miércoles, diciembre 31, 2014
sábado, diciembre 27, 2014
viernes, diciembre 26, 2014
212
Hace una semana Yesenia y yo fuimos a
una exposición de pintura y escultura en un local de Camaná.
Más de una vez he estado en ese local,
ubicado en el sótano de un edificio, en donde se han realizado conciertos,
presentaciones de libros y festivales de poesía. En Savarín Arte Total siempre tienen lugar este tipo de
manifestaciones artísticas, además, no allí eres presa de miradas acusatorias
si cometes el pecado de ir con una chela en lata en la mano.
En la exposición En tu nombre tenemos una serie de pinturas y esculturas hechas por
los presos que formaron parte de Sendero Luminoso. No sabía de qué iba la expo,
pero ni bien vi la escultura de Elena Iparraguirre, me di cuenta de qué iba,
cosa que en lugar de molestarme e indignarme, encendió aún más mi curiosidad.
Recorríamos la exposición cuando una
joven, quizá de no más de veinte años y muy bajita, nos preguntó si deseábamos
una visita guiada. Le dijimos que sí y con ella estuvimos recorriendo y
hablando de cada una de las pinturas y esculturas.
No había nada de malo en la exposición.
No hay gente más alejada de mi pensamiento político e ideológico que todo aquel
que simpatice con Sendero, pero ello no me impedía poder apreciar el arte que
sus presos han forjado en tantos años de encierro. Claro, había que hacer un
esfuerzo mayor al habitual, encontrar pues el arte en esas pinturas y esculturas, arte que brilaba por su ausencia, sobre todo en las pinturas y
esculturas de Elena Iparraguirre. Sin embargo, en algunas pinturas y esculturas
sí podía ver una sensibilidad, una propuesta artística no libre del pensamiento
que la motivaba.
Nos gustaron varias pinturas. Muchas
estaban a la venta y las que nos interesaban ya se habían vendido. Cuando nos
preguntaron si queríamos participar de una rifa en la que se sortearían algunas
pinturas, aceptamos y compramos varios tickets. Mientras la chica llenaba
nuestros datos, sentimos la mirada de algunas personas, seguramente familiares
de los presos, pero no nos hicimos problemas, porque no hacíamos nada malo. Por
un momento pensé que nos podían confundir con un par de agentes infiltrados del
Servicio de Inteligencia. Para paranoicos los filosenderistas son campeones.
Me detuve a ver los títulos de los
libros disponibles en una mesita de exposición, algunos de ellos estaban a la
venta, pero otros no, como el de Maritza Garrido Lecca, en cuyo libro nos
brindaba técnicas de relajación y métodos contra el estrés. Nada del otro
mundo.
Salimos de la exposición.
Horas después pensé en lo necesaria que
es la libertad de expresión. Hasta los senderistas tienen derecho a expresarse,
no importa si sus ideas sintonicen o no con las de uno. Bien sabemos que la
valoración artística es otra cosa, otra dimensión en la que solo sobreviven y
destacan los elegidos. Y en la exposición En
tu nombre solo sobrevivían un par, no más.
Quien esto escribe no vio en ningún
momento una apología a Sendero Luminoso. Obvio, había en las pinturas y
esculturas un evidente espíritu rojo, como lo puede haber en toda manifestación
artística de la zurda, la derecha y la zurda-derecha. No había pues un llamado
a nada, ni a las armas, ni a manifestarse, ni a la lucha revolucionaria.
Hace unas horas me acordé de que hoy
viernes es lo de la rifa, entonces me pongo a buscar alguna información, algo
tan sencillo como la hora en la que se haría. Buscaba y cruzaba información,
cuando encuentro este video en donde Daniel Urresti se agarra a picotazos con
el abogado de Abimael Guzmán, a metro y medio de Savarín Arte Total. Pulsé play.
Bueno, no hay que ser un virtuoso del
pensamiento para poner en evidencia la matonería de Urresti, que le ha hecho un
involuntario gran favor a una exposición de la que nadie estaba hablando porque
no había mucho que hablar de ella en cuanto a propuesta artística, a no ser por
el detalle de que eran pinturas y esculturas de senderistas en cárcel, detalle
del que tampoco nadie hablaba.
Ver a Urresti me hace pensar en una
verdad ahora implícita: la guerra contra Sendero está muy bien ganada en las
armas. No hay que cuestionar esa verdad. Pero lo que han olvidado militares
como Urresti, es que la guerra en el discurso no está del todo desarrollada. El
discurso de Sendero es endeble, tiene grietas que no se aprovechan. No se
aprovechan esas grietas por ignorancia, porque se cree que la ley del caballazo
es la que va a imperar. Hay que tener cuidado con la ley del caballazo, que no
sirve de nada en cuestiones de discursos, la ley del caballazo hace ver como
“pobrecitos” a los que no lo son.
Yo, si tuviera el cargo de Urresti, voy
a la exposición, callado nomás, sin tanta alharaca y compro mi rifa si es que
me interesa alguna pintura. Y me quito riéndome.
Solo espero no encontrar un contingente
policial cuando vaya a ganarme mi pintura, porque voy a la fija, a ganarme la
pintura que quiero pegar en la pared de mi habitación. Pero si encuentro un
contingente policial, contingente que bien podría ser más útil en la lucha
contra la delincuencia, por ejemplo, no tendré la más mínima duda de que
Urresti se habrá coronado de esforzado promotor cultural.
211
Me levanté tarde y seguía con sueño. No
sé cuántos sueños profundos he tenido a lo largo del día. Si en caso me hubiera
llegado la hora, creo que habría
muerto feliz, porque he comido muy bien, demasiado bien, y eso que no suelo
comer más de la cuenta en estos días festivos.
Entre cada despertada, despertada que
era insuficiente para levantarme y hacer lo que la gente normal hace,
aprovechaba en leer y releer algunos libros para luego entregarme al sueño.
Cerca de las cinco de la tarde, saqué a pasear a Lucas, un pequeño perro que no
le tiene miedo a nada, según he podido constatar cada vez que he tenido la
oportunidad de sacarlo a pasear. Mientras Lucas y yo recorríamos el barrio,
recorrido que hizo que tensara más la correa, hecho que me sorprendía puesto
que pese a su pequeñez el perro tenía una fuerza que sobrepasaba a la media de
la fuerza de otros perros de su tamaño, me ponía a pensar en el recuento
literario que empecé a escribir ayer y que, contra mi pronóstico, me está
saliendo más largo de lo que pensaba. Tampoco dejó de extrañarme la sensación
de contrariedad. Hasta minutos antes de abrir el archivo en Word en donde
escribiría, tenía la más absoluta convicción de no hacer un recuento literario,
algo que muy bien podría tomarse como una injusticia, tratándose pues de un año
muy generoso para la narrativa peruana. Hemos tenido no solo títulos
interesantes, sino de los buenos, de esos que candidatean en quedarse en la
memoria del lector de turno.
Lucas se fijó en una perra.
Lucas se emocionó.
Lucas movía la cola como nunca antes lo
había hecho.
La experiencia me ha enseñado a no combatir
la arrechura de los animales. Suficiente experiencia tengo con los que me hizo
Nesho, mi gato, hace muchos años. Atentar contra su furia hormonal bien me
costó unas cicatrices en el brazo derecho. En base a esa experiencia, decidí
que Lucas haga con la perra lo que venga en gana. Así es que dejé de tensar la
correa y dejé que el perro disfrute de su arrechura y ayudarlo con mi pensada
indiferencia en la consumación que anhelaba.
La perra era demasiado grande para el
enano Lucas. Sabiendo del riesgo que corría al sacarle la correa, me arriesgué
a hacerlo. Le saqué la correa. Debía estar atento, porque Lucas es nervioso y
se pone a correr, sin escuchar la voz fuerte de quien lo llama.
Prendí un cigarro y compré de milagro
una botella de agua mineral sin gas. Comprar la botella fue un milagro, la
compré en la única tienda abierta de todo el barrio, quizá en la única tienda
abierta en todo el distrito. Lamenté no haber traído conmigo algún libro que
leer, quizá el de Carla Cordua, o el de Michon que estoy repicando, o el
novelón Los hijos del orden de
Urteaga Cabrera. Como sea, tuve que inventarme alguna actividad inmediata. Si
Lucas se ponía nervioso, quería que no fuera por mi causa, que no se sintiera
observado en su acto de seducción y conquista al paso.
miércoles, diciembre 24, 2014
martes, diciembre 23, 2014
210
Abro la librería y la vuelvo a cerrar.
Necesito tomar un poco de aire, ver los buses del corredor azul me deprimen.
Mientras venía al centro veía las largas colas y los buses llenos. Si tuviera
que convocar a una marcha, haría una contra esos buses pintados, que no son más
que latigazos emocionales contra los ciudadanos que menos tienen.
Camino a la Plaza San Martín, quiero ver
qué ha quedado de la marcha de ayer. Una amiga, que vive cerca de la plaza, me
dijo que durmió feliz, oliendo a bomba lacrimógena, con el ruido de los
petardos. Y le parece bien dormir así de vez en cuando, “los jóvenes no deben
callar cuando se les viola sus derechos, menos cuando se les dice cómo es que
deben protestar”, me dijo en un mail.
Mientras llego a la plaza, el aroma a
maravilla verde cala en mis huesos. También los suaves olores del licor. Pienso
en amigos y conocidos que seguramente marcharon ayer. Pienso también en las
fotos que subirán a sus respectivas cuentas de Facebook. Y está bien que eso
pase, me digo, porque si algo le faltaba a esta nueva juventud, que no vivió la
dictadura de Fujimori, era un desahuevamiento colectivo en supuestas épocas de
prosperidad.
Prendo un pucho y me quedo mirando la
plaza. La recorro, camino muy despacio. Parezco un inspector a la búsqueda de
pruebas que confirmen el delito. Y en mi fugaz búsqueda encuentro muchas
pruebas, que me ponen contento, porque no solo hubo indignación, sino también
un ánimo festivo que justifica y legitima estas movilizaciones.
Decido regresar a la librería, para
abrirla sin abrir. Me doy cuenta de que tengo el celular apagado. Lo prendo.
Tengo algunas llamadas perdidas, un par de mensajes, tres mensajes de voz.
Estoy a nada de responder las llamadas y los mensajes. Pero no. No quiero
alterar la tranquilidad de la mañana de cielo gris, que es lo que más me gusta,
lo que me consuela de la insoportable humedad del centro.
Craso error.
Empiezo a recibir llamadas y no sé si
contestar porque desde que cambié de número solo he grabado los números de
gente muy cercana a mí. Uno de esos números es insistente. La memoria del cel
me indica que ha llamado más de diecisiete veces. Entonces respondo.
Se trata de Joseph, un buen amigo
pintor.
Joseph me pregunta si haré mi recuento
literario del año.
Y es verdad, todo el mundo está haciendo
su recuento literario, un año literario que podríamos calificar de positivo,
tal y como indiqué en algún post anterior. Sin embargo, quiero tomarme un
tiempo, procesar bien la impresión, no caer en involuntarias injusticias
valorativas, ni en excesos. Quiero enfriar el entusiasmo que me generan los
buenos libros que han publicado mis amigos. Alejarme en el discurso del posible
amiguismo. Bueno, esto es lo que pienso en principio, quizá en algunas horas me
raye y decida no hacer recuento literario alguno y me dedique solo a seguir
leyendo y, por supuesto, comentando libros cuando las ganas me lo permitan.
209
Ayer en la tarde caminaba por la Bolsa
de Valores, el sol lo sentía en el rostro y me encontraba medio atontado, ido, distraído,
desconectado, detalles que me hacen vulnerables. Solo debía comprar mi
antídoto: una botella de agua mineral San Antonio, sin gas.
Compré mi botella. En lugar de regresar
a la librería por el camino habitual, lo hice por Carabaya. A medida que
avanzaba me topaba con un creciente número de policías, más sus respectivos
juguetes: portatropas, patrulleros, camionetas y cientos de motos.
La presencia de los efectivos del orden
no era gratuita. Miraba sus rostros y uno no podía pensar en otra cosa que no
fuera el cuidado. Cómo no tenerlo, si horas antes el ministro Urresti había
advertido a razón de la marcha juvenil contra la nueva ley laboral, la
injerencia solapada de simpatizantes de Sendero.
No me sorprende. No debería sorprender
estas clases de jugarretas de un sujeto, sospechoso de asesinato, colocado como
ministro del Interior por otro sujeto, sospechoso también de asesinato y que se
las da de presidente. Jugarretas de sucios, por decir algo. La jugada era
cantada: meter toda la alerta de peligro posible para así reaccionar como
esperaban reaccionar, llevar a toda costa otro gol de Urresti.
Uno no puede dejar de preguntarse lo
tácito: ¿acaso no tenemos problemas de seguridad ciudadana mayores a los que
estar alertas en una manifestación juvenil? Para perseguir a ambulantes, a jóvenes
que en su derecho protestan, sobran los efectivos. Pero para cuidar las
empresas de construcción chantajeadas por mafias, para resguardar a los
ciudadanos de la delincuencia común, para detener a los personajes incómodos
para el gobierno, para eso, que en realidad importa, el despliegue policial es
nulo, de risa, de hueveo disfrazado de eficiencia.
Hasta los mismos policías se aburrían.
Se sabían tontos útiles. Como son subalternos, no pueden cuestionar el mandato
de Urresti, hay que obedecer nomás, seguir para adelante, cuidar a estos
chibolos que se las quieren dar de rebeldes ahora que están de vacaciones.
En mucho tiempo no veía una
manifestación como la de hace unas horas. Miles de jóvenes. Hay que protestar y
ambas opciones para hacerlo ahora son válidas: o por tus convicciones o por tus
bolsillos.
lunes, diciembre 22, 2014
sábado, diciembre 20, 2014
208
Me gusta que los más jóvenes que uno no
se dejen meter la mano y salgan a protestar, tal y como lo hicieron horas atrás
miles de jóvenes en contra de esa idiotez de la nueva ley laboral. Ver
manifestaciones como esta me hace pensar en que no tenemos los jóvenes que
parece que tenemos, sino que aún existe la capacidad de crítica que nos permita
salir a las calles y expresar desazón e indignación.
Los miraba marchar y protestar desde la
cómoda mesa de un café. Leía sin leer, anotando algunas impresiones al vuelo de
un artículo que se me estaba pasando y del que me di cuenta que debía avanzar,
ponerme al día antes de quedar mal con quienes confiaron en mí. Por eso decidí
abandonar algunas horas la librería, sin esperar que vería la manifestación tan
cerca, acto que me recordó a las manifestaciones de entre siglos contra la
dictadura de Fujimori.
No pude presenciar lo que me hubiese
gustado presenciar, pero con lo visto, antes, durante y después, tengo una idea
clara de lo que es este gobierno y su congreso, la mierda absoluta, la
corrupción en su estado más putrefacto. Bien harían todos aquellos que apoyaron
a este gobierno en quedarse callados de por vida, si es que algo de decencia
tienen ante la muestra de su evidente incoherencia.
Terminé de armar el boceto del artículo.
Me sentía tranquilo. No es que escriba bajo el mandato de un mapa. En realidad,
estos bocetos son una suerte de guía de la infidelidad, puedo escribir ideas y
posibles comienzos, creyendo que en estos quedaría muy bien resguardado de las
trampas de la improvisación, improvisación que solo disfruto en el jazz, pero
que al momento de escribir, bajo esa seguridad de tener el camino de lo que
teclearé, me permito ir por temas y estilos que no tenía pensados.
Claro, algún jodido me dirá que no digo
nada nuevo. Obvio, rareza, no estoy diciendo nada nuevo, pero siempre es bueno
volver a los caminos que dictan los maestros, darlos a conocer a los
potenciales interesados en la escritura, decirles que escribir tiene que ser un
acto serio, festivo también, pero ante todo serio.
jueves, diciembre 18, 2014
miércoles, diciembre 17, 2014
207
A las ocho y media de la noche de ayer,
me encontraba en el parque del triple cruce: Quilca-Wilson-Rufino Torrico.
Prendí un pucho, el primero en cinco horas.
No sabía cuál de las siete opciones
elegir para ir a casa. Pensaba en los dos textos que debo entregar en las
próximas horas, como la reseña de un libro de Mailer. Pensaba en cómo abordar
la reseña, en cómo calibrar mi verdad emocional, en no desbordarme como me
desbordo cada vez que comento un libro que me ha gustado mucho.
Caminando en dirección a Quilca, me
encuentro con un joven editor, que tres minutos antes había estado en Selecta
para dejar el último libro de su sello. No me había encontrado y estaba
dirigiéndose a su casa.
Nos saludamos y le pregunté si tenía
tiempo, porque no demandaría mucho tiempo que vayamos a Selecta y de esta
manera dejarme los cinco ejemplares de su último libro editado.
Regresamos a la librería y nos quedamos
conversando un rato.
Es cierto que en las últimas semanas, le
he dedicado más de un párrafo ácido a no pocos de los editores peruanos,
llamándoles iletrados, carteristas solapas, amantes de la foto histórica, en
fin. Pienso en los calificativos y cada vez más estoy seguro de mis palabras,
no me arrepiento de lo que digo porque se merecen ese trato, un trato suave,
hasta amable, si vemos el asunto en frío.
Sin embargo, así como existen esa clase de
editores, también los hay en la otra orilla, que quieren ganar el reconocimiento,
cuestión totalmente lícita, pero ganarlo en buena lid, lejos del carterismo
solapa, por ejemplo, práctica que en los últimos meses se está volviendo una
costumbres entre los que practican el lustrabotismo y el llamado decentismo
estratégico.
Presto atención a las palabras del joven
editor, analizo sus proyectos y puedo decir que va por buen camino, aunque el
camino será difícil; también analizo su catálogo, que poco a poco y a paso firme
lo viene reforzando. No lo pienso mucho, converso con un editor que lee y eso
me hace sentir bien. Sé que el reconocimiento que merece su sello llegará, no
sé si tarde o temprano, pero cuando llegue, cuando la gente se dé cuenta de las
cosas que hace, el reconocimiento tendrá el aura de la legitimidad y la
credibilidad. Esto no es poca cosa, señores.
martes, diciembre 16, 2014
206
Una de las películas que no me canso de
ver es The American Friend de Wim
Wenders.
Esta película, junto a otras como The Conversation de Coppola, figura
entre las que vuelvo a ver, de manera religiosa y sin importarme otra clase de
actividades, durante los últimos días de cada año. Vuelvo a las películas que
me gustaron, a las que aún siguen transmitiendo “algo”, sea esa sudoración de vergüenza
e incomodidad, que bien se justifican en determinadas escenas.
Hubo un tiempo en que me gustaban todas
las películas de Wenders. Absolutamente todas. Pero hoy en día me pregunto por
qué me gustaban todas sus películas, a qué se debía ese apego desmedido por su
trabajo, como si una fuerza externa al gusto por el cine se hubiera apoderado
de mí. Obvio, Wenders puede jactarse de un par de obras maestras y otras que tranquilamente
rozan la maestría, aunque claro, todo seguidor de Wenders sabe que este
cineasta no es lo que van preocupados por la vida tras la obra maestra. No, lo
suyo ha sido la búsqueda de la expresión de su poética, o sea, muy lejos del
fin comercial y del cliché temático imperante.
De manera intermitente he visto todas
sus películas en los últimos meses. Tenía que superar esa extrañeza de no saber
por qué ya no conectaba con sus películas, por qué ya no las recordaba como
antes. Debía ir pues al meollo del misterio. No solo había que recordar las
películas, también pensarlas, pensar en qué momento y circunstancia las miraba,
qué era lo que ocupaba mi mente y corazón para haber estado muy apegado a este
director que en más de una ocasión me salvó de la catástrofe.
Encontré esa revelación que buscaba en
una de las escenas de The American Friend,
en las previas al abordaje del tren en donde Jonathan Zimmermann (Bruno Ganz)
debía matar a un mafioso, sin esperar, ni imaginar, que tendría la providencial
ayuda de Tom Ripley (Dennis Hopper, ajá, el siempre psicodélico Dennis Hopper).
Conozco esta película al derecho y al revés,
es la que más veces he visto de Wenders. Y sabía, sin saber, por qué la estaba
dejando para el final. Anoche me di cuenta de que pasaría parte de la madrugada
viéndola, lo que no imaginé fue verla dos veces. Claro, se trata de una
película que bien puede jactarse de su lozanía, pero la vi y la dejé para el
final porque intuía el hallazgo del posible secreto de mi inmediato y pasado
fanatismo por el director. Descubrir por azar el secreto que encerraba la
escena, escena que muy bien lo podría hermanar con la revelación de los versos
perdidos de un buen poema.
205
La pregunta se hace presente de cuando
en cuando, más de uno la ha escuchado y, por qué no, también la ha pensado en
vistas de una posible respuesta que deje satisfecho al intelecto de quien se la
formula.
Por supuesto, escuché la pregunta en un
recital, en una lejana noche en el local La Noche de Lima, que quedaba en la esquina
de Camaná con Quilca.
Me encontraba medio sazonado a razón de
la maravilla verde y había llegado al lugar sorteando autos particulares y
taxis, al menos es así como quiero pensar que llegué allí, y no por motivos
asociados al desarraigo, aunque más de una vez he pensado que esa noche llegué
a La Noche de Lima guiado por un impulso de perdición existencial, a lo mejor
cumpliendo bien mi rol de actor de reparto del circuito literario limeño.
Era muy joven y no tenía la barba como
la tengo ahora, cubierta por líneas de incipientes canas que delatan mi
verdadera edad, aunque si me afeitara totalmente, y tal como me ocurre desde
hace algunos años, más de una persona podría creer que tengo ocho años menos.
Pero en fin, este no es el asunto, sino lo que escuché esa noche, en la que más
de un poeta reconocido, que hoy en día se muere porque le haga una reseña o lo
mencione de refilón en el blog, me negaba el saludo o se hacía el huevón ni
bien me presentaba como un entusiasta aficionado de la poesía peruana.
Me acomodé en una mesa esquinada, que
también estaba ocupada por un par de chicas con aspiraciones literarias, que me
conocían no sé de dónde, pero que con el curso de los años una de ellas se
convirtió en una amiga que quiero, aprecio y admiro, una poeta talentosa, y
seguramente la poeta más atractiva de la poesía peruana, si es que nos ponemos
un poco frívolos, aunque resulte inevitable ponerse frívolo, más aún cuando
hablamos de poesía.
Para variar, esa noche todos los poetas
que iban a leer estaban borrachos.
Era una noche de una serie de noches
especiales. Cada una de ellas se alimentaba del ambiente con aroma a revolución,
no había ser que no quisiera cambiar el devenir de este país de mierda.
Pero esa noche de la que les hablo, los
poetas que leerían ya estaban borrachos, uno de ellos lloraba de amor, otros
temblaban por falta de afecto y más de uno con la mirada fija, puesta, mirada
de obsesión, hacia mi buena amiga que también era poeta pero que en esa época
era igual que yo: alguien entusiasmado con la poesía peruana.
Leía uno y vomitaba.
Leía otro y vomitaba el doble.
Los concurrentes aplaudían, aplaudían
como si fueran testigos de un acto contracultural.
Quizá en esos momentos cimenté mi gusto
por la lectura de poesía peruana, mas no como poeta, no podía ser poeta, no
podía malgastar mi juventud leyendo poesía y vomitar a la vez, no tenía ese
talento; a partir de entonces renuncié a la posibilidad de ser un poeta maldito,
ya no quise ser el heredero de Martín Adán. Me dediqué a ser un hombre de bien,
o sea, a leer y dormir y fumar maravilla verde.
Me disponía a retirarme del local, tanta
perdición, falta de higiene y violencia verbal no pertenecían a mi mundo. Me iría
a drogarme y emborracharme a otro lugar, en otro lugar más auténtico y con
gente más auténtica.
Sin embargo, me quedé en La Noche de
Lima, me quedé pensando a razón de una pregunta que no sé a cuento de qué un
poeta en ese entonces ochentero se preguntó segundos antes de su lectura: “¿Para
qué sirve la poesía?”
Fui el último en abandonar ese local.
Cuando lo hice era las seis y media de la mañana. Había bebido y no sé qué cosas
había hecho, y no quise saber qué había hecho, aunque mi polo estuviera
manchado de gotas de sangre que no eran las mías.
Años después me enteré que en esa noche
de poesía había agarrado a golpes al poeta ochentero que se había hecho esa
pregunta antes de su lectura. Según mi amigo, un destacado poeta noventero, testigo
de cómo pegué al poeta ochentero, yo no había quedado del todo satisfecho con
su respuesta a su pregunta. Mi amigo poeta noventero me dijo que había pecado
de intolerante, faltoso, puesto que no estaba respetando a uno de los ídolos de
la poesía peruana contemporánea, porque a los ídolos de la poesía peruana
contemporánea se les respeta, no importa si estos sean unos insalvables
imbéciles. Le pregunté a mi amigo poeta noventero por qué le pegué al
reconocido poeta ochentero.
“Es que no te gustó su respuesta. Te
tomaste demasiado en serio su estupidez. Bueno, eras más chibolo, más díscolo”.
“¿Y qué es lo que dijo? Puta, debió
haber sido una gran estupidez para que haya entrado en cólera”.
“Nada del otro mundo. Clásica estupidez
de poeta peruano”.
“Ya, pero qué dijo”.
“Así fue: ¿Para qué sirve la poesía? Su
respuesta: la poesía no sirve para nada”.
Me quedé pensando/recordando durante
algunos segundos.
lunes, diciembre 15, 2014
204
Hace una semana terminé la lectura de Un hombre flaco (Ediciones UDP, 2014)
del periodista peruano Daniel Titinger.
Se trata de una publicación que se deja
leer con mucho placer y que nos brinda un retrato muy descarnado de uno de los
mayores escritores latinoamericanos del siglo XX, Julio Ramón Ribeyro.
Como lector, me alegra que la figura de
Ribeyro comience de a pocos, y a paso firme, a insertarse en el imaginario
literario en castellano. Si hay un narrador que debe figurar entre las voces
mayores de nuestra tradición literaria, esa voz es precisamente la de Ribeyro,
que no solo llevó a una cima inalcanzable el registro del cuento, sino que fue
un visionario en cuanto a las grandes posibilidades que nos brinda el registro
del diario, en donde, a mi parecer, está el mejor Ribeyro.
Lo que se propone Titinger es acercarnos
a la leyenda que tenemos del escritor. Para ello se vale de los testimonios de
sus amigos cercanos, como también los de su viuda Alida y su hijo Julio Ramón.
Viéndolo de lejos, como imagino que tienen que verse este tipo de perfiles,
Titinger consigue documentar lo que se decía en voz baja de nuestro escritor,
colocando sobre la mesa el chisme, el chisme que a fin de cuentas nos permite
conocer a un hombre que lo único que quiso hacer en la vida fue sobrevivir y no
necesariamente por medio de la escritura literaria.
En estas páginas, somos partícipes de un
hombre sumamente depresivo, que se dio tiempo y se alimentó de fuerzas para
escribir los cuentos que escribió. Si a esta depresión le sumamos su carácter
tímido, pues accedemos a una sensibilidad marcada por el desarraigo, desarraigo
que bien radiografían, por ejemplo, Alfredo Bryce, Fernando Ampuero, Guillermo
Niño de Guzmán, como también Alida de Ribeyro, a quien el autor del libro junto
a Jorge Coaguila entrevistaron en París. Con ella se tuvo que luchar un poco
más, pues se nota que la sudaron para taladrar esa muralla de estoicismo
selectivo. Leer lo que dice la viuda también nos permite ingresar a una
instancia de un Ribeyro íntimo, un Ribeyro que sufría de sí mismo y que solo
pudo conocer la plenitud en sus últimos años.
Si tenemos que hablar del personaje real
de la presente publicación, ese personaje es, sin duda, Alida. Leemos su
testimonio y una mujer como esta no hace sino generar en el lector una
avalancha de sentimientos encontrados. Llegamos a entender, más no justificar,
la razón de su negativa a permitir lo que falta publicar de los diarios de su
esposo. Alida, en sus silencios, en sus frases cortantes, dice mucho, como si
en su respiro contenido no quisiera revelar una verdad incómoda. Por otro lado,
mientras ella y su hijo más se esfuerzan en desestimar lo no publicado de los
diarios de Ribeyro, refuerzan, y la leyenda con relación a los diarios no
publicados. Pero tampoco podríamos obviar las últimas horas de vida de Ribeyro
y lo que Alida le decía en su agonía, párrafos que nos ponen en otra dimensión
a la mujer que también sufrió como su esposo y que tomó la saludable decisión
de permitir que él haga su vida sin ella.
Aunque nos hubiese gustado que Titinger
se arriesgue más como autor, en muchos párrafos se muestra como un actor
demasiado pasivo, temeroso de opinar, lejano a polemizar, dedicado solo a
consignar. Sin embargo, ello no atenta contra el alcance de Un hombre flaco, un perfil que traerá
más de una encendida polémica, puesto que más de un testimonio no son más que
camufladas bombas Molotov, que cumplen su objetivo: que hablemos de Ribeyro
para luego ir a sus libros.
Como bien se dijo líneas arriba. La obra
y figura de Ribeyro comienzan de a pocos a dejar esa parcela de autor secreto
(no para Perú, obviamente), de escritor de minorías y lo que es peor, de
escritor para escritores. Esta suerte de renacimiento no nace de la nada, sino
de una apuesta editorial y literaria no sujeta a meros intereses comerciales.
Si bien es cierto que la UDP de Chile edita por primera vez un libro sobre
Ribeyro, no se trata de un autor ajeno para este sello. Recordemos que hace un
par de años publicó/rescató La caza sutil,
el célebre (y casi inubicable hasta entonces) libro de ensayos literarios de
nuestro escritor, edición que contó con doce textos más. No me sorprende que
editores/lectores de otros países valoren a nuestros escritores referenciales.
Aquí poco o nada hacemos por difundirlos. Claro, esta situación tiene que
cambiar, a lo mejor a la fuerza. Imagino que las cosas empezarán a cambiar
cuando nuestros editores locales se preocupen más en leer en lugar de ser ases
de la calculadora, tiburones de presupuestos, maestros de las relaciones
públicas, buscadores de invitaciones feriales, carteristas solapas, amantes de
la foto histórica.
…
Publicado en LPG
203
Me resulta extraño comentar un libro por
segunda vez. Hace algunos años, en este mismo espacio, reseñé el cuentario Punto de fuga, del narrador peruano
Jeremías Gamboa. Y lo vuelvo a comentar por tratarse de una publicación que
durante un tiempo corrió el riesgo de perderse y que gracias al éxito literario
y comercial de su novela Contarlo todo,
tenemos una segunda edición que, a diferencia de la anterior, bien puede leerse
ahora en muchos países de habla hispana.
Pero no solo ese es el motivo que me
lleva a escribir del libro en cuestión, sino también el hecho de someterlo a la
prueba del tiempo, en ver cuánto ha envejecido, si es que hubiera envejecido, o
cuán cierta es su vigencia.
Felizmente, a Punto de fuga no le han salido canas, ni arrugas, sigue mostrando
los mismos fuegos de la primera vez y que bien nos puede brindar los senderos
en los que Gamboa asienta su poética, una poética por demás realista y que, en
parte, le ha suministrado de insumos temáticos claves para su saludada novela.
Aunque no pasemos por alto la posibilidad, al menos barajar la sospecha
razonable, sobre la influencia que pudieran ejercer algunos de estos cuentos en
los futuros libros del autor.
Ningún primer libro, ya sea de cuentos o
novela, está libre de falencias naturales. Este las tiene, en especial
estructurales, pero lo estructural y formal son aspectos que bien pueden
limarse en el ejercicio de la escritura. Lo que eleva a Punto de fuga, lo que hace que el libro postule a las parcelas de
la perdurabilidad es precisamente la exhibición de complejos emocionales de sus
personajes, complejos emocionales que refuerzan la marca de agua del estilo del
autor, estilo que logra su cometido, tan difícil de redondear en el terreno de
las distancias cortas: emocionar, fastidiar y corromper al lector, es decir,
alejarlo de la indiferencia. Ese estilo, que algunos aventureros de la opinión
literaria han catalogado de periodístico, cuida el secreto, el puente, con el
lector, así este acepte o no los relatos. Logrados o no, hay pues en ellos una
luz oscura, una presencia incómoda, un nervio en permanente tensión, que bien
lo diferencian a Gamboa de otros autores del actual imaginario narrativo en
español. En vez de explorar hacia lo desconocido, aliento siempre saludable
para cualquier creador, aunque ese aliento casi siempre termina desgastando,
Gamboa explora hacia dentro, moviéndose en su realidad inmediata, en lo que
conoce o cree conocer de esa realidad inmediata, disposición que refleja una
postura de su parte hacia el realismo, postura que lo convierte en un nato
buscador de historias.
Como ya indiqué, los ocho relatos que
conforman el cuentario siguen frescos, todavía alejados de la férula del
tiempo. De estos un par que bien haríamos en calificar de descollantes: “La
tierra prometida” y “La conquista del mundo”. En especial el segundo me gusta
más, el que muestra y encapsula toda esa verdad incómoda que no quieren aceptar
cada uno de los personajes de los cuentos, esa verdad que los lleva a huir, a
ejercer un alejamiento no de los factores externos que los dañan (porque si
algo se puede decir de estas sensibilidades, es que son guerreros de la
insensibilidad/indiferencia de los demás, pese a las humillaciones, siguen en
pie, mordiéndose los labios para soportar), sino de ellos mismos, enfrentándose
contra su infierno personal.
…
Publicado en Siglo XXI
domingo, diciembre 14, 2014
202
Una ligera garúa me sorprendió en la
medianoche de ayer. Me encontraba en el cruce de Javier Prado con Aviación, o
más preciso, a setenta metros de ese cruce, caminando desde Guardia Civil. Por
alguna extraña razón, me gusta caminar de noche por esta ruta, no porque me
ofrezca un gran paisaje urbano, que en parte lo ofrece, sino porque en ese
paisaje me siento cómodo, en donde me permito pensarme y autocriticarme. Esta
ruta, junto a algunas calles del Centro, son mis rutas salvajes.
Es cierto que escribo mucho del Centro
Histórico, pero el lector atento del blog sabrá que solo me suscribo a algunas calles,
no a todas las calles del centro. Hay calles que tienen su encanto y no
necesariamente por su valor histórico, sino por esa cualidad llamada esencia,
que permite que te sientas a gusto, precisamente no por lo que te pueden
ofrecer, sino por el hecho de cómo tú te sientas mientras las recorres, con
mayor razón cuando en esas calles forman parte de tu biografía, sea de lo mejor
como de lo peor.
Días atrás conversaba con una amiga que
vive por temporadas en el Centro, a pocos metros de la Plaza San Martín. Ella,
mujer de mundo como pocas y con sensibilidad artística, me decía que se sentía
cómoda en el edificio donde vivía. Aunque no solo eso, en estas calles y plazas
podía ver y ser testigo de la vida en su sentido más pleno, en todos sus
colores, defectos y virtudes, porque siempre pasa algo “por aquí”.
La escuchaba y le daba la razón, no hay
día en que no me tope con personajes de todo tipo. De un instante a otro puedes
pasar de la reconciliación contigo mismo al odio sostenido de querer hacer la
revolución. Puedo ver a un padre de familia contento que pasea con su hija,
como también a un grupo de hampones que esperas que te hagan/digan algo para
así reaccionar y patentizar el pretexto que llevas esperando desde hace buen
tiempo. Ni hablar de los personajes que pueblan la Plaza San Martín, tal y como
ocurrió el sábado antepasado. Como nunca vi la plaza tan llena de exceso y
rock, islotes humanos que se resisten a aceptar la ausencia de espacios de
divertimento que nos deja este maravilloso gobierno municipal. Pero vi la plaza
de pasada, no fui parte de ese divertimento, aunque al día siguiente volví a la
plaza, a uno de los cafés de los portales, y todo indicaba que en la noche se
había vivido una suerte de Woodstock, el aroma a la maravilla verde era no
menos que intenso. Miré al cielo y me pregunté si acaso no había llovido
hierbitas para todo el pueblo. Caminaba y me preguntaba a qué se debió esa
inaudita concentración de manifestantes y de gente que solo quería pasarla,
pregunta que viene acosando mi mente, dicho sea.
Lo peor que se puede hacer es ponerse a
explicar a qué se deba esa suerte de magia negra que suscita caminar por las
calles del Centro Histórico. Cada vez se escribe más de estas calles y lo que
se escribe no hace sino ahondar más la incertidumbre, cuando lo real, lo que
vale, es que solo se describa, que se registre la impresión. Craso error
explicar la magia. Aunque si tuviera que ofrecer una posible explicación, esa
explicación, o intento de la misma, la escuché muy bien de una amiga
miraflorina, que me dio un ejemplo a modo de explicación, que solo dejará
pensando a los tardos de pensamiento, ejemplo que ponía frente a frente a dos
mujeres, bellas y alegres, que bien podrían ser Miraflores y el Centro de Lima.
Las dos aman, odian, son calmadas y salvajes, inteligentes e irracionales, pero
lo que las diferencia es lo siguiente, y según las palabras de mi amiga, para
que no salte alguna infaltable feminista, porque a ella le debo el crédito: “La
diferencia, Gabriel, es muy sencilla: Miraflores es una bella mujer, sí, que
ostenta todo, además vive una vida tranquila, pero de qué te vale ser una bella
mujer y tener una vida tranquila si eres frígida, si eres frígida no eres nada,
no eres nada”.
sábado, diciembre 13, 2014
viernes, diciembre 12, 2014
201
Pasan los días y la temperatura va
aumentando. Así es, lo que jode es la humedad, el calor es soportable, pero el
punto en esta ciudad siempre ha sido la humedad. El verano, pues, se anuncia
muy pegajoso.
No me hago problemas de nada. Pese a que
no me gusta el calor, pocas veces me he quejado de él, y cuando lo he hecho, ha
sido seguramente por la queja de los demás, que inevitablemente contagia.
Durante muchos años pasaba los veranos
encerrado en casa, pero solo durante el día. Cuando salía a la calle, lo hacía
a partir de las seis de la tarde. Aparte de tener un problema con el calor, de
la misma manera que otros pueden tener problemas con el frío, se añade el hecho
de mi piel, que me salió muy sensible. Desde que tengo uso de razón, la exposición
ante el sol me deja ronchas en la cara. En este asunto poco o nada tiene que
ver el color de la piel, como se pensaba y se sigue pensando por allí,
erróneamente. Por eso, en los veranos de mi infancia me recuerdo con gorro, que
solo me lo sacaba para nadar, porque desde niño me gustaba nada y nadaba bien,
muy bien. Los profesores de natación más de una vez animaron a mis padres a que
me dedicara a la natación de la manera constante, que no solo me limite a los
programas de verano. Como mis padres siempre han sido personas que me
preguntaban antes de tomar decisiones, no en todo me preguntaban, obviamente,
les dije que la natación estaba bien para el verano, que no me veía nadando durante
el invierno, por ejemplo. Durante los veranos de mi adolescencia me dediqué a
otros deportes, como el basketball. Y me recuerdo también usando gorro. Aunque
no era un gran jugador, sí tenía mis buenos momentos, al menos eso era lo que
sentía cuando me venían a buscar para un partido y por las palmadas que me
daban luego de algunas jugadas, o sea, tú sabes, aunque hagas alarde de una
falsa modestia, que lo estás haciendo bien y que puedes percibir si los saludos
son genuinos o que te los dicen por cumplir.
Entonces, se deduce de lo que recuerdo
de los veranos son los deportes y los gorros. Desde hace años que no practico
ningún deporte específico, aunque trato de ser más constante en salir a correr,
porque correr me despeja la mente, porque lo hago por eso, para despejar la
mente y no estar en buena forma física. Pues bien, llevo varios veranos usando
más bloqueador de lo acostumbrado, también lo uso en invierno. No niego que
usar bloqueador me incomodó más de lo que pensé que me iba a incomodar. Me tuve
que acostumbrar a la mala, porque el calor, los rayos solares, no son los
mismos de cuando era niño y adolescente.
Antes de estar en el proyecto de
Selecta, la pasaba en casa traduciendo, traducía para una ONG, que felizmente
no era de izquierda. Digamos que tenía poca vida social, pero leía mucho y
trataba de escribir mucho. Además, me parecía el trabajo perfecto, en especial para
los veranos. Estuvo bien un par de años pero el alma me pedía salir a flote,
sentir los rayos solares, que ayudan a las sensibilidades depresivas. Entonces
empecé a salir y quise hacer otra cosa, siempre y cuando me gustara, claro,
porque soy de los que funcionan en la vida haciendo las cosas que le gustan. Pero
en ese gusto también se presentan algunos sacrificios que asimilas, asimilas el
calor, te malacostumbras a él, como también el abastecerte de bloqueador cada
mes y medio, bloqueador que ayer buscaste por todas las farmacias de Lima,
puteando, porque el bloqueador que usas estaba agotado. Busqué el bloqueador y
cuando lo encontré, mi mejilla derecha exhibía un color rojizo oscuro, que
lentamente se convertía en una combinación de marrón con negro.