viernes, mayo 31, 2013
Hoy día inauguro mi
columna El último lector en Lee por
gusto de Perú 21. ¿Qué es lo que haré allí? Fácil: todos los viernes publicaré
reseñas de publicaciones peruanas recientes. Como bien ya lo he dicho antes, yo
leo libros, no personas.
…
No hay escritor
peruano, o al menos muy pocos, que no haya participado alguna vez en el Premio
Copé de Cuento. Este premio seduce, mucho, en especial por su generoso monto
pecuniario. En este sentido, no hay que dejar de saludar la vigencia del mismo
por cuenta de Petroperú.
Sin exagerar, ganar o
quedar finalista de un Copé, sea en la categoría que sea, te convierte en “alguien”
en nuestro siempre tan cerrado y circense espectro literario. Puedes ser un
narrador de perfil bajo, hasta te pueden decir que no eres nadie, pero si
tienes tu Copé, podrás decir lo que te venga en gana. Quedé en segundo lugar.
Me robaron el Premio. Uno de los jurados me tenía hambre y por eso no me dieron
los chibilines que merecía. Es decir, si eres de lo que piensan que el oficio
literario es como una carrera literaria, el Copé tiene que figurar como sea en
tu CV.
De sus muchos ganadores
en las distancias cortas, dos en mi memoria: Fernando Iwasaki con “El derby de
los penúltimos” y Óscar Colchado con “Cordillera negra.” Pues bien, desde hace
algún tiempo, el Copé de Cuento me resulta repetitivo, regularon. Me cansan
pues los relatos políticamente correctos, bien escritos (no faltaba más), los
cuales alimentan sospechas razonables de que han sido escritos bajo los gustos
literarios de los miembros del jurado, que por más que se diga que es un
secreto hasta el día de la publicación del veredicto, sabemos quiénes lo
integran.
Los
caminantes de Sonora reúne los cuentos ganadores y finalistas
de la edición 2012. Se trata pues de una publicación con un evidente nuevo aire,
cuya lectura me ha dejado muy entusiasmado, pero no por su contundencia
narrativa, sino por su lectura a futuro, por su carácter documental cuasi profético.
Mientras la leía sentía que estaba enfrentándome a una antología de lo que
sería la narrativa peruana del 2010 al 2020. No me sorprendería que de esta
cantera salgan las voces medulares que nos ayudarán a superar las mentiras de
los senderos metaliterarios que imperaron en el decenio anterior, cosa que así
despertaremos de una buena vez de esa resaca sin alcohol signada por “lo muy
bien escrito” y la nula transmisión.
La mayoría de los
autores entre ganadores y finalistas son desconocidos. Tampoco faltan los
caseritos del concurso. Pedro Llosa y Miguel Ruiz Effio, ambos muy talentosos y
persistentes. Tanto “El juglar de feria” y “Lo que sabemos de Neri” reflejan
madurez y pericia en el arte de contar. Como idea, este par de textos eran como
para ganar por unanimidad. Ahora fueron mucho más ambiciosos que en sus otras
participaciones “coperas”, sin embargo, esa ambición yace en una falta de originalidad
discursiva que atenta contra lo que precisamente cuentan, o sea, no se podía
ser más cantado y previsible. Por ejemplo, lo que pudieron hacer en cinco
páginas, lo forzaron innecesariamente hasta la abulia. Aquí confundieron
cantidad con calidad, como si el “tamaño” fuera lo más importante en cuento.
Mi interés se fija en
los relatos de Mariano Vargas y Richard Parra, que no son autores nuevos, más
bien han sido víctimas de la mezquindad de nuestro medio literario, sus libros
publicados no generaron lecturas responsables, a las justas una mínima difusión
en prensa. “Sala de espera” y “La pasión de Enrique Lynch” están lejos de ser
cuentos inolvidables, pero sí son lo suficientemente buenos como para tener una
expectativa quieta de lo que vayan a presentar en los próximos años. Lo mismo
podría decir de la sorpresa del volumen: el crítico y editor Juan Francisco
Ugarte, que se estrena en los campos de la ficción con “Navidad”. A Ugarte le
sugeriría, si es que algo le puedo sugerir a un novel plumífero, que suelte su
prosa, que de haberlo hecho, definitivamente no estaría entre los finalistas,
pero tampoco con el primer lugar.
Leyendo a los otros
finalistas, me doy cuenta de que (casi) todos son hijos de talleres de
narrativa. Y si no lo son, pues parecen. Me arriesgo a decirlo debido a lo
extremadamente correctos que son, realmente temerosos de ir más allá de los
parámetros clásicos del cuento. Esta impresión adquiere más sentido con lo que
dije líneas arriba, al hecho de que se escribe para agradar al jurado en vez de
apostar por la originalidad. Está bien conocer las leyes del cuento, es pajita
ir a un taller de narrativa, pero mucho más importante es el parricidio,
siempre y cuando este sea un parricidio con conocimiento de causa de lo que se
aprende.
Y ahora, los Fab Four.
Del bronce al oro.
El tercer lugar recayó
en el arequipeño Goyo Torres. Su relato “¡Hierbasanta, hierbasanta!” se inscribe
en los sinuosos ríos de la narrativa de la violencia política. En principio
promete algo, pero de a pocos este se va diluyendo debido a la poca pericia del
autor a la hora de administrar las voces de sus personajes, que, dicho sea, son
demasiados para un universo tan relojero como lo es el cuento. Por (contados)
instantes pensaba que estaba leía el resumen de una novela. No obstante, se
destaca el soplo de originalidad en cuanto al desarrollo de su argumento,
guiado por el punto de vista de una niña. Sin duda, hay mejores relatos entre
los finalistas que este de aquí.
Lo recuerdo muy bien:
era una tarde calurosa. Me encontraba tirado, agotado. Era el día más pesado de
la Feria del Libro Ricardo Palma 2012: el de la desinstalación del stand.
Acababa de fumar y beber un jugo de granadilla. Y cerré los ojos con la idea de
aprovechar los pocos minutos de relajo que me impuse. Pero este escenario de relajo
se vio interrumpido por la llegada de un periodista amigo mío. Él tenía el
rostro desencajado y no era difícil deducir que acababa de enterarse de una
tragedia. Dentro de mí rogaba para que esta tragedia no fuera familiar. ¿Qué te
pasa?, le pregunté. Mi amigo periodista me miró, sus labios temblaban.
Habla carajo, ¿qué ha
pasado?, volví a preguntarle.
Mi amigo periodista
respiró hondo y se armó de valor.
Esto fue lo que dijo:
“¡Pierre Castro ganó el
Copé de Plata… Pierre Castro… ¿Qué nos pasa? Dime, Gabriel, qué significa esto.
Estamos hasta las huevas!”
Imagino que esta
sorpresa, indignación y pena de mi amigo periodista no solo era suya, pero
tampoco era para tanto. Que a Castro se le haya dado el Copé de Plata ratifica
mi teoría de que la literatura es como el fútbol, puesto que ella te ofrece más
de una revancha. Es de subnormales pensar que un bodrio como Un hombre feo haya sido el debut y la
despedida definitiva de Castro del mundo de la literatura. El premio que se le
concedió podría servir de estímulo para todos aquellos que pasaron
desapercibidos en sus inicios literarios, de la misma manera para los que
recibieron únicamente machetazos en sus primeras entregas. Obviamente, esto lo
digo en cuanto a la imagen de escritor. No hablo desde el punto de vista
literario, porque de ser así, no tengo mucho que decir del relato “El río”, que
está muy bien estructurado y aceptablemente bien escrito. Pero de allí no más.
Es olvidable, su supuesto final feliz es tan ridículo y digno del discurso
vacío que lo sustenta. También sirve de motivo de especulación porque un jurado
más atento, a menos que uno de ellos haya estado durmiendo durante la
deliberación y que al momento de despertar haya creído que “El río” era un
cuento de Monterroso, no lo hubiera premiado. Así de simple. Estamos hablando
del Copé, señores. “El río” no está mal, pero sin duda hay muchos mejores entre
los finalistas.
Tampoco se salva de
reparos el otro relato que ocupa el segundo lugar, “El libro de la sabiduría”
de Alejandro Neyra. En cierta ocasión compartí con el autor una mesa de presentación
y dije que él era un muy buen ensayista. Quizá uno de los mejores de los
últimos años, me basta leer sus excelentes colaboraciones que durante buen
tiempo estuvo publicando en la web literaria El hablador, colaboraciones que,
para beneplácito de los que lo apreciamos por su buena prosa, publicará este
año en formato de libro. Pues bien, su relato encapsula los óbices que también
pueden notarse en su novela CIA Perú,
1985. Neyra tenía una historia difícil y por ello sumamente funcional, si
quería inyectar humor e ironía, debió hilar fino. El personaje Treviño y el
narrador protagonista no son más que meras caricaturas de desarraigados
existenciales. Tampoco se pedía un tono trágico, esa no era la idea, pero una
de las características del humor y la ironía es el divorcio tajante con el ingenuo
lugar común.
Ahora, el ganador:
Christ Gutiérrez-Rodríguez. Se sabe que estudió humanidades en la Villarreal y
administración en la Universidad del Callao. Nada más, aunque se consigne en la
solapa biográfica que es autor de un libro de relatos, el cual nunca escuché.
Su cuento “Los caminantes de Sonora” es, por donde se le mire, un justo
ganador, pero irregular, con cimas narrativas que aseveran su serio oficio
narrativo. El tema que aborda es no menos que atendible: un par de jóvenes
peruanos, José y Félix, intentarán cruzar el infernal desierto mexicano de
Sonora hacia Estados Unidos, llevando una “mercancía” en sus mochilas. En el
trayecto recuerdan y cuestionan la decisión que los tiene sorteando coyotes,
serpientes e insectos. Empero, el autor nos brinda una laxa configuración moral
de estos dos personajes. ¿Qué hacían en Perú? ¿A qué se dedicaban? Preguntas
que adquieren sentido ante el forzado tributo a Bolaño, tributo a lo bestia más
bien.
Veamos:
“Dime Félix, tú que
estás más loco que una cabra, dime, ¿qué es el desierto? El desierto, amigo
mío, es un escritor sin talento. Sus historias son retorcidas, absurdas,
complicadas, fatales, infelices. Acaban siempre empolvadas. Mejor te hablo del
mar. Sé un verso de Watanabe, el poeta trujillano: “El pelícano herido se alejó
del mar y vino a morir sobre esta breve piedra del desierto”. El mar es para
soñadores y valientes, José.”
En ningún momento se
nos brinda el más mínimo dato que nos dé luces sobre una posible sensibilidad artística
de este par de tipos que nunca han cogido un libro en sus vidas. Este cuento se
sostiene por su verosimilitud, pero ese recurso bolañero es peor que una bomba
de tiempo. Derrumba en una todo el cuento, le quita peso, le arrebata el
nervio, lo idiotiza, le quita sabor.
Como dije líneas
arriba, estamos ante un documento que tiene el involuntario gran mérito de
ofrecernos novísimas y nuevas voces, las suficientes como para hacer del Copé
de Cuento 2012 el más fresco de todos en su categoría y, obviamente, uno de
los más irregulares. Su verdadero valor se verá justificado en los próximos
años, cuando sus autores publiquen muy buenos cuentarios y estimables novelas.
De eso no tengo la más mínima duda.
martes, mayo 28, 2013
lunes, mayo 27, 2013
"La maravillosa vida breve de Óscar Wao" de Junot Díaz
Publicado en Lecturas
de Madrugada 8 – Lee por Gusto de Perú 21
…
En febrero del 2009 fui
a la Feria del Libro de Trujillo. Como el director de Revuelta Editores, David
Ballardo, no podía ir, me pidió que vaya en representación de la editorial, ya
que en el marco de dicha feria se presentarían dos libros del sello: El orden de la soledad de Aldo Vivar y La línea en medio del cielo de Francisco
Ángeles.
En mi mochila llevaba
la novela que acababa de comprar: La
maravilosa vida breve de Óscar Wao del dominicano-americano Junot Díaz.
Sobre el libro tenía no menos que excelentes referencias y recomendaciones.
Pensé leerlo en el curso del viaje, el cual sería muy corto, puesto que solo
estaría en Trujillo únicamente para cumplir con las presentaciones. Sin
embargo, en las horas que estuve en esa soleada ciudad, no pude leer ni una
sola página de la novela. Entonces, creí que lo haría durante mi regreso. Pues
bien, mientras estábamos en el taxi que nos llevaba a la agencia de Cruz del
Sur, Francisco y yo conversábamos mucho sobre la continuidad de su web
literaria Porta 9. Yo estaba algo preocupado, debíamos llegar
cuanto antes y comprar los pasajes de regreso. Faltaban diez minutos para las
once de la noche. Al llegar a la agencia, bajé del taxi lo más rápido que pude.
Mientras pagaba los pasajes, me di cuenta de que no tenía en la mano el objeto
que cargué durante las horas que anduve por Trujillo. Sentí una inmensa
desazón. Además, ya se había hecho la llamada para abordar el bus y no veía a
Francisco por ningún lado. Luego de dos minutos de búsqueda, él apareció por la
puerta de entrada, con el ejemplar de La
maravillosa vida breve de Óscar Wao. “Cuando saliste del taxi, se te cayó
el libro y el taxi lo arrastró media cuadra”. Efectivamente, el libro había
sido arrollado, tenía manchas negras y un manto de polvo impregnado a lo
bestia.
A mediados de la semana
pasada encontré este ejemplar entre los anaqueles de mi biblioteca. Necesitaba
releer algunos de sus capítulos, puesto que me encuentro elaborando un texto
sobre el humor en la novela contemporánea. El ejemplar aún evidenciaba las
marcas de las llantas de ese taxi. Y comencé a releer los capítulos que me
interesaban. Pero no tardé en releerla completa, aprovechando que no había ido
a trabajar a causa de una gripe fulminante.
Y la verdad, la verdad
de todas las verdades, qué novela de la putamadre se mandó Junot Díaz.
Sigue fresca y lozana.
No ha envejecido nada. Su existencia es todo un puntapié a aquellos santones
que pontifican sobre la inutilidad del humor en la novela, aconsejando a los
escritores a huir de él como si se tratara de una peste.
Esta novela remece y
hace reír, me he carcajeado mucho más, y perdonarán la recurrente exageración,
que con La conjura de los necios de
John Kennedy Toole.
Junot Díaz nació en
República Dominicana, en 1968, y desde los tres años vive en Estados Unidos. En
otras palabras, queridos y queridas, estamos hablando de un autor que ha
crecido bajo la influencia de la cultura norteamericana. Pero La maravillosa vida breve de Óscar Wao,
galardonada con el Pulitzer 2008 y el National Critics Circle Award 2007, para
más señas, no es del todo una novela gringa, al punto que esta no sería lo que
es si su hacedor hubiera pasado por alto el influjo de su cultura natal, que a
fin de cuentas, es la que pone el condimento, la sal, es decir, el sabor que
nos hace quererla y hacerla nuestra.
Las grandes novelas se
sustentan en grandes personajes. Sin personaje, no hay novela. Y aquí tenemos a
un inolvidable y peculiar Óscar de León (rebautizado como Óscar Wao debido a un
giro fonético en el nombre del autor de El
retrato de Dorian Gray), un obeso y feo americano-dominicano que vive en
Paterson (New Jersey), cuyo sueño no es otro que convertirse en el Tolkien
tropical. Nunca ha gozado del favor de las mujeres, y peor aún para sus
naturales ansias hormonales: en su código moral no figura ni siquiera pagar por
afecto y sexo. Su trauma, su temor, su karma, es morir virgen.
Ahora, no solo se nos
cuenta la historia de este desdichado pero talentoso ser, también las
vicisitudes de su madre Beli y su hermana Lola, como también las de su abuelo
Abelard Luis Cabral, respetado médico dominicano que vivió en plena dictadura
de Rafael Leonidas Trujillo.
Como todo un capo, digno
heredero de la novelística gringa, un aplicado alumno del cómo armar una
historia, Díaz se vale de un narrador que va recopilando datos de la familia de
Óscar. En este sentido, Yunior es quien implícitamente nos descubre la gran
virtud de la novela: la acertada fusión entre humor y tragedia, expandida en la
ancestral maldición del Fukú, maldición que durante decenios lleva arrastrando
la familia del aspirante a Tolkien tropical.
Si no fuera por el
humor, esta novela vendría a ocupar un lugar más entre las que se han escrito
sobre el trujillato. Y en mi opinión, esta sea quizá una de las novelas más
logradas sobre las dictaduras latinoamericanas. A comparación de otras, como La fiesta del Chivo de Vargas Llosa, somos
testigos de una suerte de exorcismo, pero uno no visto desde la tragedia, sino
desde la festividad. Un exorcismo festivo, un canto a la supervivencia. Por
otra parte, asistimos a la consolidación de una vocación literaria, la de
Yunior. El hecho de que Yunior relate la historia familiar de su amigo, lo
lleva a sentirse escritor. Entre Yunior y Óscar hay pues mucha complicidad y
generosidad, pese a las burlas del primero con el segundo. En este sentido,
cabe la posibilidad de que estemos también ante una novela de aprendizaje. A lo
mejor vaya a tener que pasar algún tiempo para darle esta lectura.
Son pocos los casos,
contados, en los que podemos ver una buena hermandad entre calidad literaria y
éxito comercial. Esta novela de Díaz no es un enlatado, no es un producto
sobrevalorado. Esta novela de Díaz es, simplemente, literatura. A lo mejor,
seguro que sí, una de las más grandes novelas contemporáneas de los últimos
años, muchos años…
miércoles, mayo 15, 2013
lunes, mayo 13, 2013
"The Wire. 10 dosis de la mejor serie de la televisión"
Publicado
en Lee por Gusto – Perú 21
…
Este es uno de los
libros que durante muchos meses –a lo mejor año y medio-- esperé que llegara a
Lima. Cualquiera que haya devorado las cinco temporadas de la serie de HBO The Wire, me entenderá sin más. Y si hay
alguien que aún no la ve, pues le sugiero que termine de leer esta columna y
vaya tras la serie. Así de simple. Su existencia no es más que un motivo
adicional que refuerza una verdad: el extraordinario momento --el mejor, a
secas-- de la series de televisión.
Atrás, en el olvido,
quedaron las series ochenteras y setenteras, que aparte de exhibir olvidables
actuaciones, también hacían gala de un trabajo guionístico soberanamente
insultante. No por nada, se dice que los guionistas de hoy son los hijos
aprovechados de Dumas, que aprendieron los secretos de las novelas de folletín.
Basta revisar los guiones de Mad Men,
24, Breaking Bad, Lost, Los Soprano y, sin ir muy al norte, de la
primera temporada de la argentina Epitafios,
para quedar absortos con el andamiaje estructural, la documentación enfermiza,
en otras palabras: lo medular que resulta la logística narrativa.
The
Wire
jamás fue concebida para el mero deleite del espectador medio. Para
disfrutarla, hay pues que dejar la piel en cada uno de sus episodios, casi del
mismo modo de cuando nos enfrentábamos, por ejemplo, a las más crípticas
películas de Godard, o para graficarlo mejor: como cuando ingresábamos en los
laberintos de Paradiso de Lezama
Lima.
Desde que empiezas a
ver el primer capítulo de la primera temporada, el asunto tiene todos los visos
de ser una empresa imposible de superar. ¿De qué hablan? Para colmo en jerga… Pero
al final de la batalla uno queda con la sensación de que ha valido la pena
invertir paciencia y sudor, puesto que terminas aprendiendo, y mucho. Sabes por
fin cómo se movían las fichas de los sistemas representados, teniendo como
única salida la de aferrarte a tus valores para no terminar emputecido. La
locación: Baltimore, Baltimore para el mundo entero, en donde no hay personajes
buenos, ni personajes malos, todos son iguales.
Eres, sencillamente,
otra persona luego de cada temporada. No te confundas, no te sientes una mejor
persona. Eres otra persona, muy zarandeada, para ser precisos.
En lo personal, y por
más que a un purista le suene a herejía libresca, mis temporadas de The Wire las tengo en los anaqueles de
mi biblioteca, al lado de los siete tomos de En busca del tiempo perdido, Moby
Dick, Mientras agonizo, El cuarteto de Alejandría, de las obras
completas de Chandler, Las ilusiones
perdidas… O sea, en las filas de los más grandes.
The
Wire. 10 dosis de la mejor serie de la televisión
(Errata Naturae, 2010), es a todas luces un invalorable regalo para los fieles
y sufridos fanáticos de la serie. Cada dosis viene por cuenta de escritores e
intelectuales que también fueron fieles, es decir, hechizados y zarandeados por
la podredumbre moral, incoherencia y chispazos de redención de sus recordados
personajes, como Lester Freamon, Jimmy McNulty, Avon Barksdale, Omar Little
(por cierto, antihéroe favorito de Barack Obama), Stringer Bell, Kima Greggs y
demás. Las plumas convocadas para la presente publicación, todas ellas
bendecidas por una suerte de fuerza sobrenatural protectora y a la vez
amenazante, fueron las de: David Simon, George Pelecanos (imperdible su relato
‘El confidente’), Rodrigo Fresán, Nick Hornby, Jorge Carrión, Iván de Los Ríos,
Marc Pastor, Margaret Talbot, Marc Caellasy y Sophie Fuggle. Cada uno de ellos
--sin contar a Pelecanos-- de a pocos y sin pudor alguno, va dejando de lado la
fría acuciosidad, la objetividad de su discurso, para dar lugar a uno
impresionista que ya no puede contener al hincha y seguidor que lleva dentro.
Es que no se puede ser objetivo si escribes de esta serie. Ellos lo saben bien,
escribir sobre ella es ser parte de la historia de la narrativa visual, es
colaborar en su tradición, se sienten importantes, porque se la creen, como
tiene que ser.
Me es imposible pasar
por alto la introducción de David Simon, el hacedor de la perdurable y gran bestia.
“Y, siendo sinceros, The Wire no
intentó solamente contar un par de buenas historias; sobre todo, buscó… pelea”.
O sea, catalogar a The Wire como una simple
serie de policías y ladrones, no es más que una mezquina reducción de su
verdadero alcance: The Wire fue
política, historia, sociología, antropología, psicología, economía... The Wire se fue por la puerta grande,
llegó a la quinta temporada. Simon no cometió los horrores de los creadores de Lost y 24, que por dinero las extendieron cuando ya no tenían más que
decir.
Después de cada emisión
de los episodios, en especial los de la primera temporada, más de una
institución del sistema de Baltimore se sentía contra la pared y con los
pantalones en las rodillas. Por ende, no extraña que los productores hayan
barajado, en más de quinientas ocasiones, cancelar el proyecto de Simon. Pero
de a pocos la serie se fue forjando de una gran minoría de televidentes que
encontraba en ella cosas que nunca antes había visto. No era para menos: esta
gran minoría tenía en las pantallas de sus televisores una sugerente y adictiva
novela visual. En otras palabras, fue la calidad del producto la que terminó
imponiéndose a las tácitas presiones del rating y la publicidad.
“A la mierda el
espectador medio”, dice Simon. Y le doy toda la razón.