lunes, mayo 28, 2012
domingo, mayo 27, 2012
viernes, mayo 25, 2012
Muy recomendable: Periódico El Hablador (segundo número)
Luego de un par de
horas de gestiones por el centro de Lima, regreso a la chamba y encuentro una
bolsa amarilla con cinco decenas del segundo número del periódico literario El
Hablador.
Pido un café sin azúcar
y prendo un Pall Mall rojo. Me pongo a leer, de manera lenta y despejada.
No recuerdo lo que dije
del primer número de este periódico homónimo de la referencial revista virtual,
aunque debo decir que el saldo fue más que positivo. Y me pregunto ahora: ¿Qué
decir ahora sin caer en la exageración? Pues bien, con la mano en el corazón y
sin la más mínima intención de querer publicar en un futuro en cualquiera de
los formatos de El Hablador, debo consignar que esta segunda entrega es de
lejos perfecta y de cerca casi perfecta.
Vayamos de mayor a
menor.
Destaca la buena entrevista
de Christian Elguera Olórtegui a Enrique Vila-Matas. Esta entrevista se realizó
cuando Vila-Matas estuvo en Lima presentando Dublinesca, hace un par de años. Y para los que aún no tienen la
oportunidad de acercarse a una de las prosas más logradas de la nueva narrativa
peruana, tenemos el relato “Oz” de Carlos Yushimito. Al respecto debo decir que
a la librería viene más de un interesado preguntando por sus libros. Y por
momentos siento que estuviera hablando de un autor de culto, ya que su segundo
cuentario Lecciones para un niño que
llega tarde es difícil encontrarlo en librerías, ni hablar de Las islas, agotado a la fecha.
Prendo otro Pall Mall
rojo y sigo leyendo. Disfruto con los artículos de Alejandro Neyra y del siempre
polémico José Rosas Ribeyro. Bien escritos y con una sabiduría que no solo se
nutre de lo leído (y mucho), sino de esa que proviene de la mirada fisgona e
irónica. Ambos demuestran, una vez más, generosidad intelectual y literaria que
agradezco. Vuelvo a la primera página y me sumerjo en la crónica personal, cruda
y desangelada sobre París, de Nicolás Rodríguez Galvis. Me concentro un poco
para detectar la irregularidad de los poemas de Dante Ayllón Bullnes,
prefiriendo su poema “Sólo supe hablar”. Y voy a la última página y encuentro
la reseña descriptiva de José Carlos Picón, en la que aborda el poemario Sueños de pez o neblina de Teresa
Cabrera. He leído la publicación en cuestión y debo decir que Cabrera es una
poeta de sumo interés. En más de un punto sintonizo con Picón, pero hubiera
preferido un texto más arriesgado. Y por último, el acercamiento (desde lejos)
de Mario Granda al actual centro histórico de Cusco, el cual hizo que recordara
en algo ciertos pasajes de Limanerías
de Juan Manuel Chávez. Granda es inteligente, leído y escribe bien, pero le hizo
falta un poco más de entrega vital en pos de la búsqueda del pequeño gran
detalle del que dar cuenta.
Muchos de estos textos
han sido publicados previamente en el blog de la revista y tenerlos ahora en formato
físico no es más que la consecuencia de un proyecto que yace en la difusión
literaria, es decir, abarcar todos los senderos posibles para llegar al lector
interesado. A esto se le llama Trabajo. Y Trabajo desinteresado porque el
periódico es no venal. Lo puedes conseguir en librerías y centros culturales.
Aunque yo te recomiendo que vengas al Boulevard Quilca, y busques el Stand 16,
cosa que, aparte de llevarte el periódico, hablamos un poco de la narrativa de
Yushimito.
lunes, mayo 21, 2012
Nadie escribe de la nada
Este artículo salió
publicado hoy lunes 21 en el suplemento Variedades del diario El Peruano.
…
Hasta los 20 años había
leído las obras maestras de los representantes del boom latinoamericano, menos las de Carlos Fuentes. Ahora que el
escritor mexicano ha muerto, me pregunto cómo fue que empecé a seguirlo, sobre
el primer encuentro que tuve con él y, principalmente, qué es lo que me ha
dejado a través de sus libros.
Era una perdida mañana
de la primavera de 1999. Caminaba por Larco. Acababa de cobrar un dinero por
una traducción. Al llegar al cruce con Benavides, subí en dirección a La Vía
Expresa. Ni bien avancé media cuadra, vi el panel de la librería ABC, hoy en día desaparecida. Ingresé
como quien mira sin intención, prestándome al placer de querer ser hallado por
el libro. Miraba sin mirar. Y sin esperarlo se me acerca la encargada de la
librería, Yesenia, quien con los años se convirtió en una de mis mejores
amigas. Llevaba un pantalón de lino beige y una cafarena verde oscura. Y me
gustaron sus ojos marrones claros. Le pregunté qué libro me recomendaría y ella
no dudó en darme Terra Nostra.
Al llegar a casa empecé
a hojear la publicación, de poco más de setecientas páginas. No tardé en
asociar la impresión con las experiencias lectoras de Paradiso y el Ulises. Y
no niego que tuve cierto temor, ya que en esos meses devoraba todos los nombres
capitales del realismo sucio. Mis preferencias iban por otro lado. No obstante,
crucé información y supe así que Terra
Nostra era una silente obra maestra. Mucho más que La muerte de Artemio Cruz, La
región más transparente y Aura.
Me consideraba un lector vitalista y no me sentía en onda como para embarcarme
en experiencias ligadas al metalenguaje. Dos semanas después, me sentí
decepcionado de los textos que andaba leyendo y en la soledad de mi habitación,
y movido quizá por un influjo irracional, decidí leer Terra Nostra.
Fuentes la escribió
gracias a una beca Guggenheim. Y durante años tuve la certeza de que para
leerla hacía falta gozar de una beca parecida. Esta novela es asunto serio. Te
seca y te reta. Pero tan cierto como ello es también su fuerza centrípeta,
capaz de acompañar durante mucho tiempo a quien haya hecho el esfuerzo por
abordarla. La empresa lectora me tomó, literalmente, un mes. Le dedicaba cuatro
horas diarias, acompañado de un diccionario y un cuaderno Loro en donde
apuntaba. Como se colige, fue una labor ardua, pero al acabar terminé con la
sensación de que había valido el esfuerzo y el sudor desplegados. Por extraño
que sea, Terra Nostra es quizá uno de
los mayores logros del Neobarroco, es la extensión hasta la muerte de Cobra y Maitreya de Sarduy, un cachetazo a Paradiso. Novela ampulosa y sensual, de vértigo infinito y con
todas las fichas puestas que aseguraban su perdurabilidad.
Lo ideal hubiera sido que siguiera leyendo
otras cosas de Fuentes. Sin embargo, me pasó con él lo que con los grandes:
anhelas quedarte con la sensación de dicha de lo leído, una suerte de huida de
una posible decepción ante un título que no esté a la altura del que acabas de
conocer. Los meses pasaron y mis ganas por fagocitar cine se habían acrecentado.
En una oportunidad, luego de ver Ciudadano
Kane, averigüé que esta película tenía más de un lazo en común con La muerte de Artemio Cruz. El detalle
fue más que suficiente para lanzarme a la novela. Evidentemente, los puentes
entre ella y la película eran más que patentes, y pude notar en este segundo
acercamiento un aspecto que no había percibido en Terra Nostra: los circuitos y senderos del espectro político, más
la direccionalidad del poder como eje. La
muerta de Artemio Cruz era una novela política y de misterio. Me gustó,
pero confieso que salí un tanto decepcionado y confirmé que debí esperar más tiempo
para acercarme a otro libro del mexicano. De allí en adelante comencé a
relacionarme indirectamente con Fuentes. Ya sea por el documental sobre Buñuel,
por las crónicas de Sergio Ramírez y los ensayos de Enrique Krauze. Todas estas
referencias llegadas por azar me hicieron volver una y otra vez al autor. Ahora
los resultados eran distintos, Aura, La región más transparente, Cambio de piel, Los años con Laura Díaz y algunas más, eran radiografías de su
grandeza como autor de ficción. Eran buenas novelas, aunque no calaran en mis
gustos personales. Empero, me reforcé con Fuentes cuando llegué a los ensayos
de Geografía de la novela.
Como lector que escribe,
siempre voy a tener predilección por los ensayos de escritores sobre el
quehacer creativo y la tradición literaria, de la novela en especial. Los
títulos se te vuelven importantes por el momento en que los lees. No solo te
abren la mente, sino que te expanden el espectro libresco. En mi caso, Geografía de la novela hizo que me
acercara a autores y prosapias literarias que veía de lejos, con la idea de
leerlos algún día. Este título me sirvió de guía durante años. Obvio, los
autores que Fuentes diseccionaba hacían eco de su postura literaria y política,
esto suele verse en escritores mayores, que ajustan su discurso a una teoría
personal con el fin de ganar más adeptos. Muchas de estas entregas caen en la
chapuza, no demoran nada en traicionarse. Sin embargo, Geografía de la novela se perenniza debido a su alcance que no solo
se centra en los autores y sus obras, debido a que en cada acercamiento somos
guiados a un contexto histórico, social y político. En otras palabras: Fuentes
me recreaba una época.
En mi experiencia en el
mundillo literario peruano y también en la comunicación que he mantenido con narradores
de otros países, la figura de Fuentes no ha sido muy determinante en sus
poéticas. Es que se ha leído poco a Fuentes debido, y disculpen el prejuicio, a
su imagen de escritor total al que solo le faltó hablar de cocina y automovilismo.
Fuentes es a la fecha una imagen lejana para las nuevas voces castellanas.
Veamos, si un aspecto
caracteriza a la nueva latinoamericana es su patente y autoauplaudida falta de
interés por la política e historia, centrándose más en terruños intimistas que
algunas veces toma como telón de fondo los acontecimientos políticos e
históricos que han marcado a la región del sur (claro, habría que obviar a los
autores que con fines comerciales han hecho uso de estas características en pos
de determinados títulos destinados a premios internacionales, tal y como
pudimos ver con Roncagliolo, Thays y Juan Gabriel Vásquez). Es decir, una
corriente que viaja a la contra de los postulados del mexicano, quien ha hecho
de la política e historia la médula de su inalcanzable obra.
Leer a Fuentes es un
reto. El lector de turno deberá dinamitar sus prejuicios. Una vez hecho esto,
nos toparemos con una propuesta que ha bebido en demasía de lo mejor de la
tradición de la lengua en castellano, ya sea en literatura, historia, política
y economía. Quizá, debido a su acervo, Fuentes se convirtió en una imagen
total, a años luz para muchas plumas en vías de consagración y otras que recién
buscan forjarse una obra. Es duro acercarse a Fuentes, pero hay que hacerlo.
Uno termina sus páginas enriquecido, sintiéndose más y sabiendo más de la tradición
literaria, como si se hubiese viajado en el tiempo en el fuego de la palabra. Y
ahora que escribo el texto, no puedo dejar de recordar una sentencia suya que
hasta el día de hoy me sigue marcando. “Ningún escritor escribe de la nada.
Tenemos una tradición que viene de Cervantes y desde allí hay que partir”. Tiene
razón, Terra Nostra es prueba de la
sentencia. Si más escritores y lectores conocieran esta novela, a lo mejor Fuentes tendría mayor ascenencia.
domingo, mayo 20, 2012
Más que un policial
Publicado en el segundo
número de Estante.
…
Segundo martes de
febrero de 2005. Me encontraba con el
editor David Abanto y los poetas Carolina Fernández y Miguel Ildefonso en el
café Domino´s de La Plaza San Martín. Eran las seis de la tarde y teníamos en
nuestra mesa a Miguel Gutiérrez, a quien entrevistaríamos para el primer número
de la revista “Pelícano”. Antes de empezar la grabación, conversamos de
literatura. Entre las cosas que dijo el narrador, pervive una que deberíamos
tomar en cuenta: “Cuando un escritor es bueno, tarde o temprano se le
reconoce”.
Quién mejor que él, que
sabía lo que decía. Si hay algún escritor peruano a quien se le ha intentado
acallar, ya sea por razones políticas e ideológicas en especial, ese es pues
Gutiérrez. Sin embargo, el tiempo ha sabido poner las cosas en su lugar. Hoy en
día su reconocimiento es, con toda justicia, unánime. Y aunque suene a consigna
manida: es hora de que se haga conocido más allá de nuestras fronteras.
A la fecha es el autor
estrella de Alfaguara Perú. Su novela anterior, Confesiones de Tamara Fiol, fue elegida como la mejor de 2009. Y la
última, que comentaré a continuación, se impuso como la más destacada del año
pasado, Una pasión latina.
Una
pasión latina no es ajena al derrotero de la poética
del autor. Si hay un género del cual ha hecho uso, ese es precisamente el
policial. Lo vemos en Hombres de caminos,
Babel, el paraíso, Poderes secretos y El mundo sin Txótchil. Sin embargo, este recurso es solo un
pretexto, ya que la presente novela sobrepasa el mero género, creándose una
atmósfera ideal que consigue proyectar el sentimiento de culpa y redención entre
los personajes centrales Nolasco Vílchez y Artimidoro Correa. Gutiérrez no solo
se solaza con una trama interesante, ya que esta es superada por la interacción
entre todos los personajes. Y me quedo con el perfil de Artimidoro, cobarde y pusilánime
que lo asume la vida desde la distancia, mostrando solo un mediocre compromiso
para con sus supuestas convicciones políticas, ideológicas y éticas.
El narrador de la
historia, Artimidoro, nos relata los motivos que llevaron a su conocido Nolasco
Vílchez a masacrar a su esposa norteamericana Karen Spiegel. Al mismo estilo
que los narradores del policial-enigma, Artimidoro reconstruye la vida de
Vílchez. En esta empresa intentará encontrar el “motivo” que configuró el sino
del asesino. Ahora, Gutiérrez, sabedor de los meandros del policial, parte de
la indagación biográfica para arribar a su tópico recurrente: lo social. Por
eso la novela es también un acercamiento a los años de la violencia política
peruana (a lo que acaeció en Ayaucho en especial), al racismo y el arribismo.
Gutiérrez es dueño de
una obra impresionante. Una pasión latina,
firmada por otro autor, sería considerada una novela consagratoria. Pero a
Gutiérrez le pasa lo que a los grandes: tiene columnas lo suficientemente
fuertes (La violencia del tiempo, título
que fácilmente se ubica entra las cinco mejores novelas peruanas del siglo XX, La destrucción del reino, El mundo sin Xótchil), cuyas sombras se
hacen sentir en lo último que nos viene entregando.
Lima desde lejos
Reseña publicada en el
segundo número de Estante.
…
Si hay un joven autor peruano
al que debamos seguirle la ruta, ese es Juan Manuel Chávez (Lima, 1976).
Digamos que Chávez se encuentra muy lejos de los asentamientos humanos de la
literatura peruana. No necesita de la fidelidad de los amigos del bar para
sentirse “alguien” y en plena vigencia. Tampoco de las gollerías del mundo de
la academia. Lo mucho o poco que ha logrado en lo literario es fruto de su
formación, inteligencia y evidente talento.
Muchos lo recuerdan
como el risueño conductor radial del programa cultural La Divina Comedia, otros lo asocian a sus excelentes conferencias
que brindaba en el Británico. Yo lo recuerdo por un robo que sufrió: cuando se
le otorgó, en 2002, el Copé de Plata a razón del cuentazo “Sin cobijo en Palomares”.
Chávez es también autor
de dos novelas, como la celebrada La
derrota de Pallardelle (2004) y la juvenil Allí va el señor G (2009). También tiene en su haber el cuentario Sonríen los desamparados (2006) y la
investigación La guerra del Pacífico y la
idea de nación (2010).
Ahora nos entrega Limanerías (Casatomada, 2012), un peculiar libro de ensayos
sobre Lima, sus costumbres, taras y pequeños grandes detalles. Muy bien escrito,
por cierto. En cada página Chávez demuestra su generosidad intelectual y su
capacidad de enseñanza. Sumemos también la influencia mayor de la publicación:
la deliciosa antología sobre Lima de Raúl Porras Barrenechea, El río, el puente y la alamadea (segunda
edición, de 1965; no confundir con la hilacha de Munilibros de 1987).
Sin embargo, el libro
no cuaja. Y me preguntó: ¿Por qué no despega si cumple los requisitos para
dicho fin? ¿Por qué yo, en calidad de lector, me sentí inmerso en la desazón,
sabiendo de las cualidades de Chávez?
En cierta ocasión le
escuché lo siguiente a Peter Elmore, el entrevistador le acababa de pedir un
consejo para los jóvenes escritores, a lo que respondió: “hay que saber mirar y
escuchar”. Esta declaración la tuve presente, como un mantra, al terminar Limanerías. En ninguna de sus cuatro
secciones (“Tiempos antiguos”, “Un camaleón entre dos espejos”, “Paisaje
peruano” y “Omisiones”) encontré el compromiso vital del autor para con su tema
a desarrollar. Su proyecto le exigía un compromiso parecido al de los
novelistas de best sellers, como, por ejemplo, meterse en el meollo de las
calles y explorar. No sé, quizá salir en las noches y ruquear; emborracharse en el Queirolo; entrar sin pagar, a riesgo
que te saquen la mierda en la puerta, al Directorio; pelearse con el negro “Paciencias”
en Etnias; bajar la resaca con un ceviche de carretilla entre Wilson y Colmena,
irse a tonear al Boulevard de Los Olivos, dialogar con los jóvenes empresarios
de Comas… O sea, enriquecer los apuntes del Moleskine con sudor, sobaco, carca
y moco, tal y como lo hizo Porras Barrenechea en su ya citada antología. El
legendario historiador sabía de sus limitaciones, por eso los textos que firma
en su florilegio solo se suscriben a lo que él conoce, no escribe de lo que no
sabe, de lo que no ha comprendido.
Estás falencias de
Chávez no son cosa menor. Ojalá fueran de estilo y concepto. Ojalá fueran de
edición. Ojalá fueran por falta de talento. A los creadores e intelectuales de
su talla hay que exigirles un compromiso
vital con su tópico. No podemos quedarnos en “lo interesante”, en la “elasticidad
y pulcritud del estilo”, en aplaudir el derroche de inteligencia. No. Todo
discurso de no ficción debe nutrirse de consecuencia. Con mayor razón cuando el
mismo descansa en la ensayística. Si no lo haces, suenas falso, plástico,
sumamente distante…
A medida que llegaba a
la última página, tenía la esperanza de encontrar un detalle de relieve, de
esos que grafiquen la “huachafería”, uno de los puntos centrales del libro. Y tuve
la esperanza de hallarlo en la sección “Paisaje peruano”, en donde somos testigos
de un recorrido pormenorizado por cada una de las cuadras del Jirón de La
Unión. Me lo imaginaba a Juan Manuel Chávez viendo las galerías, caminando
despacio, guardando en la memoria ocular los pequeños destellos que definen a
nuestra querida ciudad. Piensa en Valdelomar, en la bohemia literaria y política
de décadas atrás, y la compara con el sarao frívolo de hoy. Compra un helado de
menta con chispas de chocolate. Hace calor y se arrepiente del helado, que lo
necesario es una chelita bien helada y un cigarrito Hamilton para matizar.
Llega a La Plaza San Martín… El recorrido ya está hecho... “Lima es sumamente
huachafa”, piensa.
A pocos metros de él,
vendedores de sebo de culebra, y un poquito más allá unos turistas españoles
tomándole fotos al monumento del libertador. Se acerca. Los españoles ríen. A
los segundos una decena de turistas franceses también empiezan a tomarle fotos
al monumento. Y no demoran en reír. ¿Por qué ríen tanto?, se pregunta. Entonces
nuestro autor abre su Moleskine y escribe algo más o menos así: “Debajo de San
Martín hay una mujer esculpida, con una llamita en la cabeza. Dice la historia
que el alcalde de entonces le había pedido al escultor una llama sobre la
cabeza de la mujer, y la única llama que conocía este imbécil era el conocido
auquénido. Y allí está, para risa de los que saben mirar.”
Una lástima, detallitos
como estos, no figuran en Limanerías.
domingo, mayo 13, 2012
miércoles, mayo 09, 2012
domingo, mayo 06, 2012
Un remate de libros
Era domingo y caminaba
con José Carlos por la Benavides. Hablábamos de poesía y de los libros
que en los próximos meses publicaríamos. Un par de horas antes habíamos estado
desayunando con Buco, en una librería cuya cafetería era lo único rescatable
que podía ofrecer.
−A mí me gusta ir a
librerías, pero desde hace tiempo no experimento lo que es una grata
experiencia libresca. La última fue hace 3 años, en ese remate de libros de La Colmena
–dijo el ex poeta.
Recordaba bien a qué se
refería. En una tarde de noviembre de 2008 le pasé el dato de un remate de libros en la
conocida avenida del centro de Lima. Esa información no llegó a mí de la nada.
La tenía gracias a Armando, que en aquel entonces cursaba el último ciclo de
Literatura en La Villarreal.
José Carlos fue por su
cuenta a dicho remate. Pensó hacer un solo viaje, suficiente como para surtirse
de una buena cantidad de libros. Al final realizó 5 incursiones, y de cada una salió
con nutridas bolsas.
Cuando fui se me hacía
difícil creer lo que tenía ante mí. Sabía que ese local era de propiedad de La
Familia. Y confirmé lo que Armando me había dicho: “No te vas a arrepentir, Brother. Hay muy buenas cosas allí”.
Lo que primero que vi
fue una torre con títulos de Argos Vergara, de la que pude extraer varios
del ciclo Zuckerman de Philip Roth, un par de Reynaldo Arenas, entre otros.
Seguí avanzando y encontré una selección de los primeros títulos editados por
Anagrama, Alianza Editorial, Seix Barral, Alfaguara (las moraditas), Sudamericana…
A 5, 10, 15 soles… Al igual que mi amigo el ex poeta, regresé al día siguiente.
No se sentía el paso
del tiempo. Llegaba a las 11 de la mañana y salía a las 3 de la tarde. Y sí
barajé la posibilidad de pedir un préstamo para comprarme todos los libros. A
los bibliófilos nos pasa eso. Somos presas de las ansias, de la pulsión incontrolable,
lo quieres todo para ti y que nadie más sea partícipe de tu dicha.
Mishima, Pound, Aguev,
Sarduy, Lezama Lima, Donoso, Dos Passos, Marechal, Pitol, Mutis, Theroux, Sterne,
Vonnegut y más, muchísimo más…
−Me sorprende que ese
remate haya durado varios meses. Allí compré Los nueve novísimos de Castellet –dijo José Carlos.
Estábamos a media cuadra
del cruce de Benavides con La Vía Expresa.
La última tarde que fui
al remate, decidí hablar con uno de los encargados. Era un tío de no más de 50
años que lo único que hacía era leer la sección deportiva de un diario de medio
sol. Le pregunté hasta cuándo duraría el remate.
−Hasta que se acabe.
Quizá seguimos hasta marzo del próximo año –dijo.
Prendí un Pall Mall
rojo. La casa de José Carlos queda a media cuadra de La Vía Expresa.
Caminábamos ahora más despacio.
−Ese remate refleja
nuestra poca cultura libresca. No sé, en Santiago o Buenos Aires eso no duraba
ni 5 días. Muchos de esos libros los tengo como tesoros en mi biblioteca.
El ex poeta tenía toda
la razón.
Nos despedimos.
Hacía calor y fui a un
grifo a comprarme una chela en lata. Y pensé en el local del remate. Me dieron
ganas de verlo. No lo recordaba bien pese a que La Colmena está a 6 cuadras de
la librería en la que llevo más de 7 meses. Total, era domingo y había poco
tráfico.
Tomé el Metropolitano. Un
viajecito de no más 10 minutos. Me bajé en la estación Camaná.
Crucé la Plaza San
Martín y llegué al lugar del recordado sarao libresco. Saqué mi fiel y
añeja camarita digital. Crucé la pista y me ubiqué estratégicamente en las
gradas de ingreso de La Villarreal. Apunté y calibré la distancia. Disparé.
Aquel espacio que en su
momento albergó lo más selecto de la literatura se había convertido en un chifa.