viernes, octubre 31, 2014
Me encuentro en la librería, leyendo un
librazo de Norman Mailer, El combate,
que voy a reseñar próximamente.
A diferencia de ayer, no hace mucho sol
y el curso de las horas se me antojan cómodas y ligeras.
No me sorprende la prosa de Mailer. Lo
que sí me sorprende es que más de un amante del deporte, precisamente del box,
no conozca el título en cuestión, cuya edición que tengo es precisamente una
reedición.
Por eso, ahora disfruto de la lectura,
de manera lenta, adentrándome en los mundos interiores de Alí y Foreman.
Andaba muy contento.
Pero recibo la visita de una muy buena
amiga, que hasta en invierno le caen bien sus marrones lentes oscuros.
Con ella tengo que ir con cuidado cada
vez que hablamos, basta un breve comentario mío sobre la izquierda peruana para
que no demore en someterme a juicio popular. Por eso, ni bien la vi, supe que
uno de los temas que le tocaría sería el tema del que todo el mundo habla:
Burga.
Como toda persona informada, ella fue la
primera y no demoró en hablarme de Burga, y para no alterar la violenta paz que
me deparaban las páginas de Mailer, solo me dediqué asentir en cada una de sus
opiniones.
Sin embargo, también me habló de lo mal
que le cae Urresti, nuestro Ministro del Interior.
Entonces, dejé de asentir y solo me
limité a realizar afirmativos monosílabos.
Las cosas iban bien. Pero ella quebró mi
buen ánimo al decirme que no podíamos tener a un ministro de quien se sospecha
que tiene las manos manchadas de sangre. “Tortura”. “Asesinato”.
No podía quedarme callado más tiempo.
En buena onda, y con todo el aprecio que
le tengo en tantos años de amistad, le dije que no me parecía lógico su
razonamiento, porque no solo de Urresti tenemos las sospechas de violación de
derechos humanos, también del mandamás que tenemos en la presidencia.
¿De qué vale quejarnos de un amante de
las cámaras si quien lo puso allí fue precisamente otra persona de quien
también se sospecha que violó derechos humanos, apoyado en la campaña electoral
precisamente por esa izquierda a la que perteneces? ¿Por qué no me explicas,
querida, esa incoherencia?, le pregunté.
Ella me preguntó si le podía invitar un
cigarro, cosa que hice con mucho gusto, porque aparte de muchos buenos libros,
en Selecta también tenemos cigarros y café.
Fumó en silencio, mientras miraba las
novedades en la sección de Poesía Internacional.
Mientras ella se concentraba en los
lomos de los poemarios, yo me puse a responder algunos mensajes de texto.
El silencio se impuso entre nosotros. Yo
no tenía nada más que decir. Para mi buena suerte, ella rompió el hielo:
“Ese Burga saldrá de la federación
en un cajón”.
jueves, octubre 30, 2014
169
Anoche, mientras terminaba de leer un
buen libro que había aplazado durante años, La
infancia perdida y otros ensayos de Graham Greene, me animé a ir a la
turronería de la que un pata me pasó el dato, en la tarde, con mucho
entusiasmo. Pero antes debía acabar la lectura, que me devolvió a una época en
la que se me dio por leer exclusivamente a los británicos, en esos meses febriles
de lectura automática.
En un papel mi amigo apuntó las referencias
de la turronería. Debía subir por Tacna hasta Las Nazarenas, doblar a la izquierda
y caminar sesenta metros. Había pues una minuciosidad en la descripción, su hipocondría
se hacía presente en la manera como explicaba la dirección. Más de una vez he
sido testigo de lo involuntariamente insoportable que puede ser con los demás,
en especial con aquellos que recién lo conocen. Felizmente, no me afecta ni me
molesta su hipocondría, hasta podría decir que me agrada ese apego desmedido
por las cosas.
No lo veía en muchos meses, la última
vez que conversamos, le di mi opinión de un relato suyo, el cual no me pareció
del todo logrado debido al uso desmedido que hacía de las descripciones, era
presa de una digresión que se extendía en páginas enteras, pero claro, la
digresión no era el problema (hay que ser una bestia para estar en contra de
las digresiones), sino su falta de administración interna. Cuando le di mi opinión
de su relato, de más de treinta páginas, le recomendé que leyera a Proust y
Foster Wallace. Estaba seguro de su parcial conocimiento del francés, mas no
sabía si había leído o no a Foster Wallace.
Efectivamente, le gustaba mucho Proust,
su escritor favorito, pese a que todavía le faltaban tres libros para completar
A la busca del tiempo perdido. De
Foster Wallace había escuchado cosas sueltas, pero tomó a bien mis sugerencias.
Lo leería en los próximos días.
Y lo leyó en los próximos días, según
supe en un mail.
Y ayer cuando lo vi, estaba igual de
hipocondriaco, pero distinto en su manera de vestir y algo más ancho, como si
hubiese estado en maratónicas sesiones en el gimnasio. Su hablar era pausado,
como si pensara al milímetro cada frase. Cuando le pregunté qué había sido de
su vida en estos últimos meses, me respondió que había estado consagrado a la
lectura de absolutamente todos los libros de Foster Wallace y de todos los
libros que este leía. Esa respuesta corroboró mis sospechas y me dije que estuvo
bien no haberle hecho el comentario burlón ni bien lo vi entrar a la librería,
puesto que llamó mi atención la pañoleta que tenía en la cabeza.
No era necesario que levantara la cabeza
a medida que llegaba a la turronería, me bastaba con seguir cada uno de los
detalles que había escrito en la hoja rayada que le pasé cuando le pedí las
referencias de la turronería.
Llegué a la turronería y compré cuatro
kilos.
Sin exagerar, se trataba de uno de los
mejores que he probado en años, tal y como lo pude comprobar horas después. De
paso, me preocupé y llamé a mi amigo, quizá para hablarle de los peligros de la
influencia, o mejor dicho, para evitar un posible suicidio que me tuviera como
un bienintencionado responsable. Pero no, mi amigo se encontraba bien, bajo la
influencia, sí, pero sin fines autodestructivos. Según él, estaba programando
los puntos que abordaría en un ensayo sobre las matemáticas.
miércoles, octubre 29, 2014
168
Anoche, para regresar a casa, tuve que
hacer una caminata inesperada, motivada por la cantidad de personas que
invadieron las calles del Centro Histórico, con el único objetivo de ver al
Señor de los Milagros.
No había taxis a la vista.
Los conductores de autos particulares
estaban enfrascados en edificantes
intercambios verbales. Además, podía ver el cuello de botella que formaban los
buses de transporte público en Alfonso Ugarte.
No había que ser un dotado de la
deducción. Las cosas no se pintaban nada bien, puesto que me urgía llegar a
casa, pero lo pensé bien. Lo que podía hacer en una hora, bien lo podía avanzar
entrada la madrugada.
Me dediqué a caminar, despacio,
despreocupado.
Ingresé al universo morado.
El sudor de las personas que trataban de
encontrar la mejor posición para ver el paso del Señor, el fuerte aroma de los
anticuchos y pancitas, que en carretillas invaden hasta posesionarse de la Avenida
Wilson. Los vendedores de algodones y globos luchando con los agentes del orden
que se sienten menos y ninguneados por una fuerza fervorosa que los deja a la
nada. Claro, tampoco faltan los hormonales que aprovechan el forzoso calor
humano, caminando detrás de las mujeres que hacen gala de apetecibles culos,
sean naturales, trabajados en gimnasios o en el quirófano.
A medida que camino, miro sin mirar los
rostros de las personas. Percibo en sus rostros la esperanza, el milagro que
les tiene que cumplir el llamado Señor. Esos rostros no son solo de hombres y
mujeres de las clases menos beneficiadas, como erróneamente suele suponerse. A
diferencia de años anteriores, ahora percibo muchas más personas, ahora me
cuesta sortearlas, el aroma de la comida no me permite respirar bien.
Decido bajar por Uruguay. En este punto
soy un hombre que no piensa y que solo se deja llevar por sus instintos. Camino
y soy testigo de la fe religiosa que motiva la ocasión. Putas y tracas pegadas
a las paredes que también exhiben su cintillo morado. Y me permito fumar,
porque recién me permito fumar, pero tropiezo, con algo, pero alargo el pie
para no caer de rostro. Aunque no me he encorvado tanto, será muy difícil que
pueda olvidar la cabeza de la alpaca que tenía ante mí, temiendo que vaya a
escupirme. Pero la alpaca fue buena, solo me miró. Eran dos alpacas, también
dos llamas y una vicuña, que llamaban la atención de los niños que les pedían a
sus padres tomarse algunas fotos con esos bellos auquénidos explotados.
Una cuadra más abajo, supe que había
sido una estupidez optar por ese camino, quizá llevado por la costumbre. Iba a
tener que caminar más de la cuenta para salir de las cientos de miles de
personas que esperaban el paso de la efigie.
Pero me detuve, en medio de la bulla y
de los sonidos de los vendedores de música pirata. Escuchaba las teclas de un
piano, sonidillo que me lleva a uno de los mejores inicios que haya escuchado
de una canción, entonces me detengo y me ubico en dirección al sonidillo que se
abre paso entre los sonidos de las otras canciones y de la bulla. Aunque “The
Year of the Cat” de Al Stewart es muy larga, no niego que sus segundos iniciales
no dejan de paralizarme sin importar el momento y lugar.
martes, octubre 28, 2014
167
Hace algunos días un joven lector me
preguntó si releía libros de ficción. No sé a cuenta de qué me vino su
pregunta, pero no me hice problemas al respecto, puesto que desde hace mucho
tiempo lo que hago es releer las novelas y cuentarios que han contribuido en mi
experiencia lectora, aquellos que se me hacen perdurables por una o varias
razones, todas ellas emocionales.
De la misma manera también leo y releo
no pocos títulos sobre la experiencia de la lectura, sobre el proceso de
escritura, como La novela de una novela de
Thomas Mann. Me interesa mucho el punto de vista, la opinión, la prosa en la
que se canaliza esa opinión. Soy pues enemigo de lo descriptivo, busco ante
todo la iluminación de lo que me puedan decir de un libro, así concuerde o no
con lo que se me dice.
No me considero fan de Alejandro Zambra,
pero sí reconozco que el lugar que ocupa en el imaginario de la narrativa
latinoamericana actual es más que justo. Zambra es un escritor serio. Está a
años luz de ser un paquete, de esos que a cada cambio de estación las grandes
editoriales nos quieren vender. Y aunque todavía no lo leo en su faceta de
poeta, apostaría a que es uno bueno, o en su defecto interesante. Es por ello
que este nuevo acercamiento a su título No
leer (Ediciones Universidad Diego Portales, 2010), en donde reúne sus
reseñas, ensayos, crónicas y artículos literarios publicados en diferentes
medios escritos chilenos y latinoamericanos, me ha deparado una experiencia
gratificante. Pese a los años transcurridos, esta publicación sigue fresca y
radiante, sin señales de canas y arrugas, que nos pone en el tapete la visión
que su autor tiene de la literatura y de cómo él se presenta ante ella.
Soy un convencido de que la mejor relación
que los escritores podemos tener con la literatura es comprometiéndonos con los
libros que más nos gustan. Resulta más fácil criticar y encontrar falencias en los textos poéticos,
ensayísticos y narrativos. En realidad, cualquiera puede encontrar falencias,
caídas, chapucerías. Lo difícil es resaltar virtudes, hallar caminos ocultos e
influencias.
Zambra, en la primera sección del libro, no es
para nada ajeno a esta intención. Hasta pienso que los textos fueron escritos
en casi total estado de gracia, otorgándoles una mirada distinta a libros ya
instaurados en el imaginario del lector, tal y como puede apreciarse en
“Lecturas obligatorias”, “Borrador”, “Que vuelva Cortázar”, “La literatura de
los hijos”, “Al servicio de los fantasmas”, “La larga noche de ‘Lumpérica’”,
“La memoria de Borges”, “Kafka, el uruguayo”, “La sobremesa de ultratumba”, “El
tiempo de Natalia Ginzburg” y “Contra los poetas I y II”.
Confieso que Zambra me ha convencido en
aspectos en los que me consideraba reacio, al extremo que le daré una nueva
oportunidad a Lumpérica de Diamela
Eltit (y pensar que ya tenía suficiente con las Diamelitas del sur). Y claro,
también he reafirmado mi apego por ciertas poéticas de la evasión, como la de
Mario Levrero. En más de un tramo Zambra suena íntimo, pero cuidándose siempre
de no caer en el lugar común y la cursilería, por ello lo notamos sumamente
cerebral, cauteloso…
En la segunda y tercera sección
encontramos textos más extensos, a lo mejor publicados en revistas, como “La
poesía de Roberto Bolaño”, “Algunos rostros de Nicanor Parra” y “Ribeyro en su
telaraña”. Los seguidores de Ribeyro ahora están en la obligación moral de
conocer lo que piensa este muy buen escritor chileno sobre el renombrado
cuentista, a saber, hay más de una interpretación que no se ha desarrollado
como se debe entre los ribeyrólogos peruanos. Y en la tercera, “Árboles
cerrados” y “De novela, ni hablar” nos manifiestan la poética del autor,
nutrida de una tradición que poco o nada le debe a la que, en teoría,
pertenece.
Líneas arriba consigné que no había
leído a Zambra en su calidad de poeta. Cuando terminé la lectura de No leer, tuve la certeza de que sí me
había acercado a su poesía; es posible detectarla en el ritmo cadencioso de los
silencios, en el código escondido entrelíneas, como también en la cualidad de
transmitir mucho en pocas palabras, sin necesidad de tanto regodeo, dueño de una
envidiable claridad reñida de la simpleza.
…
Publicado en Siglo XXI
166
Entre los libros peruanos que he leído
con mucho gusto y placer en los últimos meses, debo mencionar La piel de un escritor (Fondo de Cultura
Económica, 2014) de Alonso Cueto.
Imagino que para no pocos este era el
libro que se esperaba del autor, que aparte de su exitosa trayectoria como
narrador, se sabía también de su faceta de ensayista, articulista y maestro, de
la que había dejado muestra en los muy recomendables Sueños reales y Juan Carlos
Onetti. El soñador en la penumbra, títulos que nos ofrecían las sospechas
razonables de estar ante un ensayista de un vuelo mayor, un Cueto ensayista que
cumplía ese noble propósito de conectarnos con los grandes libros,
alimentándonos con una voracidad lectora que solo consiguen transmitir muy
pocos, labor que solo los elegidos pueden llevar a cabo.
Obvio, muchos escritores pueden sentarse
y escribir de sus libros y autores preferidos, reunir esos textos y publicar un
libro. Pero lo cierto es que muy pocos de esos escritores logran pasar la valla
del olvido, no logran asentarse en la memoria inmediata del lector, debido a
que lo que han leído no son más que antologías de pedantería libresca, en las
que el autor de turno nos quiere hablar de lo mucho que ha leído, sin
revelarnos, sin ni siquiera ofrecernos nociones, de las razones que lo llevaron
a escribir de sus autores favoritos.
En ese punto se diferencia Cueto, porque
se desmarca de la pedantería, del yoísmo idiota e insoportable y se dedica solo
a exponer con rigor generoso de sus autores y libros preferidos. Leer al Cueto
ensayista, articulista y maestro es ser testigos de su amor y compromiso que
siente por la literatura. Muchos pueden pregonar amor por la literatura, pero
la mayoría de las veces ese supuesto amor es para el balconazo, para una
entrevista con fotón incluida o un Book Tour, es decir, hablamos de un amor
estratégico porque ayuda a vender. La mentira de ese amor estratégico por la
literatura se pone en evidencia cuando son incapaces de mostrar el más mínimo
de los compromisos por difundir ese amor por la literatura de la que tanto
hablan.
Por esta razón, Cueto goza de una
legitimidad literaria que hasta sus más férreos detractores no pueden dejar de
reconocer. Cuando le leemos (y escuchamos) sobre tópicos literarios, le
creemos, y no hay que hurgar más de la cuenta en esa credibilidad, se siente la
verdad literaria entre sus palabras y esa es una experiencia que no solo
debemos agradecer, sino también cuidar.
No hay secretos en esta legitimidad
literaria. Es que hablamos de amor y compromiso por la literatura, que Cueto
eleva a la perdurabilidad en La piel de
un escritor.
Se podría pensar que estamos ante un
manual para profesores de literatura o de un texto motivador para escritores en
ciernes, debido al subtítulo Contar, leer
y escribir historias.
Si eso es lo que se piensa, no tienes la
más mínima idea de lo que te pierdes.
En La
piel de un escritor, Cueto se desata y nos habla del por qué es el escritor
que es, nos hace partícipes de ese difícil proceso en el que se forma un
narrador de historias.
Pero ante todo, Cueto testimonia de su
postura ante la literatura. Y ese testimonio de su postura es lo que asegura la
perdurabilidad de la presente publicación. Se colige que no se trata de una
postura acomodaticia y para asegurar esa postura, o punto de vista, se vale de
su experiencia personal, de todo aquello que lo afectó como ser humano, de sus
lecturas que determinaron su poética, de las experiencias que lo llevaron a
pergeñar determinadas novelas. Cueto nos habla de sí mismo pero sin hablarnos
de él. En esa estrategia descansa la fuerza y el hechizo de La piel de un escritor.
Un libro como este no podría sentirse,
ni mucho menos entenderse, sin una voz radical. Conozco muchos textos del
autor, he asistido a algunas de sus clases, pero es la primera vez en la que me
topo con un radicalismo que le desconocía y que a la vez le agradezco. Ese
radicalismo no es más que su apuesta por el registro realista al momento de
narrar. Seguramente, más de un cultor de otro registro considere una estrechez
de miras del autor, pero no es así, porque Cueto se vale del conocimiento de la
tradición a la que pertenece, más la tradición foránea que ha asimilado, para
sustentan el por qué se considera un narrador de historias, hecho que lo ha
convertido en un investigador de vidas ajenas para configurar sus personajes,
en un historiador para ubicar en el espacio y tiempo sus historias, en un
reportero a la caza del suceso que en las miradas de los demás pasa
desapercibido. Es que eso es lo que tiene que hacer un escritor: saber leer la
realidad, leer los detalles. O como bien se dice en estas páginas: el escritor
nunca debe perder su capacidad de asombro. Es decir: el escritor que no se
asombra es un mero escribiente de anécdotas. Pero ese asombro sirve de poco o
nada si no hay un compromiso por parte del narrador, quien tiene que adentrarse
en el tópico que lo asombra hasta agotarlo y una vez agotado recién comenzar el
proceso de (re)creación.
Estamos ante un autor que ha leído mucho
y que tiene suficiente mundo, de ambas experiencias ofrece varios textos de
actualidad, como el discurso que se viene empleando en las redes sociales, pero
ninguno como “Enseñar. Sembrar. Cartas a los profesores de Lengua y
Literatura”, que es, por donde se mire, una abierta apuesta por la lectura, en
el que grafica de su poder formativo en la sociedad. Se nos presenta un texto
de una actualidad tremenda, puesto que la lectura es el único medio que
permitirá rescatar al país de esta próspera bestialidad. Es cierto que el texto
fue escrito para los profesores, empero, su onda expansiva llega a todo aquel
amante de la literatura convencido de su poder de hechizo y cambio.
He pasado muchas horas tratando de
encontrar las palabras, o la palabra, que me ayuden a definir esta última
entrega de Cueto. Pero me he dado cuenta de que lo políticamente correcto no
sirve de mucho, puesto que no reflejaría el sentir de los no pocos lectores que
me han hablado con entusiasmo del libro, entonces me aúno a su verdad
emocional: “La piel de un escritor
está de la putamadre”.
…
Publicado en LPG.
domingo, octubre 26, 2014
165
Por alguna extraña razón, hoy en día los
libros de Henry Miller ya no llaman la atención. Es más, hasta tengo sospechas
razonables de que entre el minúsculo círculo que le venera, resulta un autor mencionado antes que leído. Más de un seguidor se muestra demasiado entusiasmado con su
vida. En realidad, quién no se sentiría entusiasmado con su vida, siempre y
cuando no seas tú el que las pases putas.
En lo que a mí respecta, Miller continúa
siendo un autor extraordinario, de otro lote. Así no pocos digan que en sus más
de cincuenta libros no haya hecho otra cosa que no sea hablar de sí mismo.
Tampoco hay que ser un conocedor, un capo en narratología, para saber que le
hacía ascos a las estructuras narrativas. Lo suyo era sencillo: escribir sin plan
previo. La carencia de andamiaje narrativo iba en relación con el devenir de su
sufrimiento y depresión, patentizados en torrentes verbales, importándole (absolutamente) nada
las contradicciones que podía cometer mientras narraba.
Más de uno se equivoca con Miller: Miller jamás escribió novelas, Miller escribió libros confesionales.
Más de uno se equivoca con Miller: Miller jamás escribió novelas, Miller escribió libros confesionales.
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial,
Miller es invitado por su amigo el escritor inglés Lawrence Durrell a pasar una
temporada en Grecia. Para ese entonces el norteamericano tenía la fama de ser un autor de temática sucia y obscena, gracias a Trópico de cáncer,
Trópico de capricornio y Primavera negra.
No la pasaba nada bien y en más de una ocasión había intentado suicidarse. La invitación de Durrell llegó en el momento preciso, cuando lo único que deseaba Miller era escapar, fugarse del mundo, destruirse a sí mismo. Pues bien, si no fuera por su paso por Grecia, precisamente en la isla Corfú, jamás hubiera escrito su mejor libro: El coloso de Marusi.
No la pasaba nada bien y en más de una ocasión había intentado suicidarse. La invitación de Durrell llegó en el momento preciso, cuando lo único que deseaba Miller era escapar, fugarse del mundo, destruirse a sí mismo. Pues bien, si no fuera por su paso por Grecia, precisamente en la isla Corfú, jamás hubiera escrito su mejor libro: El coloso de Marusi.
“De no haber sido por una muchacha
llamada Betty Ryan que vivía en la misma casa que yo en París, nunca hubiera
ido a Grecia.”, dice el escritor al comienzo, pautando de esta manera el tono
sosegado en cada una de las páginas, privilegiando las descripciones de los paisajes
que los amigos narradores recorren por el Peloponeso. Miller encuentra la
felicidad, pero esta no le es duradera. Ante tanta paz y sol, no deja de
preguntarse y reflexionar sobre si es conveniente que regrese o no a su país: “Les
pregunté si habían oído hablar de los millones de personas que estaban sin
trabajo en América. No me hicieron caso. Les pregunté si se daban cuenta de los
vacíos, desasosegados y miserables que eran los americanos con todas sus
máquinas productoras de lujo y comodidades. Mi sarcasmo no les hizo mella. Lo
que deseaban era éxito: dinero, poder, la Luna a ser posible. Ninguno quería
volver a su país…”
El sexo, las noches interminables y los
devaneos oníricos en pos de la perdición, tan caros en su poética, son
desplazados en este título por infinitas conversas sobre libros, música e
historia griega. Miller protege su alma con ayuda de un sol calcinante que
bordea los cuarenta grados, esperando sin esperar los crepúsculos turquesas y
naranjas, bebiendo lentamente una botella de estimable vino para luego bañarse desnudo
en las tibias aguas del Mediterráneo. Así es, somos testigos de un Miller
distinto, reconciliado. Un Miller en estado de gracia, estado de gracia que no
duda en plasmar en su prosa, esa prosa cadenciosa que describe y que hace de El coloso de Marusi su obra mayor, una
gran puerta de entrada para quienes aún no lo leen y toda una invitación para los que ya la han frecuentado. El coloso…
no es en absoluto poca cosa, puesto que ni en sus años de mayor reconocimiento
literario, ni en los que estuvo alejado de la pobreza extrema, llegó a escribir
otro libro que se le pueda igualar.
sábado, octubre 25, 2014
164
Si la memoria no me falla, más de una
vez he dicho que vengo leyendo muchos diarios de escritores. Llámalos dietarios,
si gustas.
Nunca he sido un ferviente lector de
diarios. Digamos que he leído los diarios que debía leer, dietarios que me
gustaban, pero solo eso, que me gustaban.
Entonces, en qué punto cambia mi gusto
por una pasión voraz que me lleva a leer cuanto diario se me presente en el
camino.
Imagino que esta historia comienza a
mediados del 2008. Más o menos entre agosto y diciembre, quizá uno de los
periodos más telúricos de mi vida, en todo sentido, telúrico desde el literario
hasta el emocional.
Por esa época me tocó presentar a un
joven autor español, Javier Alonso Benito, en el Centro Cultural de España.
En la presentación, el pata ofreció una
conferencia sobre la literatura del yo en la narrativa española actual. Quizá
fue una de las lecturas más largas y pesadas que haya podido escuchar (y leer
de costado, siguiendo la lectura), puesto que el texto se componía de más de
veinticinco páginas.
El público dormitaba.
El público se iba.
Pero a medida que leía de costado y
escuchaba, memorizaba muchos datos de escritores de diarios que Javier
consignaba.
A veces pienso que esa lectura se hizo
para mí y no para los sufridos asistentes, porque los asistentes fueron víctimas
de ese mal llamado modorra.
De los libros y autores mencionados,
conocía a casi todos, pero en su faceta de escritores de ficción.
Días después de la presentación, me
interesó explorar esa libertad que permite el registro diarístico.
De esta manera comenzó mi apego por los
diarios o por aquellos libros que fueran agradables presas de la indefinición
genérica. En la búsqueda me sentía como si hubiera llegado tarde a una fiesta,
en la que solo se pasaban las canciones que sugestionaban a los asistentes a abandonar
la reunión.
O sea, me preguntaba por qué no había diarios
o “esos” libros de indefinición genérica desde antes. Pero sabía también que de
nada vale lamentarse. Como bien aprendí hacía mucho: todas las cosas tienen su
momento y, en cuanto a los libros, estos son los que te buscan y encuentran, y
cuando te encuentran tienen el poder de remecerte.
Los lees.
Los relees.
Los picas. Es decir, se vuelven
interminables.
Cada vez que me preguntan por Pessoa, no
pienso en la poesía de Pessoa.
No, no pienso en su gran poesía.
Pienso ante todo en Libro de desasosiego.
He llegado al punto, por demás
caprichoso, de ser un lector radical sobre la proyección de este libro: si te
consideras lector, no puedes pasar por alto Libro
de desasosiego, peor si te haces llamar escritor.
Estamos pues ante un libro vivo, fresco,
que nos anuncia la verdad de la libertad de la escritura, esa verdad que
algunos vendedores catalogan de novedad, de los nuevos caminos que
supuestamente debe recorrer la narrativa de hoy, cuando lo cierto es que Pessoa
ya había construido ese camino.
No se trata de un libro experimental,
que lo es.
Es un libro de registro convencional,
aunque no lo es.
Ocurre que Libro de desasosiego es la vida en literatura tal cual, el
mestizaje mágico entre el contenido y la forma, que garantizan su necesaria
actualidad.
Hay que ir hacia atrás para poder
avanzar.
viernes, octubre 24, 2014
jueves, octubre 23, 2014
163
Una mañana, como la de hoy, decides picar algunas páginas
de La ciudad y los perros. Haces
memoria, de cuándo fue la primera vez que leíste la novela, pero eres incapaz
de dar con la fecha exacta. Lo que sí recuerdas es que el primer libro de
Marito que leíste fue El pez en el agua.
Aún lo tienes presente. Tenías cerca de trece años y estabas castigado en el
salón de actos del colegio. No recuerdas qué habías hecho, pero usabas buzo y a
lo mejor tu presencia en ese frío salón se debía a una trifulca que armaste en
el recreo. No eras el único en esa sala, estaban los que te miraban con
admiración y los otros, los otros que te miraban con odio, esos idiotas que
jamás perdonarían ni olvidarían.
Por esa época leías lo que tenías que
leer. Te gustaban las novelas de aventuras. Además, sabías que le caías bien al
profesor de Lengua y Literatura, Teófilo Flores. A lo mejor él fue
quien te entregó las memorias de Marito, como para que te calmes y no te pelearas
con aquellos que nunca te olvidarían ni perdonarían.
Hacía tres años el Chino había llegado
al poder y no pocos decían que Marito escribió ese libro porque andaba
resentido por haber perdido las elecciones presidenciales del 90. Empezaste a
leer con ese prejuicio, pero a medida que avanzabas, te diste cuenta que te
gustaba lo que leías. Te llevaste el libro a casa y no
pudiste despegarte de sus páginas. Por esa lectura dejaste de ir a tus clases
de inglés en el ICPNA y dejaste plantado a tu enamoradita cuatro años mayor que
tú, porque desde los 13 tienes la misma talla de hoy, aunque últimamente te
dicen que has crecido un par de centímetros más, y ellas creían que no tenías
precisamente 13 años, te alucinaban de 17, 18, 19. Pero no te engañes, no es
que seas muy alto, no G, lo que ocurre es que el peruano es demasiado bajo.
Por eso hoy, después de más de veinte
años recuerdas con furia ese libro de Marito. En la noche buscarás un bar en San Borja, uno con
vista a la Aviación. Pedirás una chela y prenderás un Pall Mall rojo y ante tus
ojos desfilarán párrafos enteros de esas memorias. Pensarás a qué se debe que lo recuerdas, y luego de un rato darás con la respuesta, que será la respuesta a una
pregunta que no sabes quién te la formuló, seguramente el fin de semana, sí,
seguramente el fin de semana. Y la pregunta no es la gran cosa, no se trata de
una rebuscada, sino sencilla, hasta simplona, pero con mucho poder: ¿Qué libro
fue el que marcó como persona, aquel que inició tu floja voracidad lectora?
162
Algunas ferias de libro me sorprenden en
estos últimos días. La semana pasada estuve en la Villarreal y ahora esta,
hasta el viernes, en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la PUCP.
A ambas ferias no pensaba ir, pero en
ellas estoy, vendiendo libros y hablando de literatura y rock con los
estudiantes y profesores. Para mi buena suerte, ahora estoy bajo la sombra y
debido a ello no tengo la nariz roja.
Leo mucho y en cualquier lugar,
aprovechando las horas muertas, como siempre, y decido, mientras sorbo un café
sin azúcar, el libro que voy a reseñar para LPG. Se trata de un libro que me ha
gustado mucho, de un escritor a quien aprecio bastante como persona y a quien
también considero mi maestro.
Se deduce, entonces, que la reseña será
positiva. Y trataré de explicar por qué su libro está de la putamadre.
A lo mejor, más de uno dirá que se trata
de amiguismo, pero no, no es amiguismo por ningún lado, solo se trata de
aquello que se conoce como “Rigor generoso”, el cual debemos desplegar en los
libros que nos gustan y que nos revitalizan interiormente.
Termino el cafecito de máquina y me
pongo a pensar en el Amiguismo/Relacionismo que desde hace varios meses noto en
las reseñas de libros peruanos. Claro, el Amiguismo/Relacionismo siempre ha
existido, pero nunca a este nivel en el que se ha perdido el más mínimo pudor, un
nivel que se presenta de decente, pero que no es más que infame y ridículo.
Veo la situación en frío y llego a una
triste conclusión: ningún medio, sea virtual o físico, se salva del
Amiguismo/Relacionismo.
En distintos niveles percibo el
esplendor del Amiguismo/Relacionismo en las reseñas de libros peruanos.
Eso: distintos niveles.
Felizmente, el lector no es un ningún
idiota, se da cuenta cuando le quieren vender gato por liebre. El lector es
mucho más cuidadoso que un comprador de celulares. El lector revisa, pregunta,
compara. El lector no solo pone en riesgo su dinero, sino también algo más
importante: su tiempo.
Sigamos.
El lector habitual de este blog sabe que
yo presento no pocos libros, sean de autores peruanos y extranjeros.
También reseño libros. También escribo
notas de contratapas que firmo. Y de cuando en cuando prologo.
Se podría decir, bajo la sospecha de
algún intrigante que nunca falta, que yo también soy partícipe de ese
Relacionismo/Amiguismo.
Si algo tuviera que decir al respecto,
sería lo siguiente: es cierto que presento no pocos libros de autores peruanos
y extranjeros, y también es cierto que no pocos de estos autores son amigos y
conocidos míos. Pero también es cierto que los libros que presento y recomiendo
son buenos libros, apreciación que también me alegra ver en los lectores que se
acercan a esos libros y me dicen que sí les gustó el libro X; otros, puesto que
no todos pensamos igual, me dicen que el libro X no les gustó pero que no les
pareció malo y que sintieron que no perdieron el tiempo mientras lo leían.
Eso es lo que me gusta: generar una
cadena: el que no te guste un libro no significa que ese libro sea malo. Son
dos cosas distintas.
A lo largo de los años, muchos
escritores que aprecio me han pedido que presente sus libros y les he dicho que
no, con todo el cariño y respeto posibles. Siempre pido leer antes el libro y
es su lectura la que me lleva a presentarlo o escribir sobre él.
Cuento lo siguiente: yo admiro a Miguel
Gutiérrez. He leído toda su obra. Cuando me pidieron que presentara la
reedición de su novela Poderes secretos,
pedí leerla antes porque no sabía absolutamente nada de ella, solo de esa
leyenda negra que la ubicaba como el texto más subliminal de Gutiérrez.
Finalmente, terminé presentando el libro porque me gustó mucho pese a que no se
ubicaba en mis gustos estéticos como lector.
Es por eso que me sorprende ver a
lectores preparados, dueños de una buena formación académica tanto en Perú y el
extranjero, profesores de importantes universidades privadas y nacionales,
practicando el reseñismo insincero, el reseñismo descriptivo, el reseñismo
buenagente, el reseñismo infame, el reseñismo idiota que mina su credibilidad
(de nada te valen los cartones si no tienes credibilidad/legitimidad).
Lean aquí, un irrebatible ejemplo de lo
que digo.
Lo que me apena de los ejecutores de
estas reseñas, es que no son tipos de dudoso y cuestionado nivel crítico, sino
tipos de los que tengo muy buenas referencias personales, gracias a los
conocidos y amigos que tenemos en común, como Alonso Rabí. Lamentablemente,
Rabí es un involuntario practicante del buenagentismo, buenagentismo que lo
llevó a publicar una reseña de un libro malísimo de un autor de quien también
tengo buenas referencias personales.
O sea, imagino que estamos hablando de
literatura, no de amistad o compañerismo laboral, que para esas cosas tenemos
los bares.
Por ello, estimado, AR, lo que no te
dicen los demás, te lo digo yo en buena onda: mata tu buenagentismo, ese
buenagentismo que te llevó a formar una (también involuntaria) argollita en El
Dominical, argollita dedicada al reseñismo cruzado que veíamos domingo a
domingo en el 2008, a excepción, claro está, de los números dedicados a Martín
Adán y Ribeyro.
La gente captaba en una esas reseñas
cruzadas, si no lo sabías.
Una vez aniquilado tu buenagentismo,
accederemos a ese buen lector que eres y así marcarás una real diferencia en el
panorama de la crítica literaria en medios, una diferencia que hace tanta
falta, por cierto.
El buenagentismo se mata con carácter.
Esto es lo que suelo hacer:
Autor: G, ¿puedes presentar mi libro?
Pero si no puedes, ¿puedes escribir una reseña?
G: Primero lo leo. Si me gusta, y
dependiendo de mi tiempo, lo presento. Si no me gusta, ni presentación ni
reseña. Así de simple.
Autor: Pero, G, somos patas. Yo siempre
leo tu blog, leo tu blog desde cuando nadie lo leía.
G: Sabes que agradezco tu generosidad. Pero
esto es literatura. Verdad emocional. Si tu libro es malo, ten en cuenta que
esto es como el fútbol: este partido quizá lo puedas perder, pero podrías
golear en el siguiente partido.
lunes, octubre 20, 2014
161
Desde hace unos días vengo leyendo Jardines de la Disidencia. Si hay un
autor de quien espero fagocitar absolutamente todo, ese es precisamente
Jonathan Lethem.
Esta lectura me lleva también a repasar
la obra de este autor, como quien intenta forjar una especie de cartografía,
como quien ubica su privilegiado sitial en la narrativa contemporánea. No hay
que pensarlo mucho: estamos ante uno de los autores que hacen de la epifanía
una marca registrada y se hace menester seguir esta epifanía, no dependiendo del
aura de su condición de novedad, es decir, no limitarnos a comentar los libros
de los autores que nos gustan a razón de su último libro. A veces resulta
gratificante retroceder un poco para poder avanzar con paso firme, para darnos
cuenta del valor de su epifanía.
Por eso regreso a su penúltima novela.
Una novela que se me ha revelado de manera muy especial gracias a su oculta relación
con la librería Brazenhead Bookstore, en donde Lethem trabajó durante un
tiempo.
A esto sumemos una idea que vengo barajando
desde hace un tiempo y que ahora me permito compartir: la crítica literaria no
debe suscribirse a las novedades, no debe ser esclava de lo llamado “último”.
En este sentido, bien nos podemos preguntar por todos aquellos libros buenos
que leemos y que pasan desapercibidos debido a que nos acercamos a ellos a
destiempo. Para quien esto escribe, esta realidad no es más que una injusticia.
Tampoco sugiero que reseñemos libros publicados hace más de treinta años, no,
esa no es la idea. La idea es la de ayer, hoy y también mañana: recomendar
buenas lecturas.
Empecemos: Jonathan Lethem no tiene
lectores. Jonathan Lethem tiene hinchas. Fue a inicios de 2006 que leí La fortaleza de la soledad y decidí
seguirle el rastro en cada uno de sus títulos. No todos, obviamente, me
significaron una maravilla, pero en cada acercamiento quedaba hechizado por su
coherencia narrativa, que descansaba en la exploración formal y su variopinta
fuerza nutricia que recogía en demasía del rock, el comic, el cine, las artes plásticas
y las novelitas de kiosko. Ni hablemos de su prosa, premunida de un extraño respiro
radiactivo que no pocos escribas quisieran exhibir.
Hay que ser un alucinado para
escribir una novela como Chronic City
(Mondadori, 2011). No todos están dispuestos a proyectar en los lectores la
condición de hijo mimado no reconocido de David Lynch. Esta última novela, más
allá de su clave autobiográfica, no solo es para los seguidores del autor, sino
también para los que quieran a llevar a cabo, en 446 páginas, una sesión
psicotrópica en la experiencia de la palabra.
En ella tenemos pues a dos personajes
que se complementan, tanto Chase Insteadman y Perkus Tooth cumplen en sus roles
de disidentes de la soporífera cotidianidad. De lejos parecen poseros insoportables,
pero de cerca no son más que fisonomías morales rubricadas por la extravagancia
y el sino desdichado (carencia de plenitud) que los envuelve. Sin este par,
Lethem no hubiera intentado cumplir con su objetivo: la creación de una ciudad
paralela de New York. Una canábica novela total, sin tronco ventral definido
pero sí con nervudas ramas oscilantes que nos acercan a personajes guiados por
el yugo del consumo y la mentira, esclavos de los alucinógenos y las drogas, al
punto que el nombre de una de estas titula la novela.
Ahora, lo que obnubila es el cambio de
registro narrativo que Lethem lleva a cabo. Por momentos tenemos la impresión
de que estamos ante una novela hermana de Huérfanos
Brooklyn y La fortaleza de la soledad,
es decir, una historia anclada en un tenue realismo condimentado con humor y
enciclopedismo popular (por cuenta de Perkus Tooth, por supuesto). El drama
personal de Chase Insteadman, que a sus años lucra de su relativa fama de actor
infantil y cuya novia Janice Trumbull, atrapada en el espacio, le manda amorosas
misivas públicas, parece ser el camino a seguir por el lector; sin embargo, cuando
Insteadman conoce a Perkus no solo su vida se asienta en otro sendero, también
el sentido mismo de la novela, convirtiéndola en un aparato narrativo de
registros que nos recuerda a los de Nova
Express de Burroughs, Amerycan Psycho de Ellis, Dinero de Amis y, muy en especial, de Una mirada en la oscuridad de Philip K.
Dick. O sea: un celebratorio cóctel Molotov. Lethem abandona por completo el
código realista para insertarse, gradualmente, en uno que bebe de la ciencia
ficción y la fantasía por igual. La aparición de un tigre, por ejemplo, en un
comienzo presencia potenciada por la desaforada mente de Perkus, que amenaza
con tragarse a la ciudad de New York, sobrepasa su condición simbólica y
metafórica para asentarse como el protagonista central de esta excelente novela
que ubica a Lethem, una vez más, como la voz más explosiva y personal de la
generación del relevo de la narrativa gringa, la que espera tomar la posta de
Roth, McCarthy, De Lillo, Ford y demás.
Lees a Lethem y te dan ganas de coger un
machete, partirle la cabeza y comerte su cerebro. Eso es la posteridad.
…
Publicado en Siglo XXI.