándonos con relatar el sueño con
amigos y conocidos frecuentes.
La
cámara oscura (Impedimenta, 2010) no es el mejor
libro del celebrado e influyente creador francés George Perec (1936 – 1982).
Pero en lo personal, es el que más se acerca a su mundo, a la mente, a esa cocina
canábica en la que se cuecen las cimientes de su poética, no solo proyectada en
la literatura, sino también en el cine y la pintura. Documento inquieto, nada racional;
suprema cólera para los realistas y amantes del 2 más 2. Por momentos cada uno
de los 124 sueños resulta pesado. Hasta el más fanático de su obra se tomaría un
merecido respiro, pero entiéndase la mentada pesadez como una suerte de crisol
de violencia canalizada en esa morosidad poética capaz tumbar al lector más
entrenado, puesto que la fuerza de los sueños se justifica en las descripciones
excesivamente detalladas de los mismos. Poesía, pues, pura, en donde no hay
lugar para los senderos lógicos y lecturas corridas en media hora, que nos
presenta más de un lazo que delinea la radiografía de sus celebradas novelas,
hallando más de un punto con la irregular El
secuestro, W o recuerdo de infancia,
Las cosas y la contundente Un hombre que duerme.
Las preguntas se me
imponen por sí solas. ¿Me habría gustado La
cámara oscura siendo un lector casto sobre la literatura de este francés?
Lo más probable que no. Leí la publicación acuciado por el espíritu del fisgón,
tengo el malsano vicio de ubicar los fluidos motivacionales de los creadores
que admiro y este libro cumplió con expandir mi ignorancia sobre el trabajo de
Perec. De lo contrario, de haber salido con inquietudes satisfechas, con
respuestas redondas, mi ánimo sería otro. Los autores que idolatramos, o
empezamos a idolatrar, tienen el poder de hacernos más ignorantes sobre ellos
en cada acercamiento. Su fuerza centrípeta, siempre lo he creído, se solaza
hasta en títulos que no gozan del saludo unánime.
La
cámara oscura no es más que una estela ectoplasmática
que nos impele a seguir adelante, es decir, a continuar (re)leyendo más a Perec.
domingo, junio 10, 2012
Entrevista: Leonardo Valencia
“Me interesa el punto de disonancia
que la literatura tiene frente a la realidad”
En la presente
entrevista converso con el reconocido narrador ecuatoriano Leonardo Valencia
sobre su excelente libro de ensayos El síndrome
de Falcón (Paradiso Editores, 2008).
Los
textos que conforman El síndrome de Falcón fueron escritos y publicados entre 1994 y
2007. El libro se publica en 2008. Se colige entonces que hiciste una
selección, y también una especie de depuración, puesto que se ubican lejos de
la noticia efímera.
Sí, hubo una selección
de los escritos que me parecían menos ocasionales. En realidad cuando los
escribí, incluso el artículo más sencillo y digamos ocasional, siempre me
preocupó que pueda ser leído con el paso del tiempo. Debe ser un defecto de
oficio literario. A veces hasta en una columna de opinión, planteada la
reflexión, reviso que cada párrafo esté ceñido. Esta especie de poda es
provechosa, primero porque se percibe el alcance de la puntuación necesaria.
Segundo porque el lenguaje, al revés de lo que parece, tiende a la expansión,
prolifera que no hay manera de pararlo. Más allá de esto, la selección de
alguna manera era una forma de hacer una revisión y balance de una etapa y,
sospecho, mi perspectiva frente a lo que había escrito en ficción hasta ese
momento. El libro se publicó el mismo año que Kazbek y con la que siento que se abrió una nueva etapa luego de El libro flotante de Caytran Dölphin.
Ahora,
me resulta patente la distancia que marcas con respecto a la literatura de tu
país, Ecuador. No reniegas de ella, pero dejas en claro que la narrativa de
tendencia realista no ha permitido, por generación, la realización de otras
opciones de narrar. Lo explicas muy bien en el ensayo que titula la publicación.
La figura de Falcón, que tenía que cargar a Joaquín Gallegos Lara, figura
máxima del realismo en Ecuador, por el solo hecho de sentirse importante ante
los demás, deviene en una proyección brutal.
Ese fue el
planteamiento de fondo que me di cuenta que subyace en todas mis reflexiones de
esos años. Cuando empecé a hacer la selección de los textos constaté que los
autores que abordaba –novelistas, poetas o cineastas- habían tenido una gran
libertad de desplazamiento en distintas tradiciones culturales. No tuve claro
desde el principio que el libro se titularía como está ahora. Fue cuando lo
revisé completo que me di cuenta de esa coincidencia. Y una vez publicado
entendí que, esencialmente, El síndrome
de Falcón es una crítica, desde mi experiencia ecuatoriana y
latinoamericana, a los nacionalismos y a sutiles formas de autocensura de
corrección política. Esto me entusiasmó porque a partir de la crítica de lo
propio, no del correcto elogio de la tradición nacional, pude entender mi
relación con el resto del mundo. Aunque esta reflexión solo es una tercera
parte del libro, en realidad es el eje central. Desde esa perspectiva mi
acercamiento a la obra de autores no ecuatorianos, como Ishiguro, Ribeyro o
Vargas Llosa, pasó por ese filtro. Sigo convencido de que el problema es
utilizar o entronizar el realismo literario como vehículo ideal para la
representación nacional. Sirve para la sociología y la historia, incluso para
la historia de la literatura, pero socava esa extraña libertad del escritor
que, en última instancia, no tiene una dependencia de tales ámbitos, aunque se
nutra de ellos. Me interesa el punto de disonancia que la literatura tiene
frente a la realidad.
Algo
que me ha gustado bastante es el tono autobiográfico que empleas. Esto no
quiere decir que los textos adolezcan por su susceptibilidad. Los acercamientos
que realizas de Juarroz, Vila-Matas, Westphalen y Ribeyro, por ejemplo, están
signados por la experiencia directa.
Es que mi punto de
vista, limitado o parcial, es el de un escritor. Mi reflexión está mediada por
mi propia emoción. El aparato teórico siempre es fascinante, pero es parcial y
neutro. A veces la teoría levanta muros por los que no se puede ver esa verdad
pequeña pero propia. Es una verdad frágil, por supuesto, pero esa fragilidad es
la que le puede dar un brillo en la oscuridad de lo correcto, de lo que debe
ser, de las representaciones instituidas de la cultura o la literatura. Leer,
además, es una experiencia vital. No puede ser menos vital entonces reflexionar
sobre la lectura.
Te
acabo de hacer referencia al tono autobiográfico, lo que me lleva a saber en
qué momento de tu experiencia de lector empezaste a forjar tu tradición
literaria personal. En tu tradición, como se ve, hay poco lugar para los
escritores ecuatorianos.
Bueno, no es tan
cierto. Sí que hay espacio para escritores ecuatorianos, pero porque me
fascinaron siempre y no porque necesariamente fueran ecuatorianos. Me habrían
apasionado igual si hubieran sido de otros países. Mis dos autores ecuatorianos
fundamentales son Juan Montalvo y Pablo Palacio. Con Montalvo hay un aspecto
biográfico y cultural con el que me identifico a mi manera, pese a la
distancia, por tratarse de un autor del siglo XIX. Su desarraigo, su apertura
cultural, su independencia, y ese plano consciente de que estaba entre dos
aguas: su naciente país y la tradición de la literatura lo sometió a situaciones
que no dejan ser inquietantes, como que su libro mayor, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, lo mantuviera inédito
tantos años. De hecho, terminó siendo póstumo. El siglo XIX, y el caso de
Montalvo, dicen tanto de la cultura latinoamericana, que no se puede pasar tan
rápido por ese siglo. Con Palacio en cambio el aspecto biográfico no me
interesa tanto, pero sí su sentido literario: esa escisión que está en
cualquier párrafo suyo, una especie de ironía permanente que te deja ver
distintos niveles que no lo agotan simplemente en lo que cuenta sino en cómo lo
cuenta y la libertad frente al medio del que cuenta. Y a quien le debo mucho es
a la poesía ecuatoriana. Muchos de los poetas ecuatorianos fueron buenos traductores
y por ellos empecé a leer, muy joven, poesía traducida de Verlaine, Valéry,
Baudelaire, entre otros. Si tuviera que fijar un momento en el que se empezó a
perfilar mi perspectiva de una tradición literaria personal, quizá el momento
ocurrió a los veinte años, cuando me marché a vivir a Perú. Tenía que elegir
que autores llevaría. Fueron muy pocos. Los que te he mencionado. Y entre ellos
un autor con el que siempre he discutido en mis escritos: Jorge Enrique Adoum y
su novela Entre Marx y una mujer desnuda,
que ejemplifica el momento más crítico del síndrome de Falcón.
En
“Fragmentos para un adiós a la novela” de la sección ‘Sobre la escritura’,
declaras tus principios creativos en tu faceta de creador. No he leído tu
novela El libro flotante de Caytran Dolphin, a la que te refieres en “Fragmentos…”, mas
sí Kazbek. Sin embargo, ello no es óbice para calificarte como un narrador que
avanza desde los costados, en su sentido de exploración por nuevas formas.
Es poco profesional lo
que te voy a decir, pero no veo a la novela como un trabajo que hay que acabar
y pasar a otro asunto. Me cuesta deshacerme de lo que escribo. Para mí una
novela es una experiencia vital, incluso luego de concluirla. Envidio la
capacidad de escritores que publican muchos libros, pero no es mi caso. Quizá tendría
que ser más exacto: escribir es un ritmo de vida, un espacio secreto al que remito
mi rutina. Sin él, no encuentro sentido. Hasta debo sentir ese extraño dolor de
no haber podido escribir durante un día para sentirme vivo y reaccionar. Y
cuando escribo, cuando he escrito al menos una página o un párrafo tolerable,
puedo vivir mejor. Pero no puedo pasar tan rápido por lo escrito. Esto
significa que cada libro es un correlato de la vida que voy viviendo, y por lo
tanto repetir una forma sería hacer que mi propia vida se convirtiera en un
calco de etapas anteriores. No sé si me he explicado lo suficiente, pero solo
después de mucho tiempo he entendido que es cierto que escribir es una forma de
vida. No sólo es cuestión de que me pueda aburrir repetir una forma –cada una
de mis novelas es formalmente diferente– es que desde las entrañas me debe
salir algo distinto, porque algo en mí también ha cambiado. Es una dualidad la
que vivo: por una parte me interesa la reflexión minuciosa del mecanismo de
cada novela, pero por otra necesito “sentir” o “emocionarme” con una forma
nueva para poder pensarla y comunicar a través de ella.
¿A
qué crees que se deba el silencio al que estuvo sometido la obra de Pablo
Palacio? Es decir, das a entender que con él se abren nuevas puertas para los
narradores ecuatorianos. Las referencias a Palacio, a la fecha en
Latinoamérica, crecen cada vez más.
En última instancia lo
resumiría diciendo que no sé entendió que la novela es una forma de alta poesía
sin finalidad más allá que su propia expresión. El correlato desde la ubicación
del lector es que éste lo que quiere es una historia y un lenguaje que
funcionen por sí mismos, que lo atrapen y sumerjan en la ficción, sin que haya
otros determinantes. Que en una narración están implicados muchos factores
–sociales, psicológicos, históricos, políticos–, no lo discuto. Pero reducirlo
a eso, es matar su ambigüedad. La escritura, la literatura, tiene que mantener
su esencia de enigma expresivo, inasible siempre. Esto se malinterpreta
fácilmente como una apuesta por lo lírico, por haber dicho “alta poesía”, o con
lo embrollado y oscuro, por haber hablado de “enigma”. No es ninguna de estas
dos cosas. Ahora bien, Palacio fue reconocido también en vida, pero fue un
reconocimiento intuitivo de pocos lectores y críticos. Los dogmas lo quisieron
marginar, y lo marginaron. Además de que estuvo indefenso por su final trágico.
Pero sus libros demostraron que tenían ese caparazón de tortuga de la gran
escritura: resistió el paso del tiempo y volvió a sacar la cabeza del caparazón
cuando vinieron nuevos lectores.
Me
gustaría saber cómo ves a la nueva narrativa latinoamericana, en conjunto. Uno
de los varios aspectos que me gustan de tu libro es que no necesariamente se
tiene que conocer la tradición narrativa ecuatoriana para entenderla. Cada país
tiene su propia tradición, sus escritores luchan contra sus propias taras, no
pocas veces impuestas por el oficialismo literario.
Me encantaría hacer un panorama
tan vasto sobre la literatura de una veintena de países, pero sería inútil y
terminaría remitiendo a tópicos muy conocidos. Sólo puedo percibir algún
indicio, y es que mucha de la producción de novela ha caído en demasiadas
concesiones al sistema editorial. Hay poco riesgo, no sólo en el ámbito de las
historias, sino sobre todo en el de la textura de lo escrito. Hay novelas con
historias interesantes, pero su lenguaje se mantiene en una media adecuada para
un supuesto lector estándar. Pero esto ni siquiera es un problema
latinoamericano, es un problema mundial debido a la conversión de ámbito
editorial en empresas globales. En pocos escritores hay esa música perturbadora
del estilo, y en quienes la encuentro resulta que son escritores lejanos al
ruido literario. Pienso en Levrero, en las primeras novelas de Rey Rosa, en
algunas de Oliverio Coelho o Alejandro Zambra, o en las de Ena Lucía Portela o
Patricia de Souza, o en un librito de Alejandro García Schnitzer, Requena. Tienen una prosa que queda
resonando y sabes o intuyes que en algún momento volverás a leerlos porque no
escuchaste todo lo que dijeron. A veces esa pérdida del ritmo ocurre también en
registros diferentes al de la novela. Otras veces renace, en cambio, en el
ensayo.
Hace
no mucho hice un post en mi blog sobre El síndrome de Falcón. En él hice hincapié en el parricidio con
conocimiento de causa que se dejaba ver en tu libro. Está demás decirlo: todo
escritor forma su propio canon, pero este no debe ser un salto de garrocha para
con la tradición a la que se pertenece.
Por supuesto que no se
trata de un salto de garrocha. Más bien es lo contrario: hay que leer a fondo
la tradición del propio país y entonces saber en qué medio has nacido. Lo que
no acepto es la pacatería del escritor sumiso que no sabe decir que no está de
acuerdo con lo que se quiere pontificar. Peor, claro, es el que lo dice y no ha
leído nada porque lo desautoriza en bloque. De eso hay mucho en nuestros
países. Una de las cosas que aprovecho al vivir casi veinte años fuera de
Ecuador es que puedo leer y releer su literatura sin compromisos. Sin embargo,
también por el tiempo que llevo fuera, entiendo que es inadmisible, en la
tradición de la lengua castellana, pretender remitirse a una sola habitación de
la Gran Casa. Sería como los hikikomori
japoneses que no quieren salir de su cuarto. A mí me encanta visitar las
habitaciones mexicanas, peruanas, argentinas, chilenas, colombianas, bolivianas
o cubanas. E incluso es fundamental salir al barrio. Entonces también aprovecho
y me voy por barrios extremos. Probablemente un escritor no es el más indicado
para hacer el mismo ese panorama. Lo que ocurre es que tampoco encuentro
críticos o historiadores de la literatura que lo hagan bien. El tema de lo
latinoamericano no es un problema de cantidad, sino que es un gran problema
metodológico.
En
ese post deslicé también una especulación en relación a los años que viviste en
Lima. Quizá los motivos pudieron ser laborales, pero en este libro nos
encontramos con más de una mención a Lima. Es por eso que dije que Lima te significó
un lugar de escape y así puedas desarrollar la sensibilidad creadora que venías
cimentando y que tenías amarrada.
Lima fue un accidente
afortunado. Lo cierto es que yo quería marcharme de Ecuador desde que tenía 18
años. Lo intenté en Colombia –casi muero en un choque de automóvil en Bogotá– y
luego en Europa, pero no resultó en ese momento. Y el día menos pensado me
ofrecieron un trabajo en Lima. Te confieso que estaba aterrado porque, a pesar
de que habían capturado al líder de Sendero Luminoso y el país empezaba a salir
del terror, no era un destino muy buscado. Para mí fue providencial, porque me
permitió esa independencia que necesitas a los veinte años y además tuve la
suerte de encontrar una generación de poetas y narradores brillantes. Haber
escuchado a Westphalen, a Ribeyro, a Cisneros, leer los poemarios que iba
publicando Watanabe, y luego la conversación con escritores contemporáneos como
Thays, Helguero, Bellatin, Patricia de Souza, Ricardo Sumalavia, Eduardo
Chirinos o Fernando Iwasaki, o ese joven perpetuo que es Carlos Calderón
Fajardo, lo he considerado siempre mi escuela secreta. Por primera vez
encontraba interlocutores que no estaban afectados por lo que yo había dejado
en Ecuador. Luego encontré en mi propio país una generación mucho más joven con
la que he tenido un diálogo más o menos parecido, pero nunca igual. Nunca
dejaré de agradecerle a Perú lo que me dio. Y viviría en Lima muy feliz si no
fuera porque la humedad literalmente me mata de asma.
El síndrome de Falcón es, en todo sentido, un extraordinario
libro de ensayos. Sin embargo, percibo que ha pasado un tanto desapercibido,
como si fuera una rareza. ¿Existe la posibilidad de que se vuelva a editar?
Puede ser culpa mía. No
tengo agente literario y soy un mal gestor para enviar manuscritos a
editoriales e insistir. Como mi editorial ecuatoriana estaba interesada se lo
di pero no me he preocupado por reeditarlo en España. Por eso me sorprende que
de tanto en tanto me escriban lectores y que el libro haya tenido un camino por
su cuenta. Ahora me recomiendan publicarlo en formato e-book. Aunque precisamente por lo que hemos
hablado de mi experiencia peruana, donde empecé a escribir esos ensayos, sería
estupendo que se reeditara en Lima. No sé por qué ahora me acuerdo de un libro de
ensayos de Ribeyro que nunca conseguí: La
caza sutil. A veces es hermoso saber –ahora que hay tantos, demasiados
libros– que hay un libro por el que debes seguir esperando y que quizá nunca
encuentres. Pero el día que lo encuentres será algo más que un día corriente.
Así que espero algún día leer La caza
sutil.
sábado, junio 09, 2012
domingo, junio 03, 2012
Voraz y empedernido lector
En estos últimos días
he estado pensando en la obra de Guillermo Niño de Guzmán, en lo influyente que
ha sido en los proyectos que he emprendido. Por ejemplo: las antologías de nueva
narrativa peruana que he preparado (incluyendo la tercera que se viene en julio
próximo) tienen a su florilegio En el
camino como sombra mayor. Y más de una vez he declarado que su primer libro Caballos de medianoche
(1984) se ubica entre los mejores, en cuento, de la literatura peruana. No es para menos, a
diferencia de muchos cuentarios, Caballos…
se yergue en juventud y lozanía en cada relectura, no le salen canas, ni
arrugas, ni patas de gallo, como a otros…
Los seguidores de la
narrativa peruana sabemos que Niño de Guzmán publica poco. A la fecha lleva
solo seis títulos. No es de los que asumen la literatura como si se tratara de
una carrera de caballos. Uno o dos libros por década le parecen más que suficientes.
Sin embargo, no todo en él es ficción, también tenemos al Niño de Guzmán
articulista y ensayista. En esta faceta tiene dos publicaciones que debemos
considerar: La búsqueda del placer
(1996) y Relámpagos sobre el agua
(1999).
En ellos yace la
inquietud que siempre le voy a reconocer (y admirar): la del empedernido lector
comprometido con los libros que le gustan. Quizá por su grado de ambición, La búsqueda… abrume un tanto, como si el
autor hubiese apilado a la fecha todos sus textos sobre literatura, deviniendo
en un resultado que linda con lo irregular. No ocurre lo mismo con Relámpagos…, en donde sí es posible
constatar el buen criterio de la escogencia.
He leído a no pocos
escritores escribir sobre literatura. Y solo algunos llegan a proyectar en mí
el afán por conocer precisamente los títulos y autores consignados. En este
sentido, le debo a Niño de Guzmán más de lo que yo podría imaginar. Este libro
llego a mis manos en el momento indicado, en meses en los que me encontraba
sumido en la desazón, al borde del desánimo absoluto, más o menos a fines de
los noventa. Quería ser un lector metódico, ordenado en lecturas... Hice todo
lo posible por serlo. Y me alegra haber fracasado en la empresa… Lo recuerdo
bien: me compraron el libro en el Virrey del centro. Ese día era mi cumpleaños
y como buen escorpio me lancé en la noche a devorar sus páginas.
Al menos para mí, me es
un libro infinito. Me explico: durante años me sirvió de guía de lectura y he
vuelto más de una vez a recorrerlo, puesto que Niño de Guzmán no solo te expone
el perfil de un determinado de escritor, también te sitúa en un contexto, te
recrea una época y cumple con lo que casi nadie: te contagia su pasión voraz por
la lectura. Por estas páginas nos encontramos con plumas capaces de afianzar
vocaciones, como Carver, Onetti, Hemingway, Cortázar, Miller, Lowry, Ginsberg,
Oé, Durrell, Capote, Rimbaud, Celine, Faulkner, Salinger y demás.
De en cuando en cuando me
pregunto si Niño de Guzmán viene preparando otra selección de artículos y
ensayos literarios. Muchas veces su firma, ya sea en un suplemento, página de
cultura o revista, me significaba el descubrimiento de un nuevo autor al que sí
o sí leería en los próximos días.